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CINEMA DE PERRA GORDA

Richard Bartlett

JOE DAKOTA (1957, Richard Bartlett)

JOE DAKOTA (1957, Richard Bartlett)

No hace demasiado tiempo, mi afición al visionado de westerns apenas conocidos –costumbre ocasiones que me ha proporcionado no pocas gratas sorpresas-, me acercó hasta el insólito MONEY, WOMEN AND GUNS (1958), que sirvió para ponerme en contacto con la insólita figura de su realizador, Richard Bartlett. Inserto en una dilatada andadura televisiva, entremedia de la misma aparecen una serie de títulos, con un predominio por el cine del Oeste, y eligiendo al pétreo pero eficaz Jock Mahoney como protagonista de la mayor parte de sus largometrajes. Una decena de títulos atesoran una aportación que se presume sugestiva, desarrollada esencialmente en la década de los cincuenta, aunque tuviera un ignoto epígono en 1972. Lo cierto es que dentro del ámbito de las cult movies, JOE DAKOTA (1957) atesora cierto prestigio, que después de su visionado no puedo por menos que ratificar. Y es que nos encontramos con un exponente especialmente interesante, que aúna dos corrientes que discurrieron con especial intensidad en el que quizá fue el ámbito de mayor riqueza en la historia del género norteamericano por excelencia. Por un lado la parábola moral de ascendencia bíblica, que ejemplificarían obras de Allan Dwan, Henry King o el Edgar G. Ulmer de THE NAKED DAWN (1957) –curiosamente el mismo año del título que nos ocupa-. De forma complementaria, el western norteamericano de aquel periodo, exploraba retratos críticos y nada complacientes de la sociedad norteamericana, solapando bajo sus costuras una velada denuncia de las atrocidades maccarthistas. Sería algo que proporcionaría, de nuevo, el Allan Dwan de SILVER LODE (Filón de plata, 1954), o el insólito neowestern de John Sturges BAD DAY AT BLACK ROCK (Conspiración de silencio, 1955), del cual estimo tomó no pocas referencias Richard Bartlett, para dar vida esta por otra parte personalísima combinación de visión crítica de una colectividad cerrada y viciada, al tiempo que una mirada compasiva, propugnando una nueva oportunidad y una posibilidad de redención para la fauna humana que describen sus imágenes.

JOE DAKOTA se inicia, como tantos westerns de su tiempo, con la llegada de su protagonista –Dakota (Mahoney)- al pequeño poblado californiano de Arborville. La presencia del protagonista por unos parajes agrestes, se asemejará a tantas otras muestras del género, pero ya de entrada, la visión que ofrece Bartlett nos describe una de las miradas más singulares jamás mostradas por un pequeño núcleo de población totalmente despoblado. Sin apelar a matices inquietantes, y desde una cierta sensación de sorpresa revestida de naturalidad, el recién llegado observará lo deshabitado del entorno, hasta que se tope de bruces –detalle genial- con la presencia de una joven recostada sobre la pared de una de las viviendas, y con el fondo del paisaje, vestida con un vestido amarillo –Jody (Luana Patten)-. Será la primera oportunidad que tendrá para acercarse a una colectividad, que encontrará trabajando en las afueras, en una granja donde se encuentra un pozo petrolífero en el que los hombres batallan. Será a partir de esos momentos cuando en realidad se desprenda por un lado, la descripción de ese microcosmos, en todo momento revestido de un aura inquietante. La sensación de mantener un secreto colectivo inconfesable, violentando ese pacto tácito con la llegada de un extraño, está mostrada con gran acierto. Sin embargo, la singularidad que presenta la película de Bartlett, es la de brindar un relato en el que, casi de un plano a otro, lo inquietante y lo dramático, va ligado a una mirada distanciada e incluso humorística que, en última instancia, es la que provoca el decidido contraste de su trazado.

