THE SHINING HOUR (1938, Frank Borzage) La hora radiante
Pese a su escasa vindicación no me resisto a considerar THE SHINING HOUR (La hora radiante, 1938) como uno de los títulos más interesantes de la fértil –más de veinte títulos- y escasamente valorizada trayectoria del norteamericano Frank Borzage en el cine norteamericano de los años treinta. Es más, yendo aún más lejos en dicha argumentación, y pese a ciertos desequilibrios que impiden que nos encontremos ante un logro absoluto, es probable que estemos ante uno de los exponentes más adultos dentro del melodrama cinematográfico de dicha década. Sorprende dicha circunstancia cuando se trata de una producción de la eternamente conservadora Metro Goldwyn Mayer, unido al hecho de estar ubicada en un periodo posterior a la implantación del código Hays. Por fortuna, el film de Borzage sabe exponerse con absoluta libertad fundamentalmente en el retrato de las dos jóvenes cuñadas protagonistas, a través de cuya sinceridad y personalidad avanzada ofrecen el nexo de unión y en cuya inflexión la película logra plasmar el verdadero tema de la propuesta; la búsqueda desesperada de cada individuo para llevar consigo la autenticidad y la honestidad en su propia existencia.
Combinando con elegancia y sensibilidad un componente de alta comedia –representado especialmente por personajes secundarios como la criada de color, Belvedere (Hattie McDaniel)- con el sentido innato que para Borzage suponía el tratamiento del melodrama, lo cierto es que THE SHINING… demuestra de nuevo la capacidad que el norteamericano demostró en aquellos años con la comedia, y que quizá tuvo su primera manifestación más o menos oficial con la estupenda DESIRE (Deseo, 1936), y se prolongue con la aún superior HISTORY IS MADE AT NIGHT (Cena de medianoche, 1937). Que duda cabe que en esta ocasión dicha elección viene dada por el contrapunto que en no pocas ocasiones ejerce dicha opción a la hora de suavizar la dureza –siempre envuelta en exquisitos modales- que mostrará el latente conflicto que se plantea entre los habitantes de las mansión de los Linden, cuando uno de sus moradores –Henry (Melvyn Douglas)-, se enamore y se case con una conocida bailarina y mujer de mundo –Olivia (Joan Crawford)-. Con absoluta convicción, esta abandonará el mundo que hasta entonces había definido su vida –frívolo, burbujeante y superficial- y se insertará en el cómodo entorno rural que ejerce como modus vivendi de la adinerada familia Linden. Un grupo que se encuentra absolutamente dominado por la hermana mayor –Hannah (Fay Bainter)-, una mujer soltera de mediana edad, dominante y absolutamente escéptica en torno a la boda de Henry –poco a poco atisbaremos en ella un cierto alcance incestuoso hacia su hermano recién casado, intentando en todo momento y bajo su imperturbable presencia introducir en la cotidianeidad de la familia rumores y observaciones que contribuirán a debilitar las relaciones existentes en la mansión. Y es que junto a la aportada por Henry ya se encuentra asentada la pareja formada por David (Robert Young) y su joven esposa Judy (Margaret Sullavan). De todos modos, la integración de Olivia en el seno de los Linden muy pronto provocará en David –incluso antes de que esta consume su boda con Henry- un profundo recelo que, en el fondo, no supone más que un intento de esconder la irrefrenable fascinación que le produce –a partir de la contemplación de una actuación de esta en una sala de baile, elegantemente filmada por Borzage-.
Todos estos elementos de conflictos serán planteados a partir de la confluencia de sus principales personajes en la oscura cotidianeidad de la mansión anfitriona. En dicho contexto observaremos las constantes inquinas por parte de Hannah, quien por otra parte advertirá desde el primer momento los intentos de David por captar la atención de Olivia, así como la sincera relación de amistad que se establece entre la propia Olivia y la sensible Judy. Ambas, a su modo, son personas lúcidas que se sienten de alguna manera incómodas en ese modo de vida que han elegido por amor a sus respectivos esposos. Un amor que inicialmente para ellas no se ha planteado como un sentimiento sincero, sino como la suma de una serie de anhelos que para ambas suponía acceder a la petición de sus entonces pretendientes. Ciértamente, si THE SHINING… logra alcanzar en ciertos pasajes de la función un grado de sinceridad admirable reside en las secuencias en las que ambas conversan, revelando un sentimiento de verdad en sus confesiones, así como en la mutua admiración que se profesan lo que, unido a la espléndida labor que realizan tanto Joan Crawford como Margaret Sullavan, permiten que las secuencias a dos entre ambas puedan situarse entre los mejores y más sinceros momentos del melodrama cinematográfico de los años treinta.
