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CINEMA DE PERRA GORDA

RUSSKIY KOVCHEG (Aleksandr Sokurov, 2002) El arca rusa

RUSSKIY KOVCHEG (Aleksandr Sokurov, 2002) El arca rusa

Es tan hermoso como quizá complicado intentar retroceder en la mente, tras contemplar entre lágrimas los instantes finales de RUSSKIY KOVCHEG (El arca rusa, 2002. Aleksandr Sokurov), escuchando la voz en off del propio realizador, declamando casi como una elegía metafísica; “Estamos destinados a navegar eternamente. Vivir eternamente”. Pocas obras cinematográficas pueden definirse, de una parte. como un emocionado canto a tres siglos de la cultura rusa, ofrecerlo con una creciente musicalidad, extraordinaria riqueza de contenidos y, sobre todo, erigiéndose como uno de los más excepcionales asombros cinematográficos legados hasta ahora por el séptimo arte en lo que llevamos de siglo XXI. Probablemente el más importante, como extremo de esas posibilidades visuales emanadas en los terrenos narrativos de las últimas décadas y que, por intentar buscar determinadas equivalencias, pudiera plantear el excelente y radical proyecto de Richard Linklater BOYHOOD (Boyhood (Momentos de una vida), 2014). Pero mientras que la obra de Linklater ofrece desde el ayer una mirada directa, concreta y cotidiana que se acerca al hoy, la obra magna de Sokurov es una indagación profunda y evocadora hacia un pasado que ha dejado huella en la cultura y la personalidad de un país. Y además, pronto se adquiere la íntima certeza de que tal arriesgada apuesta, simple y llanamente no se podía expresar estilísticamente en cualquier otra vertiente. En cualquier caso, lo realmente trascendental en esta asombrosa película reside en tener muy pronto la sensación de que. pese a su inédita complejidad, esta no podría ser rodada de otra manera. Lo único que me sorprende, a más de dos décadas de su estreno, es que esta película, que marca verdaderamente un antes y un después en la Historia del Cine, no solo no recibiera en su momento un clamor generalizado de la crítica. Es cierto que fue cálidamente acogida y asumió no pocos galardones, pero, por ejemplo, participante en la sección oficial del Festival de Cannes 2002, quedó despojada de galardón alguno, en una edición que otorgó el máximo galardón a la excelente -aunque francamente inferior- THE PIANIST (El pianista, 2002. Roman Polanski).

¿Es posible que esa abierta mirada a un pasado, en donde tiene cabida cierta nostalgia a una aristocracia de regusto zarista, limitara el reconocimiento por parte de una crítica siempre pacata a la hora de mirar con recelo todo aquello que no albergara una entraña discursiva de matiz izquierdista? No me cabe la menor duda que esa estrechez de miras ha impedido situar esta obra maestra, tan monumental como al mismo tiempo cálida, en el lugar que merece; ser una de las cimas legadas por la cinematografía en lo que llevamos transcurridos del siglo XXI.

Con una preparación establecida en más de dos años, RUSSKIY KOVCHEG fue planificada con la minuciosidad de alguien que tenía perfectamente claro lo que quería plasmar. Por un enorme cineasta que articuló de manera magistral ese recorrido físico y emocional por trescientos años del pasado, la cultura e historia de su país, en contraste con esa eterna oposición entre Europa y Rusia, que se articula a través de la mirada distancia que ofrece el principal personaje de la película. Se trata del Marqués de Cuisine (un excelente Sergey Dreyden). Un noble francés del siglo XIX que ejercerá como demiurgo distanciado de ese recorrido por los salones del Hermitage, la emblemática institución artística, símbolo absoluto de San Petersburgo, y que establecerá un cierto contrapunto con la voz en off del realizador, siempre más ligada y emocionada hacia lo que describen las imágenes entregadas de esta obra irrepetible.

De una pantalla en formato panorámico y oscuro total, emerge la voz en off del propio Sokurov, y un grupo de caballeros descienden de un carruaje para entrar por una fiesta lateral a una fiesta en el Palacio de Invierno (actual museo del Hermitage) con sus cuidados trajes de época. Será el desconcertante inicio de todo un viaje iniciático hacia el pasado de una cultura y una sociedad que, a lo largo de hora y media, no deja de proponer retos al espectador. El primero de ellos, asumir la ruptura absoluta del montaje cinematográfico. En sus primeros instantes nos situamos inconscientemente expectantes por un contraplano que nunca llega, hasta también sin advertirlo, quedar hipnotizados ante el alarde visual que nos brindan sus imágenes. La cámara muy pronto nos insertará en un ámbito donde la alternancia del tiempo aparece por completo alterada. El público del momento del rodaje, se entrelazará con personajes del pasado de la historia y la cultura rusa. Las reflexiones y la observación crítica de de Cuisine, poco a poco será matizada al ir aprehendiendo la riqueza de una de las mayores galerías de arte del planeta. Y todo ello, sazonado con el reencuentro y la recreación con personajes históricos. El que irá desde a Pedro I de Rusia a Catalina la Grande, pasando por el casi derrocado Nicolás II, o incluso la fugaz presencia de un poeta como Pushkin. Antes de su hijo, asistiremos al acto de desagravio del Shah de Irán ante Nicolás I, tras las pérdidas sufridas en sus tierras, entonces pertenecientes aún al imperio.

