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CINEMA DE PERRA GORDA

Henri-Georges Clouzot

QUAI DES ORFÈVRES (1947, Henri-Georges Clouzot) En legítima defensa

QUAI DES ORFÈVRES (1947, Henri-Georges Clouzot) En legítima defensa

Tras la deslumbrante -y desoladora- LE CORBEAU (1943), Henri-Georges Clouzot retorna a la realización cinematográfica, tras el obligado lapsus que vivió en carne propia, en donde tuvo que sufrir la acusación de colaboracionista. QUAI DES ORFÈVRES (En legítima defensa, 1947) supone, pues, su definitiva normalización como cineasta, aunque, justo es reconocerlo, su obra proseguiría en idénticos parámetros, a los ensayados en sus anteriores exponentes. De hecho, nos encontramos de nuevo ante una trama criminal, desarrollada en la contemporaneidad de su rodaje, describiendo un contexto social, dominado por la inquietud.

Desde sus primeros fotogramas, el film se centra en la figura de la atractiva, un tanto vulgar, pero arrolladora Margueritte (Suzy Delair), que dedicará todos sus esfuerzos, en convertirse en una estrella del music hall. Para ello, contará con la aprobación implícita de su apocado marido, Maurice Martineau (Bernad Blier), eficaz pianista, perdidamente enamorado de ella. La protagonista, bajo el nombre artístico de Jenny Lamour, logrará un rápido triunfo en su ámbito, cayendo muy pronto en las redes del siniestro Georges Brignon (Charles Dullin), un hombre adinerado, influyente y deforme que, desde un encuentro casual, quedará prendado de la cantante, viendo esta la posibilidad incluso de acceder a alguna experiencia cinematográfica. En medio del matrimonio, se encontrará la más reflexiva y mesurada Dora Monier (Simone Renant), secreta enamorada de Maurice, aunque respetuosa de su matrimonio, ya que al mismo tiempo es amiga de su esposa. Contrariado por la cercanía de su esposa hacia Brignon, no dudará en enfrentarse a él en el reservado de un restaurante, donde se encontraba citado con ella. Dicha incómoda situación, no disuadirá a Margueritte en acudir a la mansión del potentado, descubriendo muy poco después el ya encolerizado Maurice, la dirección de la cita. Sin embargo, una vez acuda hasta allí, intentando dejar preparada una coartada, y con la intención de asesinarlo. La realidad aparecerá ante él como su peor pesadilla; se encontrará con el cadáver ensangrentado del oscuro personaje, huyendo de allí con la sombría sensación de correr con la culpa de su asesinato. Será algo que vivirán tanto su esposa como la amiga de ambos, asumiendo en diferentes niveles, un grado de culpabilidad, en un crimen que, en esencia, pondrá en tela de juicio sus más íntimas convicciones, y que habrá de dilucidar el desencantado inspector adjunto Antoine (Louis Jouvet), al que los azares del destino, le harán hacerse del caso, a desgana, en la cercanía de la nochebuena.

Basado en una novela del belga Stanislas André Steeman -que sirvió previamente a Clouzot en su debut en el largometraje con L’ASSASSIN HABITE AU 21 (El asesino vive en el 21, 1942)-, QUAI DES ORFÈVRES es una muestra más, de las diversas vueltas de tuerca que el extraño y valioso cineasta francés, brindó a la sociedad francesa de su tiempo, a la que supo retratar, poniendo siempre en primer término, la mezquindad de un mundo en el que impera el arribismo, representado en esa mujer que no duda en poner en tela de juicio su estabilidad personal, al objeto de lograr ese rápido ascenso a la fama, que será descrito por la cámara de Clouzot con verdadera febrilidad, describiendo al mismo tiempo el carácter apocado de su esposo. El cineasta francés sabe hacer casi física, esa sensación de podredumbre moral, que impera en un contexto dominado por medradores,  seres frustrados, o personas que utilizan su fortaleza económica, al objeto de alcanzar sus objetivos, por más que estos aparezcan revestidos de los tintes más nauseabundos -y en ello, la costumbre de Brignon, de llevar al estudio de Dora, a muchachas de dudosa reputación, para que estas sean fotografiadas desnudas, deviene especialmente significativa-. Podríamos señalar, que la película aparece dividida en dos mitades, caracterizándose la primera de ellas por su alcance descriptivo, y la segunda por el seguimiento de un proceso deductivo, que irá adquiriendo una creciente aura irrespirable, y en la que Antoine irá dejando ver en su capacidad deductiva, casi una forma de existencia. Todo ello, para un hombre que atesora un pasado oscuro en África, del cual tan solo le queda como esperanza su pequeño hijo.

Es cierto que tanto el seguimiento de dicha investigación, e incluso la propia presencia del áspero Jouvet, en algunos instantes nos impida reconocer que nos encontramos ante una magnífica película -aunque, a mi juicio, un peldaño por debajo, de la ya citada LE CORBEAU-. Sin embargo, es tan turbio el contexto que describe, resulta tan expresiva la galería de personajes expuesta -incluso aquellos que devienen episódicos en su presencia-. Todo confluye en una mirada global que, en ocasiones queda diluida en ese seguimiento argumental -que, por otro lado, nos plantea un inesperado giro final, que rompe las expectativas del espectador-, y que no deja de ofrecer numerosas claves visuales, reveladoras de la personalidad cinematográfica de su artífice. Esa querencia por la planificación de los personajes, dispuestos tras enseres y sombras que insinúan opresión -a este respecto, el plano final de la película, apostará por esa liberación final del inspector, de un pasado al que quizá podrá dejar atrás finalmente-. O la agudeza con la que se muestra por vez primera a este, dibujando un triángulo que muestra a su hijo, y que sirve de preludio a ese triángulo criminal que va a tener que asumir instantes después.

