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CINEMA DE PERRA GORDA

Terence Young

THE RED BERET (1953, Terence Young) Sesenta segundos de vida

Cuando el británico Terence Young debuta en 1948 con la extraordinaria CORIDORS OF MIRRORS (La extraña cita) -que es más que probable sea con diferencia, la mejor obra de su filmografía-, nadie podía ni imaginar que su artífice se convirtiera, con el paso de los años, en un realizador más o menos especializado en diversas vertientes del cine de acción. Todo ello, dentro de un ámbito tan artesanal como impersonal, que tendría su punto de inflexión en sus tres conocidas aportaciones al universo de James Bond.

En cualquier caso, esa inclinación se percibe ya en algunos de sus primeros títulos, como es el caso de THE RED BERET (Sesenta segundos de vida, 1953), su séptima película, y primero de los títulos auspiciados por la Warwick Film Productions. Hablamos de una compañía creada en 1951 al alimón por Irving Allen y Albert R. Broccoli, y que auspició una serie de títulos en coproducción, caracterizados por su querencia por la acción y el protagonismo de estrellas norteamericanas. Esta fue la primera incursión de Ladd en dicha productora, que se prolongaría al año siguiente con la igualmente apreciable HELL BELLOW ZERO (Infierno bajo cero, 1954) en este caso dirigida por el norteamericano Mark Robson, y desarrollando su argumento bélico en el contexto helado del Antártico.

En su oposición, THE RED BERET -basada en una novela del mismo título de Hilary St. George Saunders, y que cuenta como coguionista con el experto Richard Maibaum, también presente en la entraña argumental de la ya citada HELL BELLOW ZERO- centra su entraña dramática en el contexto de un comando paracaidista del ejército británico, mientras este se ejercita para combatir contra los nazis durante la II Guerra Mundial. En dicho contexto, la acción se centra en el enigmático y taciturno Canada (Ladd), un americano del que desde el primer momento percibimos su carisma y, al mismo tiempo, su deliberada voluntad por pasar desapercibido, aunque ello se produzca casi a pesar suyo, y sin que pueda evitar el interés que, sobre él, muestra el mando del comando, el mayor Snow -un excelente Leo Genn, con diferencia, el mejor intérprete del reparto-. Nos encontramos ante un título que aparece antes de la valiosa corriente del cine bélico generada en Gran Bretaña, que suelo denominar ‘cine de supervivencia’, centrado antes en la letra pequeña y el tratamiento psicológico de personajes sometidos a situaciones límite, que en la plasmación de grandes episodios bélicos. Un valioso subgénero, donde destacarán aportaciones firmadas por realizadores como John Lee Thompson, Guy Green, Jack Lee, Val Guest, Bryan Forbes o muchos otros.

No puede decirse que, en este caso, nos encontremos ante un exponente de similar valía a los más significativos de la corriente posterior señalada. En este caso, es evidente que nos encontramos ante un relato de aprendizaje y redención, centrado en la figura de su protagonista, al que rodea un contexto dominado por ciertas convenciones. En cualquier caso, con sus cualidades y limitaciones, se trata de un relato no desprovisto de interés, que tiene la virtud de ir avanzando con interés creciente, y acertando de manera moderada a la hora de expresar esa historia de redención interior de Canada, en medio de un contexto de creciente peligro.

Es cierto que al film de Young le cuesta un poco arrancar. Se inicia con una abrupta secuencia de entrenamiento -encabezada por un joven y aún poco conocido Stanley Baker- que por momentos da la impresión de estar planificada utilizando una supuesta 3D. No se distinguen estos primeros minutos de presentación, de muchos otros exponentes más o menos similares en el género. Sin embargo, la película pronto incorporará una secuencia impactante, cuando en un vuelo de entrenamiento se produzca la muerte accidental del soldado encarnado por Baker, al no abrirse el paracaídas que porta. La repercusión que la tragedia provoca en Canada, dará la primera pista al espectador en torno al drama interior que este oculta.

A partir de ese momento, el posterior devenir de THE RED BERET se dirimirá en torno a esa querencia un tanto dominada por estereotipos -la torpe pelea que se desarrolla en la taberna, cuando los soldados intentan evocar al oficial muerto en el accidente-, en su contraste con un interesante trazado psicológico en la creciente relación entre Snow y el protagonista e, igualmente, entre la que se establece entre este último y la oficial Penny Gardner (la debutante Susan Stephen). En esa disyuntiva, justo es reconocer que el relato va elevándose en intensidad, alternando la presencia de atractivos episodios dominados por la acción, la creciente comprensión entre el mando y el enigmático paracaidista, y la cercanía romántica de este con la muchacha.

