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CINEMA DE PERRA GORDA

Basilio Martín Patino

MADRID (1987, Basilio Martín Patino)

MADRID (1987, Basilio Martín Patino)

Corren unos tiempos en los que se alterna el irresistible flujo de Madrid -no exento de visiones contrapuestas- como auténtico bastión de enganche y epicentro del país ejerciendo su capitalidad con avasalladora fuerza, y en el que su importancia política aparece como auténtico caballo de batalla. Por ello, resulta oportuno acercarnos a MADRID (1987), película por lo general poco reivindicada, a la hora de valorar el aporte cinematográfico del salmantino Basilio Martín Patino. Sin embargo, de entrada, no solo he de reconocer que me parece, con cierta diferencia, el logro más importante de su filmografía, sino que hacía bastantes años que no descubría una propuesta tan libre, tan arriesgada, tan crítica y, al mismo tiempo, tan emocionante en no pocos momentos, dentro de mi parcial acercamiento al cine español. MADRID deviene una película compleja, en su posibilidad de lecturas y relecturas a varios niveles, pero, al mismo tiempo, habla de la mirada de un cineasta, hacia la ciudad que conformó su vida, sobre todo al tratarla a partir de la revitalización que esta albergó a partir de la llegada de la democracia municipal, y el acceso a la Alcaldía de la ciudad, de una figura tan recordada, discutida y -para mí, indiscutible- como fue el entrañable Enrique Tierno Galván.

Con motivo de la celebración del cincuenta aniversario del inicio de la guerra civil española, un canal de televisión alemana encarga a Hans (el wendersiano Rüdiger Vogler) la elaboración de un documental conmemorativo de dicha efeméride. Para ello, este se traslada a Madrid y comenzará a revisar archivos e imágenes añejas ayudado por la fiel Lucia (Verónica Forqué), joven que sobrelleva un matrimonio dominado por la rutina. El retorno al pasado funcionará bajo insospechadas perspectivas, permitiendo no solo a Hans ir redescubriendo, a modo de capas parte de la singularidad de una ciudad con un pasado confuso. Lo importante es que esa voluntad retrospectiva irá ligada a un anhelo de libertad, y unos flujos de personalidad unidos a lo popular. Todo ello repercutirá en las tareas del propio realizador, quien se verá desbordado e incluso empapado de un sentimiento inusitado, pero también en la misia Lucía. Ella verá en el cometido no solo la posibilidad de un trabajo creativo, sino incluso el amanecer de un renacimiento amoroso en la persona de este creador cinematográfico.

Hasta el momento del rodaje de MADRID, el cine de Martín Patino deambulaba, con valentía, pero desigual efectividad, entre los meandros del cine de ficción -NUEVE CARTAS A BERTA (1966), obra que me parece algo sobreestimada-, hasta el de la reconstrucción y reelaboración a partir de material documental -del que destacaría la espléndida QUERIDÍSIMOS VERDUGOS (1977) pese a que no sea su película más apreciada-. La gran virtud, lo que a mi modo de ver otorga al título que comentamos un plus de interés y, si se me permite la expresión, grandeza, es comprobar como en esta ocasión el cineasta vallisoletano consigue conciliar ambas corrientes. Y además, a través de la presencia de un protagonista dedicado al mundo de la imagen, situar en primer término una reflexión sobre las propias posibilidades del lenguaje cinematográfico o, de manera más genérica, la importancia de la imagen como testimonio, como congelación de sentimientos o, incluso, como preludio de la muerte.

