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CINEMA DE PERRA GORDA

Mario Monicelli

VITA DA CANI (1950, Mario Monicelli & Steno) Vida de perros

VITA DA CANI (1950, Mario Monicelli & Steno) Vida de perros

En más de una ocasión, creo que cualquier aficionado habrá hecho caso de las opiniones previas de algún crítico o comentarista al que ha seguido durante mucho tiempo. Esas afinidades suelen dar como fruto auténticas sorpresas, y es lo que me ha sucedido en no pocas ocasiones con mi admirado José María Latorre. Máxime como en este caso, estamos refiriéndonos a una cinematografía –la italiana- y un periodo –los años cuarenta y cincuenta- en la que quizá sea el mayor experto existente en nuestro país. Por ello, sus elogiosos comentarios hacia VITA DA CANI (Vida de perros, 1950) –tercera realización de Mario Monicelli y primera vez en la que Steno se situaba tras la cámara, en una colaboración conjunta que se extendería en varios títulos- me hicieron durante tiempo ir detrás con la misma para comprobar si compartía sus apreciaciones, Por fortuna, me complace reconocer que nos encontramos con una auténtica joya del cine italiano de principios de los cincuenta. Una rara perla auspiciada por dos cineastas que en aquellos años trabajaron en común en numerosas ocasiones, y que quizá nunca como es esta ocasión lograron tal grado de inspiración, en esta soberbia tragicomedia dedicada al mundo de las variedades italianas en el contexto de la posguerra, pero que a su trasluz ofrece una mirada global sobre una sociedad aún traumatizada y contaminada por los residuos del periodo fascista, y que se revela aún presa de la indecisión a la hora de encaminarse a un periodo de normalización y progreso.

Pero lo importante, lo que convierte VITA DA CANI en una excelente película, superando con mucho propuestas similares sobre el mundo de las variedades y los cómicos como nuestra hispana y posterior CÓMICOS (1954, Juan Antonio Bardem) o incluso la atractiva, coetánea e igualmente italiana LUCI DEL VARIETÀ (1950, Federico Fellini & Alberto Lattuada), es esa capacidad para incardinar de una parte el homenaje al mundo de la revista revestido de cercanía y crudeza, dentro de un contexto social que aparece definido con tanta precisión como espontaneidad. Ayudado por una esplendida fotografía en blanco y negro de Mario Bava, que acierta al acentuar los claroscuros que contornean sus imágenes, hasta el punto que algunas de sus secuencias aparecen sombrías, contamos en su recorrido argumental un extraordinario sentido del tempo cinematográfico, alternando episodios en donde el drama y la comedia se suceden con una extraordinaria fusión, conformando un conjunto en el que incluso podemos encontrar instantes que adelantan posteriores corrientes del cine italiano.

Buena prueba de ello lo describe ese episodio inicial que presenta a la lánguida Franca (Tamara Lees), quien pese a declarar su amor a Carlo (Marcello Mastroianni, en una breve colaboración que luego se reiterará a la conclusión del film), señala que busca en la vida una comodidad económica y estabilidad que este no le puede proporcionar. La secuencia, planificada con el uso de sombras de rejas, adquiere un carácter opresivo, y no deja de surgir casi como un precedente de esos vacíos que caracterizaron posteriormente la obra de Rossellini o el propio Antonioni. Será el insólito preludio que nos introducirá –mediando el deseo de Franca de introducirse en su seno- el mundo de la revista. Supondrá la oportunidad de conocer al propietario de la compañía protagonista. Este es Nino Martoni (deslumbrante Aldo Fabrizi, profundo conocedor de este ámbito, quien ejercerá además como uno de los guionistas del film). A partir de ese momento, la película nunca descenderá en una sendero en el que la picaresca –los intentos de Martoni por sacar a la compañía de un hotel sin pagar la factura-, se dará de la mano con esa aura romántica que planteará el joven personaje de Margherita (Gina Lollobrigida), a la que Martoni acogerá cuando se encuentra huída de sus padres, contemplando como casi de la noche a la mañana se convierte en la estrella de la compañía, y viviendo de manera oculta un imposible romance con ella, que resolverá en los últimos compases del film simulando tirarla de su humilde compañía, cuando descubra en un momento maravilloso que ha sido tentada por el representante de una importante compañía, para formar parte de su elenco.

