Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Arthur Penn

MICKEY ONE (1965, Arthur Penn) Acosado

MICKEY ONE (1965, Arthur Penn) Acosado

Al igual que en la década de los sesenta se sostuvieron en el cine norteamericano títulos de una descarada mediocridad que gozaron de un desmesurado prestigio –cito entre mis fobias personales THE GRADUATE (El graduado, 1967. Mike Nichols), MIDNIGHT COWBOY (Cowboy de medianoche, 1969, John Schlesinger) o BUTCH CASSIDY AND THE SUNDANCE KID (Dos hombres y un destino, 1969. George Roy Hill)-, existen otros sobre los que es prácticamente imposible encontrar un comentario positivo. Se trata de esas ocasiones en las que una toma de partido diametralmente opuesta a la generada por la colectividad, de alguna manera puede resultar un gesto rebeldía ante lo establecido en el ámbito de la apreciación cinematográfica. Pues bien, MICKEY ONE (Acosado, 1965. Arthur Penn) es uno de esos ejemplos que personalmente siempre he defendido sobre el menosprecio que, a mi juicio, ha sufrido. Cierto es que dicha valoración se sostenía sobre un lejanísimo visionado en la primera mitad de la década de los ochenta. Sin embargo, al volver a ser contemplada, mi admiración hacia la que quizá considere la mejor película de Arthur Penn se ha mantenido incólume. Todo ello pese al hecho de que la figura del desaparecido cineasta hoy día no goce de la menor consideración –cierto es que la valía de su obra fue bastante delimitada y restringida, en el conjunto de una filmografía en su conjunto no demasiado brillante-, y al hecho de que MICKEY ONE apenas sea recordada. Y es que desde el momento de su estreno, fue una auténtica “patata caliente” que fue despedazada por aquellos que no sentían aprecio por la obra del cineasta, mientras que aquellos que sí lo valoraban –quizá con desmesura-, no supieron como defender esta insólita apuesta del realizador y su estrella –Warren Beatty-, intentando buscar en ella conexiones que iban de su carácter de parábola kafkiana, a una mirada de clave sobre la esquizofrenia de la Norteamérica de aquellos años. Es evidente que algo de ello hay en esta –lo adelanto- para mí magnífica película, pero personalmente no dejo de vislumbrar en ella una combinación de comedia entroncada con el absurdo, combinada con la adscripción de unos ropajes que en no pocos instantes le otorgan una singular cercanía con los códigos del cine fantástico.

Cuando se filma MICKEY ONE, el cine norteamericano ha abierto una veta en la que se encuentran títulos tan dispares como THE LOVED ONE (Los seres queridos. Tony Richardson), SECONDS (Plan diabólico. John Frankenheimer), A THOUSAND CLOWNS (Fred Coe)…, realizados en el mismo 1965, y referentes todos ellos caracterizados por estar filmados en blanco y negro, combinar en sus propuestas su carácter iconoclasta, la influencia de las corrientes narrativas emanadas desde Europa, al tiempo que suponer retratos muy sui géneris cuestionadotes de los modos de vida norteamericanos. En dicho enunciado entra por completo esta extraña película, que no es de extrañar en su momento desconcertara al público de la época, en la que Warren Beatty encarna con más acierto del que siempre se le ha reconocido –reconozco mi debilidad por este actor- a un cómico de clubs nocturnos –faceta que por cierto desarrolló antes de adentrarse en el mundo del cine- que se ha arruinado en el juego y comienza una huída que le llevará hasta Chicago, donde con el paso del tiempo se sentirá de nuevo perseguido, y ni siquiera la ayuda que le proporciona la joven Jenny Drayton (Alexandra Stewart), servirá para calmar la neurosis interior que le atormentará –a su llegada a dicha ciudad ha asumido otra identidad, fingiendo ser un inmigrante polaco-. De nada le servirá ser solicitado para debutar en un importante club nocturno, ni el sospechoso interés que sobre él brindará el extraño y siniestro representante Ed Castle (Hurd Hatfield).

