BLACK ANGEL (1946, Roy William Neill) Ángel negro
Hay dos maneras de contemplar un título tan escondido en el terreno de las valoraciones como BLACK ANGEL (Ángel negro, 1946. Roy William Neill). De un lado atender el seguimiento del caprichoso argumento que plantea el referente novelístico de Cornell Woolrich, de nuevo me encuentro ante una muestra impregnada de convenciones y artificios argumentales que –como me podría suceder con NO MAN OF HER OWN (Mentira latente, 1950 . Mitchell Leisen)-, planteaba giros desprovistos de ese rasgo a primera instancia tan fácil de atender en una película, como es la verosimilitud de lo que se nos narra, por más que en ella se encierren acontecimientos y situaciones poco creíbles. En esta ocasión, sin embargo, nos encontramos con hechos que devienen faltos de credibilidad –un ejemplo; la manera con la que Catherine Bennett (June Vincent) se acerca hasta Martin Blair (Dan Dureya), atendiendo a una improvisada conversación que escucha mientras intenta realizar una llamada telefónica en una visita a un estudio hollywoodiense. No obstante, si logramos desprendernos de esos relativos desequilibrios que nos proporciona el seguimiento de la novela de Woolrich –desarrollado en forma de guión por Roy Chanslor- lo cierto es que en esta producción de la Universal podemos apreciar una estilizada, elegante e incluso conmovedora búsqueda de una finalmente frustrada segunda oportunidad en el amor, por parte de dos seres desplazados y decepcionados en un contexto urbano con reminiscencias estéticas alejadas de la vida cotidiana. En el mérito de la lectura paralela de una propuesta sencilla, narrada con gran elegancia por parte de un Roy William Neill en el que quizá sea uno de los títulos más valiosos de su filmografía –una trayectoria, por otro lado, que debe albergar más de una sorpresa-, se encuentra finalmente el mayor grado de interés de esta serie B que bebe de referencias claras de otros títulos inmediatamente precedentes sin que ello evite alcanzar en su metraje una textura y alcance bastante personal.
En la ciudad de Los Angeles se comete el asesinato de la conocida cantante Mavis Marlowe (Constance Dowling). Aunque en realidad fueron varios los hombres que se acercaron a su apartamento antes de su muerte, la policía encarcelará a Kirk Bennett (John Phillips), amante de esta aunque en su vida cotidiana esté casado. Muy pronto las evidencias que le inculpan en el crimen –había sido sometido a chantaje por parte de Mavis- le acercarán a una condena a muerte que de forma inexorable se ceñirá sobre él, sin que en ningún momento su grito sincero apelando por la inocencia surta su efecto. Será sin embargo un lamento que atenderá su esposa –la ya citada Catherine-, quien para ello intentará ponerse en contacto con el esposo de la asesinada. Es así como se producirá su encuentro con el atormentado Blair, un pianista de talento ahogado en un contumaz alcoholismo y un entorno desesperado de vida. Pese al inicial rechazo de este pronto se tornará en una extraña ligazón hacia la agobiada joven, llegando a ayudarle a buscar indicios que puedan proporcionar la inocencia de Bennett, lo que les acercará hasta un extraño individuo –Marko (Peter Lorre)-, propietario de un lujoso club, e incluso a colaborar juntos como una insospechada pareja musical de éxito. La prolongación de dicha situación no permitirá que Catherine olvide a su esposo, separándose pese a que entre ellos ha quedado marcada una extraña ligazón. Será un sincero amor que finalmente provocará en Martin una insospechada reacción de sacrificio.
BLACK ANGEL se inicia de manera muy atractiva, desplegando esa precisión narrativa y el gusto por el detalle que siempre caracterizó el cine de Neill. Nos muestra el exterior de la finca en la que reside Marlowe, describiendo la situación en la que se detectan puntos de vista paralelos de una serie de personajes que poco después tendrán especial protagonismo en la función. En especial nos detendremos en la manera con la que es rechazado Marvin por parte de la que aún es su esposa –esta ni siguiera se digna a recibirlo, dejando que sea el portero el que lo eche del edificio. Poco después, veremos una inusual manera de mostrar el asesinato de esta, recurriendo a la elipsis y ofreciendo las consecuencias del crimen, en una tendencia que se prolongará a lo largo del metraje provocando una extraña textura en un relato dominado por su concreción fotográfica –cortesía de Paul Ivano- y la utilización de la música, contribuyendo ambos elementos a definir su singular configuración. Que duda cabe, en este sentido, que BLACK ANGEL deviene un conjunto dominado por una estilización formal que proviene de la mano de ese aún poco reivindicado hombre de cine que fue Roy William Neill. Una estilización esta que en momentos destaca en la planificación y configuración de no pocas de sus secuencias, o en detalles en apariencia tan nimios como la recurrente presencia de bustos y motivos escultóricos siempre que tiene ocasión de complementar los encuadres con su presencia. Es evidente, por otro lado, que la película fue puesta en marcha teniendo bien presente determinados títulos previos de notable éxito. El más citado es el de SCARLET STREET (Perversidad, 1945. Fritz Lang) –a lo que contribuye no poco la presencia de Dan Dureya. El ya reconocido intérprete alcanza en esta película uno de los roles más hondos de su filmografía, ya que en sus momentos más intensos transmite el desconsuelo de un amante no correspondido, cuando finalmente Catharine decida no continuar con su relación con él-. No obstante, no creo resultar aventurado si señalo que en este capítulo de referencias cabría incluir la de DETOUR (1945), rodada muy poco tiempo antes por el eternamente maldito Edgar G. Ulmer ¿Puede ser que pese a su escaso eco en taquilla, ya entonces alguien se fijara en el alcance trágico y las audacias formales de la célebre obra de Ulmer? A mi juicio es una intuición bastante probable, puesto que el título que nos ocupa contempla diversas semejanzas con la mítica producción de la PRC. Una de ellas sería la configuración del personaje de Marlow, la manera con la que es asesinada, la propia definición fatalista de Marvin, o el mero hecho de plantear la acción del film en Los Angeles y rozar de manera lejana el contexto cinematográfico.
Más allá de estas afinidades y ecos, de las ligerezas inicialmente señaladas que impiden que la película pueda finalmente erigirse en un logro absoluto, es indudable que en ella se muestra en todo momento una esmerada narrativa, una elegancia malsana en sus propuestas y, sobre todo, el alcance casi trágico que marca la relación amorosa finalmente frustrada entre Marvin y Catharine, que llevará al primero de ellos a redescubrir de manera accidentada y en medio de un “delirium tremens” su verdadera relación con el crimen cometido, inmolándose casi como un sacrificio de amor, precisamente por haberlo perdido en una vida que para él ya carece de sentido –la intensidad de la labor de Duryea en estas secuencias llega a ser casi dolorosa-. Es por ello que debamos dejar de lado la incidencia poco interesante del capitán Flood (Broderick Crawford) de la policía, y diversos saltos temporales o situaciones no demasiado relevantes o mostrados sin demasiado interés, centrándonos en la extraña intensidad de un relato que habla desesperadamente sobre el poder destructor del amor, y que además del magnífico Dureya, nos permitirá apreciar una de las interpretaciones más contenidas y brillantes de Peter Lorre.
Calificación: 3
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