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CINEMA DE PERRA GORDA

Mervyn LeRoy

THEY WON’T FORGET (1937, Mervyn LeRoy)

THEY WON’T FORGET (1937, Mervyn LeRoy)

No se encuentra uno demasiado acostumbrado a asistir a miradas revestidas de tanta dureza y matiz autocrítico, en torno a la propia sociedad norteamericana –que tanto se ensalzó en sus obras para la pantalla-, como el que se plantea en la rotunda, demoledora e incluso angustiosa THEY WON’T FORGET (1937, Mervyn LeRoy), una de las más claras demostraciones que ofreció el cine USA en torno a la fragilidad sobre la que se sustentaban los siempre considerados como sólidos cimientos de su sistema de libertades. Película aún hoy olvidada y apenas evocada, no se sabe más si admirar en ella la amplitud de la propuesta, la admirable progresión de su relato, la inspirada traslación cinematográfica demostrada en casi todo momento, y también –justo es reconocerlo- el hecho de ofrecer en su metraje elementos que con posterioridad dieron como germen otros títulos o vertientes fílmicas –y el instante del jurado que duda asumir la unanimidad de la condena, es un claro referente del planteamiento dramático de 12 ANGRY MEN (Doce hombres sin piedad, 1957. Sidney Lumet), tanto en su planteamiento visual como en el previo literario-. Pero al mismo tiempo, sorprende en la película el hecho de estar avalada por un realizador que en los años treinta ofreció títulos dotados de un especial compromiso social para, bastantes años después, convertirse en el epítome del director reaccionario en sus películas y tedioso en su plasmación visual –con algunas, no demasiadas, excepciones-. Cierto es que nos encontramos con una producción de la Warner, estudio especialmente dedicado a proponer en su producción implicaciones de tipo social, en las que incidió de manera muy especial a través de las propuestas dirigidas por talentos como el de William A. Wellman o Raoul Walsh. Cierto es también que un año antes del título que nos ocupa, Fritz Lang había dado vida la excelente FURY (Furia, 1936) para la Metro Goldwyn Mayer –al año siguiente firmaría la aún superior YOU ONLY LIVE ONCE (Ssolo se vive una vez, 1937)-. En cualquier caso, y aún reconociendo la presencia de todos estos referentes, la vigencia del título de LeRoy –que casualmente no aparece acreditado en la función- debería ser, de manera definitiva, ubicada en esa imaginaria galería que debería engrosar ese hipotético ciclo de auténticos puñetazos cinematográficos que, en la década de los años treinta, sacudieron las conciencias de las mentes bienpensantes de su momento, y que aún hoy, más de siete décadas después de su estreno, emergen con la misma fuerza y capacidad disolvente –los tiempos y la progresiva ausencia de valores en nuestra sociedad, permiten comprobar con pesimismo que aquello que denunciaron en su momento, el paso del tiempo no ha sido erradicado en modo alguno-.

 

