HELL'S HIGHWAY (1932, Rowland Brown) La carretera del infierno
Segunda de las tres películas que conforman la escueta pero impactante filmografía del norteamericano Rowland Brown. HELL’S HIGHWAY (La carretera del infierno, 1932) contiene en sus pocos más de sesenta minutos de duración, la metralla que en todo momento albergó el cine de este insólito y rompedor cineasta, que en plena efervescencia del periodo precode norteamericano, supo internarse en unos senderos duros y rocosos, explorando auténticos límites de una sociedad violenta que apenas en aquellos años emergía del estallido del crack del 29, comenzando a vivir un periodo lleno de turbulencias. Un fondo en el que la sociedad norteamericana se dio de bruces sobre un periodo previo de aparente felicidad –y digo aparente, ya que en su trasunto estaba el reflejo de los horrores de la I Guerra Mundial-, en donde este insólito cineasta y guionista encontró un campo de cultivo –prematuramente abortado por una anecdótica pelea que le relegó del ámbito de la dirección-, que manifestó en unas serie de obras caracterizadas por su concisión, orillando el aspecto talkie del cine de los primeros años treinta. En su lugar, propuso unos relatos concisos y percutantes que, justo es reconocerlo, en este caso, y sin negar por ello sus cualidades, no están a la altura de los otros dos títulos de su director. Al parecer, se produjeron diversos problemas en la producción del film, y ello repercute en la percepción de aspectos abruptos que se perciben en este relato, que puede contemplarse también desde un prisma de elementos más o menos trillados dentro del subgénero del “cine de presidiarios”, cuando precisamente habría que definirlo casi como un precursor del mismo.
Es decir, que para poder saborear los numerosos valores que atesora HELL’S HIGHWAY, el espectador se tiene que proyectar desde esa condición de asistir a un modelo posteriormente imitado en numerosas ocasiones –en algunas quizá con superior grado de acierto o fuerza-, al tiempo que imbricarse de la fuerza visual que Brown ofrecía a su cine. Una buena muestra de ellos lo tenemos en como apenas con unos pocos planos, y con el único sonido de los cánticos de los presos, se nos describe la aterradora y al mismo tiempo cotidiana tarea de unos seres que, en condiciones infrahumanas, tienen que sobrellevar la construcción de una carretera –la denominada paradójicamente Liberty Road-. Sin incidir en exceso atisbamos un marco árido y abrasador, donde los presos portan en su parte trasera unas camisas con unas dianas estampadas –al objeto de ser fáciles dianas si escapan-, se encuentran encadenados con grilletes –parecen un trasunto rural de los esclavizados trabajadores del METROPOLIS (1927) de Lang, y sometidos aun trabajo infrahumano del que en ocasiones no se pueden zafar. En estos primeros minutos, cierto es que Brown alienta un cierto confusionismo al ahondar en la cotidianeidad de la vida diaria de los presos, tras iniciar el relato con diversos titulares de prensa que denuncian las muertes cometidas en la denominada “celda de la muerte”, y un rótulo apelando a la derogación de dichas prácticas inhumanas.
