INTO THE WILD (2007, Sean Penn) Hacia tierras salvajes
Curiosa paradoja la que plantea INTO THE WILD (Hacia tierras salvajes, 2007) cuarta de las películas realizadas hasta el momento por el actor Sean Penn. Ahí es nada, contar una historia que se desarrolla entre 1989 y 1992, intentar trasladar en ella un planteamiento existencial que en apariencia pudiera desmarcarse del consumismo de nuestros días, y al mismo tiempo plantearlo cinematográficamente con los modos visuales de los años setenta, aderezado con algunas gotitas del ya olvidado dogma. No se puede negar, en este sentido, que la propuesta carezca de riesgo, e incluso uno puede demostrar una relativa simpatía, pudiendo en algunos instantes apreciar cierta ocasional intensidad. Sin embargo, personalmente no puedo sentir mayor aprecio por un relato que –justo es reconocerlo-, ha logrado encandilar a cierto sector joven de aficionados, pero al que por encima de cualquier otra objeción, se puede oponer fundamentalmente una relativa carencia de consistencia y coherencia –que a fin de cuentas debe suponer en todo momento el principal elemento de base para el análisis cinematográfico-.
INTO THE WILD centra su metraje –ciertamente dilatado, pero que personalmente jamás encontré moroso ni excesivo-, en el proceso –tomado de la vida real y novelizado por Jon Karakauer- que vivió en carne propia el joven y prometedor Christopher McCandless (Emile Hirsch). Graduado con excelentes notas e hijo de una acomodada familia que no se encuentra exenta de solapadas tensiones internas, de la noche a la mañana se plantea en su interior el insistente deseo de abandonar todos y cada uno de los elementos que han conformado hasta entonces su existencia, romper sus lazos familiares y materiales y, en su oposición, iniciar una andadura vital que le lleve al contacto con la naturaleza, y que tenga su punto de llegada en Alaska. A grandes rasgos, esta es la base argumental que Penn lleva a la pantalla sin buscar una correlación narrativa del relato, ya que en él se irán intercambiando la dimensión espacio temporal del mismo, e incluso interviniendo en él la ocasional voz en off de su hermana, que servirá para ofrecer el contrapunto de la visión de esta ausencia familiar, a partir de las observaciones que la joven desarrolla. Dentro de esta estructura, la película irá alternando su asumida diversidad de puntos de vista, con la inclusión desordenada del marco que el protagonista ha venido desarrollando a lo largo de tres años, y en el que se establecerán cinco ciclos temporales, que en sí mismos quedarán plasmados como un renacimiento existencial de McCandless –quien incluso ha abandonado la realidad de su identidad en su nueva aventura-, hasta que finalmente, en una tan íntima como aterradora comunión con la naturaleza, culmine su aventura con un alcance casi metafísico.
Lo señalaba antes y me gustaría ratificarlo, que si de alguna manera puede definirse INTO…, es por suponer una extraña mezcolanza, en ciertos momentos atractiva, en otros chirriante, y en otros decididamente inane, en la que la intención metafísica se da de la mano de una mirada en apariencia crítica –el barniz finalmente apostado se me antoja de una gran inoperancia-. En el fondo, la apuesta ofrecida –y en ello sí que adivina un atisbo de personalidad- por su realizador, refleja la curiosa personalidad del máximo artífice del proyecto, un Sean Penn que desde aquellos ya lejanos tiempos en que aparecía como el novio bad boy de Madonna, ha ido evolucionando hasta pretender erigirse como un adalid del progresismo norteamericano. Una faceta en la que, lamento tener que señalarlo, se le pueden oponer no pocas inconsistencias en su discurso –estimo que sobradamente conocidas por cualquier interesado-. Tantas como a mi juicio ofrece su estilo interpretativo –aclamado por sus compatriotas, aunque a mi modo de ver sobrevalorado y excesivamente dependiente de los tics del Actor’s Studio-. Y esa inconsistencia se puede detectar casi en cualquier planto de esta película. Con ello no se trata de cuestionar esa auténtica “tierra de nadie” a la que finalmente se introduce su resultado, o incidir en que esa mirada entre telúrica y metafísica a mi juicio jamás alcance su objetivo –algo que por el contrario sí que supo lograr su compatriota Terence Malick en sus dos últimos títulos; uno de ellos precisamente contando con la intervención como actor de Penn-, envuelto en una puesta en escena que nos recuerda la fragilidad narrativa del cine de finales de los sesenta e inicios de los setenta, y dominada por efectismos y “tics” visuales hoy en día superados –ralentis, zooms, teleobjetivos, planos cortos, dependencia excesiva de las canciones-. En muchos momentos, tuve la sensación de encontrarme con una reedición de títulos a mi juicio tan trasnochados como MIDNIGHT COWBOY (Cowboy de medianoche, 1969. John Schlensinger) y muchos otros, que marcaron un modo de entender el cine muy pronto envejecido. En esta ocasión, serían muchos los planos sobrantes, los esteticismos innecesarios –esos cursis ralentis cuando nuestro protagonista se baña- abundan y, lo que es más importante, sus ligerezas e inconsistencias visuales, son las que impiden a mi juicio que la película alcance ese objetivo de totalidad, de plasmación de una aventura existencial que precisamente debido a dichas limitaciones cinematográficas, creo que en muy pocos momentos atisba a lograr esa relativa ascesis del individuo con la naturaleza.
Ello no debe impedirme reconocer que nos encontramos con un título agradable. La fusión de las intenciones de Penn con su director de fotografía, permite un plus de veracidad y belleza al conjunto logrado, la labor del protagonista resulta elogiable –Hirsch es un joven intérprete con un aspecto y rasgos similares a Leonardo Di Caprio, aunque resulte por fortuna un intérprete mucho más solvente que el ecologista “oficial” de Hollywood-, la incorporación de canciones, la fotogenia de alguno de sus pasajes –especialmente cuando estos se abordan en plano general- o los distintos personales con los que el protagonista se va encontrando a lo largo de su andadura –interpretados por lo general por actores de gran solvencia-, proporcionan un regusto a autenticidad que, finalmente, solo alcanza el más desarrollado episodio que McCandless comparte con el veterano Hal Holbrook, en donde el intérprete desarrolla un trabajo que finalmente llega a conmover. Astutamente, Penn en esos momentos relaja su narrativa, abandona la condición de película amamantada en la mesa de montaje, y se imbuye de esa extraña relación entre el viejo que ha abandonado la vida en sociedad, y el joven que decide hacerlo por su propia voluntad, estableciéndose entre ellos una complicidad por momentos admirable. Son sin duda los instantes más perdurables de esta curiosa, simpática, pero finalmente falaz INTO THE WILD, que en sus últimos momentos parece ofrecerse como un remedo de la sublime conclusión de THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957. Jack Arnold), pero que finalmente no logra concluir en esa reflexión existencial o esa denuncia de nuestra cotidianeidad, que, plano sí, plano también, intenta plantearse en sus agradables pero escasamente profundas imágenes.
Calificación: 2’5