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CINEMA DE PERRA GORDA

George Sidney

HALF A SIXPIENCE (1967, George Sidney) La mitad de seis peniques

HALF A SIXPIENCE (1967, George Sidney) La mitad de seis peniques

Ofreciendo ya sus últimos coletazos, y quizá solo alimentado con el inesperado éxito de THE SOUND OF MUSIC (Sonrisas y lágrimas, 1966. Robert Wise), 1967 brindó la presencia de algunos exponentes de un género ya agonizante como el musical, en la segunda mitad de los sesenta. 1967, sin embargo, fue el año en que apareció el atractivo y en buena medida mítico CAMELOT (Camelot. Joshua Logan), el paródico THROUGHLY MODERN MILLIE (Millie, una chica moderna, George Roy Hill) o este HALF A SIXPIENCE (La mitad de seis peniques), con el que se despedía como realizador, uno de los especialistas, por así decirlo, de segunda fila, dentro del periodo dorado del género; George Sidney. Para ello, asumiría la puesta en escena de una producción británica, que en buena medida podría aparecer como precursora –quizá junto con la coetánea DOCTOR DOLITTLE (El extravagante doctor Dolittle, 1967. Richard Fleischer)-, para ese rápido revival que el cine inglés asumiría en el ámbito del musical, tomando como base reminiscencias de su pasado victoriano y la literatura de Dickens, en un periodo en que su producción y su influjo se enfrentaban a un auténtico derrumbamiento industrial. De tal forma, se acometió la adaptación de la novela de H. G. Wells, ya adaptada por Carol Reed en 1941 para la pantalla, en lo que inicialmente se debería plantear un relato combativo en torno a la lucha de clases, del cual prefirió dirimirse en esta ocasión por asumir su carácter de recreación victoriana, como seria norma y costumbre en el cine inglés.

HALF A SIXPIENCE aparece en la pantalla, como la mayor parte de los musicales de este periodo, tras una exitosa andadura previa en los escenarios de Broadway y Londres, delimitada como todas sus adaptaciones cinematográficas, por medio de su división en dos mitades, separada por el obligado interludio. De entrada, nos encontramos ante un exponente en el que se percibe una duración de dos horas y media a todas luces excesiva para la menguada base argumental que expone, centreada en la andadura del joven Arthur Kipps (Tommy Steele), al que contemplaremos inicialmente aún siendo niño, describiendo la relación que le une a Ann. Dada su pobre condición, este será enviado a una ciudad, para ejercer como empleado en los grandes almacenes que comanda el siniestro Salford (Hilton Edwards). Allí Kipps convivirá con otros compañeros también dependientes, que malviven en las pobres dependencias que el dueño les cede. En un contacto con Ann, el joven protagonista ofrecerá la mitad de una moneda de seis peniques a la que hasta entonces ha sido amiga de siempre, sirviendo dicha entrega como símbolo de una relación futura. Sin embargo, sobre esa circunstancia, aparecerá la inesperada fortuna que recibirá Kipps de un desconocido antepasado fallecido y, ante todo, el interés que desde ese momento manifestará sobre él, la distinguida Helen (Penélope Horner), hija de Mrs. Washington (magnifica Pamela Brown), y hermana del atildado Hubert (James Villiers), quien con rapidez se encargará de rentabilizar las finanzas del nuevo rico. Serán todos ellos, representantes de elevada clase social, que verán siempre a Kipps, con una mezcla de condescendencia y cierto desprecio, pese a los activos deseos de Helen por “educar” al joven en un ámbito social, al que por su inesperada dotación económica está destinado a pertenecer. Será esta una dinámica que poco a poco irá acomodando al muchacho a un mundo nuevo, y que finalmente le alejará de su antígua amada, hasta el punto de optar por casarse con la aristocrática joven. En un momento determinado, una cena en la que se reencontrará con Ann y en la que se dará cuenta de sus reales sentimientos, permitirán su retorno a la chica de sus sueños, e incluso casarse con ella. Sin embargo, esta definitiva unión no evitará una constante confrontación entre ambos, ya que él no cejará en intentar consolidar su nuevo estatus social, mientras que su esposa aprende a vivir manteniendo sus orígenes humildes. Ello provocará constantes enfrentamientos, hasta que una inesperada circunstancia – la fuga de Hubert, con el dinero de todos su clientes-, obligue a Kipps a asumir en realidad sus orígenes.