Serán todas ellas premisas que propiciarán un conjunto fascinante. Una apuesta que trasciende con facilidad lo que de hagiográfico podría tener esa premisa inicial de su enunciado, acertando al combinar la imagen del pasado con la del presente, pero, al mismo tiempo, distanciándose de fáciles analogías -el propio Hans lo señalará en una ocasión-. Es por ello que MADRID aparece casi como un collage. Es cierto que nos encontramos con un título dominado por las imperfecciones. Pero esa misma vulnerabilidad es la que otorga plena vigencia a una propuesta apasionada y asumida hasta las entrañas, en la que el espectador de alguna manera se aleja con nostalgia por lo múltiples vericuetos de sus imágenes, una vez sus fotogramas se diluyen en esa maravillosa panorámica descrita una céntrica terraza madrileña, que abandona a sus principales personajes hasta diluirse en esa inmensidad urbana que, sin duda, hemos podido conocer un poco más. Martín Patino imbrica esa diversidad en la mirada -la revisión de las imágenes filmadas y fotografías del periodo republicano por parte de Hans; los retazos de la actualidad social y política del Madrid del tiempo de rodaje; la mirada nostálgica sobre elementos que conforman el pasado y la cultura de la ciudad; el elemento metalingüístico que propicia esa mirada en torno a la capacidad reflexiva de la imagen cinematográfica- con tanta convicción, con tanta sinceridad, tan a pecho descubierto, que consigue revertir y dejar de lado cualquier tendencia a lo discursivo y lo autocomplaciente. Por el contrario, nuestro director reniega y huye por completo de cualquier agarradera, como se patentizará en la conclusión de ese magnífico momento -de ascendencia langiana- en el que se describe la emoción de la presencia y los funerales por la muerte de Tierno, hasta que la imagen se funde con la presencia de esos emocionantes momentos inundando la pantalla con aquella auténtica manifestación de duelo… que concluirá de manera rotunda, mostrando el plano de una chabola. O en la presencia de rótulos a modo de reflexión, que casi podrían ejercer como gritos mudos del cineasta. O en esa panorámica que nos traslada de un conjunto de chabolas a unas modernas edificaciones. O en ese gigantesco plano general que retrocede tras contemplar en la terraza a Hans y al filósofo Javier Sádaba, hasta confluir en la inmensidad de esa urbe, que Sádaba señala como algol caótico y desordenado, y que el propio realizador asume como cualidad de su especial fascinación. Dos miradas contrapuestas -en el fondo complementarias- en torno a una entidad monstruosa, viva, que Martin Patino acierta a plasmar con toda su complejidad. Una mirada que no puede ser totalizadora, que omite quizá no pocas de sus flaquezas. Pero que es la suya. Que no olvida mostrar el pintoresquismo -esos envejecidos patios, los áticos, las fachadas, los viejos comercios-, los contrastes, la fuerza colectiva de lo sociedad del momento -los planos iniciales, con la manifestación anti OTAN; el cuestionamiento de la alienación del poder tendrá acto de presencia en sus planos casi finales, donde se describe un acto oficial con la presencia de los reyes de España-  su intención documental -ese recorrido por las celebraciones y tradiciones de la ciudad; el recuerdo a la vitalidad madrileña en los años veinte-.

Todo ello, conforma una insólita ronde. Una propuesta por completo impresionista, pero que al mismo tiempo invita en todo momento a la reflexión. Reflexión sobre una ciudad viva. Sobre el palpitar de su pueblo. Sobre el pasado y el presente. Pero también lo hace sobre la fuerza de la imagen. La imagen rotunda para transmitir el vigor de sus ciudadanos. Pero también la imagen del ayer, y no solo la exclusivamente cinematográfica, ya que uno de los elementos más sorprendentes de la película es el decidido apoyo que brinda a la importancia del testimonio fotográfico, aspecto este que tendrá una notable importancia con esas frecuentes inserciones de viejas fotografías que, por lo general, se contraponen a elementos de actualidad, ejerciendo como oportuno contrapunto -sin olvidar el peso que se otorgará a la memoria pictórica de la ciudad, por medio de esos hermosos planos de algunas de las más célebres pinturas ubicadas en el Museo del Prado, en la obra de Goya o Velázquez-. Como llamadas del ayer, en torno a este retrato poliédrico plasmado con tan libertad, tanto riesgo, tanta pasión y tanta lucidez por un Basilio Martín Patiño en estado de gracia.

Con sus personajes secundarios complementarios. Con esa gradación establecida a partir de sus objetivos iniciales, MADRID ejerce finalmente como una obra en último término romántica. Lo será en esa relación frustrada entre Lucia, incapaz de seducir al eternamente escéptico Hans, culminada en ese único beso que ambos exteriorizarán. O en el romanticismo de ese montaje de planos que casi servirá a modo de epílogo, con una cadencia musical propia de las conclusiones de las últimas películas de Jacques Tatí, punteadas con las notas del cuplé ‘Los nardos’, mientras se suceden diversas imágenes descriptivas de la vitalidad del Madrid de aquellos años 80, que llegan a emocionarme dentro de su pura sencillez. Será la última demostración, quizá la más emotiva, de esa capacidad para alternar con enorme complejidad la evocación, el pasado, el presente y la reflexión, y al mismo tiempo trasladárnoslo todo ello de manera tan cercana.

