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CINEMA DE PERRA GORDA

JEANNE EAGELS (1957, George Sidney)

JEANNE EAGELS (1957, George Sidney)

En la segunda mitad de los años cincuenta, y sea de forma calculada o improvisada –más bien pienso en una decisión del estudio ante la aceptación comercial que alcanzaban sus películas-, el norteamericano George Sidney fue el encargado por la Columbia para responsabilizarse de diversas películas que, en su conjunto, mostraban la trastienda del mundo del espectáculo. Otra cosa sería discutir cuales serían las auténticas razones de ser de las mismas, enmarcadas desde su condición de biopics o el servilismo hacia sus estrellas. Y cierto es que pocos años antes, Sidney lograra la que con probabilidad es su mejor película –SCARAMOUCHE (1952) -esta vez dentro de su periodo Metro Goldwyn Mayer- también narrando una historia que se centraba en el mundo de la representación, aunque en un pasado más lejano y novelesco que el que plantea JEANNE EAGELS (1957), firmada por Sidney dentro del estudio de Harry Cohn, y que se sitúa en un lugar intermedio dentro de la trilogía que Sidney firmó teniendo como protagonista femenina a Kim Novak. Es decir, nos situamos después de EDDY DUCHIN STORY (La historia de Eddy Duchin, 1956) y poco antes de la más conocida de todas ellas –PAL JOEY (1957)-. En cualquier caso, se trata del exponente menos conocido –en nuestro país no se estrenó comercialmente-, al tiempo que sin duda el más desconcertante de ambos. Y, sobre todo, un título tan interesante como irregular, capaz casi de una secuencia a otra de alternar lo admirable con lo chirriante e incluso lo ridículo. Ello no impide que en su conjunto emerja un atractivo, proveniente por supuesto de esa singularidad que manifiesta esta libre biografía de la conocida actriz de efímera fama en las primeras décadas del siglo XX.

Jeanne Eagels (Novak) es una muchacha que desde joven llevará implícita la intención de desarrollar una carrera que concluya en su vocación como actriz. Engañada por un vendedor ambulante, se someterá a un concurso de belleza en una feria local, en donde será ninguneada por parte de su propietario –Sal Satori (Jeff Chandler)-, pese a resultar la favorita del público. Pese a la nula empatía que en un primer momento se manifiesta entre ambos, los ruegos de la muchacha le permitirán que Satori la contrate dentro de sus ferias itinerantes, donde Jeanne dará vida todo tipo de personajes en diferentes atracciones, acercándose al joven propietario y al mismo tiempo revelándose en su deseo de convertirse en una gran actriz dramática. Pese a las enormes dudas de Satori, esta poco a poco irá convenciéndolo en sus intenciones, viajando ambos hasta Nueva York, donde Sal se pondrá en contacto con su hermano, feriante en Coney Island, mientras que Jeanne se acerca a la experta preparadora de actrices, la veterana Nellie Neilson (Agnes Moorehead), quien en principio rechazará prepararla. Contra todo pronóstico, y gracias al impulso que le proporcionará el productor Al Brooks (el siempre estupendo Larry Gates, uno de los mejores secundarios de la Columbia en aquella década), poco a poco la protagonista irá escalando los peldaños de la fama, en primer lugar en Washington, y más adelante en la escena de Broadway. Pero todo ello será mediante esa escala de ambiciones, egoísmos y carencia de ética que acompañarán la trayectoria triunfar de Jeanne. Un marco de conducta en el que parecerá discurrir el conjunto de la profesión hasta el éxito, y que al tiempo que llevará a nuestra protagonista al éxito, la introducirá en una espiral de excesos, representada en constantes conflictos con Satori e incluso su separación sentimental con él, para casarse con un deportista de cierta fama –John Donahue (Charles Drake)-, con el que compartirá seis tumultuosos años, introduciéndose con él en una peligrosa espiral de bebidas alcohólicas e incluso excesos con las drogas. Llegará a probar con el mundo de un cine que se dispone a adentrarse en el sonoro, pero no supondrá, de forma paradójica, más que el pórtico que le permitirá pasar a una posteridad indeseada por ella, sobre todo de forma tan temprana.