Nada hay de inesperado en HALF A SIXPIENCE. Es más, vista con la distancia que le proporciona casi medio siglo de distancia desde el momento de su estreno, su entramado se asemeja punto por punto con la dinámica del género en aquellos tiempos. Pero si más no, podemos percibir en ella un notable uso de la grúa por parte de Sidney, en la presencia de ciertos números musicales de notable factura, Tommy Steele aparece relativamente convincente, conteniendo en buena medida el cargante histrionismo del que solía tener a gala. La película adquiere una notable fuerza sobre todo a partir de la magnífica expresión del episodio de la regata –el fragmento más valioso de la función-, en la que presencia de un dinámico montaje, de pequeños apuntes humorísticos, la incorporación de apuntes realistas heredados del TOM JONES (Tom Jones, 1963 de Tony Richardson, y la fuerza de la canción que envuelve el fragmento, insufla al relato de una vibrante sensación de armonía cinematográfica. Será el detonante para que Ann asuma su decepción ante la elección de Arthur por Helen, en un pasaje revestida de inusitada fuerza dramática. Muy pronto se sucederá a ello el divertido pasaje en el que nuestro protagonista se desengañe de su forzada incorporación en el mundo del refinamiento, dentro de un hilarante episodio desarrollado en una aristocrática celebración, de la que Kipps huirá harto, rompiendo su compromiso con Helen, y retornando con Ann, a la que ha descubierto ejerciendo como sirvienta.

Antes lo señalaba. La película de Sidney deja en muy segundo término ese enfrentamiento de clases que no dudo, estará presente en la obra de Wells. Pero más allá de ese ablandamiento para convertirse en un espectáculo para todos los públicos, a mi modo de ver, HALF A SIXPIENCE, junto a su previsibilidad y excesiva duración, se resiente por una inesperada y escasamente afortunada querencia de Sidney por zooms e incluso flous y ralentis, en ciertos pasajes de su relato. Es más, partiendo de la presencia como coproductor de Charles H. Schneer -no lo olvidemos, artífice del célebre ciclo de fantasías elaboradas por Ray Harryhausen-, es posible que se comprenda –aunque rompan con el supuesto equilibrio de la función-, la presencia de esa secuencia descriptiva, a modo de pequeñas viñetas, evocando la actividad de los almacenes Salford, o ya en su parte final, se visualice la divergente versión que el ya formado matrimonio de Arthur y Ann, tienen de la creación de su nuevo hogar. Si unimos a ello la escasa fuerza que adquiere Julia Foster en el rol de la joven Ann, podremos tener una idea de la discreción que reina en este grito agónico de fusión de musical británico y americano, inserto en un ámbito temporal, en el que muchos, demasiados, pensaron que era una forma de éxito seguro dentro de aquellos años de tremenda transformación de las estructuras cinematográficas, entendidas estas como espectáculo familiar.

Calificación: 2

KEY TO THE CITY (1950, George Sidney) [Las llaves de la ciudad]

KEY TO THE CITY (1950, George Sidney) [Las llaves de la ciudad]

Artífice de una filmografía capaz de los mejor –SCARAMOUCHE (Idem, 1952) y de lo peor JUPITER’S DARLING (La amada de Júpiter, 1955), es probable que el norteamericano George Sidney lograra su mejor aportación a la comedia con la casi desconocida KEY TO THE CITY (1950) –nunca estrenada comercialmente en nuestro país, aunque editada recientemente en DVD con el título de LAS LLAVES DE LA CIUDAD-. Y es que, más allá de sus atractivos, nos encontramos con uno de esos curiosos exponentes –como algunos títulos filmados por Mitchell Leisen o George Cukor- que anticiparon la renovación del género abanderada a partir de la segunda mitad de los cincuenta por realizadores como Wilder, Tashlin, Donen, Edwards, Quine, Lewis o Minnelli –por aquel entonces artífice de títulos muy acomodaticios dentro del mismo-. La película centra su argumento en la celebración de una convención de alcaldes de San Francisco, entre los cuales se encontrarán Clarissa Standish (Loretta Young) y Steve Fisk (Clark Gable), ambos regidores de ciudades muy distantes, que sin pretenderlo se verán unidos en una relación que se pondrá a prueba a través de diversas y azarosas circunstancias, siempre dentro de un tono que oscila entre el melodrama, sirviendo el mismo en especial a la mitología de Gable, y una especial querencia por una comedia, que adquirirá por momentos tintes hilarantes.