A partir de ese momento, la película se extiende en el marco descriptivo del tremendo radio de acción, destacando la crueldad con la que se describe la auténtica ejecución del joven Carter, uno de los presos que al serle imposible trabajar por tener las manos totalmente impracticables y llenas de ampollas, es insertado en la aterradora celda. El modo con el que se describe la misma, su frialdad, el terrible sudor que rodeará al pobre recluso, o la manera con la el espectador se apercibe de la muerte de este –un perro vigilante aúlla, y el guardián negro señala que es una señal mortuoria-, nos permite contemplar la escalofriante imagen de un cadáver sujeto del cuello a ese minúsculo reducto expuesto a la intemperie del sol. Una imagen que, no se por que, me aparece como un precedente de aquellos cadáveres que aparecían dentro de su ataúd tras los cristales de la funeraria de FORTY GUNS (1957, Samuel Fuller). Será sin duda este uno de los instantes álgidos de una película, que propondrá otro quizá dotado de mayor inventiva cinematográfica, como es la descripción del funeral de la mujer adúltera de uno de los guardianes, que ha sido asesinada por este, merced a una falsa predicción de unos de los reclusos. El cántico de los presos, unido a la muestra de una serie de dibujos ilustrando a modo de viñetas dicho funeral, deviene sin duda en una de las secuencias más insólitas del cine USA en dicha décadas. No todo se encuentra al mismo nivel, pero preciso es reconocer que pese a asistir a una matriz que con posterioridad se reiteraría en producciones conocidas por todos, asistimos a una historia caracterizada por su relato en voz callada, que incorpora elementos sutiles como la manera con la se describe la afición musical del cruel director del recinto, lo inhumano en la manera de conducir a los reclusos, o se incorpora de un lado un doble elemento de intriga. Lo ejercerá la llegada de un investigador, camuflado en su condición de tal, al objeto de verificar las atrocidades cometidas por la ya conocida celda. Y por otro lado se introducirá en la narración el rol del joven Johnny Ellis (Tom Brown), hermano del líder natural del grupo de presos –Duke Ellis (Richard Dix)-, quien será confinado en la prisión por actos delictivos cometido en su afán de emular a su idolatrado hermano –que ya encuentra a punto de recibir una cuarta condena-. La llegada de Johnny, de manera indirecta permitirá que su hermano se salve en una refriega, llevada a cabo cuando este se iba a fugar con algunos de sus compañeros –todos ellos abatidos-.
La presencia del pequeño de los Ellis, en un momento determinado, cuando tras una pelea con un guardián sea llevado a la temida celda, servirá para que los oficiales sometan la capacidad de liderazgo del mayor, ofreciéndole en contraprestación un trabajo en oficina a Johnny, aspecto este que será percibido por el resto de reclusos, quien en algún momento no dudarán en calificar a Duke como un traidor. Más allá de su línea argumental, HELL’S HIGHWAY supone el triunfo de lo visual sobre lo narrativo. Y es que si a lo largo de su discurrir encontramos no pocos momentos y situaciones que se deslizan a trallazos, no es menos cierto que en el mismo caudal confluyen numerosos momentos revestidos de una extraña crueldad. El conocido instante en el que es abatido un recluso mudo, quien con el lenguaje de las manos intenta inútilmente implorar piedad, el encuentro entre Duke y el guardián que ha asesinado a su mujer y a ciertos presos, con quien establece una especie de pacto a la hora de que este oculte esos grilletes trucados que le permitían escaparse –en realidad, nos encontramos en un terreno donde ninguna ética es posible-, o incluso esa caótica y por momentos demoledora catarsis, donde las instalaciones de la prisión serán quemadas por el estallido del queroseno, mientras algunos reclusos encierran al personal destinándoles a una muerte segura, de las que les salvará la acción del joven Johnny. Convención y dureza que se da de la mano casi de un plano a otro, en una propuesta imperfecta, si se quiere, pero que transmite al espectador, ocho décadas largas después de su realización, una extraña sensación de frescura, de aroma a unas situaciones que exhuman credibilidad, y en las que se respira la crueldad y la ausencia del más mínimo respeto al ser humano, por más que este proceda del ámbito delictivo. Ese contraste que en un momento determinado, se establecerá en la secuencia de la visita de la madre de los dos protagonistas y la novia del más joven de los hermanos, será un punto de inflexión de un relato, en el que tendrá su vuelta de tuerca la decisión de Duke de retornar a la prisión y dar por finalizada su fuga, al ver a su hermano herido en las inmediaciones de un pantano. Su discurrir por las aguas del mismo, casi a modo de tributo familiar, al tiempo que supone una relativa claudicación, no deja de ofrecer un cierto respiro a una película tan desesperada como desequilibrada, en la que por sus costuras de deja entrever en todo momento la fiereza de Roland Brown, un auténtico outsider lamentablemente dejado de lado con tanta contundencia como apareció en el panorama del cine USA de los primeros años treinta.
Calificación: 3
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