Partiendo de la base de su pertenencia al biopic, hay elementos que de entrada permiten otorgar un sesgo de personalidad a JEANNE EAGELS. Uno de los más determinantes es la elección del blanco y negro –magnífico, lleno de contrastes, obra de Robert Plack-, que define de alguna manera el alcance de un relato que combina el romanticismo, la comedia y, en última instancia, esa visión tan sombría de un modo de vida como el del espectáculo, que tiene precisamente en fingir, una prolongación de la acentuación del egoísmo y la ruindad de dicha profesión –se detectan en ella ecos de ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950. Joseph L. Mankiewicz), sobre todo en el hecho cíclico de la reiteración de los vicios del éxito-. En definitiva, acercándose en su look a otro título coetáneo –me refiero a THE TARNISHED ANGELS (Ángeles sin brillo, 1957. Douglas Sirk)-, el film de Sidney destaca en esas extrañas oscilaciones genéricas e incluso narrativas, que son las que a fin de cuentas permiten que la película resalte en sus cualidades, por encima del retrato que se ofrece de Eagels, en las convenciones y la fascinación emanada del mundo del teatro, o cierta dramatización con tintes histriónicos que ofrece esa visión de las zancadillas e incluso atrocidades que una aspirante a estrella ha de realizar, forzosamente, para poder ascender con cierta rapidez en el mundo del espectáculo, si de antemano se cuenta con un determinado y latente talento. En definitiva, es algo de lo que adolece esta película, al ofrecer uno de los miscastings más rotundos surgidos del cine norteamericano de los cincuenta. De antemano quede clara mi admiración por la belleza y la languidez de Kim Novak, a la que tanto Alfred Hitchcock, Joshua Logan y, sobre todo, su no correspondido y enamorado Richard Quine, supieron extraer a través de una personalidad que hizo de sus limitaciones virtud, emergiendo como una extraña personalidad dentro del cine de los cincuenta. Pero lo que jamás se puede asumir es concebir en la Novak cualidades histriónicas. Y es precisamente cuando este intento se pone en primer término, donde JEANNE EAGELS por momentos roza el ridículo. Con ello me refiero a todas aquellas secuencias en las que esta interpreta sus roles dramáticos –en especial el personaje en la obra Rain de Somerset Maugham, o aquellas en que su personaje ha de adquirir un matiz desafiante o arruinado por la bebida. Adelantándose con ello una década a aquel chirriante rol que la Novak asumió en THE LEGEND OF LYLAH CLARE (La leyenda de Lylah Clare, 1968. Robert Aldrich), el film de Sidney se resiente de esta circunstancia, impidiendo tanto ello como en los desequilibrios existentes, encontrarnos con esa película notable que, por momentos, se parece atisbar en su horizontes. Ello no debe llevarnos a engaño, nos encontramos ante un film de visible irregularidad, pero al mismo tiempo de atractivos parciales considerables. La fuerza que le proporciona esa textura visual, una vez más la elegancia del fondo musical de George Duning, son elementos a los que cabe unir no pocos instantes en los que las tareas de puesta en escena de Sidney adquieren una –en ocasiones puntual, en otras más consistente- sinceridad cinematográfica. Es algo que se puede apreciar en ese plano que une a Eagles y Satori de forma tan elegante cuando este accede a proporcionarle un empleo en su feria, en los instantes en que ambos se dan un baño nocturno en la playa –es un encuentro de este a Jeanne cuando la ve en el baño-, o en la brillantez con la que se muestra todo el episodio relacionado con la actriz Elsie Desmond (magnífica Virginia Grey). Es en su entorno cuando JEANNE EAGELS logra introducir un componente dramático de primer nivel. Se marcará en el primer encuentro de esta y la protagonista –brindándole sin pretenderlo el elemento que propiciará su triunfo-, en el estremecedor instante en que, entre sombras, Elsie se encontrará con Jeanne cuando esta va a debutar con la obra que le ha proporcionado o en la arriesgada secuencia que se producirá en el intento de Jennie de reconducir la situación, yendo a buscarla a su modesta vivienda, y comprobando con horror que esta se ha suicidado. Será un episodio brillante, violentando incluso una narración pausada e introduciendo incluso algunos insólitos zooms, creando una extraña aura de pesadilla en torno a la aterradora consumación del suicidio de esta. De similar alcance será el instante en el que la protagonista se separe de Satori en el parque de atracciones en plena noche, insertando Sidney una sucesión de planos de las figuras y recreaciones existentes en el recinto, como si sobre ellas repercutiera una reacción en torno a su propietario. Por momentos, parece que Sidney se acerque a un sendero heredado por Tod Browning.

Pero en definitiva, más allá de su singularidad, si por algo quedará en la memoria JEANNE EAGELS, es por permitirnos contemplar por única vez ante la pantalla, a uno de los mejores directores de Hollywood. Se trata de Frank Borzage quien, de manera anacrónica –es presentado ya con considerable edad, rodando una película muda, en la que en la realidad era un joven realizador-, aparece como un suave, amable y preciso director. Nunca sabremos si las expresiones y modos que Borzage muestra en esta breve secuencia, en realidad se correspondieron con la realidad. Los testimonios nos permiten pensar que sí, emocionando a todos los que amamos su cine, por suponer el único testimonio fílmico de las previsibles maneras de un maestro del cine.

Calificación. 2’5

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