Desde sus propios títulos de crédito –en los que asistimos a una extraña composición de planos en los que contemplamos a Mickey en diferentes situaciones, intuyendo que nos encontramos ante una extraña comedia de la época-, lo cierto es que de entrada cabe destacar la voluntad de Arthur Penn y Warren Beatty, de dar vida a un proyecto que pese a disponer de un coste de menos de un millón de dólares de coste, tuvieron que luchar en la Columbia para que se llevara a cabo ya que, como era de prever, estaba condenado al fracaso en la taquilla. Sin embargo, cuando ha transcurrido casi medio siglo desde el momento en que fue realizada, es cuando una mirada distanciada sobre su resultado puede resultar mucho más estimulante que en el momento de su estreno. Y es que, en definitiva, MICKEY ONE podría definirse como uno de los episodios de la prestigiosa serie The Twilight Zone llevados a la pantalla grande, con una mayor duración, unos medios más sólidos, y la presencia en la cabecera de reparto de una estrella consolidada. Entendiendo su desarrollo a partir de dicha premisa, y asumiendo su discurrir con una insólita mezcla en la que el sentido del paroxismo está presente en todos sus fotogramas, la atmósfera resulta casi asfixiante en todas sus secuencias, y la sórdida patina que muestra la fotografía en blanco y negro de Ghislain Cloquet. Todo ello contribuye a que en no pocas de sus secuencias se incorpore una tonalidad fantastique, que por momentos me evocó CARNIVAL OF SOULS (1962, Herk Harvey) –una cult movie que considero algo sobrevalorada- y que permite que el espectador se deje abandonar de su peripecia argumental, disfrutando por una de las propuestas más singulares del cine americano de su tiempo. Sin obviar las referencias fellinianas que el film de Penn inserta –algo que los numerosos detractores del film han señalado-, MICKEY ONE es ante todo una metafórica visión sobre esa sociedad USA que vivía un estado interno de choque, que fue expuesto en títulos como los antes señalados, y en otros previos más reconocidos –lo que no quiere decir mejores que este-. A través de la metafórica y entrecortada peripecia existencial de Mickey, empeñado en huir de unos invisibles enemigos, podría encontrarse el estado de una sociedad convulsa, que poco tiempo después empezaría a vivir el trauma del Vietnam, y en aquellos años apenas había salido del recrudecimiento de la hostilidad con Rusia.

Pero con ser interesante ese telón de fondo, lo que a mi modo de ver convierte al film de Penn en una película excelente, es la sabiduría –escasamente reconocida- con la que logra ensamblar los elementos de un relato que podría resultar caótico, pero que en sus manos logra adquirir no solo entidad como tal, sino singularidad propia, partiendo de la base de ser un exponente de su tiempo. Esa capacidad para casi de un plano a otro insertarnos en terrenos inquietantes –las secuencias en las que Mickey parece ser perseguido, la paliza que recibe-, y en otros por completo insertos en la frontera del fantastique –la presencia intermitente de ese extraño personaje de aspecto oriental, que protagoniza una de las escasas secuencias prescindibles del conjunto-. Momentos como la exhibición que este realiza de un artefacto musical que finalmente se incendia- y en otras un insólito seguimiento de la imagen narcisista que desde sus inicios caracterizó la personalidad cinematográfica de Beatty, representada en el extraño atractivo que ejerce sobre el mencionado Castle, que por momentos parece un vampiro contemporáneo, y en una de las secuencias más recordadas del film –cuando tiene a Mickey en el suelo a punto de estrellarle un cristal en el cuello-, se expresa mejor que en ningún otro instante ese rasgo tan insólito, en un actor además que también ofrecía ese rasgo homosexual en el debut cinematográfico de Penn –THE LEFT HANDED GUD (El zurdo, 1958)-- ejerciéndolo hacia la figura de un joven Paul Newmann, otro de los representantes de ese narcisismo masculino en el cine americano de su tiempo.

Como exponente máximo –siempre bajo mi particular punto de vista- de una corriente no muy bien valorada en su momento en el cine USA, pero a la que el paso del tiempo creo ha concedido –como sucedió por otra parte, al conjunto de la producción de la denominada “generación de la televisión”- una mirada mucho más positiva en su valoración, quizá, pese a todo, resten algunos años para que MICKEY ONE pueda ser admitida en su valía. O quizá sea una de esas películas que pocos aficionados disfrutaremos casi, casi, a escondidas. Lo mismo da.

Calificación: 4

ALICE'S RESTAURANT (1969, Arthur Penn) El restaurante de Alicia

Image Hosted by ImageShack.us


Tras el rotundo éxito mundial logrado con BONNIE AND CLYDE (1967), Arthur Penn se lanzaba un par de años después a dar vida una extraña, simpática, desdramatizada y quizá por ello vitalista visión de esa generación de jóvenes que hicieron profesión de fe del pacifismo, de su protesta contra la Guerra del Vietnam, y asumiendo un modo de vida que les alejaban del consumismo ya entonces impuesto en la sociedad norteamericana. A este respecto reconozco mi escaso conocimiento tanto de este movimiento como de su real incidencia o influencia en la sociedad USA. Es por ello que al intentar comentar ALICE’S RESTAURANT –en España EL RESTAURANTE DE ALICIA-, el primer elemento positivo que debería destacar es que mostrándome sus imágenes un mundo que me es ajeno por completo, el tono y la narrativa utilizada por Arthur Penn permite que nos adentremos en las personalidades de este grupo de personajes, amigos que van y vienen pero que tienen siempre un lugar y un momento para confraternizar con sus compañeros.