Así pues, dentro de un planteamiento dramático atrevido –elaborado por Jane Murfin y Ogden Nash a partir de la obra teatral de Keith Winter- y, me atrevería a señalar, un poco a contracorriente, Borzage demuestra su capacidad para modular el sentido de cada una de las secuencias, dentro de esa presumible ausencia de pretensiones que permitirá los iniciales contrapuntos de comedia, dominando la construcción de los planos a partir de la ubicación de los intérpretes en el encuadre, proporcionando una fluidez al relato centrada fundamentalmente en esa casi constante ausencia de tremendismos cinematográficos y apelando generalmente a esa sencillez que en el fondo esconde un preciso dominio de los resortes dramáticos de la película. Junto a estas características, el film de Borzage poco a poco se incardinará en el gran tema que acompañó la práctica totalidad de su filmografía; la fuerza inmanente del amor, capaz del mayor sufrimiento y de la mayor ascesis, planteada en esta ocasión como sacrificio de lejanos ecos místicos, que permitirá finalmente a Judy intentar su propia inmolación para salvar el amor que su esposo siente por Olivia, y a esta a abandonar definitivamente a su esposo, llegando incluso a provocar el arrepentimiento sincero de Hannah. Es evidente que nos encontramos ante situaciones que, expuestas por un director poco sutil o dado al tremendismo, podrían provocar un resultado cercano al ridículo. Nada de eso sucede bajo la batuta de uno de los grandes románticos de Hollywood en esta película inusual, liviana en sus primeros compases, pero que con una constante sutileza unida a una precisión cinematográfica fuera de toda duda, logra erigirse como un melodrama de contundente madurez tanto en las formas elegidas como en las líneas argumentales descritas.
Antes señalaba que ciertos detalles impiden que THE SHINNING HOUR, con ser magnífica, alcance el grado de grandeza que por momentos atisba. Con ello me refiero a la escasa definición que alcanza en la pantalla el personaje encarnado por el excelente Melvyn Douglas, el miscasting que asume –con innegable profesionalidad- Robert Young, o ciertas situaciones introducidas en la narración de manera un tanto abrupta e incomprensible –el incendio que provoca Hanna de la mansión en la que iban a residir Henry y Olivia-. Será un fragmento en el que el personaje de la hermana solterona –que encarna de manera impecable Fay Bainter- parece erigirse casi como un precedente del ama de llaves que Judith Anderson encarnaría un par de años después en REBECCA (Rebeca, 1940. Alfred Hitchcock). Todo ello servirá como conclusión a un episodio –las secuencias de la fiesta de inauguración de la edificación- en el que contemplaremos una situación de notable alcance erótico, que igualmente parece prefigurar la planteada en la secuencia central de PIC NIC (Picnic, 1955. Joshua Logan), entre William Holden, Kim Novak y Rosalind Russell. Dentro de los elementos un tanto chirriantes del conjunto, no cabría omitir la inoportuna reaparición final de la criada negra cuando los dos recién casados deciden renovar su apuesta por al amor. En cualquier caso, se trata de pequeñas objeciones que palidecen ante momentos tan intensos como esa secuencia descrita en los primeros minutos, en la que David descubre la crueldad e hipocresía que los compañeros de Olivia manifiestan ante la boda de esta, o el episodio de conclusión, que de manera conmovedora nos mostrará esa apuesta casi mística por el redescubrimiento del verdadero amor entre Judy –llorando por sus ojos, lo único que se puede atisbar en su rostro vendado-, y la ascesis que se ofrece en el picado que a continuación se brinda entre Henry, Olivia y Hannah. En definitiva, una de las más valiosas muestras del arte borzagiano en la década de los años treinta, necesitada de urgente revisitación.
Calificación: 3’5
2 comentarios
jorge trejo -
Feaito -