Lo comprobaremos con el primer enfrentamiento establecido con los lugareños, que confluirá con la caída de Dakota en el enorme charco de petróleo junto al pozo, que lo embadurnará de manera cómica, hasta parecer casi el personaje de un cartoon. Esa disolvente y extraña ironía, se planteará poco después, cuando se bañe en el abrevadero de la población, al negarse Jody a ofrecerle el baño de la vivienda en la que reside, que se encuentra la única tienda de la población. Poco a poco, y con innegable habilidad. Bartlett inserta un relato en donde la tensión interna se dirime en torno a la misteriosa personalidad del recién llegado, al desconocimiento de sus auténticas intenciones y, por parte de este, el progresivo descubrimiento de ese secreto que mantienen oculto, centrado en torno a la figura de ese viejo amigo indio, que pronto descubrirá fue ahorcado por los habitantes del poblado, basándose en una supuesta violación en torno a Jody, jaleados por Cal (Charles McGraw). A partir de dicha premisa, JOE DAKOTA logra transmitir a partir de su formato de serie B de la Universal, una estudiada gradación dramática, un notable trazado de personajes y una cuidada evolución de sus comportamientos. La capacidad para describir el sentir de un colectivo histérico, dominado por el fariseísmo –esa presunta solterona que se escandaliza al ver al protagonista bañándose en el abrevadero, sin poder dejar de mirarlo-, por un secreto inconfesable. El ingenio para prolongar la intriga de ese vaquero que violentará la falsa cotidianeidad de dicho microcosmos. Su destreza para ejercer como revulsivo, para provocar la animadversión de algunos de dichos vecinos, pero al mismo tiempo lograr que otros aparezcan dominados por su intento para romper con los errores del pasado –ese inmigrante italiano encarnado con enorme convicción por Anthony Caruso-. El creciente lado inquietante en la personalidad de Cal. El peso de la simbología de la horca que Dakota aporta sobre el rótulo de entrada de la población. El acercamiento de Jody hacia Dakota, o el enfrentamiento de esta con su padre y hermana, dada la comprensión que siente hacia el recién llegado, que desde el primer momento ha supuesto quizá un anhelo de vivir la vida con cierta pasión. El propio discurrir de la intriga que presenta su argumento, la parábola en torno a la intolerancia que proponen sus imágenes, la insólita configuración visual que su director proporciona a su desarrollo, combinando un ritmo impecable entremezclado con una aparente atonalidad. La extraña combinación de intriga y elementos irónicos y de comedia, proporcionarán un relato, que en su parte final prefigura el SERGEANT RUTLEDGE (El sargento negro, 1960) fordiano, configura un título notable, inserto por pleno de derecho en uno de los mejores momentos de la historia del western, que nos brinda en voz callada, la aportación de un cineasta que casi sin pretenderlo, quizá brindará en su vinculación con el cine del Oeste, una mirada tan sencilla como revestida de cierta personalidad. Habrá que seguirle la pista.

Calificación. 3

MONEY, WOMEN AND GUNS (1957, Richard Bartlett)

MONEY, WOMEN AND GUNS (1957, Richard Bartlett)

No es la primera ocasión en la que he señalado que quizá el periodo más apasionante de la historia del western, se da cita en la segunda mitad de la década de los cincuenta –algo quizá extensible a inicios del decenio siguiente-. Es un ámbito en el que el género se ve forzosamente empujado a abandonar las pautas que definieron su ámbito dorado. Una vertiente en la que incluso se incorporarán veteranos cineastas como Allan Dwan, Jacques Tourneur, Edgar G. Ulmer, William A. Wellman o Samuel Fuller, entre otros, imbricándose de manera inesperada en un ámbito en donde la abstracción y el repunte de límites permitirán propuestas hasta entonces insólitas, en las que no faltarán alegorías de resonancias bíblicas, dotadas incluso de un cierto puritanismo. Un primitivismo tamizado de extraña pureza, se adueñe de argumentos y propuestas que se extendieron en este ámbito espacio temporal –en el que incluso se implicó un Jack Arnold, con aportaciones al género de notable interés-.

Lo cierto es que dentro de dicha coyuntura, podemos incluir con presteza este extraño pero desde el primer momento atractivo MONEY, WOMEN AND GUNS (1957). Una película que ya se adivina especial desde sus propios títulos de crédito, plasmando sencillos grabados en ese CinemaScope con el vibrante cromatismo marcado por el excelente Philip Latrop. Y es esta la primera ocasión en la que tengo oportunidad de contemplar un título firmado por el casi desconocido Richard H. Bartlett (1922 – 1994). Sin embargo, consultar el imprescindible “50 años de cine norteamericano” de Tavernier y Coursodon, nos permite una pertinente referencia que se resume, en pocas palabras, en la singularidad del realizador, su querencia cristiana, y el alejamiento de la violencia y el sexo en su cine. Lo cierto es que singular es desde el primer momento una película –de clara serie B pero indudable brillo formal-, que parece adelantada a su tiempo, y por su aspecto bien podría parecer una de las propuestas crepusculares que se filmaron mediados los sesenta. La poderosa impronta que brinda la luminosidad de la fotografía de Latrop, el estupendo juego con la pantalla ancha marcado por el realizador, parece ejercer como un precedente de la marca visual de las aportación es al género, aún sin contaminar con efectismos visuales heredados del Spaguetti Western europeo. Por el contrario, uno parece asistir a un precedente de propuestas que podrían estar firmadas por el Henry Hathaway de los sesenta –el que va de FROM HELL TO TEXAS (Del infierno a Texas, 1958) a 5 CARD STUD (El póquer de la muerte, 1968), título este último con el que se aprecian no pocas semejanzas, sobre todo en su vertiente de exponente de intriga-.