Sin embargo, esa conclusión irá precedida de una angustiosa catarsis, en la que la inesperada resolución del caso -que por momentos nos aparece como una conclusión en falso, auspiciada por un Antoine que se compadece del trío de inculpados-, y en la que los sentimientos de las dos mujeres, discurrirá de forma paralela con el ingreso en el calabozo de un derrotado Maurice, incapaz de soportar la presión ejercida sobre alguien que, en definitiva, solo tiene culpa de su débil personalidad, y de querer con tanta intensidad a su esposa. Así pues, entre la copiosa nevada, y el tañir de las campanas de la iglesia en la nochebuena, este no dudará en cortarse las venas con el cristal de sus gafas, en una de las secuencias más dolorosas filmadas en el cine francés de su tiempo. Un pasaje intenso y, por instantes, difícil de contemplado a la pantalla, pero al mismo tiempo, absolutamente representativo de un cineasta osado e iconoclasta, que tradujo una obra llena de dureza, fisicidad y capacidad de introspección psicológica, y que en estos años de posguerra, no dudo se revelaría tan transgresora, como lo sigue resultando ahora, siete décadas después de llevarse a la pantalla.

Calificación: 3’5

LES ESPIONS (1957, Henri-George Clouzot) Los espias

LES ESPIONS (1957, Henri-George Clouzot) Los espias

De entrada, y como no podía ser de otra manera, contemplar una película como LES ESPIONS (Los espías), rodada por Henri-George Clouzot en 1957, provoca un nada velado sentimiento de extrañeza. Su propia iconografía y el look que desprende desde sus primeros instantes en esa oscura y excepcional fotografía en blanco y negro de Christian Matras, se ve contrariado con la presencia de dos zooms que el cineasta dirigirá a un coche que se encuentra apostado de lo que muy pronto sabremos es la clínica del Dr. Malik –Gérard Séty- posteriormente tan solo utilizará esta elección visual, para destacar los espías que se sitúan en los tejados exteriores de las fincas colindantes a la misma-. Y es que –conviene señalarlo desde un principio-, LES ESPIONS se erige bajo mi vista como una de las cimas del cine de Clouzot pese a su actual olvido, sabiendo mantener la esencia de su personalidad fílmica, esa casi descarnada misantropía que caracterizó sus mejores logros –el recuerdo de LE CORBEAU (1943) deviene especialmente pertinente-, sin que el mantenimiento de esa mirada que bien podría aparentar proceder de uno de sus títulos de la década de los cuarenta, se instale en una producción apostada casi dos décadas después. No importa. Desde esos primeros instantes, el realizador nos describirá a la perfección esa casi ruinosa clínica psiquiátrica regentada por el no menos arruinado Malik. La misma aparece con las paredes totalmente desconchadas. Su sueño adivina no pocos baches –el recorrido de una de las jóvenes asistentes lo delatará-, y en ella apenas se encontrarán dos pacientes, escaseando por ello el dinero, aspecto por el cual apenas encontrará fiadores en las tiendas de la localidad donde esta se ubica. Será algo que le reprochará la veterana enfermera Madame Andrée (Gabrielle Dorzat), siempre gruñona, como extraída de la desoladora descripción que emana del interior de este recinto que prácticamente se ve condenado a la desaparición.

Sin embargo, de la noche a la mañana se producirá un aparente golpe de suerte para Malik, ya que en el bar que frecuenta se acercará hasta él un anónimo hombre que le propondrá esconder a un desconocido en su clínica, prometiéndole el pago de cinco millones de francos, de los cuales le abonará uno en señal. Este será el Coronel Howard (Paul Carpenter), agente de unos servicios secretos estadounidenses, quien solo le pedirá discreción absoluta, que su enviado no sea contemplado por nadie, advirtiéndole el hecho de que será acompañado de otras personas de dudosa procedencia, entre las que se encontrarán amigos y enemigos a partes iguales. Lo inesperado de la propuesta y la entrega en el momento de ese millón de francos, llevarán no sin reticencias al doctor a aceptar el encargo… Sin pensar que ello no será más que el inicio de una pesadilla de tintes kafkianos, en la que surgirán de la noche a la mañana una serie de personajes a cual más siniestro –especial mención lo producirá la inesperada presencia como enfermera –Connie Harper- de la británica Martita Hunt, en uno de los roles más adustos de su carrera-. A partir de esa mañana, lo que ya de por sí era una instalación condenada a la ruina, vivirá en su interior un aire por completo malsano, en el que su propietario poco podrá hacer para establecer el orden. En ella incluso una de sus dos pacientes –la joven Lucie (Vera Clouzot), que se encontraba encerrada en una de sus habitaciones sin poder articular el habla-, estallará en la misma al percibir el caos que se ha adueñado de un recinto en el que pulularán personajes tan pintorescos y poco recomendables como Michael Kimisky (Peter Ustinov), un inesperado paciente de cleptomanía, o el supuesto profesor de inglés Sam Cooper (Sam Jaffe). Ni de estos ni de otros dos hombres que llegarán allí en calidad de ayudantes de manera forzada, se fiará en ningún momento Malik, quien nunca ocultará su arrepentimiento al haber aceptado la propuesta de un Howard que desaparecerá repentinamente.