En medio de ese recorrido existencial, la cámara de Monicelli y Steno se detiene en una mirada que se extiende a esa Italia aún con aroma de miseria, destacando del mismo modo otro personaje femenino –aunque con menor importancia que las dos citadas-. Me refiero a Vera (Delia Scala), ligada sentimentalmente a Mario, un muchacho de buena sociedad cuyos padres no desean verlo implicado con una corista. Conformará todo ello una base en la que no faltará la presencia de la primera vedette, enfrentadla cabeza del grupo, lo que posibilitará la entrada en escena de Margherita –como sucederá en numerosos exponentes de este tipo de títulos-. Sin embargo, lo que resaltará en VITA DA CANI será ese sentido del ritmo casi sincopado que nos muestra los diferentes episodios protagonizados por la compañía de Martoni. Episodios en los que se destilará el aroma de la tragicomedia, y que serán descritos con tanta sensibilidad como riesgo –el impactante episodio casi final que culminará con el suicidio de Franca-. Y, entre ellos, percibiremos la inestimable aportación musical de un Nino Rota imbricado hasta el límite en el desarrollo de sintonías populares, en la descripción de roles secundarios como ese bailarín homosexual, siempre al quite en todo tipo de situaciones complicadas, o en episodios tan divertidos como el que protagoniza Martoni conversando con un camarero del que no descubrirá su oculta nostalgia fascista, y que le llevará a un tremendo equívoco a la hora de poner en práctica un scketch de filiación anticomunista ante un aforo pleno de obreros izquierdistas. Esa capacidad para mostrar la entraña del mundo de la revista. De una sociedad en suma repleta de rostros embrutecidos que tienen en estos espectáculos su única válvula de escape a la miseria de sus rutinas existenciales. En medio de dicho contexto, veremos como Franca intentará encontrar ese futuro de comodidad acercándose junto a un millonario de desagradable presencia que le provocará inicialmente cierta repulsión, pero con el que finalmente claudicará, hasta que en un momento dado descubra que tiene a Claudio –el auténtico amor de su vida- entre su personal de confianza. Esa capacidad para alternar lo cómico con lo trágico. Esa descomunal presencia, casi a ritmo de insospechado ballet por parte del pletórico Martoni, que prácticamente vive en la miseria pero se sostiene y mantiene su vitalismo a través de su implicación casi absoluta en una forma de vida que se le derrumba por sus costuras. Una elección vocacional que afronta con tanta intensidad como alma, hasta llegar incluso a sufrir la humillación de la cárcel o, llegado el momento, descartar una estrella en ciernes, a que la que secretamente ama, demostrando en un alarde de nobleza que puede renunciar a un futuro airoso en su compañía, al sacrificar la lealtad que le brindará en los últimos instantes Margheritte. A la hora de destacar aquellos títulos que se centren en los entresijos y miserias del mundo del espectáculo popular, no cabe duda que nunca se debe olvidar la posterior LIMELIGHT (Candilejas, 1952. Charles Chaplin), más ligada a la vertiente amorosa de la pareja protagonista. Sin embargo, uno además de destacar esta magnífica propuesta italiana, me atrevería a emparentarla con otra pequeña perla, esta del cine de los ochenta. Me refiero a la esplendida THE DRESSER (La sombra del actor, 1983. Peter Yates), basada en la obra teatral de Ronald Harwood, y centrada en las miserias de una compañía shakesperiana en la Inglaterra de la II Guerra Mundial.