Y es que Richard Bartlett se preocupa desde la primera secuencia, de dejar bastantes elementos en el aire, desde ese episodio en el que será asesinado el viejo buscador de oro Ben Merriweather. Un segundo visionado nos permitirá comprobar que el único de los tres pistoleros que sobrevivirán al ataque el viejo buscador, se trata de un conocido de este. Su muerte –poco antes escribirá un extraño testamento en un trozo de madera-, provocará que desde su ciudad se reclamen los servicios de un conocido investigador –“Silver” Ward Hogan (Jock Mahoney, ya su sola presencia aventura un western  provisto de originalidad)-. Será el encargado de buscar la relación de herederos que ha anotado el asesinado, al objeto de distribuir entre ellos cincuenta mil dólares, fruto de la división de los valores de la mina que tenía Ben en propiedad. Al mismo tiempo, se le encomendará la búsqueda de su asesino, para lo cual se ha dispuesto igualmente una suma de cincuenta mil dólares. Será el inicio de la singladura de este hombre hierático y metódico, provisto de un singular prestigio en el contexto de un Oeste que ya se presume engullido por el progreso. Y es que uno de los primeros elementos que se destacan en el film de Bartlett, reside en la postración de rasgos consustanciales a esa evolución del Oeste tradicional. La normalización de la presencia de la prensa, la visualización de una posible residencia en venta, cuyos interiores dominados por colores claros y sencillos, nos remite a las clásicas viviendas norteamericanas contemporáneas, o incluso la escasa presencia de indios, se manifiesta en la película casi de modo testimonial, con esos cuatro representantes que guiarán a Hogan hasta el encuentro con uno de los nombres de la lista; Henry Devers (encarnado por el muy anciano y siempre magnífico James Gleason, en su penúltimo rol en la gran pantalla).

Lo cierto es que la premisa argumental, servirá como base para la búsqueda de una serie de personajes sobre los que se establecerá un apólogo moral. Seres que en un momento de su vida se caracterizaron por su debilidad. Por haber incurrido incluso en actuaciones reprobables, pero que no por ello deben de dejar de merecer una segunda oportunidad. Y es en ese terreno donde la película muestra bien a las claras su singularidad, obviando casi en todo momento cualquier tentación por el sendero de las convenciones del género, discurriendo por el contrario por una extraña serenidad. Serenidad que se plasmará en la presentación de los personajes, en sus tribulaciones, en su clara huida del matiz violento. Prueba de ello lo tendremos en la triste singladura de Clinton Gunston (William Campbell), uno de los beneficiarios, antiguo compañero de prisión del asesinado, que ha intentado llevar una vida decente tras salir de la cárcel y vivir junto a su esposa enferma, pero al que la fatalidad y carencia de recursos le motivará a realizar –en off- un atraco de nulo botín a la oficina de telégrafos, sin saber que al día siguiente sería el afortunado poseedor de una auténtica fortuna. Al contrario de lo que sucedería en cualquier otro exponente del género, este no solo se habrá declarado gafe ante su mujer, sino que se entregará cuando sea buscado por la autoridad. El propio hermano de los dos asesinos eliminados –Jess Ryerson (Tom Drake)-, mostrará la evidencia de una cojera provocada por sus propios familiares dos años atrás, como prueba de su imposibilidad de haber sido el tercer componente del grupo. Incluso cuando durante varios minutos, tenemos la casi seguridad de que el veterano compañero de Devers –Art Birdwll (Lon Chaney, Jr.)- ha asesinado a este al cobrar un cheque con los cincuenta mil dólares que le corresponden, finalmente Hogan lo encontrará jugando con el afortunado a las cartas, y explicando por que finalmente ha renunciado a incurrir en el pecado, prefiriendo ganar a su viejo amigo dicha fortuna con el juego.

En medio de las embellecedoras composiciones en pantalla ancha, lo cierto es que el film de Bartlett desafía cualquier convención. La palabra “judas” irá discurriendo como pista ansiada durante todo el metraje, hasta que finalmente la solución a la autoría del crimen se dirima de la manera más insólita posible –dicho enunciado corresponderá al nombre de una mula-, y al mismo tiempo permita una nueva segunda oportunidad a ese tercer componente, que en realidad no participó en el crimen de manera directa. Sin embargo, y aún ocupando no demasiado tiempo en los poco menos de ochenta minutos del metraje, quizá el elemento más singular de MONEY, WOMEN AND GUNS reside en el hecho de que el propio protagonista viva en carne propia ese deseo –quizá hasta entonces solo latente-, de vivir igualmente otra manera de vida. Será algo que le llegará sin pretenderlo, dada su condición de involuntario transmisor de buenas nuevas, al conocer a la joven viuda Mary Johnston Kingman (la espléndida Kim Hunter), que vive en una cabaña en el campo junto a su padre y su hijo, el pequeño Davy (Tim Hovey). Serán todas ellas, secuencias provistas de una especial serenidad, en las que apenas habrá lugar para el romanticismo. En su lugar es donde quizá el espectador perciba por vez primera, por un lado la mítica que Hogan ha generado en el Oeste –Davy muestra una publicación en donde figura dibujado en la portada- y por otro el deseo íntimo de este por dejar de lado su condición nómada, e intentar un nuevo modo de vida, que el entorno de los Kingman le muestra a las claras por vez primera. 

Serena, sorprendente, compasiva y reveladora, lo cierto es que MONEY, WOMEN AND GUNS nos propone una mirada dentro del universo del western, que rompe por completo cualquier previsión previa, erigiéndose como una estimulante propuesta que demuestra, una vez más, las posibilidades que del mismo brindaba en un periodo proclive a ello, además de permitirnos seguir la pista a un realizador apenas evocado y de inclasificable adscripción.

Calificación: 3