LES ESPIONS es un film insólito, incómodo, en el que cuesta encontrar asideros de cara al espectador –y quizá por ello hoy día se encuentre injustamente olvidado-. No es fácil poder penetrar en la entraña de esa desoladora mirada sobre la condición humana que nuevamente nos ofrece Clouzot, evocando la esencia de su cine, dentro de una base argumental que enfrenta el mundo occidental y el soviético, a través de una sencilla trama que se centra en la búsqueda y captura de un brillante físico que, a pesar suyo y de casualidad, ha encontrado con la fórmula para lograr una bomba de enorme alcance y simple fabricación. Sin embargo, no es eso lo que más interesa a nuestro cineasta, quien se sirve de dicha premisa argumental para mostrar una vez más esa mirada absolutamente desesperanzada en torno a un mundo en el que no parece haber lugar para la esperanza. Una colectividad en la que unos se espían a otros –esas miradas de la camarera cuando se entrega el millón de francos por parte de Howard a Malik, la casi insultante vigilancia a que es sometido este cuando realiza una llamada en la cabina que se encuentra dentro del bar, la acumulación casi cómica de espías en los tejados de las fincas colindantes a su desvencijada clínica-. Un contexto en el que prácticamente nadie puede fiarse de nadie ¡donde un taxi traslada en plena noche a la clínica a un personaje inexistente!, dominado por los encuadres opresivos, el predominio de secuencias nocturnas y de interiores, y en el que ese ser que se esconde en una de las habitaciones suplantando una identidad que en realidad no le corresponde, aparecerá como el enemigo a combatir, por más que sepa defenderse, e incluso provoque con su respuesta la muerte –en off; uno de los instantes más valiosos del film-, de uno de los vigilantes que se han aportado en la clínica.

Está presente en todo momento en el film de Clouzot una extraña y desazonadora sensación de desesperanza. Como si no hubiera margen para la escapatoria, a modo de metáfora sobre un cineasta que en su momento fue acusado de colaboracionista llegada la liberación francesa tras la II Guerra Mundial, y que dedicó la mayor parte de su carrera a ofrecer relatos dominados por ese sentimiento de remordimiento, aunados por una impronta física personalísima, y un estudio de caracteres de penetrante psicología, que en su conjunción legaron una serie de títulos compactos, valiosos y, ante todo, de los más singulares no solo de la cinematografía francesa, sino me atrevería a afirmar que del conjunto del cine europeo de su tiempo. Al mismo tiempo, esa capacidad de experimentación –no olvidemos que su trabajo previo sería el insólito documental LE MYSTÈRE PICASSO (1956)-, combinado con los turbios rasgos de estilo que en esencia marcaron su cine, tienen en esta película, desmarcada dentro de la producción de aquellos años, una de sus propuestas más arriesgadas, e incluso me atrevería a señalar que incómodas de ver, como si por momentos asistiéramos ante una versión absolutamente siniestra de la capriana ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944).

Por si todo esto fuera poco, LES ESPIONS alcanza su clímax en su tramo final, a partir del encuentro –mediante el pago de ese millón de francos a la siniestra Cinnie- de Malik de ese Coronel Howard que se encuentra confinado en la siniestra cuarta planta de un hostal que dispone sus fantasmales habitaciones separadas por desgastadas sábanas –la imagen brinda una textura casi aterradora-. Allí se encontrará este a punto de morir suicidado por un veneno, dado el temor acrecentado de ser capturado y torturado para revelar la identidad y el lugar donde se encuentra el físico Vogel (O. E. Hasse) que todos buscan. Será la misión a la que se encomendará, en esta ocasión sin ningún temor, ese doctor que inicialmente había exteriorizado sus constantes reticencias. Y para ello tomará un tren que le llevará hasta el científico, en unas secuencias donde la utilización física que se ofrecerá de los pasillos de los vagones nos transmitirá una angustiosa sensación opresiva –pocas veces ese rasgo se ha logrado con tanta efectividad y verosimilitud en la pantalla-, unido al hecho de encontrarse presentes en el vehículo tanto Cooper como Kiminsky. En su encuentro con el físico, este confesará al psiquiatra su amargura por el mero hecho de que la casualidad marcara en su mente la creación de esa bomba, y su deseo irrealizable de que esa creación que ambos bandos desean alcanzar, pueda borrarse de su mente. Será la crónica de una muerte anunciada, pero no por ello la vida de Malik volverá a la normalidad. Su retorno a la clínica, ya con todos sus provisionales moradores alejados de la misma le llevará a una última alegría, comprobar como Lucie recupera el habla, mostrándose dispuesta a testificar ante la policía sobre el drama vivido. Sin embargo, sus palabras inofensivas seguirán estando registradas bajo la vigilancia que se mantiene en el recinto. Un sonido de teléfono persistente, indica que su salvación no es posible. Aterradora conclusión para una auténtica e ignorada joya del cine francés, coherente con la obra de su realizador, y al mismo tiempo insólita por aparecer totalmente desplazada de la producción de su tiempo. Un tiempo que, esta vez sí, le ha dado de lleno la razón. 

Calificación: 4

LE CORBEAU (1943, Henri-Georges Clouzot)

LE CORBEAU (1943, Henri-Georges Clouzot)

Contemplar LE CORBEAU (1943, Henri-Georges Clouzot) es una de las experiencias más desazonadoras que pueda tener cualquier espectador cinematográfico. Siendo como es una de las mejores películas francesas de dicha década, esa altísima valoración la asume por suponer una de las miradas más duras, secas y adustas que se pueda concebir de una sociedad como la que retrata –la Francia provinciana ocupada por el régimen nazi-. Realizada bajo la productora amparada por al nazismo Continental Film, su gestación desconcertó a tirios y a troyanos. No es de extrañar, se trataba de una visión de un alcance casi implacable que, en especial por esa mirada realizada con bisturí, no dejaba títere con cabeza. Es por ello que como consecuencia de la misma y de sus equívocas resonancias, a Clouzot se le imposibilitó volver a la dirección durante dos años, demostrando el paso del tiempo que su obra se erigía como la de uno de los mayores escépticos que proporcionó la cinematografía gala.

