WALL-E (2008, Andrew Stanton) Wall-E. Batallón de limpieza
Si en estos momentos, alguien me preguntara que película o tendencia podría mostrar en el cine de nuestros días una cierta herencia del modo de concebir el arte de la pantalla emanado por el inmortal Charles Chaplin, no dudaría en citar un título que respondiera a dicho enunciado. No hace falta más que contemplar unos pocos minutos de WALL-E (Wall-E. Batallón de limpieza, 2008. Andrew Stanton), para advertir que en la magia, la poesía, la terrible capacidad evocadora que plantea esa insólita historia de amor entre dos máquinas, desarrollados en un contexto inicialmente inhóspito y aterrador, se encuentra esa capacidad para conmover y al mismo tiempo hacer sonreír, que con tanta inicial elaboración como final y aparente espontaneidad, definió la extraordinaria filmografía del maestro británico. Es más, si tuviera que definir basándome en referentes cinematográficos concretos, de inmediato intentaría encuadrar esta –digámoslo ya-, extraordinaria y atrevida producción de la Pixar, como una especie de fusión animada entre MODERN TIMES (Tiempos modernos, 1936) –que probablemente considere el mejor de los largometrajes realizados por Chaplin- y la mucho más cercana –y me temo que menos reconocida- A. I. ARTIFICIAL INTELIGENCE (Inteligencia artificial, 1999. Steven Spielberg). Por supuesto, no se trata de una semejanza literal, sino que en las imágenes del título que comentamos late esa capacidad romántica y poética que se enmarcaba en el referente mencionado de Chaplin –incluso en la memorable secuencia final de CITY LIGHTS (Luces en la ciudad, 1931)-, mientras que resulta evidente que nos encontramos ante una aterradora parábola argumental y visual, que por un lado unifica su discurso con tantas y tantas célebres producciones que, a partir de la década de los setenta, unificaron su mirada premonitoria ante el terrible dilema que conlleva la evolución futura de la vida en la tierra. En la capacidad para saber intercalar ambas vertientes, en la capacidad de saber articular un producto que sepa llegar a los más pequeños –aunque, mucho me temo, no disfrutamos del contexto más propicio para que las generaciones más jóvenes estén dispuestas a captar sutilezas que, plano si, plano también, ofrece esta película-, al tiempo que apasionar a un público adulto y sensible, aunando la mirada individual y la parábola colectiva, se encuentran algunas de la virtudes que atesora esta maravillosa película que, lo confieso, en varios de sus momentos llegó a conmoverme hasta provocarme furtivas lágrimas.
No están, en este sentido, los tiempos muy favorables para poder sentir en la pantalla la emoción, la apreciación de la fugacidad del amor, o la sensación de la búsqueda de una soledad compartida. Es algo que, en el fondo, late tras cada una de las imágenes de WALL-E, expresado en la definición de esa entrañable y ya desvencijada máquina de recolección de basuras, que ha quedado en un previsible marco newyorkino durante setecientos años, tras una eclosión nuclear que ha obligado a los humanos a realizar su evolución en una inmensa nave que se sitúa en pleno espacio. Wall-e es, por tanto –junto a una cucaracha-, la única forma de vida que queda en un marco desolador dominado por ingentes montañas de basura que se erigen a modo de aterradores rascacielos. En dicho ámbito, los primeros y apasionantes minutos de la película nos muestran la cotidianeidad de una máquina absolutamente entrañable –los ecos que plantea en su diseño con respecto a E. T. son notables-, de la que nos muestra la rutina de su actividad, teniendo su único estímulo en la reiterada contemplación escucha de los números musicales de la película HELLO, DOLLY! (Hello, Dolly, 1969. Gene Kelly) –en una utilización de las mismas absolutamente maravillosa, y que a mi modo de ver debería llevar a una reconsideración las cualidades de una película que en su momento fue un estrepitoso fracaso de público y crítica-. Serán precisamente dichas secuencias, contempladas en la destartalada pero al mismo tiempo organizada intimidad de Wall-e, las que dejen entrever la soledad de nuestro protagonista, que se verá alterada de manera repentina con la llegada de una inmensa nave, que dejará en la tierra un sincrético y elegante robot dominado inicialmente por su alcance destructor. Poco a poco, nos apercibiremos de que se trata de un robot hembra –una licencia que el espectador asume sin fisuras- de admirable diseño, llamado Eve. Por tanto, y pese a ese inicial aire de ángel destructor que evidencia el nuevo visitante, pronto se producirá el contacto y el progresivo acercamiento entre ambos personajes. La capacidad de saber mostrar la evolución de la insólita relación, la manera de hacerlo prescindiendo casi por completo de diálogos, el equilibrio entre la comedia y el alcance romántico de la misma, la utilización de la música –tanto en los mencionados referentes como en la inspiradísima partitura de Thomas Newman-, o la admirable planificación y realización, convierten todo este episodio en un auténtico placer para los sentidos. Esa capacidad de hechizo y de magia, la modulación en la articulación de las emociones, la suprema plasmación cinematográfica y la inflexión de cada uno de sus instantes, convierten los primeros cuarenta minutos de WALL-E en uno de los fragmentos cinematográficos más memorables –y mido bien mi expresión- de la última década. Son tantas las referencias, los matices, las emociones, la capacidad de emoción, o la complejidad bañada de simplicidad, que impregnan estos momentos –que quizá tienen su alcance más glorioso en la plasmación del flechazo que se muestra entre los dos protagonistas; atención a la expresividad que se logra de la ya vieja máquina recogedora de chatarra, y la manera con la que Eve muestra sus emociones apenas con la inflexión de sus sintéticos ojos, en ambos casos además con la hermosa y divertida pronunciación de monosílabos-, teniendo todos ellos su culminación en el momento en que el primero entrega a la recién llegada esa planta que ha encontrado dentro de una vieja nevera –por cierto, introducida en una bota vieja ¿guiño a Chaplin?-, que servirá para que la moderna robot cumpla su misión de encontrar un vestigio de vida en el desahuciado planeta-, y que llevará al forzado retorno de esta a su nave nodriza, en la cual se pegará como polizón Wall-e en su deseo de no perder el contacto con Eve.
