A NIGHT IN HEAVEN (1983, John G. Avildsen)
En todos los periodos que han rodeado el hecho cinematográfico han existido títulos que, bien por sus expectativas, por problemas en su proceso de producción, o por no responder a lo que se esperaba de ellos, en el momento de su estreno fueron poco menos que vapuleados, y muy pronto cayeron en el olvido más absoluto. Se trata de propuestas imperfectas, desequilibradas, pero que en su conjunto albergan superiores más cualidades sobre otros exponentes de su tiempo, que obtuvieron en su atonía reconocimientos y galardones. Y esta tendencia tuvo una especial significación en unos años 80, donde la producción cinematográfica descendió a unos niveles casi alarmantes de escasez creativa. Es por ello que resulta interesante, llegados a este punto, ir desempolvando algunos de estos títulos imperfectos, sí, pero atractivos siquiera de manera parcial, y más reveladores de lo que podría parecer, del devenir de una sociedad como aquella, dominada por el influjo de la presidencia de Reagan.
Pues bien, fruto de aquella coyuntura podemos citar dos títulos que mantienen cierto grado de semejanza. Por un lado, ENDLESS LOVE (Amor sin fin, 1981), aquella apreciable película romántica juvenil que fue acribillada en el momento de su estreno. Y apenas dos años después se estrenaría A NIGHT IN HEAVEN (1983, John G. Avildsen), que fue acogida con similar desapego, hasta el punto de suponer un duro revés en la andadura de su realizador, un John G. Avildsen quizá prematuramente valorizado. Y también en el devenir de la efímera estrella teenager Christopher Atkins -de muy cortos valores artísticos- cuando por lo demás fue la única ocasión en la que se brindó a un papel que, además de lucir su espectacular físico, tuviera una mínima hondura dramática.
En realidad, A NIGHT IN HEAVEN se describe en un muy corto espacio de tiempo, alternando la crisis existencial -propia de la asunción de la madurez- vivida por la aún atractiva y sensible maestra Faye (estupenda Lesley Ann Warren). Su esposo, al bondadoso y circunspecto Whitney (Robert Logan) será despedido de la agencia espacial en la que trabaja, ahondando dicha situación la crisis vivida por la pareja. Faye ejerce con rectitud su vocación, lo que le llevará a que suspenda a uno de sus alumnos, el atractivo y extrovertido Rick (Atkins). Una salida nocturna de la protagonista junto a sus amigas le acercará a una discoteca donde actuarán strippers masculinos, y cuya principal figura será el mencionado Rick. Dicho encuentro en pleno espectáculo supondrá para ella un tremendo shock, despertando esa sexualidad latente y adormecida en ella. También para el muchacho, en una actitud que de manera ambivalente ondeará entre el deseo de que le permita un nuevo examen y, con ello, aprobar la asignatura suspendida, y una sincera atracción hacia ella.
A partir de esta breve premisa, y ayudado por una base argumental elaborada por Joan Tewkesbury, experta en miradas descriptivas de las pequeñas comunidades norteamericanas -NASHVILLE (Nashville, 1975) entre otras colaboraciones con Robert Altman-, lo cierto es que nos encontramos ante una película que destilla algunos elementos propios de la peor estética del cine de su tiempo -atardeceres crepusculares, uso de canciones y música de sintetizador-. Es más, unido a ello se percibe con bastante claridad un montaje casi a trallazos -a cargo del propio realizador-, como consecuencia de un accidentado proceso de producción, que a punto estuvo de suprimir la firma del propio Avildsen como su autor, y que se detecta ante la propia escasa duración de la cinta. Ello permite contemplar saltos de acción, actitudes de personajes poco explicables -por ejemplo, que Whitney contemple a Ricky por una cámara como desciende por el ascensor del hotel en donde se encuentra su esposa, en una escena que casi no viene a cuento, o el momento en que este carga su revolver, insinuándonos que se va a suicidar, algo que posteriormente no tendrá continuidad- o, en general, un insuficiente tratamiento de los mismos.
Pero al final resulta que las películas discurren y se forjan solas y, con todas sus insuficiencias, que las tiene, ANOTHER NIGHT IN HEAVEN funciona, y no poco, de entrada, en la mirada descriptiva de una sociedad adormecida en su propia insignificancia. En la falsa diversión que a unas mujeres hastiadas de mediana edad les proporciona asistir a nocturnos espectáculos con bellos jóvenes que les permita exorcizar las frustraciones de sus vidas cotidianas. Y hay que reconocer, llegados a este punto, que se detecta esa mano experta de Avildsen como retratista de la Norteamérica media, en la que fue una de sus cualidades desde que emergiera a su cinematografía durante los años 70. Una pintura de ambientes descriptivo de los primeros años de la era Reagan. En la capacidad de transmitir el mal gusto cotidiano. Pero también, y a mi juicio ahí se encuentra quizá la mayor virtud de la película, en la sensibilidad demostrada a la hora de tratar la tremenda crisis vivida por la pareja protagonista. Esa sensibilidad demostrada por el director a la hora de describir el estado de ánimo de ambos mediante una planificación ajustada y cálida, capaz de mostrarse comprensivos ante dos seres que se encaran a una indeseada y frustrante madurez, encontrará firmes aliados en Robert Loggia y, de manera muy especial, una Lesley Ann Warren que acierta a transmitir ese estado de insatisfacción existencial, que el realizador potencia en algunos de sus mejores momentos. Es algo que se manifiesta en esa conversación que mantendrá con su hermana, cuando esta duda en si volver son su esposo en el aeropuerto. En todos aquellos momentos en donde el espectador llega a sentir el dolor de esa pareja en apariencia conformista de su situación, pero en la que se siente esa falta de la chispa necesaria para su continuidad.
Y es ahí donde se brinda la subtrama de la película, como es la relación que la protagonista mantendrá con el irresistible Ricky. Alguien que de alguna manera representa el poder destructor de la belleza, capaz de sortear las llamadas a la cordura que le brindan tanto su madre como su hermana. Y alguien también que provocará un rápido, fugaz choque emocional con Faye. Será algo que comprobaremos con la sensual, casi irrespirable secuencia, en el que esta descubra y sienta el fluir erótico en la exhibición de su alumno en el streptease -los primeros planos de ambos serán abrasadores- y que protagonizarán la secuencia más hermosa de la película, como es el encuentro de los dos bajo la lluvia, en el coche de esta, mientras suena la preciosa canción de Bryan Adams “The Best Was Yet to Come” -compuesto por el intérprete dos años antes de que se convirtiera en un gran éxito-. En ella la planificación y el montaje de Avildsen, unido a la entrega de Warren y Atkins imprimen la necesaria temperatura emocional a dichos instantes, culminará con la entrega de los dos personajes en una secuencia dominada por un gran pudor y sensibilidad.
Es cierto que en ocasiones, ese contraste con la crisis de pareja que centra su argumento, y la deriva del mismo como vehículo para el lucimiento de Atkins -quien figura en cabecera de reparto-, supone un elemento de colisión, que por un lado puede decirse arruinó las perspectivas de un muchacho que solo en esta película atisbaba algo más que un físico espectacular y, al mismo tiempo, decepcionó al potencial público adolescente que buscaba un producto que exaltara el protagonismo de Atkins. Sea como fuere, con sus desequilibrios, incluso con su final ridículo -esa venganza de Whistney a Ricky que finalmente se tamiza en simple escarmiento-, nos encontramos ante el clásico ejemplo de propuesta a medio cocinar, pero que en sus costuras brinda más sensibilidad e interés que propuestas similares más acabadas, también más convencionales en sus formas.
Calificación: 2’5
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