LES DERNIÈRES VACANCES (1948, Roger Leenhardt)
Más allá de sus cineastas canónicos –unos más justamente entronizables que otros, dicho sea de paso-. Más allá del progresivo reconocimiento de tantos y tantos brillantes profesionales que fueron humillados por los cachorros de Cahiers du Cinema. O de figuras que a mi juicio de manera inexplicable, no gozan aún del prestigio merecido –el caso de Sacha Guitry-, lo cierto es que el cine francés posee –como en el resto de cinematografías clásicas-, enormes lunares de revisitación y reconocimiento. Lagunas que, poco a poco, se van cubriendo, permitiendo percibir una casi incalculable riqueza, y el aporte de cineastas que, por unas u otras causas, han permanecido durante décadas en el olvido. Este es, entre otros, el caso del hasta ahora casi anónimo Roger Leenhardt (1903 – 1985). Hombre polifacético y especialmente destacado en el ámbito del cortometraje documental, las fuentes nos señalan la realización de tan solo dos largometrajes, de los que LES DERNIÈRES VACANCES (1948) sería su debut ante la pantalla. Y al disfrutar de su delicadeza, su sensibilidad, y la capacidad albergada a la hora de comprender y amar la entraña de sus personajes, no cabe más que lamentar que su artífice no frecuentara más la dirección. Estoy convencido que ahora estaríamos hablando de una figura de primera fila en la cinematografía gala.
Sirviendo como punto de referencia de una corriente que podría tener ecos en el cine de Renoir, o en míticas producciones como la posterior JEUX INTERDITS (Juegos prohibidos, 1952. René Clément), el film de Leenhardt se centra en una mirada nostálgica, cercana y al mismo tiempo irrepetible, centrada en la figura del joven Jacques Simonet (excelente Michel François). En los primeros instantes del relato lo contemplamos, abstraído y triste, mientras un profesor explica una clase. La llamada de atrencióin de este nos hará ver que contempla una fotografía. Será el momento preciso para que la película retroceda en flashback, a unas cercanas vacaciones veraniegas en la finca denominada Torrigne, en compañía de un amplio grupo de familiares, entre los que se encuentra su prima Juliette Lherminier (Odile Versois), Será una reunión en apariencia intranscendente y lúdica, pero entre los más adultos de la familia, se debate la disyuntiva de vender la propiedad, que ha sido regentada por Walter (Jean d’Yd), padre de Juliette, que ha generado pérdidas en los últimos tiempos, para repartirse entre sus componentes el importe de la transacción. Para ello, esperan la visita de un joven interesado en su compra, que provocará de inmediato la atracción de una Juliette a punto de asumir la adolescencia y, por ello, la animadversión de Jacques. Así pues, LES DERNIÈRES VACANCES se establece como un vitalista y al mismo tiempo melancólico relato coral, en donde por un lado se describen las distintas miradas en torno al universo adulto que asume esas fechas la enorme mansión, y por otro, y es para mí lo más importante de su conjunto, su realizador describe con una extraordinaria sensibilidad, ese estadio de felicidad casi absoluta, que todos hemos vivido de pequeños, cuando han llegado ante nosotros las vacaciones y nos hemos ido al campo. Esta sensación de júbilo permanente, de caminar en la búsqueda de la sana diversión sin miedo a nada, viviendo quizá algunos de los mejores y asimismo tiempo más efímeros, instantes de nuestra existencia. Ello, sin omitir jugosos apuntes, que delatan ese consustancial lado perverso de la infancia –el intento de incendio para elimiar al joven comprador dentro-.
La comunión con la naturaleza. Esa sensación de tiempo detenido. De felicidad apenas buscada y por ello, más plena, aparece con extraordinaria delicadeza, en las imágenes que describen el disfrute veraniego de esos pequeños en los que, de manera inesperada, también se insertará el dolor o la insatisfacción. El deseo no correspondido por parte de Jacques. La intención de Juliette de estudiar, y al mismo tiempo su coqueteo con el galante comprador. La personalidad enfermiza del más pequeño de los muchachos. Leenhardt destacará con un magnífico juego de cámara que siempre estará al servicio de sus personajes, a los que dotará de una extraña sensación de verdad. Aparecerá en sus discusiones, en las inflexiones, en sus miserias –el trasnochado carácter conquistador del padre de Juliette, la infinita paciencia de su esposa, con quien finalmente se reunirá, la coquetería de la hermana de esta, que sabrá esquivar el galanteo de su cuñado, y al mismo tiempo, apenas antes de su despedida, sabrá inculcar al pequeño Jacques una decidida autoestima, con ese maravilloso detalle de arreglarle la corbata-.
Esa capacidad esgrimida en la película, a la hora de contrastar las miserias de los distintos componentes adultos de la familia –aparece un poco como herencia de la canónica LA RÈGLE DU JEU (La regla del juego, 1939. Jean Renoir), y de saber insertar el vitalismo, casi siempre dentro de un marco dominado por la naturaleza, de los pequeños que disfrutan de un verano inolvidable, es lo que proporciona a LES DERNIÈRES VACANCES su por momentos casi lacerante vigencia. En sus imágenes hay egoísmo, hay decepción –por parte del fracasado Walter-, resentimiento –la matriarca que se ve relegada al decidirse la venta de la hacienda-… Son numerosos y contrapuestos los sentimientos y emociones que se contraponen en este fresco coral. Es al mismo tiempo tan hermosa la mirada que se ofrece de un verano que todos, en mayor o menor medida, vivimos de pequeños, dominados por la absoluta felicidad. Resulta tan atinada esa llegada del amor no correspondido. Del convencimiento por parte de la pareja de jóvenes adolescentes, de que ese verano jamás se volverá a repetir, pero que no lo olvidarán durante el resto de sus vidas… que poco a poco su metraje se va tiñendo de melancolía. De una resinación acompañada de tristeza, que Leenhardt de manera abrupta interrumpirá, para retornar con brevedad al punto de inicio del relato, en la clase a la que asiste inicialmente Jacques. Será una levísima parada. Una advertencia para contemplar esa imagen que, a fin de cuentas, simbolizará un tiempo detenido. La película volverá a esos instantes finales de un estío idílico, en el que tantas pequeñas cosas habrán sucedido y, de una u otra manera, a todos habrá afectado. Finalmente se venderá Torrigne. La abuela resignada asumirá que ha perdido su paraíso material. Pero, sobre todo, para nuestro protagonista habrá llegado la hora de la adolescencia. Y en un instante maravilloso, cuando la acción retorne a esa clase que el muchacho ha vivido con profunda tristeza, finalmente descubra, con la ayuda de su profesor, que esas vivencias, por más melancolía que produzcan, son necesarias para la madurez del hombre. Hermosa y vitalista conclusión, para una película modulada con creciente delicadeza, que sabe penetrar mediante un sutil manejo del lenguaje cinematográfico, en los más sutiles ámbitos del pensamiento de la galería humana que describe y que, ante todo, se muestra comprensivo con todos ellos. En especial, con esa joven pareja –la formada por Jacques y Juliette-, que quizá y sin pretenderlo, hayan vivido en ese verano, algunos de los momentos más plenos e inolvidables de su existencia.
Calificación: 3’5