GYPSY WILDCAT (1944, Roy William Neill) Alma zíngara
Una película de rasgos tan estrambóticos y kitschs como GYPSY WILDCAT (Alma zíngara, 1944), debería servir como punto de inflexión para reivindicar la personalidad del cineasta británico Roy William Neill. Cuando me refiero a ello no lo hago argumentando que nos encontremos ante un producto de enorme valía –que no lo es-, pero sí partiendo de la premisa de que en manos de un director menos dotado, la propuesta no hubiera concluido más que en un desastre. En su lugar, Neill –en un intermedio entre dos de sus más atractivas propuestas dentro del ciclo de Sherlock Holmes; THE PEARL OF DEATH (La perla maldita, 1944) y THE HOUSE OF FEAR (La casa del miedo, 1945)- logra insuflar a un relato descabellado, sometido al dictado del efímero y hoy incomprensible éxito de la pareja formada por María Montez y Jon Hall, de una vitalidad y sentido del ritmo y, lo que es más importante, de lógica cinematográfica, salvando lo que en teoría estaba condenado al delirio y el olvido, y proporcionando en un metraje de poco más de setenta minutos un resultado más que apreciable. GYPSY… es una más de las producciones de la Universal forjadas al socaire de aquel exótico tandem, contando además como productor con el poco estimulante George Wagner –firmante no obstante, del para mi simpático THE WOLF MAN (El hombre lobo, 1941)-. Una de aquellas propuestas de serie B que mostraban un rutilante uso del Technicolor, ligadas a temáticas propicias a la fantasía casi digna del más primitivo cuento infantil.
En esta ocasión, al contrario que varios otros de los vehículos Montez-Hall, la acción se traslada a un indeterminado contexto medieval, aunque lo cierto es que la película articula en su conjunto una insólita mezcla del mismo con ecos del western o, por momentos, una cercanía con esa vertiente del cine de aventuras, que brindaría años después muestras como THE FLAME AND THE ARROW (El halcón y la flecha, 1950, Jacques Tourneur) o la versión de la Metro Goldwyn Mayer de la novela de Anthony Hope THE PRISONER OF ZENDA (El prisionero de Zenda, 1952. Richard Thorpe). Esa mixtura se inicia a partir de la descripción realizada del campamento zíngaro que encabeza Anube (Leo Carrillo). Desde esos primeros compases, la destreza en el manejo de la grúa por parte de Neill será constante, incorporando además una mirada distanciada en torno a las convenciones que está narrando. Una mirada que, resulta paradójico, es la que logra que lo relatado –en la que de forma sorprendente ejerció como guionista el novelista noir James L. Cain- aparezca en nuestros días con un cierto grado de simpatía. Así pues, aún estando la película en función del protagonismo del inefable Hall y, sobre todo, su más defendible oponente femenina, el espectador se deja llevar por esa historia de corte folletinesco, en la que la joven Carla (Montez) es una joven huérfana criada desde pequeña por parte de Anube y la adivina Rhoda (Gale Sondergaard), que constituye la atracción del campamento, siendo indispensable con su belleza y frescura para alegrar la visita de lugareños y propiciar entre ellos el mayor número de ventas. Pero Carla será testigo –en su primer encuentro furtivo con Michael (Hall) en pleno bosque-, como este retira una flecha del cuerpo de un hombre muerto. Al tiempo, establecerá con él un incomprensible flechazo amoroso, aunque pronto este encuentro no supondrá más que un cúmulo de problemas para el campamento gitano, ya que la llegada de los escuderos del barón Tovar (Douglass Dumbrille), el señor del territorio, empeñado en buscar el autor del crimen, decidirán tomar como presos a los componentes del campamento, apareciendo en defensa de estos el propio Michael, quien ya se ha percibido del atractivo que también siente sobre Carla. A partir de ese momento, la acción se centrará en el castillo que comanda Tovar, en las escapadas brindadas por Michael –que en realidad es un mensajero real, encaminado en solventar el crimen cometido sobre el conde Corso que fue auténtico dueño del lugar, en el descubrimiento del siniestro Tovar de la verdadera identidad de la joven Carla –es hija de la condesa esposa de Corso, fallecida veinte años atrás-, su interés en casarse con ella para adquirir con legitimidad el mando del estado –sin revelarle las razones de dichos casi obligados esponsales, para los que la presionará con la puesta en libertad de sus compañeros de campamento e incluso de Michael, al que someterá a tortura-. Unido a este folletinesco cúmulo de circunstancias, se expresará la relación amorosa que Carla ha mantenido con Tonio (Peter Coe), hijo de Anube, estableciéndose un triángulo amoroso que, como es de preveer, se resolverá con la desaparición de este último. Y es que, como antes señalaba, pese a la insólita presencia de Cain como guionista, no es en su trazado argumental donde se encuentran los modestos pero estimulantes alicientes de esta película, sino en el dinamismo que aplica la puesta en escena de su realizador. Lo ofrece en esa combinación de referentes genéricos, en la agilidad con la que el manejo de la grúa sirve para describir personajes y situaciones, en ese sentido del humor soterrado que sabe situar la propuesta en una distancia equidistante entre la ironía y una visión entrañable. Pero al mismo tiempo hay elementos concretos que prueban que Neill era un notable estilista. Una secuencia que podría haber caído en el ridículo y en kitsch más desaforado como la de la exhibición de danza en el interior del castillo, se convierte en manos del realizador en un episodio casi delicioso, combinando con presteza la movilidad de la cámara, el colorido del vestuario, la tensión de los zíngaros ante el deseo de Tovar de ver actuar al payaso –bajo cuyos rasgos se camufla Michael-, el lado bizarro del intento de tortura de este ante Carla para que confiese donde se esconde –impagable la introducción de los primeros planos del usurpador mientras la joven se encuentra actuando, describiendo los mismos la fascinación que sobre él ejerce la muchacha-, que se verán reprimidos al contemplar ese medallón que quedará como indicio de los orígenes nobles de la zíngara.
El lado bizarro y siniestro inherente al cine de Neill, también se manifestará en la forma de planificar los interiores del castillo, en el uso de las sombras a la hora de describir las torturas de Michael y Anube, o la crueldad que manifiesta mostrar al primero de ellos atado y sometido al disparo de flechas por parte de los esbirros de Tovar, que solo es detenido cuando aparece Carla por indicación del perverso Tovar. Neill ofrece una indudable pericia como cineasta, tanto al relacionar en el encuadre a este con el retrato que se muestra colgado de la que sería la madre de la muchacha, en la fuerza que despliega en la caravana que ocupa el tramo final del film, por medio de escarpados barrancos y de nuevo ecos del western. Sin embargo, en ese fragmento de conclusión tan solo hay un elemento que resta interés al mismo, erigiéndose casi en el elemento más molesto del film. Me refiero con ello a la presencia y el personaje encarnado por un especialmente cargante Nigel Bruce, recreando a un torpísimo alto comendador que llega a arruinar esa nada lograda ceremonia nupcial entre el usurpador y Carla. Es curioso, ya que durante el resto de su metraje, Neill sí que logra ese grado de jovialidad buscado de forma expresa, que tendrá incluso una insólita manifestación en la musicalidad con la que se describe la huída de los zíngaros de las mazmorras en donde se encuentran confinados, mientras entonan sus cánticos de forma mancomunada. Será una demostración más de los curiosos atractivos que ofrece esta casi desconocida película, que demuestra que cuando hay un cineasta de talento tras la cámara, incluso con material de derribo se pueden extraer vetas de intensidad y atractivo.
Calificación: 2’5
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