En una localidad del Sur de Estados Unidos se va a celebrar el día que evoca la lucha en la Confederación. La rutinaria vida de la apacible localidad va a vivir el que quizá sea el acontecimiento más atractivo del año. Sin embargo, junto al discurrir de ese desfile de fiesta, en un instituto se cometerá el asesinato de una joven alumna –Mary Clay (una juvenil Lana Turner)-. El crimen no solo violentará la tranquilidad de la población, sino que de manera casi instantánea servirá como detonante para hacer aflorar en el seno de la comunidad el sesgo cerrado, primitivo, vengativo e incluso racista, propio del Sur norteamericano. Muy pronto irán surgiendo los posibles sospechosos –el portero negro del instituto, que es el que dio aviso a la policía, el viejo director del mismo, o el joven e impulsivo novio de la muchacha –Joe Turner (interpretado por un casi adolescente Elisha Cook, Jr.)-. La situación será inicialmente encauzada por el fiscal del distrito –Andy Griffin (Claude Rains)-, deseoso de lograr con ello un elemento para su proyección personal de cara a salir elegido gobernador del estado, pero que al mismo tiempo desea respetar al máximo el estado de derecho, sin acceder a la presión de una comunidad encendida en sus instintos primitivos. A Griffin le ayudará un periodista ávido de sensacionalismo, que encontrará en el suceso una manera de emerger de la atonía de su profesión. Pero en todo este engranaje faltaba ese Mr. X que señala el fiscal. Será una decisión que finalmente recaerá en el joven profesor Perry Hale (Edgard Norris), un apacible joven newyorkino, cuyo único delito –si se puede calificar así su intachable conducta- es el de poseer una mentalidad más abierta que la del entorno que le rodea, hasta casi llegar a asfixiarle. De la noche a la mañana, Hale se convertirá en un auténtico chivo expiatorio de la ira de una sociedad cerrada y viciada, sufriendo una auténtica pesadilla que no llegará a mitigar la entrega de su joven y luchadora esposa. Poco a poco, el círculo se irá cerrando en torno a él, tejiéndose a través de sus frágiles indicios inculpatorios la ira y capacidad de vengarse de una sociedad, la ambición de unos políticos o la búsqueda de unos titulares por parte de una prensa que es incapaz de mostrar ética alguna –llegando a allanar la morada del detenido, e incluso no respetando y manipulando unas declaraciones de su esposa-. THEY WON’T FORGET –en cuyo guión participó Robert Rossen- se inicia con el contraste expresado en las afirmaciones de Lincoln y el General Lee. Contraste entre Norte y Sur que nos traslada a una evocadora secuencia de un pasado nostálgico, centrado en la figura de seis supervivientes de la Guerra de Secesión –entre los que se encuentra el siempre maravilloso Harry Davenport-, preparados para participar en el desfile anual, aunque siendo conscientes de que el tiempo se acaba irremediablemente para ellos. También en dicho desfile escucharemos las opiniones del veterano gobernador del estado –lúcido analista de la pulsión de la sociedad que representa- y el ambicioso Griffin, deseoso de que cualquier incidente que altere la paz cotidiana le sirva para lograr el ansiado cargo que mantiene este. De repente, la acción adquiere visos de suspense con la plasmación del retorno de la víctima al desierto instituto. Apenas el ruido de unos pasos –por momentos, parece que se adelanten algunos planteamientos de CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942. Jacques Tourneur)-, fundiendo con el estallido de los fusiles de la celebración. La analogía se ha planteado de manera espléndida, ligando la mentalidad vengativa de un contexto con un incidente concreto.

 

Una de las cualidades más admirables que adquiere el film de LeRoy, reside en el hecho de alternar varios frentes dramáticos, y lograr en su intersección un conjunto modulado con una casi asombrosa perfección. Cierto es que en algunos instantes podemos observar un determinado esquematismo, pero es sin duda una limitación de escasa incidencia en un relato tan admirablemente construido, en el que la galería humana planteada vislumbra una mirada desoladora sobre la condición humana, al tiempo que proporciona matices llenos de credibilidad a sus personajes. Es así como el ambicioso fiscal durante buena parte del metraje parece buscar la equidad de la justicia –hasta que en la vista judicial extienda todo su amplio repertorio demagógico-, de entre los vengativos hermanos de la víctima, uno de ellos se muestra más comprensivo hacia la labor de la justicia, e incluso a la hora de perfilar el abogado “nordista” que finalmente ha de defender al encausado –encargado por Otto Kruger-, la película no deje de mostrarlo como un auténtico petimetre que contempla a los sudistas con superioridad, en vez de centrarse en el objeto de la defensa de su cliente. Del mismo modo, destacará esa capacidad para aportar matices enriquecedores de sus personajes, haciéndose extensivo ante aquellos de índole secundaria –el barbero de escasa personalidad, reacio a aportar datos, y que cambia de opinión cuando su esposa le espeta una bofetada, pero que finalmente no se atreve a ser honesto en su decisiva declaración en la vista; las dudas del portero negro, que no duda en hacer caso y modificar su declaración, temeroso de ser él finalmente el encausado-. Toda una galería de seres manipulables con facilidad, dominados por los creadores de estado de opinión –los magnates de la localidad, que no dudan en reprochar a Griffin la alteración de la paz cotidiana de la localidad, cuando en buena medida ellos han creado esta situación al extenderla en sus medios de difusión-. Es de tal calibre la propuesta que ofrece THEY WON’T FORGET, llega a provocar tal grado de incomodidad la demoledora lucidez de su planteamiento dramático, que es probable que la propia contundencia de su discurso, es la que haya impedido que su alcance perdurara como debía. Y en ello contribuye, que duda cabe, el hecho de llegar en su grado de denuncia hasta las últimas consecuencias. Será algo que no evitará el indulto propiciado por ese veterano gobernador que en su experiencia sabe que Hale es inocente, y decide conmutarle la pena capital por una cadena perpetua. No será suficiente. La algarada comandada por los hermanos de la víctima, no cejarán hasta lograr al prisionero y hacer efectiva su venganza –plasmada de manera sobrecogedora con una analogía visual admirable-.