Y hay que reconocer, que esa mirada renovada, que pocos años después se haría santo y seña del último periodo dorado del género en USA, se plasma con inusual efectividad en un título que ya desde sus primeros compases apela a su sentido de la ironía –esa hoja de periódico que anuncia la convención, envolviendo una merluza-, extendido a la muy vigente mirada en torno a los intentos de diversas firmas para convencer a los primeros ediles reunidos en un gran hotel, para optar por los productos que representan. Un hotel además cuyo recepcionista adquiere divertidos matices de caricatura. Podría decirse que con KEY TO THE CITY nos encontramos ante un borrador de los muy posteriores y célebres ácidas comedias wilderianas –en un momento dado, las dos coristas que van a buscar a Fisk a su habitación, parecen suponer un referente del Lemmon y Curtis travestidos en SOME LIKE IT HOT (Con faldas y a lo loco, 1958)-, unido a la elección por un blanco y negro que une esos modos casi experimentales, con la huella de la vieja comedia, representada en la brillante pareja protagonista, y también en secundarios tan valiosos como Frank Morgan, James Gleason o Lewis Stone.

Dentro de dichos parámetros, lo cierto es que el film de Sidney se caracteriza por un ritmo en ocasiones endiablado, basado en una constante movilidad de la cámara, adquiriendo por momentos ese alcance casi musical que se extendería en los nuevos modos de la comedia que casi preconiza el relato. Asumiendo ciertos elementos heredados del cine de Preston Sturges, lo cierto es que su planteamiento crítico aparece por momentos como demoledor, en la actitud de ciertos políticos corruptos –un ámbito muy común en nuestros días, con especial incidencia en nuestro país-, en la visión caústica en torno al puritanismo de cierta clase política provinciana estadounidense –la secuencia en un restaurante nocturno en la que la alcaldesa Standish, siempre muy responsable con la administración del erario público en gastos de representación, se verá cohibida ante la mirada de las esnobistas esposas de los regidores de otras ciudades-. Sin embargo, aunque nunca se abandone dicha vertiente crítica –las escaramuzas a las que es sometido Fisk por parte del enviado Lee Taggart (Raymond Burr), para que favorezca cierto contrato especulativo, las andanzas del comisario de policía para esconder de las garras de los periodistas la detención de los dos protagonistas, detenidos por error-, lo cierto es que en no pocas ocasiones su discurrir se inclina por derroteros que en ocasiones bordean con acierto la frontera del slapstick, sin olvidar que nos encontramos con una comedia que, en esencia, participa  de esa “guerra de los sexos” que fue una de las grandes aportaciones de la screewall comedy norteamericana. La oposición de caracteres entre la pacata, un poco reprimida y un mucho responsable Clarisse, y el conquistador impenitente encarnado por un Clark Gable, que exhibe tanto su dotación para el género, como el carisma de estrella que pone en práctica en toda la función.

A partir de dichas premisas, KEY TO THE CITY proporciona no pocos aspectos y episodios regocijantes. Personajes episódicos tan divertidos como el citado recepcionista del hotel, o el pequeño chino vendedor de nueces, interrumpiendo la labor del veterano policía. Instantes tan hilarantes como el inesperado flash que un fotógrafo dispara a Clarisse, convirtiéndose inmediatamente en un impertinente titular de prensa. La incómoda situación que vive Gable vestido ridículamente y escondido en las escaleras del hall del hotel, realizando un sonoro silbido que le hará llamar la atención de todos. La divertida secuencia con los intentos de Gable de romper una guía telefónica, que finalmente logrará al tornarse colérico de manera inesperada. La pelea desarrollada en el club donde se han reunido los alcaldes, a partir del extraño giro del descorche de una botella de champañ por parte de Fisk. El absurdo y por ello tan divertido episodio con Gable con gabardina y la Young disfrazada de niña -¿ecos de THE MAJOR AND THE MINOR (El mayor y la menor, 1942. Billy Wilder)?-, que culminará con la detención de ambos por la policía, pensando que se trata de un acoso de menores. La persecución con banda de música y una grotesca llave de flores por parte de este para recibir a Clarisse y declararse su amor. O la tremenda pelea final entre Steve y Taggart, para coartar de raíz los intentos intimidatorios de este, que tendrá su inesperado contrapunto en la preparación de Clarisse para la defensa, que pondrá en práctica contra la resentida amiga de Steve. En definitiva, un regocijante divertimento, que culminará con un divertido private joke en torno a la figura de Gable y el recuerdo de su Rhett Butler presencia en GONE WHIT THE WIND (Lo que el viento se llevó, 1939. Víctor Fleming).