Todo fluirá con una cadencia casi sobrenatural, en la que el espectador al tiempo que prolonga el asombro de unas imágenes que en ningún momento dejan de deslumbrar por su arriesgada narrativa, pero al mismo tiempo transmiten una extraña calidez, en esa deriva de personajes, conocidos, históricos y también anónimos, que puebla el excepcional retorno al pasado que vehicula esta asombrosa película. Lo hará esa extraña mujer a la que la voz en off le comentará al aristócrata que no hable con ella, y quien en un momento dado expresará una serie una serie de hondas reflexiones.

RUSSKIY KOVCHEG se rodó, íntegramente, el 23 de diciembre de 2001. Tras el minucioso proyecto y estudio técnico, incluyendo un largo plano que establecía el recorrido de un kilómetro y medio en toma continua que iba a realizar el cámara, la directriz del recinto lo cerró al público y a disposición del rodaje en un solo día. Apenas hubo tiempo para ensayos. Todo tenía que estar dispuesto en su lugar para esperar y cobrar vida en el momento en que la acción llegara a cada lugar determinado. Cerca de un millar de actores y extras participaron en esta efímera y ya inmortal epopeya cinematográfica, que tuvo todo un héroe en el cámara alemán Tilman Büttner, en una asombrosa entrega, puesto que durante el ininterrumpido rodaje sostenía los 35 kilos de equipo técnico que conformaban un modelo de Steadicam de diseño exclusivo para este rodaje. Como quiera que este solo hablaba alemán y Sokurov ruso, ambos se tenían que entender mediante un intérprete. Curiosamente, antes del rodaje íntegro en una sola toma, hubo tres intentos frustrados que hubo que interrumpir, hasta el punto que de haber fallado el cuarto, el rodaje de la película quizá no hubiera podido realizarse por dificultades técnicas.

Por fortuna, este monumento cinematográfico llegó al fin que su categoría merecía. Una propuesta que te va inundando en cultura, en referencias, en reflexiones, en valorar la importancia del arte, de nuestras raíces. En entender que somos ahora lo que heredamos del ayer. Es cierto que el film de Sokurov lo centra en la cultura de su país, pero su mirada es universal. Da igual que su recorrido nos muestre lienzos, esculturas, estancias y doseles de una u otra procedencia. Es el entusiasmo. Es la valoración que se hace de su pasado. Es la apuesta que formula por la irresistible importancia del arte. En lo fundamental de la figura del benefactor. En como los hechos históricos impregnan esas obras, testimonios mudos y eternos de generaciones de ciudadanos. Hablamos de una película que, al igual que concluye por una apuesta decidida de la misma como vehículo de eternidad, podría elegirse como hipotética selección, no solo cinematográfica, si no como mirada global ante la quintaesencia de la creación, de un mundo efímero para la generalidad de sus ciudadanos. RUSSKIY KOVCHEG va creciendo en cadencia, en emotividad, en impregnación para nuestros sentidos. Capaz de mostrar el arrojo cinematográfico de David W. Grifftih. La apuesta por la autenticidad de Erich von Stroheim -esa vajilla de Sevres auténtica que contemplamos durante unos instantes. La capacidad de la epopeya colectiva de un King Vidor. El rigor histórico en su ambientación de Luchino Visconti. La capacidad de alterar el espacio y el tiempo de Alain Resnais, o la cadencia musical de Max Ophuls. Referencia para una propuesta única y sin retorno, en la que incluso se encontrará en una breve secuencia la remembranza de tres directores del recinto -entre ellos el actual-. En donde no faltará una sombría referencia a los combates de la I Guerra Mundial. Que nos permite conmoveremos ante el irresistible paseo de Catalina de Rusia hasta perderse en la inmensidad de la nieve. Y que culminará en un  fragmento final de unos quince minutos, dignos de figurar entre lo más bello, conmovedor y casi irrealizable, legado en la Historia del Cine.

Lo expresará la extraordinaria recreación del gran baile de 1913, ejecutado en el gran salón, y dirigido por el prestigioso músico Valeri Gérgiev. Un nuevo asombro que rebasa incluso el límite de la posibilidad técnica, para erigirse en un canto último de una aristocracia que asume que su tiempo acaba. Con lucidez y pesadumbre, alguien ya convencido de la importancia de Rusia en el conjunto del continente, exclamará “Se acabó. Adiós, Europa”. Todo un mundo que se queda atrás, despidiéndose en ese multitudinario descenso de todos los aristócratas por las enormes escaleras de palacio. Un último reto, ante el que parece detenerse el mundo, y en el que reconozco me invadió una extraña sensación de beatitud. De asumir sin poder reprimirlo, la intensa emoción, casi metafísica, que me transmiten de manera irresistible, esa despedida de seres que son casi fantasmas y testimonios de un pasado, pero que al mismo tiempo trasladan esa sensación de vitalidad perenne en las hermosas paredes del recinto. Por momentos, uno desearía que esa conclusión se prolongara en bucle, dada esa sensación de felicidad y belleza absoluta que transmiten ante la cámara. Es por ello, que cuando la ceremonia concluye de manera tan inesperada como profundamente bella, mis lágrimas afloran casi como desahogo. Como homenaje impresionado e imprevisto a una obra excepcional, que debería alcanzar, más de dos décadas después de su realización, un lugar de privilegio en el cine contemporáneo.

A título de anécdota, en junio de 2019, para celebrar su número 500, la revista Dirigido por… de la que formo parte, convocó a más de cuarenta críticos y aficionados, a una encuesta que valorara los mejores films rodados en lo que contabilizaba de siglo XXI. De haber conocido entonces esta película, mi lista hubiera estado encabezada por ella. Sería un voto más, a los tres escasos que obtuvo en la convocatoria.

Calificación: 5

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