 

Sacrificada una víctima inocente, de nada valdrá la contundencia con la que su viuda se dirija a Griffin y al execrable periodista, inculpándoles directamente por el crimen perpetrado en nombre de una falsa justicia. Cuando esta abandona el edificio, la conversación entre los dos “cómplices” dejará la puerta abierta a reconocer el hecho de haber sido unos auténticos criminales.

 

THEY WON’T FORGET no resuelve la intriga planteada. Nunca sabremos quien ha sido quien mató realmente a Mary Clay. No hace ninguna falta, ya que las intenciones de los responsables de la películas iban por otros derroteros. Adelantándose en el tiempo –y al mismo tiempo mostrándose mucho más eficaz y demoledora que el histriónico film de Wilder- a ACE IN THE HOLE (El gran carnaval, 1951), la película se erige por derecho propio como uno de los alegatos más valientes que el cine americano ofreció en contra de la pena de muerte –habría que llegar hasta THE OX-BOW INCIDENT (1943, William A. Wellman) para atisbar un referente de similar contundencia-. A la hora de hablar de los mejores títulos filmados por LeRoy, siempre se cita I AM A FUGITIVE FROM A  CHAING GANG (Soy un fugitivo, 1932). Aún asumiendo sus cualidades, y reconociendo que mi recuerdo del título interpretado por Paul Muni se encuentra algo lejano, sinceramente creo que si hubiera que elegir una película que avalara el máximo grado de talento de este desigual cineasta, THEY WON’T FORGET ha de situarse, sin duda alguna, como una de las grandes –y más desconocidas películas-, del cine estadounidense en la década de los treinta. Casi, casi, una obra maestra.

 

Calificación: 4

JOHNNY EAGER (1942, Mervyn LeRoy) Senda prohibida

JOHNNY EAGER (1942, Mervyn LeRoy) Senda prohibida

Como la de tantos y tantos gangsters que antes y después de esta película, poblaron el planeta cinematográfico, JOHNNY EAGER (Senda prohibida, 1942. Mervyn LeRoy) muestra un descenso en la búsqueda de la dignidad en torno a un personaje protagonista, que al mismo tiempo se ve envuelto por el peso de un destino que finalmente acabará con su existencia. Johnny (un eficacísimo y finalmente conmovedor Robert Taylor) es un convicto de largo bagaje delictivo, que se encuentra a un año de culminar su libertad provisional. Aparentemente trabaja como honrado taxista, e incluso mantiene a la familia de un compañero suyo desaparecido que toma como propia. En realidad, toda esta puesta en escena no es más que una más de los ardides de un hombre inteligente y calculador, que sabe dosificar por un lado su casi diabólica intuición para defender del entorno que le rodea, e incluso con ella lograr subvertir de la voluntad más honesta que se pueda poner a prueba en su camino, lo que le ha permitido estar al frente de un gang, e incluso estar a punto de abrir un canódromo que le permitiría aumentar considerablemente sus ingresos.