Una vez llegados al dominio de la inmensa nave Axiome, la película se articula a otro nivel –indudablemente excelente-, perdiendo en un determinado grado la capacidad sublimadora que hasta entonces la ha caracterizado. No quiero que se me entienda mal. WALL-E sigue siendo una excelente película, y en sus minutos finales logrará retornar a ese estadio que definirá sus maravillosos minutos finales. Es más, presume que precisamente a un determinado sector de público pueda resultarles más divertido y cercano el seguimiento de unas andanzas más “cotidianas”, que se centran en una aterradora –aunque en apariencia amable- definición de una condición humana definida por un estado de alienación –bañado en aparente confort- absolutamente vomitivo. Es así como contemplaremos a los supervivientes de esa gigantesca nave, dominados por una gordura extrema, aparentemente felices pero en realidad vacíos de voluntad y de genio, dominados por una tecnología que en el fondo los mantiene presos de voluntad alguna. Será el contexto que servirá para contemplar como los mandos no humanos que en realidad dominan dicha nave –en un eco muy evidente al Hal Solo de 2001-, se muestran totalmente renuentes a admitir el testimonio de dicha planta como prueba para regresar a la tierra. En dicho contexto se vivirán unas emocionantes y, también en algunos momentos –el encantador paseo espacial que disfrutarán Wall-E y Eve en el espacio- conmovedoras vivencias, que servirán para que nuestros dos insólitos protagonistas consoliden su relación, y con su incidencia logren proporcionar paradójica vivacidad –por ellos, que realmente son máquinas- a unos humanos hasta entonces totalmente alejados de la magia y el genio de la existencia.
En este sentido, es curioso constatar la complejidad del discurso proporcionado por esta admirable producción de Pixar. La paradoja del sentimiento mostrado por dos máquinas –que realmente pueden quedar como una de las historias de amor más maravillosas que ha proporcionado el cine en la última década-, la nada sibilina crítica al consumismo que proporcionan todos los fotogramas del film –y que no me extraña haya contribuido a que parte de este mismo público, sobre todo el infantil, se haya sentido inconscientemente aludido por sus referencias-, el cuestionamiento que se realiza al mismo tiempo de la ciega confianza en el avance de la tecnología, la combinación que ofrece entre su alcance desolador y la capacidad de optimismo que impregnan sus propuestas. Hay en todos y cada uno de los fotogramas de WALL-E, tanta densidad como espontaneidad. Esa elaboración que denota la sucesión de ideas, conceptos, situaciones y propuestas, en modo alguno suponen una atropellamiento en las mismas. Y es que, conviene definir posturas, el film de Stanton –y John Lasiter-, se ha convertido ya en un clásico absoluto, en un salto cualitativo en las posibilidades que ofrece la animación cinematográfica, superando en este sentido el alcance de la excelente FINDING NEMO (Buscando a Nemo, 2003. Andrew Stanton & Dentro del contexto de una cinematografía escorada de manera indiscriminada en el aporte artificial de las ventajas digitales, sorprende y conmueve el entronque con el cine más puro –claramente inspirado en la pantomima cómica y el contexto silente-, que proporciona precisamente una película que se inserta dentro del contexto de la animación dirigida para todos los públicos. Y sorprende igualmente la constante incorporación de detalles, que harían obligada la revisión continuada de la película en varias ocasiones. Pero ese esmero es tan dulce, está tan visitado por un genio que oscila entre la sensibilidad más a ras de tierra y la mano experta de un maestro de la narración cinematográfica, que todos y cada uno de los matices que muestra la película –son incomparables los primeros planos, solos y compartidos, de los protagonistas, para asistir a la sinceridad de su amor; la simpatía que ofrece ese pequeño robot llamado Mo; la amistad que los dos enamorados mantendrán con otros robots rebelados de la nave Axiom, como si fueran unos nuevos habitante de una terrosa e hipotética arca de Noé-, que a la hora de contemplar WALL-E conviene dejarse de lado cualquier pensamiento de toda índole, y adentrarse en esos maravillosos instantes iniciales, culminando en una imagen simétrica de la misma. Tengan la seguridad que será una experiencia de alcance casi terapéutico, tras la cual apreciarán mejor y atisbarán de manera más certera el milagro de existir.
En una película que, por tenerlo todo, posee unos títulos de crédito finales maravillosos, acompañados por una canción de Peter Gabriel particularmente hermosa, quizá solo esa variación de objetivos antes señalada en su segundo tercio, impida que nos encontremos ante una de las mejores películas de todos los tiempos. No piensen mal. Con todo, probablemente nos encontremos ante la mejor producción de 2008 y quizá la cumbre de la animación cinematográfica ¿No es bastante?
Calificación: 4’5