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CINEMA DE PERRA GORDA

IL MEDICO E LO STREGONE (1957, Mario Monicelli) El médico y el curandero

IL MEDICO E LO STREGONE (1957, Mario Monicelli) El médico y el curandero

¿Es posible encontrar alguna película endeble en el cine italiano de los cincuenta? Sin duda las habrá, pero resulta evidente que escondidas dentro de un corpus de enorme riqueza, se encuentran títulos que revelan ese extraordinario nivel general que gozaba en aquella década la que probablemente fuera la cinematografía europea más importante. Inmersa dentro del noble y al mismo tiempo humilde contexto de aquel periodo tan fértil, escarbar en las filmografías de nombres como Comencini, Risi, De Sica, Monicelli, Zampa… supone la casi segura certeza de encontrar filones de notable riqueza fílmica. Centrándonos en la figura de Mario Monicelli, apenas un año antes de rodar ese I SOLITI IGNOTI (Rufufú, 1958) que revelara su figura al público internacional, este nos ofrecía una muerta de su dominio de la tragicomedia, que tendría quizá sus dos exponentes más memorables en la reconocida LA GRANDE GUERRA (La gran guerra, 1959), y en la casi ignorada RISATE DI GIOIA (Llegan los bribones, 1960). Me refiero con ello a IL MEDICO E LO STREGONE (El médico y el curandero, 1957), de la que no cabe decir fuera la primera demostración del cineasta en dicho género –ya había dado probada muestra de ello en ocasiones precedentes, e incluso estoy seguro que quedarán en su filmografía títulos enclavados en la comedia que apenas han sido contemplados-, pero que daban prueba sobre todo de la capacidad del italiano para combinar en una misma ficción registros en ocasiones contrapuestos, tanto en las ficciones relatadas, como también en el retrato de sus personajes.

A la rústica y atrasada localidad de Pianetta –espléndidamente descrita físicamente al ubicarla en la cima de un extraño monte, y rodeada de leyenda por medio de un lugareño que la define como fruto de la creación de un diablo-, llegará un joven médico –Francesco (Marcello Mastroianni)-, con la intención de normalizar la sanidad en un territorio necesitado de esa indispensable señal de avance. Será destinado por el alcalde a un auténtico tugurio que, con la ayuda de la joven enfermera Pasqua (Gabriella Pallotta), convertirá en un ambulatorio provisto de la mínima dignidad. En teoría, el recién llegado doctor lo tendrá todo para poder integrarse en esta árida población –magnífica y llena de fisicidad la fotografía en blanco y negro de Luciano Trasatti-. Sin embargo, encontrará en ella un “pequeño” inconveniente, el poderoso y casi infranqueable influjo que sobre sus habitantes ejerce el marrullero y carismático curandero Antonio Locoratolo (un pletórico Vittorio De Sica), profundo conocedor de la ignorancia de sus habitantes, de la que se ha erigido como auténtico referente, sirviendo como benefactor ante sus achaques, enfermedades, e incluso deseos amorosos. De forma tan paternalista como interesada, el consolidado curandero ha sabido hacerse fuerte en un colectivo dominado por la ignorancia, del que incluso ha logrado enriquecerse –en un momento determinado de la función, este será juzgado por una serie de situaciones poco claras, que incluyen la compra de dos apartamentos-. Mientras tanto, el introvertido doctor se verá boicoteado por la oposición de los vecinos y, ante todo, las sutiles argucias auspiciadas por el veterano curandero, articulando los aspectos más divertidos de la película. Y es que, a fin de cuentas, IL MEDICO E… ofrece su epicentro argumental –magníficamente servido por un espléndido plantel de guionistas- en una estructura servida a base de una brillante e imaginaria partida de “ping-pong”, en la que se mostrarán –en ocasiones por medio de un montaje agudo que entrelaza causa y efecto entre uno u otro personaje-, una serie de situaciones que permitirán el regocijo del espectador. Situaciones que irán desde el fingimiento de un vecino de una enfermedad -para lograr con ello el descrédito del doctor y la supuesta victoria en la eficacia de los métodos esgrimidos por el curalotodo-, el enfrentamiento que este último mantendrá con su sobrina, al hacerse novia de un joven militar –según él, sin futuro ninguno-, la desatención que la autoridad municipal brindará al nuevo galeno, el propio menosprecio que le brindarán los vecinos –uno de ellos lo definirá como un simple barbero-, o la reunión de curanderos que propiciará uno de los dos protagonistas del film.