Y es así como el discurrir de la película de Penn se caracteriza por el reflejo mostrado de esos grupos alternativos que quieren un modo de vida diametralmente opuesto a una sociedad de consumo y dependencia de las grandes multinacionales. Es por ello que deciden comprar una vieja iglesia y sus instalaciones y a partir de ahí utilizarla como lugar de unión de todos ellos. Ciertamente, ALICE’S RESTAURANT está centrada en la figura, la personalidad y la presencia del cantautor Arlo Guthrie quien con su mirada, sus canciones y sus comentarios siempre irónicos y desapasionados marca la evolución de la película. Una producción indudablemente deudora de esa corriente alternativa en la sociedad norteamericana pero que, contra lo que podría parecer, permanece con un poso de sinceridad y valía, cosa que no puede decirse de buena parte de compañeras en objetivos.

Con una estructura bastante libre y caracterizada por su moralidad y casi a modo de variaciones, podemos ver desde una ceremonia de desacralización de una iglesia –algo que creo muy pocas veces ha contemplado en pantalla cinematográfica-, una secuencia en la que torpemente se satiriza sin piedad el proceso de reclutamiento de soldados –bajo mi punto de vista lo más caduco y trasnochado de la película- e incluso la poderosa incidencia que en una pequeña localidad tiene un ilegal e inocente vertido de basuras. Todo confluye en una descripción abierta y en tono de comedia –quizá el rasgo que ha permitido que esta pequeña película tenga una cierta perdurabilidad-, en la que conocemos las formas de actuación de una serie de personajes pertenecientes a diversas edades, pero que confluyen en la apuesta por una forma de vida cercana al mundo hippie y caracterizada por su pacifismo, su escaso apego al consumismo y su oposición a los poderes de la época –que siguen siendo los mismos pese al discurrir de los años-.

La película tiene como eje de acción ese improvisado epicentro que se efectúa en el recinto de una antigua iglesia en Stockbridge, (Massachussets) y junto a la misma un restaurante que monta y regenta Alicia, la compañera de Roger, un ya veterano prácticamente de la contracultura estadounidense. Junto a ellos se despliegan los viajes de Arlo, que en ocasiones visita a su padre enfermo en Nueva York. E igualmente tiene su intermitente presencia Ray (James Broderick), otro cantante folk. A ellos hay que añadir a Shelly (Michael McClanathan), joven protegido por Alice, adicto a las drogas y hábil conductor de motos, quien en un ataque de ansiedad tras una sobredosis morirá atropellado y cuya ceremonia de entierro es sin duda la secuencia más brillante, emotiva y mejor rodada de la película –una larga panorámica lateral entre la nieve, mientras todos los amigos cantan y efectúan sus rituales alrededor de su ataúd-.

También en esos momentos finales morirá el padre de Aldo, y ambas desapariciones –que ofrecen una inflexión dramática en lo que hasta el momento se mostraba con un inequívoco tono de comedia, cuando no de sátira –las ya señaladas ironías hacia los estamentos de poder represor-. Estas muertes serán el catalizador de la celebración en la antigua iglesia de una hipotética ceremonia de ratificación de su ya larga relación entre Alice y Roger. Al finalizar la misma Aldo se marchará con su compañera femenina, quedando Alice sola a la puerta del templo en un larguísimo travelling lateral rodado en un eficaz teleobjetivo, finalizando así una película que queda –más allá de sus logros y deficiencias- como un intento bastante sincero de acercamiento a un estado de ánimo que tuvo su florecimiento en aquellos últimos momentos de la década de los sesenta e inicio del decenio siguiente.

Creo que la capacidad de sinceridad, el tono desdramatizado logrado y la general huída de efectismos a los que tan recurrentes eran determinados cineastas al centrarse en estos temas, es lo que permite que hoy día ALICE’S RESTAURANT (1969) adquiera la fuerza de un testimonio bastante sincero de una manera de intentar buscar una alternativa pacifista a una sociedad que se encontraba herida por el fantasma permanente de la Guerra del Vietnam. Un testimonio además lleno de sentido del humor, sincero en la relación entre los personajes y que pese a sus ciertos efectismos narrativos –que son pocos en este caso-, mantiene la vigencia y la singularidad de este film de Arthur Penn.

Calificación: 2’5