THAT'S MY MAN (1947, Frank Borzage) [Este es mi hombre]
Calificada por Hervé Dumont –especialista en la obra del cineasta- como una decepción, opino por el contrario que THAT’S MY MAN (1947), es una muestra destacada de la capacidad que albergó Frank Borzage para aportar la sensibilidad de su manera de entender el cine, a un argumento que en manos de otro cineasta menos dotado, se hubiera ahogado en las aguas de la mediocridad. Imbuido en su ventajoso y controvertido contrato con la Republic, Borzage acomete un proyecto en su inicio alejado de sus constantes como cineasta, y del que quizá no cabría otra cosa que apelar a su profesionalidad –es algo que se produciría en otros exponentes de su filmografía, que despachó con pundonor, aunque sin poder incorporarlos a su modo de entender la vida y las relaciones humanas-. Sin embargo, en esta ocasión alcanzó a introducirse en los contornos de la historia urdida por Steve Fisher y Bradley King, formulando un inicio que hace preludiar una comedia. La película se abrirá con el encuentro de un veterano taxista –Toby Gleeton (Roscoe Karns)-, que pronto descubriremos tiene una importancia capital en el devenir argumental de la propuesta. Este va a trasladar a un comentarista deportivo a una carrera que se va a desarrollar en Hollywood, introduciéndose en su conversación la figura del mítico caballo Gallant Man. Gleeton iniciará el relato que le une a la historia de dicho caballo y a su propietario Joe Grange (Don Ameche), iniciando un flashback que se extenderá hasta casi la mitad del metraje. El mismo nos describirá el encuentro inicial del taxista, Joe y el pequeño potrillo, en una lluviosa nochebuena. Joe vive una triste situación, ya que a raíz de mantener el animal se ha despedido de su rutinario trabajo como contable, y ha sido expulsado de la pensión en la que residía. Tras acudir a un comercio de 24 horas para comprar leche para su potro, en el mismo conocerá a una de sus empleadas –Roonie (Catherine McLeod)-. El destino querrá que ese primer encuentro vaya seguido de una azarosa noche en la que esta, entre compadecida y superada, acoja al joven y su animal en su vivienda, no sin vivir una serie de embarazosas situaciones, provocadas por la extrañeza del pequeño equino, al quedarse solo en un recinto desconocido para él.
Será un atractivo inicio que, no obstante, no servirá para poder descubrir la autentica esencia de esta extraña película, en la que el gran cineasta tarda –supongo que de manera deliberada- en introducir los estilemas consustanciales a su cine. Fuera por respetar ese aspecto exterior de comedia desarrollada en el mundo de las carreras, o simplemente por elección personal, lo cierto es que ello proporciona una curiosa personalidad a un conjunto, en el que la andadura de ese caballo enclenque, que de manera inesperada se convertirá en ganador, se erigirá como metáfora de la relación amorosa establecida entre Joe y Rooney. Y es ahí, en medio de carreras estupendamente filmadas, y entre un espléndido uso de una escenografía que en no pocas ocasiones incidirá en la relación de sus propios protagonistas, donde se encuentra lo mejor, lo más sincero, lo auténticamente conmovedor, de una película que habla en voz baja, pero con notables cargas de profundidad, sobre la autenticidad del sentimiento amoroso, por encima de las tentaciones y el desgaste que brinda la propia vida diaria. Algo en lo que no estará ausente el ansia económica, ni la propia debilidad y desidia manifestada por el esposo y poco después padre, que nunca cumplirá las promesas que ofrece a su esposa para cumplir sus responsabilidades familiares y que, por el contrario, siempre estará envuelto en timbas de cartas jugando al póker, envuelto en una dinámica irresponsable.
La gran virtud del film de Borzage, estriba en plasmar en la pantalla este creciente conflicto, utilizando con maestría un off narrativo que prefiere dejar en fuera de campo aquellos acontecimientos que podrían estar caracterizados por su convencionalismo social –la boda de la pareja que nos es evitada, la progresión en el triunfo económico de la misma- o por haber acentuado su elemento dramático. El gran realizador de ANGEL STREET (El ángel de la calle, 1928), prefiere apelar por esa crónica intimista, por momentos cercana a la ternura, en otros, más ligada al elemento propiamente melodramático, pero siempre sin alzar el tono. En todo momento basándose en una magnífica utilización dramática de la puesta en escena, en el peso específico del movimiento de cámara y la planificación, la utilización de los decorados, o la intensidad en la utilización de los actores como elemento vehicular de sentimientos y emociones. Cierto es que dentro de este ámbito, Borzage contó con un intérprete tan limitado como Don Ameche, incapaz de otorgar la necesaria complejidad a su rol protagonista. Sin embargo, es algo que si se logrará con su oponente femenina, y en conjunto el realizador intenta por todos los medios superar las carencias de Ameche a través de la intensidad de aquellas secuencias en las que los dos intérpretes comparten plano, estableciendo entre ellos una notable química que, por momentos, nos acerca a las esenciales parejas inherentes al romanticismo del cineasta.
En base a ello, y teniendo generalmente como testigo a Toby –que de manera creciente asumirá su indignación ante el comportamiento errático de Tom- THAT’S MY MAN se erige en un apólogo moral que logra trascender su vehículo en defensa de la felicidad conyugar, para erigirse en sus mejores momentos como una nueva demostración de la convicción en torno a la fuerza transformadora del amor, que presidió el conjunto de la obra borzaguiana. Todo ello brindará instantes revestidos de una pasmosa sinceridad emocional, centrados sobre todo en observaciones de la esposa, a partir de los constantes y decepcionantes comportamientos de Tom. Unamos a ello no pocos instantes en los que la fuerza de la escenografía transmitirá un plus de intensidad a la situación planteada –la decrépita habitación de hotel en la que se hospedarán en su noche de bodas, la nueva mansión en Bel Air que Tom ganará en una partida, y a la que acudirá la esposa extasiada, la casi sobrenatural iluminación de la escena en la que el padre regresará al regazo de su pequeño hijo, enfermo de meningitis, recitándole unos versos para devolverle una cierta calidez emocional-. Todo ello permitirá asistir a una película atractiva, que justo es reconocer asume algunos pequeños baches, pero que en su conjunto asume por un lado su extraña mixtura genérica –cercana por momentos a títulos de su tiempo, firmado por cineastas tan cercanos al universo de Borzage, como Leo McCarey, Frank Capra, Henry King o incluso John Ford- y, en sus mejores momentos, una intensidad emocional deudora del mundo de uno de los cineastas más comprometidos en su obra con la fuerza del amor.
Calificación: 3
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