La cámara de LE CORBEAU se inicia mostrando el interior del cementerio de la pequeña localidad francesa de St. Robin. Será una elección paradigmática, sintiendo el silencio de los muertos y las tumbas para, a partir de la verja del recinto fúnebre, que se abre para ir recorriendo la cotidianeidad de una localidad rural, en la que en todo momento advertiremos la presencia de verjas –un elemento visual presente en la mayor parte de los planos del film, incluso en muchas de sus secuencias de interiores-. En pocos instantes asistiremos a la apática vida cotidiana de esta pequeña población. La escuela que aporta una única cierta nota de frescura –rodeada de verjas-, el pequeño hospital –también enrejado-, y de entre sus habitantes, la cámara se detendrá en la figura del dr. Rèmy Germain (Pierre Fresnais), quien no ha podido evitar el aborto de una joven, aunque sí haya salvado a esta. La forma de actuar y el look más elegante de Germain, nos permitirá intuir que se trata de un personaje disonante con el contexto rural. No por ello podemos decir que se erija en ese necesario punto de apoyo que todo espectador ha de encontrar en cualquier ficción cinematográfica.

Una de las singularidades que se producen en el film de Clouzot, es que su mirada sombría y desoladora no se detiene ante nada y ante nadie. Y eso hacerlo en unos tiempos en donde la libertad era la gran ausente en la sociedad francesa, no puede merecer más que el reconocimiento. Pero es que además, por sí misma, como auténtico relato de intriga, LE CORBEAU es un film apasionante.  El argumento planteado por Louis Chavance, transformado en guión por el propio Chavance junto al realizador –que años después se trasladaría al cine norteamericano de manos del gran Otto Preminger en la interesante THE 13th LETTER (Cartas envenenadas, 1951), muy pronto introduce la inquietud en el espectador, al acercarnos a la cama de un enfermo que muestra al doctor sus miedos, al estar confinado en la cama número 13 –desconoce que padece una enfermedad incurable y se encuentra prácticamente desahuciado-. La llegada de su madre, trayéndole su navaja de afeitar, aporta otro elemento inquietante a una película que se va nutriendo de pequeños apuntes, que muy pronto se convertirán en una interminable sucesión de misivas anónimas que, bajo la permanente firma de Le Corbeau, irán tejiendo una casi insoportable telaraña de acusaciones –ciertas o inciertas-, injurias, infamias, difamaciones y malos pensamientos. En definitiva, aparecerá como de la noche al día todo ese lado oscuro que cualquier colectividad alberga siempre detrás de la puerta de sus casas. Y lo hará en esta ocasión alterando la austera cotidianeidad de una colectividad fría y severa, e instalando en ella el fantasma de la sospecha –parece que Clouzot se adelantaba en bastantes años al Fritz Lang de WHILE THE CITY SLEEPS (Mientras Nueva York duerme, 1956)-. Uno de los elementos más fascinantes del título que nos ocupa, es la ausencia de agarraderas que proporciona al espectador el desarrollo del film. Antes lo destacaba, pero me resulta difícil poder evocar alguna otra película, en la que la galería de personajes y comportamientos expuestos alcance tal grado de mezquindad y ausencia de nobleza. Y es a partir de esa mirada frente a frente con lo más despreciable y –por desgracia- perceptible que existe en la condición humana, donde Clouzot logra trascender el lado de drama policíaco –un poco entremezclando los pasajes del posterior Jacques Tati de JOUR DE FÊTE (Día de fiesta, 1949), con el personaje español de Plinio-, retomando un argumento al parecer basado en un hecho real, y lograr con ello converger las costuras de una intriga que alcanza momentos apasionantes, con una indagación psicológica de enorme calado y, lo que es más importante, incomoda convivencia.

Lo cierto es que todos los personajes que pueblan la fauna -nunca mejor utilizada la expresión- humana de LE CORBEAU, representan una de las miradas más desoladoras que se pueda haber efectuado en el cine europeo de los años cuarenta. Desde ese doctor –ateo para más señas- de aparente distanciación con la población a la que atiende, pero que en todo momento demuestra esa afectada superioridad que en el fondo esconde una serie de situaciones de su pasado que no desea revelar-, esa mujer bella aunque amargada por la leve cojera, y que no logra que el doctor se acerque a ella, el matrimonio formado por Laura (Micheline Francey) y Michel Forzet (Pierre Larquey), ella de menor edad y siempre cercana a Germain, mientras que su esposo –médico de enfermedades de la mente y ya de destacable edad, se ofrece como investigador de la creciente invasión de escritos… En realidad, Clouzot no da puntada sin hilo. Ninguna de sus situaciones y secuencias dejan de aportar algo más a ese conjunto casi abominable, a esa ceremonia permanente de la revelación –e incluso invención- de las mezquindades a que puede llegar un colectivo humano, sometido a una situación límite –como queda bastante claro con esa ya citada recurrencia a rejas y elementos aislantes que proliferan en todo momento-, pero también con la actitud represiva y excluyente de la actuación de los diferentes estamentos y entidades componentes de las fuerzas vivas de la ciudad –gobierno municipal o prefectura, el hospital, el colegio, la iglesia-.