 

Pese a tener completamente dominados los perfiles de su actuación, habrá algo que se escape al mismo: la llegada de una imprevisible enamorada encarnada en una joven estudiante de sociología con la que se encontrará cuando acude a cumplir con los requisitos de su condicional, y posteriormente volverá a cruzarse cuando se dirige a reprender a alguno de sus clientes –dándose cuenta la muchacha del verdadero alcance de la persona que ya había detectado anteriormente escondía algo en su personalidad-. Ella es Liz (una jovencísima y sensual Lana Turner), sin que Johnny lo sepa, hija del fiscal John Benson Farrell (Edward Arnold), el mayor enemigo que ha tenido de manera legal nuestro protagonista. Esta circunstancia constituirá, sin duda, un nuevo “handicap” que tendrá que superar Eager con su ingenio. Indudablemente, lo sorteará. Pero en este recorrido moral, se incrustará en el aparentemente gélido corazón del temible gangster un cierto estilema de dignidad y generosidad, que aunque se empeñe en ocultarlo, finalmente hará acto de presencia en un giro final de honestidad, en el que de alguna manera se planteará la imposibilidad de sobrevivir en un mundo en el que para él no había lugar, quizá por haber encontrado en el mismo la existencia de un sentimiento hasta entonces ausente en su modo de contemplar la vida diaria.

 

Es más que probable que todos estaremos de acuerdo en reconocer no solo la impersonalidad del cine de Mervyn LeRoy, la acusada pesadez e incluso la cursilería que emana la mayor parte de una filmografía planteada al socaire de los más trasnochados rasgos planteados por la M. G. M. Sin embargo, como con cualquier otro cineasta, en su filmografía coexisten títulos de gran relieve –uno de los cuales sería I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932), realizada dentro de su periodo con la Warner-. Probablemente, JOHNNY EAGER sea su mejor obra dentro de la larga vinculación con la Metro Goldwyn Mayer. Una magnífica película, que personalmente se me antoja ofrece un valiosísimo enlace entre la producción del cine de gangsters tan presente en el cine norteamericano hasta muy pocos años antes –primordialmente bajo el amparo de la Warner Brothers-, y la inminente llegada de una nueva concepción fílmica que expresaba la denominada “serie negra”. De este modo, la película de LeRoy queda como un valiosísimo puente en el que detectamos por un lado una superación de la sequedad manifestada en las películas que protagonizara Cagney o Edward G., Robinson, mientras que en sus imágenes ya detectamos esa turbiedad moral que muy poco tiempo después sería el elemento vector de una de las corrientes cinematográficas más valiosas que jamás haya aportado el séptimo arte. Quizá solo por esa circunstancia de carácter coyuntural, el título que nos ocupa ya debiera ocupar un lugar de cierta relevancia. Pero la valía de su propuesta dramática no se queda limitada a su alcance historiscista; JOHNNY EAGER es una película que sigue manteniendo vida propia, que se encuentra absolutamente dominada por una inescrutable fatalidad del destino, desarrollada bajo el sabio tiralíneas dramático forjado por los expertos guionistas John Lee Mahin y el magnífico James Edward Grant –mostrando en su desarrollo unos diálogos admirables-. Es indudablemente que con esa base férrea de inspiración, la inventiva cinematográfica del generalmente acartonado LeRoy se despertó por completo, quizá intentando evocar su lejana experiencia previa realizando películas del género en la Warner, logrando un conjunto en el que no solo cabe destacar la eficacia de su narración. La cámara del director sabe ofrecer una realización inspirada, que ya se advierte en los primeros y vertiginosos minutos de proyección, en los que una dinámica planificación nos describe a la perfección la doble vida que sobrelleva su protagonista, y su primer encuentro con esa joven que cambiará el rumbo de su vida –una pulsión sexual que se establece entre ambos, y que capta muy atinadamente el realizador-. A partir de ahí, la película irá girando en torno a diferentes pruebas que muestran la crueldad, estoicismo y agudeza de Eager y, del mismo modo, ofrecer una magnífica descripción de caracteres. Será una gama de personajes a cual más corrupto y deplorable, dentro de un contexto dominado por una absoluta carencia de principios. Un entorno en realidad fácil de controlar por alguien de la astucia de nuestro protagonista, quien sin embargo tendrá que asumir por parte del destino, ligarse con la hija de quien fuera su enemigo más encarnizado, dentro de un contexto que a él se le ofrece como ajeno; la ética y la legalidad.