Calificación: 3

JEANNE EAGELS (1957, George Sidney)

JEANNE EAGELS (1957, George Sidney)

En la segunda mitad de los años cincuenta, y sea de forma calculada o improvisada –más bien pienso en una decisión del estudio ante la aceptación comercial que alcanzaban sus películas-, el norteamericano George Sidney fue el encargado por la Columbia para responsabilizarse de diversas películas que, en su conjunto, mostraban la trastienda del mundo del espectáculo. Otra cosa sería discutir cuales serían las auténticas razones de ser de las mismas, enmarcadas desde su condición de biopics o el servilismo hacia sus estrellas. Y cierto es que pocos años antes, Sidney lograra la que con probabilidad es su mejor película –SCARAMOUCHE (1952) -esta vez dentro de su periodo Metro Goldwyn Mayer- también narrando una historia que se centraba en el mundo de la representación, aunque en un pasado más lejano y novelesco que el que plantea JEANNE EAGELS (1957), firmada por Sidney dentro del estudio de Harry Cohn, y que se sitúa en un lugar intermedio dentro de la trilogía que Sidney firmó teniendo como protagonista femenina a Kim Novak. Es decir, nos situamos después de EDDY DUCHIN STORY (La historia de Eddy Duchin, 1956) y poco antes de la más conocida de todas ellas –PAL JOEY (1957)-. En cualquier caso, se trata del exponente menos conocido –en nuestro país no se estrenó comercialmente-, al tiempo que sin duda el más desconcertante de ambos. Y, sobre todo, un título tan interesante como irregular, capaz casi de una secuencia a otra de alternar lo admirable con lo chirriante e incluso lo ridículo. Ello no impide que en su conjunto emerja un atractivo, proveniente por supuesto de esa singularidad que manifiesta esta libre biografía de la conocida actriz de efímera fama en las primeras décadas del siglo XX.

Jeanne Eagels (Novak) es una muchacha que desde joven llevará implícita la intención de desarrollar una carrera que concluya en su vocación como actriz. Engañada por un vendedor ambulante, se someterá a un concurso de belleza en una feria local, en donde será ninguneada por parte de su propietario –Sal Satori (Jeff Chandler)-, pese a resultar la favorita del público. Pese a la nula empatía que en un primer momento se manifiesta entre ambos, los ruegos de la muchacha le permitirán que Satori la contrate dentro de sus ferias itinerantes, donde Jeanne dará vida todo tipo de personajes en diferentes atracciones, acercándose al joven propietario y al mismo tiempo revelándose en su deseo de convertirse en una gran actriz dramática. Pese a las enormes dudas de Satori, esta poco a poco irá convenciéndolo en sus intenciones, viajando ambos hasta Nueva York, donde Sal se pondrá en contacto con su hermano, feriante en Coney Island, mientras que Jeanne se acerca a la experta preparadora de actrices, la veterana Nellie Neilson (Agnes Moorehead), quien en principio rechazará prepararla. Contra todo pronóstico, y gracias al impulso que le proporcionará el productor Al Brooks (el siempre estupendo Larry Gates, uno de los mejores secundarios de la Columbia en aquella década), poco a poco la protagonista irá escalando los peldaños de la fama, en primer lugar en Washington, y más adelante en la escena de Broadway. Pero todo ello será mediante esa escala de ambiciones, egoísmos y carencia de ética que acompañarán la trayectoria triunfar de Jeanne. Un marco de conducta en el que parecerá discurrir el conjunto de la profesión hasta el éxito, y que al tiempo que llevará a nuestra protagonista al éxito, la introducirá en una espiral de excesos, representada en constantes conflictos con Satori e incluso su separación sentimental con él, para casarse con un deportista de cierta fama –John Donahue (Charles Drake)-, con el que compartirá seis tumultuosos años, introduciéndose con él en una peligrosa espiral de bebidas alcohólicas e incluso excesos con las drogas. Llegará a probar con el mundo de un cine que se dispone a adentrarse en el sonoro, pero no supondrá, de forma paradójica, más que el pórtico que le permitirá pasar a una posteridad indeseada por ella, sobre todo de forma tan temprana.

