QUICK MILLIONS (1931, Roland Brown)
Hay ocasiones en la vida de todo aficionado, en la que la paciencia tiene su recompensa. Viene a colación esta frase hecha, ya durante varios años me intrigó la entusiasta y documentada referencia que en el inagotable doble volumen escrito por Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon se ofrecía sobre la figura de un realizador sobre el que prácticamente nadie tiene constancia; Rowland Brown (1900 – 1963). En el comentario a su breve andadura como director, de alguna manera se justificaba dicha brevedad –tan solo filmó tres films- por la agresión que mantuvo con el mandatario de la Metro Goldwyn Mayyer –Irving Thalberg- durante el rodaje de una película en 1936, lo cual de facto coartó la posibilidad de extender su obra, limitándose con posterioridad a prolongar su vinculación con Hollywood en intermitentes colaboraciones como guionista o argumentista. Los dos atinados comentaristas, destacaban el impacto que les había producido acceder a sus únicos títulos como director, de los cuales su debut se produjo con QUICK MILLIONS (1931), en donde de forma paralela ejerció la tarea de coguionista –junto a Courtney Perret, a partir de una historia creada por ambos-. En concreto, de esta insólita película –que supuso además la segunda protagonizada por un jovencísimo Spencer Tracy-, señalaban textualmente que les parecía “una obra maestra de mordaz ironía, de absoluta concisión, de rechazo de cualquier sentimentalismo”, situando incluso su vigencia por encima de referentes coetáneos tan reconocidos como SCARFACE (Scarface, el terror del hampa, 1932. Howard Hawks) o THE PUBLIC ENEMY (1931. William A. Wellman). Quizá no me pueda mostrar tan entusiasta al respecto, encontrando algo exageradas las comparaciones con dos referencias con las que podría, por otra parte, compartir ciertas cualidades, pero de la que se distancia de forma abierta en su aspecto temático, aunque en el fondo discurra por sus costuras idéntico tema, y es probable que en este sentido sí que salga ganando la aún casi desconocida propuesta de Brown.
Y es que, como en tantas otras ocasiones, la paciencia del un casi imposible acceso, se ha visto compensada al poder acceder a esta primitiva producción de la 20th Century Fox de poco más de una hora de duración y en la, prácticamente desde su primer plano –ese discurrir de sendas vías de tren, como metáfora de la facilidad con la que en la vida se puede elegir entre el bien y el mal-, desarrolla un relato explosivo en su contenido pero de implacable sequedad en sus formas. Compartiendo la máxima de “una idea por plano” –casi en esta ocasión podríamos sustituir dicho enunciado por el de “una enseñanza en cada una de sus breves secuencias”-, estas nos irán ilustrando no tanto sobre el ascenso de un sencillo camionero –Bugs Raymond (un Spencer Tracy lleno de frescura)- a auténtico precursor y magnate en el mundo del hampa. El rasgo de originalidad que propone dicho personaje, aparece por un lado de la naturalidad con la que asume ese cambio de personalidad, emergiendo voluntariamente de su origen obrero, y al mismo tiempo la lógica con la que establece dicho ascenso, utilizando un grado de inteligencia que le permita ir ascendiendo utilizando para ello los recovecos y lugares oscuros de la naturaleza humana –en un momento llegará a manifestar: “Las leyes están realizadas para los seres honestos, pero ¿Cuántos seres honestos hay realmente?”-. A partir de dichas premisas, y con un lenguaje de extraordinaria simplicidad dotado además de una modernidad en sus recursos narrativos, QUICK MILLIONS avanza con tanta sequedad como seguridad, con un sentido de la elipsis –atención a esa sucesión de matrículas de coche, que nos permiten en pocos segundos recorrer varios años, hasta situarnos en el instante en que Bugs se ha consolidado como ascendente figura del hampa-, Rowland Brown se muestra presto a la utilización de unas premisas visuales secas y austeras –que le emparentan con otro director de la época también de escasa andadura; George Hill-, describiendo cada una de sus secuencias como un apólogo moral pero al mismo tiempo sin recurrir a moralismos, dejando de lado la grandilocuencia, y incluso mitigando en lo posible la presencia de secuencias violentas –apenas se muestran dos de ellas, al margen de la elíptica y, esta sí, dramática, con la que culmina su metraje-. En su lugar, la película propone una extraña lucidez en sus diálogos, planteando una terrible parábola en torno a la estrecha frontera que existió -y, mucho me temo, sigue existiendo-, entre la consustancial tendencia del ser humano –en especial quizá, aquel que se desenvuelve en un contexto urbano- para erigirse como un arribista, aunque para ello no se detenga en la utilización de métodos cuestionables, que en el ejemplo de Bugs –como en tantas otras figuras surgidas en aquel tiempo- se centran en la implantación del “hampa”. Tal grado de extrañeza plantea la película, que la descripción de la personalidad de nuestro protagonista nos lo revelará con una extraña condescendencia manifestada en dos instantes concretos. El primero se producirá tras el asalto y robo desarrollado en la cena en donde se encuentran las autoridades de la ciudad, donde este no duda que romper una comprometedora carta de la amante de una de las autoridades robadas. En otro momento, recordando sus orígenes, cuando su lujoso vehículo se cruce contra un camión, no dudará en dar orden al chófer para que le deje paso, diciéndole a este: “Deja paso a un camionero; ellos siempre tendrán la razón”.