 

Buena parte del atractivo de esta película proviene de las chispas que ofrece en esa lucha del ingenio por parte de alguien que lo tiene, pero que por otro lado carece de la inteligencia y la educación necesaria para hacer manifestar en su personalidad rasgos de nobleza. Es quizá por ello por lo que tiene en la figura del alcohólico y sensible Jeff Hartnett (un sensacional Van Hefflin, que logró con este papel el Oscar al Mejor Actor Secundario de aquel año), ese contrapunto de lucidez bañado en nobleza que a él le falta. Hartnett es el amigo fiel de Johnny, insinuando en su relación una nuance homosexual por lo demás bastante extendida posteriormente en el cine noir norteamericano. Entre todos estos rasgos y personajes caracterizados por su nobleza –a los que hay que unir el aristocrático y noble antíguo prometido de Liz –Jimmy (Robert Sterling)-, se establecerá un invisible halo de ética que acabará por hacer mella e incluso destruir esa muralla de férrea frialdad que el protagonista había edificado de manera concienzuda durante toda su vida –quizá intentando con ello trascender una existencia que se vislumbraba gris a todos los niveles-. LeRoy encuadrará a Johnny en numerosas ocasiones plasmando como fondo persianas, escaleras y elementos que sugieren la opresión de un pasado, y al mismo tiempo destacará en todo el relato por un dinamismo e implicación cinematográfica, sabiendo que tenía entre manos un material de primera, e incluso logrando una admirable prestación del conjunto del reparto, en el que Robert Taylor perfilará un retrato que, casi dos décadas después, recuperará en la igualmente magnífica y casi testamentaria PARTY GIRL (Chicago, años treinta, 1958. Nicholas Ray), mientras que la Turner, aún deudora del aparato de maquillaje y peinado habitual en su personalidad cinematográfica, ofrecerá un retrato dominado por la frescura de su personalidad, un rasgo este que quizá más adelante no tendría acto de presencia en su filmografía.

 

En medio de un relato dominado entre el augurio del destino y la imposibilidad de emerger de un modo de afrontar la existencia, definido por la ausencia de sentimientos positivos, JOHNNY EAGER culminará en unos minutos finales realmente memorables, en los que el protagonista se inmolará –como tantos otros gangsters cinematográficos-, no sin antes dejar paso a sus verdaderos sentimientos, reconociendo en un maravilloso diálogo final que realmente ama a Liz, y disponiendo que ella se reúna con su verdadero novio, el joven Jimmy. Un fragmento final en el que al dinamismo de la realización –esos travellings laterales que sirven para mostrar de forma vibrante el duelo de pistolas final dentro de la niebla y la penumbra nocturna- se aúna el cierre del círculo del destino; el policía que nuestro protagonista había logrado trasladar por la petición de una antigua colaboradora suya –esposa del agente-, será el que finalmente y por azar acabe con su vida. Una pequeña gema del cine policiaco, ante cuya justa valoración cualquier espectador debería dejar en el olvido cualquier prejuicio previo; las películas perdurables, lo son bajo cualquier circunstancia. Sin embargo, en ello deberemos dejar de lado una pequeña convención que se asume en su desarrollo aunque ofrezca una cierta merma en la credibilidad de la propuesta; es difícil aceptar esa dualidad existente en el personaje de Eager, que en unos estamentos judiciales permanece como preso modelo en libertad condicional, mientras que en otros –sobre todo cuando la acción avanza- conocen su clara implicación en el mundo del crimen.

