THE VELVET TOUCH (1948, John Cage)
Una de las vertientes que tuvo un grado minoritario de aceptación, dentro de las múltiples variantes del cine noir, emanadas en USA desde finales de la década de los cuarenta, se centró en la escenificación de relatos que tomaban como base el ámbito teatral, extendiéndose poco después al medio televisivo. Es una vertiente que quizá tuvo su exponente más reconocido en A DOUBLE LIFE (Doble vida, 1947. George Cukor), pero que también daría como fruto exponentes menos prestigiados y conocidos, como ACTOR’S AND SIN (1952. Ben Hetch & Lee Garmes), THE GLASS WEB (1953, Jack Arnold), hasta llegar a ese auténtico y deprimente clásico sobre la crueldad e hipocresía que rodeaba al mundo de Broadway –SWEET SMELL FOR SUCCESS (1957, Alexander Mackendrick) a partir de la base dramática de Clifford Odets-.
Estos y otros títulos –alejados un tanto de la crónica irónica vertida por el inapagable Joseph L. Mankiewicz de ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950), quedan unidos en su condición de dramas psicológicos de atmósfera asfixiantes, rodados todos ellos en un opresivo blanco y negro, y siendo partícipes de intensos personajes que servirían como sólida base para que intérpretes de prestigio pudieran ofrecer roles en ocasiones merecedores de premios y reconocimientos. Fue algo que le proporcionó un Oscar a Ronald Colman por su psicótico rol de la citada A DOUBLE LIFE, y fue también la base por la que la actriz Rosalind Russell y su esposo, Frederick Brisson, decidieron auspiciar la producción de THE VELVET TOUCH (1948), distribuida por la RKO desde la Independent Artists, manifestando en todo momento una extraña aura de propuesta emanada fuera del marco del cine de estudios e incluso de géneros. De tal forma, se erigió como una apreciable y al mismo tiempo irregular muestra de film d’art, tal y como podría entenderse dicha vertiente en la industria de Hollywood.
John Gage –reputado director teatral norteamericano- fue el elegido por la protagonista para que filmara esta adaptación de la historia de William Mercer y Annabel Ross, definida como guión de manos de Leo Rosten. Una historia centrada entre las bambalinas del mundo del teatro, divididas en dos partes claramente diferenciadas, y centradas ambas en torno a la figura de la popular actriz Valerie Stanton (la Russell, of course). Tras la culminación de la función de despedida de su último éxito en el ámbito de la comedia, se reunirá con su mentor teatral y hasta hace poco tiempo amante Gordon Cummings (Leon Ames), produciéndose una enorme discusión entre ambos al no resignarse este último a perder a quien fuera su máximo descubrimiento y, sobre todo, la persona a quien ama de manera dominante. Consecuencia de la misma Valerie lo matará en un arrebato de ira, utilizando para ello un prestigioso premio que este conservaba en su despacho. Nuestra protagonista logrará abandonar el ámbito del delito y volver a su vivienda, donde descansará, iniciándose un flashback en el que se nos relatará el pasado de la relación de la turbulenta pareja, introduciéndose dos elementos que catalizarán el creciente enfrentamiento entre ambos. De un lado, el interés de la Stanton en debutar como actriz dramática, protagonizando una adaptación de la obra de Visen Hedda Gabler y, de manera más significativa, la irrupción en la vida de la actriz de la figura del arquitecto Michael Morrell (Leo Genn), con quien muy pronto iniciará una relación que derrumbará el tandem formado hasta entonces con Cummings. La segunda mitad del film se iniciará con la llegada de la investigación policial, a cargo del capitán Danbury (Sydney Greenstreet), cobrando protagonismo el personaje de la actriz Marian Webster (Claire Trevor), eterna rival de la Stanton al ser una antigua amante del asesinado, y a quien se encontrará junto al cadáver en estado de schock.
Atractiva a ráfagas, quizá los momentos más valiosos de THE VELVET TOUCH se produzcan en sus primeros minutos, a poco de cometerse el asesinato por parte de la protagonista, describiéndose una huída por medio de la parafernalia teatral, en donde su presencia no llamará la atención de nadie, como si su figura pareciera por momentos adquirir un aire fantasmal. La espesa atmósfera que adquieren esas imágenes sombrías, filmadas en el interior de la escenografía del teatro, el tempo que asumen las mismas, o el predominio de instantes dominados por una oscuridad que ayuda a intensificar ese pathos sufrido por la protagonista. La incorporación del flashback nos describirá a diversos roles secundarios de dispar importancia en el conjunto del relato, oscilando entre la fuerza del encarnado por la siempre excelente Claire Trevor, y lo que puede llegar a molestar el casi caricaturesco comentarista de sociedad gay Jeff Trent (Dan Tobin). Sin embargo, es en su segunda mitad cuando la película adquiere un cierto grado de personalidad, coincidiendo con la entrada en escena de Danbury, en pleno escenario teatral y ante todo el personal de la función, protagonizando una secuencia por lo demás bastante divertida. La distanciación que imprime no solo su personaje, sino su propio estilo interpretativo, será un elemento que descubrirá el propio artificio de la función, siendo además un contrapunto a la creciente angustia que sentirá la protagonista al ver como su eterna rival Marian irá corriendo circunstancialmente con la culpa de un crimen que ella sabe a ciencia cierta no cometió. Esa sensación crecerá, hasta el punto que tras su último encuentro con ella en el hospital, encuentre casi imposible ocultar por más tiempo ese secreto que le atenaza, estando a punto de confesarlo al capitán, en el preciso instante en el que este conozca la noticia del suicidio de la Webster.
A partir de dicha catarsis, la película avanzará en los instantes previos del debut de la protagonista al encanar Hedda Gabler, siendo informada de que el caso Cummings ha quedado cerrado. Valerie no dejará de mantener en su interior remordimiento de conciencia, y con esa tensión interna debutará como actriz dramática, decidiendo en el descanso de la función confesar su crimen. Por medio de una nota se lo trasladará a Danbury, que la contempla detrás del telón, y en un último arranque de admiración –tras unos instantes de suspense, en los que se dudará ante su hipotético suicidio-, le permita recibir los entusiastas aplausos de unos espectadores enardecidos ante la fuerza de su interpretación –en lo que supondrán los instantes más emocionantes del relato-. Ficción y realidad, ambición de reconocimiento y voluntad de redención, en esta curiosa más no especialmente brillante película, en la que además chirría –y de que manera-, la falta de carisma y credibilidad, del personaje y la propia performance creada por el en esta ocasión inadecuado Leo Genn.
Calificación: 2’5