En 2016, la revista ‘Caimán’ nos convocó a numerosos aficionados y comentaristas para elegir nuestras diez películas preferidas en la historia del cine español. Si en aquel momento hubiera conocido MADRID, no me cabe duda que esta olvidada y admirable película hubiera sido incluida en mi selección personal.

Calificación: 4

NUEVE CARTAS A BERTA (1965, Basilio Martín Patino)

NUEVE CARTAS A BERTA (1965, Basilio Martín Patino)

Hay películas a las que el paso del tiempo despoja de aquellas cualidades por las que fueron saludados en su momento y quizá permiten apreciar otras menores -quizá en segundo grado-, en su momento relegadas a la hora de ser proyectadas. Creo que NUEVE CARTAS A BERTA (1965) es un claro ejemplo de ello. Debut de Basilio Martín Patino allá por 1965 y en plena eclosión del “nuevo cine español” –siempre a remolque de las corrientes europeas-, en su momento supuso un notable éxito que posibilitó una posterior trayectoria de su artífice en producciones de ficción y, de forma más estimulante, en documentales como CANCIONES PARA DESPUÉS DE UNA GUERRA (1971) o QUERIDÍSIMOS VERDUGOS (1973), que comentaba recientemente y puede que se eleve como su mejor obra.

NUEVE CARTAS A BERTA relata, dividida en nueve capítulos que responden a otras tantas misivas, las inquietudes de Lorenzo (Emilio Gutiérrez-Caba) que después de su retorno a Salamanca tras una estancia en Inglaterra en la que ha conocido a Berta -la hija de un exiliado-, confiesa a través de los escritos que le dirige la angustia existencial que le invade retornar a un entorno tan gris. A través de su relato y las imágenes que nos propone Martín Patino recorremos un ambiente de provincias, costumbres cerradas, rutinas, oscuras inquietudes, represiones religiosas y, en definitiva, una sociedad pacata y represiva que las personas de mi generación conocimos de refilón y algunas de cuyas consecuencias aún están vigentes. En la película se van desgranando a través de un excesivo uso de la voz en off, el desapego de Lorenzo –cuya familia es de clase acomodada- de la sociedad que la tocado vivir. La distancia con sus padres, sus pequeños escarceos con amigos, su reveladora escapada a Madrid, las inquietudes de tipo espiritual, la enfermedad que le lleva a pasar una temporada con su tío -anciano sacerdote- y su claudicación final con una joven (inexpresiva Elsa Baeza)... y la llegada de la televisión. En el fondo la clásica historia de la alienación de una relativa comodidad. Algo que tantas cinematografías han expresado de mejor manera en célebres títulos y que en España se agudizaba por el peso de un régimen cerrado que apenas dejaba paso al respiro intelectual –esas leves referencias a Machado en algunos momentos-.

Pero una cosa son las intenciones y pese al entusiasmo con que la película fue recibida en su momento –algo relativamente comprensible situándonos en mediada la década de los sesenta-, no es menos cierto que incluso el propio cine español ya lo había tratado no solo con mayor agudeza, fundamentalmente a través del filtro de la comedia (Berlanga, Ferreri, Fernán Gómez, etc.) sino incluso con películas tan logradas como –por citar entre mis preferencias- NUNCA PASA NADA (1963), con diferencia el mejor film de Juan Antonio Bardem y aún sin el reconocimiento que merece; LA TÍA TULA (1964), el sorprendente debut de Miguel Picazo o EL MUNDO SIGUE (1963), quizá la más sorprendente película filmada por Fernando Fernán-Gómez, solo superada por la excelente EL EXTRAÑO VIAJE (1964). Comparada con todos estos títulos NUEVE CARTAS A BERTA reduce en mucho sus posibles aportaciones quedando fundamentalmente como una propuesta tan sincera –eso es innegable- como lastrada por una serie de latiguillos de universitario metido a director de cine que impiden que la película merezca ser considerada por su progresión dramática.

Su propia elaboración con la inserción de fotos fijas, el montaje atropellado o el propio desorden de sus secuencias han envejecido de forma notable, revelando su sumisión a diversas modas heredadas fundamentalmente de la nouvelle vague-, francesa y aplicadas de forma estimo que inadecuada. Al mismo tiempo los diálogos de la películas resultan poco creíbles. En ellos se nota demasiado la mano de un Martín Patino –también guionista- que intenta reflejar fundamentalmente en ellos –al igual que en la ya mencionada voz en off-, muchos aspectos que quizá visualmente no se atreve o no sabe expresar. Es por ello que la película resulta discursiva y su evidente “moraleja” ahoga sus posibles virtudes cinematográficas. En este elemento negativo hay que señalar el fragmento más endeble del film; la estancia de Lorenzo en Madrid, en el que se muestran toda una serie de estereotipos universitarios al tiempo que el carácter descriptivo pierde su fuerza. Da la impresión que al abandonar el entorno cerrado y rural, las imágenes pierden fuelle.