Calificación: 4

IL MEDICO E LO STREGONE (1957, Mario Monicelli) El médico y el curandero

IL MEDICO E LO STREGONE (1957, Mario Monicelli) El médico y el curandero

¿Es posible encontrar alguna película endeble en el cine italiano de los cincuenta? Sin duda las habrá, pero resulta evidente que escondidas dentro de un corpus de enorme riqueza, se encuentran títulos que revelan ese extraordinario nivel general que gozaba en aquella década la que probablemente fuera la cinematografía europea más importante. Inmersa dentro del noble y al mismo tiempo humilde contexto de aquel periodo tan fértil, escarbar en las filmografías de nombres como Comencini, Risi, De Sica, Monicelli, Zampa… supone la casi segura certeza de encontrar filones de notable riqueza fílmica. Centrándonos en la figura de Mario Monicelli, apenas un año antes de rodar ese I SOLITI IGNOTI (Rufufú, 1958) que revelara su figura al público internacional, este nos ofrecía una muerta de su dominio de la tragicomedia, que tendría quizá sus dos exponentes más memorables en la reconocida LA GRANDE GUERRA (La gran guerra, 1959), y en la casi ignorada RISATE DI GIOIA (Llegan los bribones, 1960). Me refiero con ello a IL MEDICO E LO STREGONE (El médico y el curandero, 1957), de la que no cabe decir fuera la primera demostración del cineasta en dicho género –ya había dado probada muestra de ello en ocasiones precedentes, e incluso estoy seguro que quedarán en su filmografía títulos enclavados en la comedia que apenas han sido contemplados-, pero que daban prueba sobre todo de la capacidad del italiano para combinar en una misma ficción registros en ocasiones contrapuestos, tanto en las ficciones relatadas, como también en el retrato de sus personajes.

A la rústica y atrasada localidad de Pianetta –espléndidamente descrita físicamente al ubicarla en la cima de un extraño monte, y rodeada de leyenda por medio de un lugareño que la define como fruto de la creación de un diablo-, llegará un joven médico –Francesco (Marcello Mastroianni)-, con la intención de normalizar la sanidad en un territorio necesitado de esa indispensable señal de avance. Será destinado por el alcalde a un auténtico tugurio que, con la ayuda de la joven enfermera Pasqua (Gabriella Pallotta), convertirá en un ambulatorio provisto de la mínima dignidad. En teoría, el recién llegado doctor lo tendrá todo para poder integrarse en esta árida población –magnífica y llena de fisicidad la fotografía en blanco y negro de Luciano Trasatti-. Sin embargo, encontrará en ella un “pequeño” inconveniente, el poderoso y casi infranqueable influjo que sobre sus habitantes ejerce el marrullero y carismático curandero Antonio Locoratolo (un pletórico Vittorio De Sica), profundo conocedor de la ignorancia de sus habitantes, de la que se ha erigido como auténtico referente, sirviendo como benefactor ante sus achaques, enfermedades, e incluso deseos amorosos. De forma tan paternalista como interesada, el consolidado curandero ha sabido hacerse fuerte en un colectivo dominado por la ignorancia, del que incluso ha logrado enriquecerse –en un momento determinado de la función, este será juzgado por una serie de situaciones poco claras, que incluyen la compra de dos apartamentos-. Mientras tanto, el introvertido doctor se verá boicoteado por la oposición de los vecinos y, ante todo, las sutiles argucias auspiciadas por el veterano curandero, articulando los aspectos más divertidos de la película. Y es que, a fin de cuentas, IL MEDICO E… ofrece su epicentro argumental –magníficamente servido por un espléndido plantel de guionistas- en una estructura servida a base de una brillante e imaginaria partida de “ping-pong”, en la que se mostrarán –en ocasiones por medio de un montaje agudo que entrelaza causa y efecto entre uno u otro personaje-, una serie de situaciones que permitirán el regocijo del espectador. Situaciones que irán desde el fingimiento de un vecino de una enfermedad -para lograr con ello el descrédito del doctor y la supuesta victoria en la eficacia de los métodos esgrimidos por el curalotodo-, el enfrentamiento que este último mantendrá con su sobrina, al hacerse novia de un joven militar –según él, sin futuro ninguno-, la desatención que la autoridad municipal brindará al nuevo galeno, el propio menosprecio que le brindarán los vecinos –uno de ellos lo definirá como un simple barbero-, o la reunión de curanderos que propiciará uno de los dos protagonistas del film.