 

Calificación: 3’5

RANDOM HARVEST (1942, Mervyn LeRoy) Niebla en el pasado

RANDOM HARVEST (1942, Mervyn LeRoy) Niebla en el pasado

Si tuviera que definir en pocas palabras mi impresión sobre RANDOM HARVEST (Niebla en el pasado, 1942. Mervyn LeRoy), diría que es una película en la que se aprecia un notable esfuerzo de sensibilidad en su realización –quien lo diría, viniendo de la mano del impersonal y tremendamente irregular LeRoy-, pero a la que perjudican gravemente los enormes condicionantes de producción impuestos por un estudio como la Metro Goldwyn Mayer. Y es que estoy convencido que un film de estas características, gestado en estudios como la Paramount o la R.K.O., menos proclives a “dulcificaciones” y almibaramientos, hubiera logrado sin duda un resultado más atrevido, romántico y, en definitiva, perdurable.

RANDOM HARVEST narra la trayectoria vital de Charles Rainier (Ronald Colman), oficial en la I Guerra Mundial que ha caído herido en suelo inglés, produciéndole estas una profunda amnesia que prácticamente le impide incluso el habla. Charles escapa del psiquiátrico en el que está recluido en el momento en que toda la población celebra el fin de la contienda, y logrará en su incierta huída el amparo de Paula (Greer Garson). Paula es una actriz de variedades que inmediatamente se verá atraída por el amnésico y fingirá para él una identidad falsa. Se fugará incluso en su compañía hasta una lejana localidad rural, desde donde ambos se establecerán y llegarán a casarse, alcanzando el recuperado Charles –bajo su nueva identidad- una incipiente labor como escritor en un periódico, mientras ella se prepara para dar a luz un hijo de ambos. Un día de 1920, nuestro protagonista viaja a Liverpool para atender una interesante propuesta de trabajo en un rotativo, pero antes de llegar a su cita es atropellado ante una copiosa lluvia. El golpe recibido le trae inmediatamente a la memoria su existencia anterior –la que interrumpió bruscamente tres años atrás-, aunque le borre de inmediato la que creó a partir precisamente de dicha amnesia. Charles procedía de una acomodada familia, que curiosamente ha enterrado a su padre poco antes de que el desaparecido hijo retorne a la mansión familiar, y están preparados para la lectura de su testamento. Conforme a su redacción, a él le corresponderá la gran mansión de su familia, aunque precisamente en dicho entorno haya opiniones para todos los gustos. Pero entre este círculo sobresaldrá el cariño que le profesará su sobrina política Kitty (Susan Peters). Pasan los años y Charles se irá afianzando como magnate financiero y el cariño hacia Kitty se formalizará en una singular relación que llegará a confluir en una petición de mano que ambos aceptan complacidos. Pero sin que el protagonista lo sepa, su antigua esposa Paula se encuentra a su lado en calidad de fiel secretaria, y deseosa de que desde un rincón de su mente la reconozca.

En un momento determinado y cuando están adelantados los preparativos de la boda, la prometida de Charles comprenderá que este alberga en su interior algo que antes o después impediría una unión feliz. Es por ello que este intentará redescubrir en su pasado a partir de los elementos que lejanamente va recordando, faceta en la que tendrá una notable ayuda en Laura –siempre intentando que por sus propios medios abra la puerta a ese periodo oscurecido de su vida-. Con el paso del tiempo, nuestro protagonista será tentado para participar en la vida política y lo hará pero contando con la petición de Laura en matrimonio, pesando en ella como una fiel compañera y total ayuda. La combinación resultaría perfecta, ya que Rainier será un prestigioso político y su esposa una consorte respetada y admirada. No obstante, la historia tendrá que culminar el círculo que conforma su camino.