Esa constante sensación de encontrarnos ante alguien que quizá ha adquirido muy pronto la sabiduría de la vida, que ha encontrado la manera de caminar por encima de aquellos que se encuentran tanto en el cumplimiento como fuera de la ley, es mostrada por la cámara de Brown con secuencias secas y rotundas, planteadas casi a modo de brevísimos episodios, e ilustrando con ellos el carácter lúcido y transgresor de la propuesta, en la que la presencia del “gangsterismo” estará planteada en los Estados Unidos como una consecuencia de la lucha de clases. El hecho de que la película no incida en demasía en su aspecto de crónica “gangsteril” –aunque en ella se encuentre un jovencísimo y en esta ocasión muy convincente George Raft, como ayuda de cámara de Bugs-, y, por el contrario, centre la propuesta en las relaciones que Bugs mantendrá con el magnate de la construcción Kenneth Stone (John Wray) -¿les suena esto de algo?-, marcando dicha vertiente en su deseo de consolidar un nuevo estatus social al desear ligarse con su joven hermana Dorothy (Marquerite Churchill) –el eterno referente para perpetuar cualquier manifestación de arribismo- como buena prueba de ello. En este aspecto concreto, no me gustaría dejar de destacar el grado de transgresión que adquieren las lúcidas –y terribles- confesiones que Bugs le expone a Dorothy dentro de un entrañable grado de sinceridad, mientras esta se encuentra tocando el piano. En las mismas se brinda la auténtica esencia de esta película, la clave para entender una propuesta tan valiente y arriesgada tanto a nivel temático como, por supuesto, en su acepción estrictamente visual –sería una de tantas películas impensables apenas dos años después, con la implantación del Código Hays-. En ella no conviene olvidar la presencia de la “chica” del protagonista, una joven de baja extracción social pero no poca agudeza, que muy pronto descubrirá de manera intuitiva la existencia de esa “otra mujer”, propinándole sendas bofetadas a este –la brutal manera con la que Bugs responde a esta, es mostrada, una vez más, con otra elipsis-, ni tampoco pueden ser olvidadas las secuencias en las que la violencia es mostrada con contundencia, y que precisamente por tener una limitada expresión, ofrecen más impacto. Podemos referirnos con ello a las dos breves secuencias que describen las acciones ejecutadas por los hombres de nuestro protagonista, boicoteando de forma activa la construcción de la torre proyectada por Stone, esas poderosas ráfagas sobre bidones de leche, con las que se visualiza una ofensiva para ascender en el negicio, o la ritualidad que adquiere el asesinato de Jimmy Kirk (Raft), al detectar Bugs que ha cometido un asesinato sin su consentimiento –una vez más, su ejecución será descrita en el off narrativo-. Sin embargo, dos serán los instantes en donde este componente criminal adquirirá una especial contundencia. De un lado el asesinato del orador que por las ondas radiofónicas ha exhortado a la comunidad en contra del crimen organizado –y que será además el motivo por el que su autor, Jimmy, será liquidado por su protector-, mostrado a través de un complicado contrapicado en plano fijo tomado detrás de una mesa. El otro, como no podía ser de otra manera, el rotundo, casi implacable, y al mismo tiempo sutil y esperado, asesinato de Bugs por parte de dos de sus hombres más cercanos, cuando este se disponía a boicotear inútilmente la boda de Dorothy –instantes antes, su chica intuirá la cercanía de la tragedia-, y dentro de su propio vehículo –la expresión final de Tracy cuando se cierran las cortinillas de su ventana antes de ser fusilado, es aterradora-.
QUICK MILLIONS no me parece, como a Tavernier y Coursodon, una obra maestra, pero sí un espléndido y, ante todo, lúcido film, que debería figurar en cualquier antología sobre los orígenes no solo del cine de gangsters, sino incluso ilustrar en cualquier tratado sobre la compleja sociedad urbana norteamericana del las primeras décadas del pasado siglo XX. Un título merecedor de un reconocimiento, en esta ocasión tardío, pero nunca innecesario.
Calificación: 3’5
3 comentarios
david -
O cambio su manera de ver el cine en dos años o se dio cuenta que a veces es preferible impactar al publico antes que ser sutil... lo que hace la experiencia.
Evidentemente siempre es difícil adivinar las intenciones de lo que intento transmitir un director.
jeans clearance -
http://www.jeansfreeshipping.com/
Alfredo Alonso -
Alfredo Alonso
Cineyarte