En realidad, LE CORBEAU podría plantearse como una visión dura y sin concesiones, de lo que años después plantearían en tono de comedia tantos cineastas italianos, e incluso nuestro compatriota Luís García Berlanga. Pero plasmar este argumento con tal negrura en su semblante, y hacerlo además en un periodo en donde más podía ejercer como revulsivo este alegato en contra del control, la ausencia de libertades, la delación y incluso el derecho a la intimidad resulta cuanto menos valiente. Pero más allá de estas requisitorias, queda en la retina del espectador el discurrir de momentos inolvidables, como el episodio que describe el suntuoso e hipócrita sepelio del enfermo suicidado –uno de los mejores fragmentos del cine francés de aquellos años-, del que emergerá una carta del interior de la propia corona que deposita la antipática enfermera, quien a partir de la coincidencia será sometida casi a linchamiento; el propio oficio religioso, en el que el presbítero clama a partir de la aparente seguridad existente al pensar que ya se ha logrado dar con el culpable de la invasión de envenenados escritos, cayendo desde la cúpula interior del templo otra de las terribles misivas o, finalmente, los minutos finales, en los que la definitiva resolución de la intriga, acogerá matices inquietantes en grado extremo, hasta culminar con una venganza, que en esta ocasión emerge casi como un ritual, asumida con total naturalidad casi como una liberación. Pero dentro de esa amalgama de aspectos que pueden hacer girar la identidad del autor de las cartas que han dinamitado la cotidianeidad de St. Robin –que no es, por otra parte, el objetivo central de una película cuyos objetivos discurren muy por encima de dicha inmediata realidad-, hay un instante excepcional a mitad de metraje. Un simple plano – contraplano medio, protagonizado por Germain y otro de los personajes centrales, y que culmina con la mirada inquietante del segundo de ellos –que no revelaré, en atención a los posibles espectadores-, fundiendo en negro con dicha mirada, donde podremos atisbar esa naturaleza del mal absoluto, innecesario pero atrayente, expresado en el rostro de ese personaje que, por un momento, ha mostrado en su faz, la cara oculta del mismo. Uno más del enorme caudal de sugerencias y matices malsanos –ésa niña que se guarda de inmediato una carta recibida por el doctor y que le ha caído por la ventana, negando haberla visto cuando este baja de su residencia-, en un título tan admirable como incómodo de ser contemplado, sin sentir la extraña sensación de contemplar una obra prácticamente sin fisuras, y que quizá por ello, dice más de nosotros mismos, de lo que nosotros estamos dispuestos a admitir. Se trata, que duda cabe, de una de las cimas del cine del siempre inquietante Henri-Georges Clouzot,

Calificación: 4

LE MYSTÈRE PICASSO (1956, Henri-George Clouzot)

LE MYSTÈRE PICASSO (1956, Henri-George Clouzot)

Según he tenido oportunidad de acercarme de manera más o menos esporádica a diversos de los títulos que componen la filmografía del francés Henri-George Clouzot, creo que si algo podría unificar su aportación como realizador, sería una constante y obsesiva búsqueda por llamar la atención a través de sus películas. Si realizamos una mirada sucinta a través de su obra, veremos como incluso en aquellas películas que quedan encuadradas en el seno de géneros más o menos codificados –especialmente en su inclinación al cine policíaco y de suspense-, está incardinada la presencia de inquietudes de mayor calado, y de tours de force que por lo general han permitido recordar buena parte de las propuestas por él realizadas. Es evidente que esta circunstancia no ha de ser observada como un reproche, pero sí para afirmar la ausencia de mundo temático y expresivo que permitiera considerar a Clouzot como un realizador “con estilo”. En su oposición, creo que se puede definir la aportación del francés como un hombre inquieto y en permanente búsqueda de elementos que de antemano asegurarían el interés de crítica y público. Creo que es a partir de estas premisas, cuando hay que valorar esta insólita trayectoria cinematográfica que, paradójicamente, está trufada de títulos de notable interés, aunque la relación entre ellos sea más que dudosa. En ese sentido, preciso es reconocer que al menos representó esa mirada equidistante tanto del apergaminamiento que definía parte del cine francés durante los años 40, como posteriormente el manifestado impulso de la Nouvelle Vague cinematográfica. En medio de ambas tendencias, Clouzot pagó cara su buscada independencia, no logrado con ello el reconocimiento a una obra basada en el riesgo formal y temático, y en la que LE MYSTÈRE PICASSO (1956) probablemente debería quedar representada en el vértice de dicha tendencia.

 

Lo cierto, tras contemplar el film, es que buena parte de los comentarios que previamente había leído sobre el mismo se definen con impar pertinencia. Y es que el francés, en su constante lucha por dar vida cinematográfica a propuestas definidas en su singularidad, no tuvo mayor inspiración que realizar una película de alcance documental en la que por un lado intentara plasmar en la pantalla el proceso creador de la pintura, y por otra lograr para ello la prestación de uno de los grandes artistas del siglo XX; Pablo Picasso. Es indudable que el mero hecho de haber alcanzado esa participación, de por sí ya otorga la auténtica dimensión y perdurabilidad a este documento, en el que a grades rasgos se muestra el proceso creador del artista malagueño, al ubicar una serie de pantallas que nos permitirá acercarnos a los modos y a la inspiración de su genio. Trazos rápidos, transformación completa de elementos iniciales, mundo expresivo reconocido y reconocible, tauromaquia, garra… En ese sentido, poder asistir a ese proceso creativo supone una experiencia ciertamente irrepetible para cualquier espectador, y personalmente me quedaría con esa facultad de Picasso para transformar y, con ello, trasladar, sus estados de ánimo variables ante la obra artística, al llegar a modificar en sucesivas ocasiones un proyecto inicial, por medio de constantes incorporaciones de elementos, que llegan incluso a oponer el rasgo general inicialmente expuesto –en ello destacaría el proceso que muestra la elaboración de esa escena playera que es una de las últimas obras creadas-.