Pero junto a ello emergerán detalles que oscilarán casi de un plano a otro en el terreno de lo tragicómico. El detalle genial de contemplar como Pasqua, la aliada más fiel del doctor, guarda en su seno una pócima amorosa que no dudará en ofrecer íntegra a este simulando una infusión -provocándole un terrible dolor de estómago-, no es sino uno más de ese conjunto de detalles y pinceladas, que Monicelli introduce en el relato, sino con mano maestra, sí con un notable grado de inspiración. Una inspiración que se expresa en la sinceridad con la que se describe el grado de miseria de la población –inserto en un acertado grado de realismo; casi se llegan a sentir las moscas de aquel entorno-, en la capacidad para combinar la comedia –faceta esta en la que la partitura de Nino Rota brinda un apoyo de especial calado- y del drama de manera casi pasmosa y, sobre todo, insertar en el mismo matices melodramáticos que, en última instancia, se erigen quizá como las auténticas columnas sobre las que se sostiene el grado de vigencia más saludable de la propuesta. Con ello, me refiero de manera expresa a la importancia que en el relato ofrecen dos personajes secundarios femeninos, cuya importancia se revelará casi esencial. Uno de ellos será el de esa fiel enfermera –la ya mencionada Pasqua-, enamorada en secreto del joven doctor sin observar en él ninguna sensibilidad especial hacia ella. Pero sin duda el personaje más relevante en dicha vertiente lo ofrecerá la sensible y al mismo tiempo disonante Mafalda (excelente Marisa Merlini), hermana del alcalde de la localidad, poseedora de una personalidad más refinada que el conjunto de habitantes de la misma. Un refinamiento que aparece casi como el síndrome de una solterona decadente, ya que durante muchos años ha esperado de forma inútil el retorno de su amado Corrado (Alberto Sordi), desaparecido desde su actuación en la II Guerra Mundial. Locoratolo pretende en secreto a Mafalda, por lo que no dejará de engatusarla en sus predicciones sobre donde se encuentra este desaparecido durante tantos años –en un momento dado, no dudará en hacerlo “desparecer” en una de sus predicciones con un pequeño péndulo-. Sin embargo, esta logrará dar con él mediante un anuncio en la prensa, reencontrándose de nuevo en la que suponga quizá la mejor secuencia del film. Un episodio narrado en muy pocos primeros planos compartidos, donde Monicelli logrará ofrecer en la pantalla esa dificilisima combinación de planteamiento tragicómico casi en el mismo plano, expresado en el encuadre con la interpretación bufonesca de Sordi, contrapuesta con la interiorizada y desalentada de la Merlini, que entenderá casi de inmediato el engaño y el olvido que ha sufrido por parte de este, quien no dudó en casarse con otra mujer –impagable el detalle que muestra las pobres sandalias que este calza-, dentro de una conversación que llegará a resultar casi incómoda para el espectador, por el difícil y hasta desolador grado de sinceridad y fracaso existencial que conlleva.

Esa capacidad para mostrar la ambivalencia, la grandeza y la miseria de sus personajes, permitirá incluso ofrecer un epílogo que conceda un cierto grado de indulgencia a ese falso curandero, manipulador y estafador, quien comprenderá mediante una entrañable elipsis que su tiempo ya ha pasado –para ello, vivirá antes una prueba de fuego con el intento de suicidio de su sobrina, ante cuya salvación solicitará in extremis la colaboración del doctor, que se encontraba a punto de abandonar definitivamente la población-. Por ello, decidirá abandonar aquel pueblo que había servido como su auténtico “cuartel de operaciones”, asumiendo una clara sensación de fracaso –no ha logrado atraer el corazón de Mafalda, aunque en sus últimos fotogramas aparezca cierto grado de condescendencia para alguien que, en último término, no ha dejado de brindar a una población árida y sin agarraderas, una cierta bandera de esperanza. Es por eso, que en esa despedida en la que no aparece nadie cuando se introduce en el tren que le hará abandonar la población, emergerá esa pincelada de gratitud en la presencia de esa joven madre soltera, a la que en su momento aconsejó que desistiera de eliminar a su hijo. Y es que en esa mirada compasiva de Monicelli y su equipo de colaboradores, no podía dejar de labor mostrar un atisbo humanista en ese hombre que, pese a sus constantes trapicheos e incluso engaños, en el fondo ofreció lo que realmente sabía; brindar una pequeña poción de esperanza a un colectivo definido por escasos horizontes vitales.

A IL MEDICO E LO STREGONE quizá le falte un pequeño empujoncito para ser una gran película, pero no cabe duda que se erige como un título atractivo, que no solo dice entre líneas más de lo que parece sugerir su aspecto exterior, sino que revela una vez más la valía tanto de su realizador, como del contexto en el que se encontraba el cine popular italiano de su tiempo, tan entroncado con sus raíces, como valioso en sus diversas lecturas.

Calificación: 3

1 comentario

alfredin -

Una película maravillosa, con un emotivo final..El señor Mario se nos está apareciendo como uno de los grandes cineastas europeos.
Felicidades por el blog