Desde el primer plano de la película –ese travelling evocador sobre el frondoso exterior de una mansión que pronto se revelará la fachada del psiquiátrico en donde está ingresado nuestro protagonista-, en esta se aprecia una especial sensibilidad en la realización de Mervyn LeRoy. Un cuidado en la composición de los planos, la movilidad de la cámara –en líneas generales atendiendo a las necesidades de la historia- y una notable fluidez de su propio argumento –que en su segunda mitad recurre con bastante acierto a prolongadas elipsis temporales, lo que bajo mi punto de vista proporciona una mayor ligereza a su desarrollo-. RANDOM... alcanza en algunos momentos un altísimo nivel, que considero tiene quizá su mejor exponente en el momento en el que dentro de la iglesia –cuando Charles acude con Kitty para concretar los preparativos de su boda-, este escucha un cántico que de inmediato le recuerda su anterior unión con Laura. La expresión transpuesta de Ronald Colman y la modulación e intensidad de la secuencia harán descubrir a Kitty que hay otra mujer en ese pasado oculto –un instante que debería figurar en cualquier antología del melodrama cinematográfico- y renuncia –por amor- a su intención de casarse con Charles.

¿Qué sucede, pese a este positivo bagaje, a RANDOM HARVEST para que, siempre en mi opinión, la película no adquiera la entidad que por momentos atesora? Ya lo señalaba al principio. La pertenencia a la Metro perjudica mucho el resultado final, la dulcifica en exceso. Casi siempre queda a un paso de la cursilería y si logra evitarlo es precisamente por el esfuerzo de LeRoy, curiosamente artífice de alguna de las peores y más cursis muestras del kistch cinematográfico en este estudio. Ese servilismo a los directores artísticos, esa aparente perfección en la producción –y en la versión española el aberrante doblaje-, impiden el arrojo que la película pide a gritos. Y ese servilismo al estudio conlleva la presencia de esa envarada y enervante actriz llamada Creer Garson –su concurrencia es un lastre muy grande que no logra compensar la eficacia de Colman-, a la que habría que añadir una insoportable Susan Peters, encarnando a la precoz enamorada de Rainier.

Pero al mismo tiempo, el film de LeRoy tiene demasiados agujeros argumentales como para no ser tenidos en cuenta en sentido negativo. No resulta creíble que cuando Colman –ya bajo su recuperada identidad de Charles- regrese al seno de su familia tras tres años de ausencia, sus componentes se muestren como si tal cosa. Además, tras celebrarse los funerales del patriarca, toda la familia aparece con tanta normalidad –en ningún momento se adivina sorpresa alguna por el regreso del desaparecido ni aflicción por el difunto ausente-. Anteriormente, y cuando este se encontraba en el periodo de amnesia y viviendo con Laura, no hay los suficientes elementos que nos indiquen como esa pareja ha progresado de forma tan rápida e incluso viven en una casita de campo bastante cuidada. Otro detalle de escasa credibilidad se establece cuando el protagonista regresa a Liverpool para indagar en su identidad pasada y, con la ayuda de Laura, encuentra la maleta que dejó en la pensión en la que se hospedaba antes de sufrir el accidente que le devolvió a su identidad originaria ¿Alguien se puede creer que un objeto de este tipo sea conservado durante doce años en un establecimiento hotelero? Lo peor de todo es que ese encuentro no tiene significación dramática alguna ¿No habría sido mejor prescindir de la secuencia?

Cierto es a tener de todos estos detalles, que una mayor condensación de la historia –su primer tercio es algo moroso-, mayor arrojo, menos “domesticación” y otra actriz en vez de Greer Garson –unos años después, Deborah Kerr hubiera resultado ideal para el papel-, permitirían sin duda que RANDOM HARVEST superara el status de película apreciable, y engrosara la relación de logros cinematográficos.

Calificación: 2’5