 

Pero con ser importante este proyecto, esta iniciativa singular y, por momentos, apasionante, tiene además una ingeniosa dinamización en su puesta en pantalla. Consciente de que una reiteración de los métodos podría afectar a un estatismo en la propuesta, Clouzot muestra su astucia al ir progresivamente modificando el planteamiento inicial. Ello se plasmará por un lado con la presencia del propio artista dialogando con el realizador en pleno proceso creativo –en impresionantes imágenes en blanco y negro-, transmitiendo al espectador esa sensación de febrilidad de su labor artística. Junto a ello, nos encontramos con la presencia de lienzos que son mostrados atomizando la recreación de sus trazos principales –hubiera sido imposible extenderse en un proceso de varias horas o jornadas-, o la opción por utilizar el cinemascope una vez nos encontramos ya transcurrido más de la mitad del metraje. Evidentemente, Clouzot era consciente de la necesidad de dicha progresión narrativa y la pone en practica con notable eficacia. En cualquier caso, son dos los elementos que contribuyen a delimitar la efectividad del conjunto. De un lado la magnífica prestación fotográfica de Claude Renoir –que por momentos parece fundirse con la personalidad pictórica de Picasso-, y por otro la comunión que con las diferentes secuencias de elaboración de los lienzos –que tristemente fueron destruidos tras la conclusión de la película, aunque quizá con dicha decisión lograron que la experiencia se consagrara como auténtica obra artística-, adquiere la banda sonora de George Auric. Es evidente que en la confluencia de estos elementos, Clouzot demostró ser tan astuto y hábil orquestador, como indudablemente sincero en la convicción demostrada a la hora de llevar a cabo un proyecto tan arriesgado. El resultado es notable. No creo que pueda ser definido como una obra maestra –era casi imposible alcanzar en un lenguaje diferente, la esencia absoluta del acto creativo-, pero no se puede negar que la fascinación de sus fotogramas impregnados de pintura y de genio, constituye una experiencia por inusual, realmente única.

 

Calificación: 3’5

MANON (1949, Henri-Gorge Clouzot)

MANON (1949, Henri-Gorge Clouzot)

Si hubiera que recordar algún equivalente dentro de la cinematografía francesa, que ejemplificara la influencia que se trasladó allende el océano sobre el periodo dorado del cine noir norteamericano, es probable que pocos ejemplos serían más valiosos que el expresado por MANON (1949, Henri-Georges Clouzot). En efecto, a través de sus imágenes, personajes y secuencias, se puede detectar claramente el atractivo que ejercieron en el cine francés de aquellos años, tantos y tantos títulos firmados en aquellos años por realizadores como Robert Siodmak, Edward Dmytryk o Joseph H. Lewis, entre otros. Desde el recurso a atmósferas opresivas, el protagonismo de una pareja caracterizada por una relación de amor casi enfermiza, la utilización del flash-back… En definitiva, se trata de elementos que en esta ocasión se sitúan en la posguerra francesa, dentro del contexto de un Paris dominado por el estraperlo.

Allí se desarrollará la mayor parte del metraje de MANON –jamás estrenada comercialmente en nuestro país, algo comprensible dadas las temáticas que aborda y considerando el entorno represivo que presidía nuestro país en aquellos años de especial dureza para el franquismo-, que inicia la acción con la recogida por parte de un barco de un grupo de refugiados judíos que quieren llegar hasta Palestina. A la nave se han incorporado como polizontes la joven Manon Lescaut (Cécile Aubry) y Robert Dégireux (Michael Auclair). Ambos son jóvenes -aunque ella destaca por parecer casi una niña-, y pronto se decidirán a contar sus reciente tribulaciones al capitán del barco –que muy pronto ha advertido que Robert es buscado por asesinato-. La narración se remontará a un entorno rural, donde Dégireux ejerce como elemento de la resistencia, y logra salvar del linchamiento a Manon, que es acusada de colaborar con los nazis. Ambos se trasladan a Paris, donde ella trabajará en la prostitución, compaginando su deseo de una prosperidad económica con el amor que siente por este. También llegará a introducirlo en el terreno del estraperlo, mediando su romance con un oficial americano que incluso llega a ofrecerle en matrimonio. Sin embargo, pese a estas contradictorias actitudes, y al deseo de la joven de escapar de la influencia de Robert, hay algo que los mantiene unidos como si estuviera marcado por el destino. Una vez huyen y la historia se remonta al presente, el capitán de compadece de ellos y los desembarca junto al grupo de judíos en Alejandría. Sin embargo, lo que se suponía el inicio de una nueva vida juntos pronto se convertirá en un auténtico infierno, revelando finalmente el paroxismo de los sentimientos de los dos jóvenes.