Pero junto a ello emergerán detalles que oscilarán casi de un plano a otro en el terreno de lo tragicómico. El detalle genial de contemplar como Pasqua, la aliada más fiel del doctor, guarda en su seno una pócima amorosa que no dudará en ofrecer íntegra a este simulando una infusión -provocándole un terrible dolor de estómago-, no es sino uno más de ese conjunto de detalles y pinceladas, que Monicelli introduce en el relato, sino con mano maestra, sí con un notable grado de inspiración. Una inspiración que se expresa en la sinceridad con la que se describe el grado de miseria de la población –inserto en un acertado grado de realismo; casi se llegan a sentir las moscas de aquel entorno-, en la capacidad para combinar la comedia –faceta esta en la que la partitura de Nino Rota brinda un apoyo de especial calado- y del drama de manera casi pasmosa y, sobre todo, insertar en el mismo matices melodramáticos que, en última instancia, se erigen quizá como las auténticas columnas sobre las que se sostiene el grado de vigencia más saludable de la propuesta. Con ello, me refiero de manera expresa a la importancia que en el relato ofrecen dos personajes secundarios femeninos, cuya importancia se revelará casi esencial. Uno de ellos será el de esa fiel enfermera –la ya mencionada Pasqua-, enamorada en secreto del joven doctor sin observar en él ninguna sensibilidad especial hacia ella. Pero sin duda el personaje más relevante en dicha vertiente lo ofrecerá la sensible y al mismo tiempo disonante Mafalda (excelente Marisa Merlini), hermana del alcalde de la localidad, poseedora de una personalidad más refinada que el conjunto de habitantes de la misma. Un refinamiento que aparece casi como el síndrome de una solterona decadente, ya que durante muchos años ha esperado de forma inútil el retorno de su amado Corrado (Alberto Sordi), desaparecido desde su actuación en la II Guerra Mundial. Locoratolo pretende en secreto a Mafalda, por lo que no dejará de engatusarla en sus predicciones sobre donde se encuentra este desaparecido durante tantos años –en un momento dado, no dudará en hacerlo “desparecer” en una de sus predicciones con un pequeño péndulo-. Sin embargo, esta logrará dar con él mediante un anuncio en la prensa, reencontrándose de nuevo en la que suponga quizá la mejor secuencia del film. Un episodio narrado en muy pocos primeros planos compartidos, donde Monicelli logrará ofrecer en la pantalla esa dificilisima combinación de planteamiento tragicómico casi en el mismo plano, expresado en el encuadre con la interpretación bufonesca de Sordi, contrapuesta con la interiorizada y desalentada de la Merlini, que entenderá casi de inmediato el engaño y el olvido que ha sufrido por parte de este, quien no dudó en casarse con otra mujer –impagable el detalle que muestra las pobres sandalias que este calza-, dentro de una conversación que llegará a resultar casi incómoda para el espectador, por el difícil y hasta desolador grado de sinceridad y fracaso existencial que conlleva.

Esa capacidad para mostrar la ambivalencia, la grandeza y la miseria de sus personajes, permitirá incluso ofrecer un epílogo que conceda un cierto grado de indulgencia a ese falso curandero, manipulador y estafador, quien comprenderá mediante una entrañable elipsis que su tiempo ya ha pasado –para ello, vivirá antes una prueba de fuego con el intento de suicidio de su sobrina, ante cuya salvación solicitará in extremis la colaboración del doctor, que se encontraba a punto de abandonar definitivamente la población-. Por ello, decidirá abandonar aquel pueblo que había servido como su auténtico “cuartel de operaciones”, asumiendo una clara sensación de fracaso –no ha logrado atraer el corazón de Mafalda, aunque en sus últimos fotogramas aparezca cierto grado de condescendencia para alguien que, en último término, no ha dejado de brindar a una población árida y sin agarraderas, una cierta bandera de esperanza. Es por eso, que en esa despedida en la que no aparece nadie cuando se introduce en el tren que le hará abandonar la población, emergerá esa pincelada de gratitud en la presencia de esa joven madre soltera, a la que en su momento aconsejó que desistiera de eliminar a su hijo. Y es que en esa mirada compasiva de Monicelli y su equipo de colaboradores, no podía dejar de labor mostrar un atisbo humanista en ese hombre que, pese a sus constantes trapicheos e incluso engaños, en el fondo ofreció lo que realmente sabía; brindar una pequeña poción de esperanza a un colectivo definido por escasos horizontes vitales.

A IL MEDICO E LO STREGONE quizá le falte un pequeño empujoncito para ser una gran película, pero no cabe duda que se erige como un título atractivo, que no solo dice entre líneas más de lo que parece sugerir su aspecto exterior, sino que revela una vez más la valía tanto de su realizador, como del contexto en el que se encontraba el cine popular italiano de su tiempo, tan entroncado con sus raíces, como valioso en sus diversas lecturas.

Calificación: 3