ROLLERCOASTER (1977, James Goldstone) Montaña rusa
Pocas plagas fueron más perniciosas para el cine de los setenta y los primeros ochenta, que el subgénero de catástrofes, que tan pingues beneficios proporcionó a unos estudios que se encontraban en periodo de ruina y descomposición, al tiempo que sirvió como cementerio de elefantes, de cara a viejas estrellas, que emergieron de sus simbólicos baúles, para ofrecer sus rostros arrugados, a argumentos y realizaciones, que apenas podían simular la fragilidad de sus costuras. Es cierto que aquel subgénero proporcionó alguna propuesta salvable, al tiempo que tuvo su prolongación con las realizaciones, más dotadas de medios pero no de creatividad, que fraguaron mercaderes como Michael Bay o Roland Emmerich. En todo caso, dentro del caduco corpus que martilló las pantalas de un largo periodo, el paso de los años ha permitido salvaguardar las cualidades algunos de sus exponentes. Pienso en THE POSEIDON ADVENTURE (La aventura del Poseidón), rodada en 1972 por el muy eficaz Ronald Neame. Y cabría incluir en esta moderada selección, este ROLLERCOASTER (Montaña rusa), que en 1977 se estrenó en las pantallas, con el supuesto atractivo del sistema Sensurround, destinado al impacto y disfrute de los espectadores del momento. Sin embargo, bajo su aparente ropaje catastrofista, ese desigual artesano equivocado de tiempo que fue James Goldstone, supo urdir un moderadamente atractivo thriller policíaco, en el que en esencia se dirimía la lucha de dos seres antitéticos. Uno, un investigador intuitivo, dominado por sus inseguridades, su falta de autoestima, y por su deseo de abandonar el tabaco, y otro, un psicópata, dotado no solo de un enorme talento técnico, sino capaz dentro de su personalidad introvertida, de articular un complejo y peligroso plan, destinado a obtener un millón de dólares, aunque en realidad busque el reconocimiento exterior a esa supuesta superioridad de su inteligencia.
En esa lucha entre dos seres en el fondo definidos casi al margen del sistema, se articula la historia de ese joven sin nombre, encarnado magníficamente por Timothy Bottoms –el inolvidable protagonista de THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971. Peter Bogdanovich)-, al que contemplaremos desde los primeros instantes del film, desplegando la seguridad de sus movimientos, la imperturbabilidad de su expresión exterior. Casi como si nos encontráramos con uno de los personajes de Melville, descrito con presteza bajo la cámara expresada en un adecuado formato panorámico por Goldstone, seremos testigos de excepción del estallido de una bomba dispuesta en las vías de la montaña rusa de un parque de atracciones, provocando con ello el descarrilamiento de los vagones y varias víctimas. Los responsables creerán que se trata de un accidente, pero de ello dudará el investigador Harry Calder (estupendo George Segal), a quien se nos presentará como paciente de un curso para intentar dejar de fumar. Desde ese momento se planteará el contraste entre el misterioso joven y ese investigador desarrapado, al que sin embargo dominará una gran intuición. De inmediato, nos apercibiremos de un nuevo atentado cometido por el enigmático criminal –esta vez sin víctimas-, que muy pronto ligará Calder con el anterior atentado –y que Goldstone describirá en una elegante elipsis, demostrando que su argumento se desmarcaba de una simple propuesta de cine de catástrofes-, poniendo en aviso a una reunión de responsables de parques de atracciones, en donde escucharán una grabación enviada por el misterioso atacante, demandando el pago de un millón de dólares, si no quieren contemplar más atentados de esta índole. Será el instante en el que este, que de manera insospechada, ha colocado un micrófono en la reunión, se aperciba del grado de inteligencia de Calder, estableciéndose de una insólita manera una extraña corriente de afecto entre ambos personajes, pese a que solo en los instantes finales del relato, ambos lleguen a conocerse personalmente.
Es por ello, que lo mejor de esta nada desdeñable ROLLERCOASTER, se dirime precisamente en esa insólita ligazón. En ese duelo de inteligencia establecido entre dos seres antitéticos en su comportamiento, pero que quizá comparten más de lo que pudiera parecer, en su condición de seres definidos fueras de las costuras convencionales del sistema. Así pues, nos encontramos con una película que se dirime en un contexto de suspense, en la que Goldstone logra articular un ritmo preciso, dotando a su conjunto de un ritmo envidiable, con no pocos aspectos que hablan del gusto por el detalle en su puesta en escena –ese instante en las secuencias iniciales, en el que Bottoms introduce su algodón de azúcar en una papelera con cabeza de tigre, antes de cometerse su primer atentado-, y en donde la precisión de su montaje y el brillante uso del formato panorámico, nos brinda un conjunto en el que quizá predomine un cierto mecanicismo, pero que logra ser imbricado por el constante contraste entre los dos protagonistas del relato, hasta confluir en un relato de suspense que, justo es reconocerlo, ha logrado sobrellevar el paso del tiempo con bastante buena salud.
Pese a la recurrencia de un prescindible y despistado Henry Fonda en un rol irrelevante, o a debilidades, como la presencia final de la esposa e hija de Calder –en la que descubriremos a una jovencísima Helen Hunt-, en Mountain Magic, donde se podía intuir un papel más relevante en los momentos más tensos de la película, no es menos cierto que asistimos a un producto dotado de un bien dosificado suspense, con episodios magníficos, como el extenso bloque en el que Calder irá discurriendo por las instalaciones de ese parque en Virginia, hasta que en un momento dado perciba con terror que en el receptor que porta en sus manos, se encuentra una bomba. Son pasajes en los que Goldstone logra acentuar la conversión del entorno en un elemento casi fantasmal –esas setas humanizadas que cantan, mientras Segal deambula aterrorizado- de un recinto que la colectividad disfruta de manera alienada. Ese contraste de personalidades, ese constante juego del gato y el ratón en torno al anónimo terrorista –de quien nunca conoceremos orígenes ni las circunstancias que le han llevado a su condición actual, dejando su perfil dentro de un grado de abstracción, que Bottoms sabe expresar muy bien, y que justo es reconocer proporciona al conjunto unos tintes inquietantes-, mientras que de Calder iremos conociendo su condición de pasivo, dominando en él esa inseguridad e incapacidad para sobresalir en situaciones límite, pero al mismo tiempo logrando empatizar con esa persona a la que nunca ha visto, pero que al final reconocerá, utilizando esa astucia natural que le rodea.
En definitiva, ROLLERCOASTER deviene un atractivo ejercicio de suspense psicológico, centrado en la extraña relación establecida en los dos vértices masculinos del relato, y culminado en una magnífica set piéce de conclusión, quizá en algunos momentos obligada a introducirse en el formato de cine espectáculo, pero que al mismo tiempo sabe utilizar las instalaciones de Mountain Magic, hasta convertirlo en una casi aterradora estructura de metal, que aparece por momentos dominada como la máxima expresión de esa voluntad de alienación del supuesto gran sueño americano.
Calificación: 2’5