Basada en una conocida novela de Abbe Prevost, desarrollada originalmente a finales del siglo XVIII y más allá de sus –notables- virtudes y –pequeñas- limitaciones, creo que fundamentalmente hay que considerar esta película como uno de los más valiosos exponentes en la filmografía de un realizador especialmente singular para el cine francés: Henri-Georges Clouzot. Una personalidad insólita, que precisaría alguna retrospectiva que permitiera de una vez por todas establecer el verdadero alcance de su obra, y que en esta ocasión apuesta por un relato tan aparentemente ligado a las convenciones del cine negro norteamericano antes citadas, como profundamente personal en sus imágenes. Pese al León de Oro cosechado en el Festival de Cine de Venecia, lo cierto es que la polémica nunca abandonó su trayectoria, centrándose esta en los elementos mórbidos y necrofílicos que se describen en su metraje, y que tienen una especial incidencia en sus prodigiosas secuencias finales. Se trata de un rasgo, por otra parte, que se manifestará desde sus primeros instantes con ese traslado de los cadáveres de los rehenes de la resistencia fusilados, o los instantes desarrollados en una iglesia bombardeada y en ruinas, donde la iconografía religiosa resultará tan valiosa para componer las secuencias desarrolladas entre los dos protagonistas. Pero ya incluso desde sus primeros compases, las imágenes de MANON revelan un extraordinario cuidado formal, desarrollado sobre todo en un magnífico trabajo de iluminación en blanco y negro –obra de Armand Thirard-. En cualquier caso, creo que una vez iniciada la acción, se revelará innecesaria la presencia del flash-back que preside la película, aunque ya desde sus  imágenes iniciales se revele la singular personalidad de su conjunto, con esas planos nocturnos del velero, o los cánticos del desesperado grupo de judíos en el interior de la nave. Será el contexto en el que se encontrará a la pareja protagonista, retrocediendo la acción al antes señalado episodio rural de reencuentro en la resistencia, que posteriormente se traslada hasta un Paris dominado por la lucha de la supervivencia, en el que Manon no dudará en aliarse junto a su hermano, el miserable Leon -un magnífico Serge Reggiani-. Allí se desarrollará –con un espléndido ritmo cinematográfico y una arriesgada dosificación en el ritmo y la cadencia de las secuencias-, la progresiva integración de la protagonista en un entorno dominado por la prostitución y la obtención de un dinero rápido y definido por la ausencia de moral. Un entorno al que tendrá que acceder su enamorado, siendo consciente a remolque de que el amor que ambos se profesan ha de ir aparejado por las actitudes libertinas de la protagonista. Todo ello mostrará un sentimiento tan destructivo como opresivo y turbio que la muchacha no podrá soportar, decidiendo fugarse con un maduro oficial norteamericano que le ha pedido en matrimonio. Pese a su intento de huida, la pareja de nuevo volverá a unirse y llegará hasta territorio palestino para intentar una nueva vida. Hasta entonces, la película nunca deja de mostrar un perverso matiz, con entornos en donde la negrura casi se llegan a palpar, llegando a plasmar momentos tan impactantes como el del asesinato de Leon a cargo de Robert, que por momentos llegó a evocarme el inolvidable de la magnífica DETOUR (1945. Edgar G. Ulmer). Sin embargo, hasta llegar a ese momento, hay dos elementos que impiden a mi juicio otorgar a la película una valoración plenamente positiva. Por un lado, detecto la ausencia de ese carácter fou de la relación entre los protagonistas. Se echa de menos un determinado “grado de locura” que logre plasmar con la intensidad que se intuye, ese carácter casi patológico de su relación. Y parte de culpa lo tiene a mi juicio la escasa valía de los intérpretes de la pareja protagonista, en especial la joven Cécile Aubrey –a la que recuerdo con horror en la por otro lado disfrutable THE BLACK ROSE (La rosa negra, 1950) de Hathaway-, que es incapaz de transmitir las sugerencias que su personaje perfila.

De todos modos, y con todos estos desequilibrios, lo cierto es que cuando parece que el film ha llegado a su conclusión, nos depara su fragmento más memorable. Se trata de los veinte minutos finales, que se desarrollan en la odisea del traslado por tierras palestinas de nuestros protagonistas junto a los emigrantes judíos. En este fragmento se describe toda una odisea que de alguna manera preludia la fisicidad y intensidad visual característica de la segunda mitad de la posterior LA SALAIRE DE LA PEUR (El salario del miedo, 1953). Resulta evidente intuir que Clouzot logró mantener como rasgo de estilo esa plasmación de la desesperación del ser humano, mediante una puesta en escena que acentuara su carácter físico y el pesimismo manifestado a través de un viaje. Nuestros protagonistas compartirán esa sensación con ese grupo de judíos que sufrirán todo tipo de penalidades, hasta que finalmente son acribillados por una horda de palestinos. Será el principio de su fin, y cuando Manon muere víctima de una bala, será transportada en su cadáver por su amado, quien finalmente la enterrará en las arenas del desierto, no sin mostrarle su veneración por el hecho de poder disponer de ella –aunque sea muerta- sin que sea deseada por los demás. Se trata de una secuencias que no hubiera dudado en aplaudir el Erich Von Stroheim de GREED (Avaricia, 1924), y que pueden considerarse entre los momentos más transgresores de toda la historia del cine francés, revelando de forma certera esa desmesura que hasta entonces había quedado mitigada en su metraje previo. Sin lugar a dudas, con la edición en DVD de esta película, además de acercar a aficionado un título de gran interés, nos va a permitir ir completando las fichas de ese extraño rompecabezas cinematográfico, que supuso una auténtico islote en el cine francés de su tiempo, llamado Henri-George Clouzot.

Calificación: 3’5

LE SALAIRE DE LA PEUR (1955, Henri-George Clouzot) El salario del miedo

LE SALAIRE DE LA PEUR (1955, Henri-George Clouzot) El salario del miedo

A la hora de mencionar la nómina de realizadores que poblaron el cine francés con posterioridad a la II Guerra Mundial, es bastante probable que Henri-George Clouzot sea uno de sus representantes más eclécticos y singulares, en una trayectoria caracterizada por títulos de géneros y tratamientos bastante contrapuestos, entre los que se albergan enormes éxitos populares, obras de desigual interés y también algún film que sobrelleva la vitola auténtica del clásico. LE SALAIRE DE LA PEUR (El salario del miedo, 1955) es quizá el título más emblemático de su filmografía –aunque me gustaría mucho contemplar su al parecer extrañísima LE MYSTÈRE PICASSO (1956)- en la que se encuentran títulos tan aburridos y sobrevalorados como LAS DIABÓLICAS (1955, Les diaboliques) –que en su momento cosechó un sorprendente impacto y sucedió en su filmografía al título que comentamos-.