Partiendo de la base de su pertenencia al biopic, hay elementos que de entrada permiten otorgar un sesgo de personalidad a JEANNE EAGELS. Uno de los más determinantes es la elección del blanco y negro –magnífico, lleno de contrastes, obra de Robert Plack-, que define de alguna manera el alcance de un relato que combina el romanticismo, la comedia y, en última instancia, esa visión tan sombría de un modo de vida como el del espectáculo, que tiene precisamente en fingir, una prolongación de la acentuación del egoísmo y la ruindad de dicha profesión –se detectan en ella ecos de ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950. Joseph L. Mankiewicz), sobre todo en el hecho cíclico de la reiteración de los vicios del éxito-. En definitiva, acercándose en su look a otro título coetáneo –me refiero a THE TARNISHED ANGELS (Ángeles sin brillo, 1957. Douglas Sirk)-, el film de Sidney destaca en esas extrañas oscilaciones genéricas e incluso narrativas, que son las que a fin de cuentas permiten que la película resalte en sus cualidades, por encima del retrato que se ofrece de Eagels, en las convenciones y la fascinación emanada del mundo del teatro, o cierta dramatización con tintes histriónicos que ofrece esa visión de las zancadillas e incluso atrocidades que una aspirante a estrella ha de realizar, forzosamente, para poder ascender con cierta rapidez en el mundo del espectáculo, si de antemano se cuenta con un determinado y latente talento. En definitiva, es algo de lo que adolece esta película, al ofrecer uno de los miscastings más rotundos surgidos del cine norteamericano de los cincuenta. De antemano quede clara mi admiración por la belleza y la languidez de Kim Novak, a la que tanto Alfred Hitchcock, Joshua Logan y, sobre todo, su no correspondido y enamorado Richard Quine, supieron extraer a través de una personalidad que hizo de sus limitaciones virtud, emergiendo como una extraña personalidad dentro del cine de los cincuenta. Pero lo que jamás se puede asumir es concebir en la Novak cualidades histriónicas. Y es precisamente cuando este intento se pone en primer término, donde JEANNE EAGELS por momentos roza el ridículo. Con ello me refiero a todas aquellas secuencias en las que esta interpreta sus roles dramáticos –en especial el personaje en la obra Rain de Somerset Maugham, o aquellas en que su personaje ha de adquirir un matiz desafiante o arruinado por la bebida. Adelantándose con ello una década a aquel chirriante rol que la Novak asumió en THE LEGEND OF LYLAH CLARE (La leyenda de Lylah Clare, 1968. Robert Aldrich), el film de Sidney se resiente de esta circunstancia, impidiendo tanto ello como en los desequilibrios existentes, encontrarnos con esa película notable que, por momentos, se parece atisbar en su horizontes. Ello no debe llevarnos a engaño, nos encontramos ante un film de visible irregularidad, pero al mismo tiempo de atractivos parciales considerables. La fuerza que le proporciona esa textura visual, una vez más la elegancia del fondo musical de George Duning, son elementos a los que cabe unir no pocos instantes en los que las tareas de puesta en escena de Sidney adquieren una –en ocasiones puntual, en otras más consistente- sinceridad cinematográfica. Es algo que se puede apreciar en ese plano que une a Eagles y Satori de forma tan elegante cuando este accede a proporcionarle un empleo en su feria, en los instantes en que ambos se dan un baño nocturno en la playa –es un encuentro de este a Jeanne cuando la ve en el baño-, o en la brillantez con la que se muestra todo el episodio relacionado con la actriz Elsie Desmond (magnífica Virginia Grey). Es en su entorno cuando JEANNE EAGELS logra introducir un componente dramático de primer nivel. Se marcará en el primer encuentro de esta y la protagonista –brindándole sin pretenderlo el elemento que propiciará su triunfo-, en el estremecedor instante en que, entre sombras, Elsie se encontrará con Jeanne cuando esta va a debutar con la obra que le ha proporcionado o en la arriesgada secuencia que se producirá en el intento de Jennie de reconducir la situación, yendo a buscarla a su modesta vivienda, y comprobando con horror que esta se ha suicidado. Será un episodio brillante, violentando incluso una narración pausada e introduciendo incluso algunos insólitos zooms, creando una extraña aura de pesadilla en torno a la aterradora consumación del suicidio de esta. De similar alcance será el instante en el que la protagonista se separe de Satori en el parque de atracciones en plena noche, insertando Sidney una sucesión de planos de las figuras y recreaciones existentes en el recinto, como si sobre ellas repercutiera una reacción en torno a su propietario. Por momentos, parece que Sidney se acerque a un sendero heredado por Tod Browning.

Pero en definitiva, más allá de su singularidad, si por algo quedará en la memoria JEANNE EAGELS, es por permitirnos contemplar por única vez ante la pantalla, a uno de los mejores directores de Hollywood. Se trata de Frank Borzage quien, de manera anacrónica –es presentado ya con considerable edad, rodando una película muda, en la que en la realidad era un joven realizador-, aparece como un suave, amable y preciso director. Nunca sabremos si las expresiones y modos que Borzage muestra en esta breve secuencia, en realidad se correspondieron con la realidad. Los testimonios nos permiten pensar que sí, emocionando a todos los que amamos su cine, por suponer el único testimonio fílmico de las previsibles maneras de un maestro del cine.

Calificación. 2’5