Puede parecer que toda esta enumeración de detalles concluyan en una visión negativa de NUEVE CARTAS A BERTA. No es así. Tal y como señalaba al iniciar este comentario el paso del tiempo y la posterior trayectoria de su realizador permite que haya un elemento que perdure en el metraje. Se trata fundamentalmente de la enorme capacidad en la mirada que Martín Patino tiene a la hora de filmar en escenarios reales. Con la sagacidad del entomólogo y pese a sus numerosas “moderneces” visuales, el film atesora un sentido de la observación realmente inusual en nuestro cine, que muy pronto derivaría hacia su demostrada habilidad en el documental. Pocos como él saben describir esa España atrasada y cerril. Ayudado por una extraordinaria fotografía en blanco y negro –en el equipo se encontraban nombres más adelante tan prestigiosos como Luís Cuadrado o José Luis Alcaine- que sabe ahogar entre grises y sombras un entorno tan universitario como provinciano, las imágenes permiten además ser un hermoso testimonio sobre una Salamanca que aparece tan hermosa como cerrada en el pasado. Representan esa España que pudo haber sido y no fue en aquellos años tan importantes para la cultura europea –el estereotipado personaje del viejo intelectual que se queda admirado en su visita para una conferencia en el alumnado-; o la atrevida secuencia probablemente filmada en tono documental, en la que el padre está integrado en una concentración de alféreces provisionales-.

No me gustaría cerrar este comentario sin mencionar la sensibilidad con que el joven Emilio Guitérrez-Caba –inmediatamente protagonizaría LA CAZA (1965) de Carlos Saura- encarna a Lorenzo (quizá su narración en off no tenga la misma fuerza) o la entrañable presencia del veteranísmo Nicolas Perchicot como el abuelo. Sin embargo y pese a su relativa escasa presencia en pantalla, no puedo dejar de destacar la enorme fuerza –y frustración interior- que manifiesta el extraordinario Antonio Casas –creo que uno de los más grandes intérpretes de la historia de nuestro cine- al encarnar la figura del padre culto y disciplinado, fiel al régimen pero en el fondo con la conciencia interior que haber perdido la oportunidad de tener una aventura vital con mayor inquietud intelectual.

Calificación: 2

QUERIDÍSIMOS VERDUGOS (1973, Basilio Martín Patino)

QUERIDÍSIMOS VERDUGOS (1973, Basilio Martín Patino)

En unos tiempos en los que Michael Moore –a nivel internacional- y Julio Medem en la vertiente española, son considerados por no pocos como los paradigmas de una mirada comprometida, la visión de un documental de las características de QUERIDÍSIMOS VERDUGOS (1973) no hace más que dejar bien claro lo que supone un modelo a imitar y un producto realmente sorprendente pese al paso de los años.

En el ámbito concreto del cine español, me tendría que remitir hasta el célebre cortometraje LAS HURDES / TIERRA SIN PAN (1932. Luís Buñuel) para encontrar una producción que profundice en esa España negra que –mal que nos pese- aún nos acompaña. Como si se tratara de los célebres grabados de Goya, considero la película de Basilio Martín Patino como una de las propuestas más perturbadoras de la historia de nuestro cine. A partir de la filmación, el testimonio, la reunión y la propia visión de sus personalidades, las imágenes de este documental recuerda los tres verdugos con que contaba la administración española en el momento de la plasmación de este proyecto –primeros años setenta-.

Tres hombres de baja extracción cultural que en el relato de sus vidas procedieron del estraperlo, incluso el robo en su juventud. La precisión de las imágenes y sus relatos dejan espacio abierto para la reflexión; quizá de haber mediado en ellos otras circunstancias, podrían haber sido ellos mismos candidatos para usuarios de su propios servicios en el garrote vil, modelo oficial de pena de muerte en la España franquista tras haber sido abolida esa condena en la segunda república.