Nos encontramos en pleno periodo de postguerra, y en una pequeña ciudad de lugar indeterminado de sudamérica. Se trata de un tugurio casi fronterizo en el que junto a los lugareños pueblan toda una galería de europeos desarrapados, sin trabajo y casi sentido para su existencia. El hambre y la necesidad abunda en un entorno en donde el calor, la miseria y la sensación de que el tiempo pasa sin que nada se pueda hacer para remediar ese estado de las cosas, en un ámbito en el que la desesperación solo se da de la mano de la ausencia absoluta de perspectiva de futuro. Es en ese contexto donde la cámara de Clouzot se centra fundamentalmente en la extraña relación de amistad que se establece entre Mario (Yves Montand) y un recién llegado. Se trata de otro refugiado de ya cierta edad caracterizado por sus relativamente elegantes vestimentas –M. Jo (Charles Vanel)-. Un veterano gangster que ha perdido todas sus pertenencias de forma repentina y desea lograr dinero rápido. Pese a su interés y los contactos que tiene en algún responsable de las extracciones petrolíferas que se encuentran relativamente cerca, no puede encontrar ningún trabajo. Sin embargo, la explosión de uno de los pozos petrolíferos de la zona llevarán a sus responsables a la necesidad de transportar una considerable cantidad de nitroglicerina para poder explosionarla en la base del mismo y apagar el incendio.

Para ello se ven en la necesidad de contratar a cuatro de estos desarraigados por medio de unas pruebas de selección. A cada uno de los cuales prometen dos mil dólares a la llegada. El viaje es extremadamente dificultoso en unas carreteras y caminos absolutamente abandonados, y con el riesgo añadido de la propia configuración de los camiones y la fragilidad de la carga, siempre con el riesgo de explosión a cuestas. Finalmente, serán elegidos Mario, Bimba (Peter Van Eyck), Folco Lulli (Luigi) –gran amigo de Mario y que se ve desplazado cuando M. Jo ocupa un lugar de preferencia en la amistad de este- y otro de los compañeros. Sin embargo, finalmente este último no se presenta –nadie sabe que ha sucedido pero queda evidente que M. Jo ha sido responsable de la ausencia- y es sustituido por el antiguo gangster, que será el copiloto de Mario. Los cuatro conductores irán en dos camiones diferentes y con media hora de distancia entre uno y otro.

Ciertamente es a partir de esos momentos, cuando la brillante pero un tanto alargada descripción inicial de ambientes y personajes que define la primera parte de LE SALAIRE DE LA PEUR, deja paso a prácticamente hora y media de película absolutamente magistral, en la que con una fisicidad asombrosa y un sentido de la aventura y el suspense absolutamente directo, sentiremos casi en carne propia las azarosas aventuras de este cuarteto de hombres fracasados, encaminados a su lucha por lograr ese dinero que les permita salir de su situación de miseria, aunque en ellos les vaya la propia vida. Con una extraordinaria fotografía en blanco y negro de Armand Thirard, desde sus primeros fotogramas la obra de Clouzot destaca por su casi asfixiante trasfondo físico. Da la impresión que en todo momento el calor, las moscas, los caminos polvorientos y la suciedad trascienden de los personajes al espectador, como pocas veces se ha podido contemplar en el cine. Un aspecto visual que en la parte más valiosa de la película adquiere una sorprendente personalidad, basada fundamentalmente en la combinación de dos géneros como el de la aventura y el suspense. Ciertamente, la película de Clouzot resalta por transmitir en todo momento la sensación interna y externa de la aventura infernal, mostrando al mismo tiempo un trasfondo existencial que es evidente ya se encontraba en la novela de George Arnaud. Una odisea de cuatro personajes que en realidad viajan a la nada, a ninguna parte, pero al mismo tiempo han de demostrar su capacidad de lucha por intentar salir de un mundo que les ha tocado vivir, lleno de penalidades y en el que realmente son unos extranjeros desarraigados.

La azarosa andadura del viaje está jalonada de episodios a cual más angustioso. Y llegados a este punto hay que reconocer que momentos en apariencia tan simples puedan generar en el espectador un estado de inquietud tan grande, al tiempo que todos ellos logren sortearlos poniendo en practica la serenidad. Momentos como el cruce por la carretera de amianto, el casi inevitable choque de los dos camiones, el terrible episodio en el barranco y utilizando de él una plataforma de madera casi podrida, o la voladura de una enorme roca que impedía el paso de los mismos. Estos distintos fragmentos son plasmados de forma dinámica dramáticamente. Clouzot no huye incluso del zoom cuando cree que su presencia puede aportar un plus de inquietud a las tensas aventuras de todos sus personajes. Me da la impresión que en pleno proceso de rodaje, algunas de las elecciones formales elegidas por el equipo técnico tuvieron bastante de espontáneas. Y es que creo que ese aire de espontaneidad beneficia y proporciona un aire más directo al progreso de la narración, que está llena de momentos memorables, especialmente en su parte final. Uno de ellos es esa imagen absolutamente inverosímil pero sorprendente en el que el tabaco del cigarrillo que lía Mario se volatiliza repentinamente anunciando el estallido del camión que conducen sus compañeros unos cientos de metros después –tras un instante por cierto muy revelador en el que Bimba se acicala y evoca cuando lo hizo su padre antes de ser ejecutado-. O la larga y angustiosa secuencia que se desarrolla a continuación en medio de una creciente charca de petróleo. En ella el accidente que sufre Jo y las maniobras de Mario por lograr traspasarla con el camión, adquieren unas dimensiones casi épicas.

Evidentemente, el balance de LE SALAIRE DE LA PEUR es el de una gran película, pero no un film perfecto. A esa pequeña morosidad de esa parte inicial caracterizada por lo descriptivo, hay que unir la penosa labor de Véra Clouzot –la esposa del realizador- en el papel de la camarera enamorada de Mario –Linda-, detalles no resueltos como donde va a parar el personaje del conductor al que finalmente sustituye Jo –aunque todos sospechemos su destino-, o la secuencia final, que pese a toda su carga de simbolismo se me antoja un tanto pueril. Pese a ello, la película de Clouzot es uno de esos títulos irrepetibles, con alma propia, que inútilmente fue objeto de un remake a cargo de William Friedkin –CARGA MALDITA (Sorcerer, 1977)-, que no he visto pero cuyas referencias son unánimemente discretas.

Calificación: 4