Los tres verdugos protagonistas de este recorrido son Antonio López, Vicente Copete y Bernardo Sánchez. Personas curtidas, perfectos ejemplos de ese sector rural y de un país sumido en el retraso cultural. La mirada de Martín Patino es seca, concisa, mostrando el especial interés del perfil psicológico del tercero de ellos. Un extraño hombre de semblante sombrío y siniestro y aspecto exterior de capo mafioso, caracterizado por sus actitudes nihilistas y su facilidad para torpes pareados –falleció antes incluso de la conclusión de la película-. Ellos son los enlaces para ese repaso a una crónica negra de seres desgraciados, en buena medida surgidos de ambientes pobres y conflictivos –es especialmente dolorosa la historia del joven criminal de Gandía, su entorno familiar, el desarrollo de la petición de clemencia en plenas navidades y la ejecución final de la sentencia-, y a los que acciones lamentables privan de vida. Toda una relación causa / efecto que se complementa en el documental con el inserto de artículos y titulares de prensa –quizá en demasiada medida-, grabados, algunos testimonios de personajes implicados, juristas e incluso psicólogos. El desarrollo de la filmación no omite el origen de la aplicación del garrote vil –sustituyendo a la horca por orden de Fernando VII-, la historia de su pretendido carácter ejemplarizador y el ascendente que su aplicación pública tuvo siempre entre la población.

Pero el sobrecogedor documento de Martín Patino va más allá. Logra ser espeluznante en la descripción que se efectúa de la aplicación de esta forma de asesinato legal –afortunadamente ya parte del pasado en nuestro país-. En concreto resulta especialmente impactante el relato de un veterano psicólogo –el dr. Velasco-Escassi- que confiesa incluso haberse “sentido sucio” al haber presenciado y de alguna manera legitimado socialmente la condena de un joven muchacho. Lo que en un momento determinado se denomina como “la muerte artesanal”, incluso tiene sus elementos de contradicción entre la presunta pericia de los verdugos y el testimonio de algunos de los testigos de ciertas ejecuciones que relatan la tortura que sufrieron algunos de los condenados. Al fallar inicialmente los “infalibles” resultados del garrote vil.

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Mas allá de su inapelable documento en contra de la pena de muerte –conclusión esta que jamás se esgrime directamente pero queda manifiesta en todos sus fotogramas-, la otra gran virtud de este documental estriba en su extraordinaria capacidad de observación. La cámara de Martín Patino sabe escudriñar entre las estancias, los rincones, los objetos de decoración incluso, de todos los personajes que aparecen en ella. Da igual que en la casa de uno de los verdugos se ofrezcan insertos de muñecos, cuadros y demás elementos, o que algunos de los juristas que aparecen –por más alguno se manifieste en contra de la aplicación de la pena de muerte en casos concretos-, se entrevea en ellas una retórica e incluso una “puesta en escena” franquista. Sin embargo es evidente que las imágenes de QUERIDISIMOS VERDUGOS ofrecen un retrato en ocasiones insoportable de ver sobre todo por la cercanía que ofrecen de un país retrasado, lleno de incultura, y con una serie de atavismos –flamenco, afición a los toros, etc.- que quizá hayan evolucionado con el paso de poco más de veinticinco años pero aún resultan parte de nuestra cultura.

Puede que a mi juicio sobren en esta película las explicaciones didácticas sobre la genética de los comportamientos delictivos –es un elemento que desmerece por la evidencia de las imágenes-, que sus instantes finales sean innecesariamente metafóricas, y que quizá el ritmo no esté en todos momentos a la misma altura. Sin embargo, creo que esta película de Basilio Martín Patino supera tanto a CANCIONES PARA DESPUÉS DE UNA GUERRA (1971) como a CAUDILLO (1975) -ambas también muy interesantes- y debería de adquirir un permanente reconocimiento como una de las propuestas más inquietantes de toda la historia de nuestro cine. Cuando en los tiempos que corren cualquier film fácilmente desmontable adquiere un injustificado apoyo mediático, creo que sería de justicia valorar en la medida que merece una película valiente, rodada en plena dictadura franquista –que por supuesto tuvo enormes problemas y no se estrenó hasta 1977- y cuya visión de un país subdesarrollado pese a sus apariencias de progreso es realmente honda, basándola además de uno de los pilares más oscuros en los que se basó el carácter represivo de su sociedad. Solo por esta película más cerca de lo apasionante que de lo discutible, Basilio Martín Patino debería ser considerado uno de los grandes outsiders de nuestra cinematografía.

Calificación: 3’5