A partir de esta doble premisa argumental, el film de Young alberga en su discurrir interesantes episodios de acción, como el que describe el asalto nocturno a una mansión invadida por los alemanes, ya que en ella tienen ubicada una estación de radio. El brillante pasaje, caracterizado por su desarrollo en diversos escenarios -del entorno de la mansión ocupado hasta un acantilado y el rescate en una lancha-, se cobrará, entre todos, con el ataque al cabo Dawes, eterno rival de Canada, visitándole este cuando se encuentra hospitalizado. Allí, en uno de los instantes más dolorosos de la película, el protagonista descubrirá con horror -el propio herido aún no es consciente de ello- que le han amputado sus dos piernas.

Todo ello irá acercando a nuestro paracaidista con Penny, desnudando este el drama interior que le atenaza, en una intensa secuencia desarrollada en la vivienda familiar de la muchacha, mientras se desarrolla un bombardeo nocturno. La pasión entre ambos aflorará en una elegante elipsis, en otro instante de considerable brillantez. No lo será tanto el banal equívoco que permitirá pensar al americano que la joven ha relatado su confesión a Snow. En cualquier caso, el discurrir del relato ya aparece imparable. Una misión enviará al comando, con la intención de sabotear un aeródromo que se encuentra ubicado en el norte de África. Allí se desarrollará una brillantísima catarsis, en la que junto a la brillantez e incluso singularidad que reviste, esa trampa en lo que caen los británicos dentro de un campo de minas, se aunará la prueba definitiva -y practica- para que el norteamericano pueda demostrar su audacia, redimiéndose y demostrando al mismo tiempo sus dotes de liderazgo, que hasta entonces había abandonado de manera voluntaria.

Dentro de esa agradable mixtura de convencionalismos e intensidad, retendremos de THE RED BERET la belleza de los planos generales exteriores, que muestran el descenso casi ritual de los paracaidistas, tanto en la misión nocturna como en la africana. O ese instante, dentro del avión junto a sus compañeros, en que uno de ellos descubre que en la mochila de Canada se encuentra un pañuelo, que de inmediato este identificará con satisfacción en primer plano; se trata de un detalle de Penny. Destacará igualmente la lividez de la fotografía en Technicolor de John Wilcox, que parece adelantar el cromatismo de las producciones de terror victoriano, avaladas por Hammer Films. También, las ocasionales ráfagas musicales de quien estaría llamado a convertirse en uno de los mayores compositores cinematográficos de los sesenta; John Addison. Y, por último, sería una de las primeras oportunidades en las que el descomunal Harry Andrews aparecería en la pantalla como uno de sus sempiternos duros; la secuencia en la que este muere, evocando sus raíces escosas, resulta realmente emotiva.

Calificación: 2’5

CORRIDOR OF MIRRORS (1948, Terence Young) La extraña cita

CORRIDOR OF MIRRORS (1948, Terence Young) La extraña cita

CORRIDOR OF MIRRORS (La extraña cita, 1948) es una obra tan magnífica como desconocida aún en nuestros días. Deslumbrante debut del posteriormente conocido realizador británico Terence Young -firmante de los primeros títulos del ciclo James Bond-, lo cierto es que nos encontramos ante un espléndido exponente de film d’art. -una corriente que tendría bastante prolongación en dicha cinematografía- Una mixtura de exacerbado relato romántico, intensamente ligado con una de las corrientes más valiosas que en aquellos años brindó el cine fantástico, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. Una corriente quizá no demasiado prolija en títulos, aunque sí en exponentes memorables -THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel), THE GHOST AND MRS. MUIR (El fantasma y la señora Muir, 1947. Joseph L. Mankiewicz), PORTRAIT OF JENNIE (Jennie, 1948. William Dieterle)-, en las que se aúna una visión amable de lo sobrenatural, también turbadora, y donde el tiempo adquiere un aura caprichosa e irreal, por lo general envuelta en intensos sentimientos románticos.

Todo ello se cumple, punto por punto, en esta extraordinaria película, a la que quizá solo quepa oponérsele en algunos de sus pasajes cierto exceso de diálogos. Una pequeña objeción, en todo caso, que no impide el absoluto disfrute de esta absoluta delicatessen, adaptación de una novela de Christopher Massie, y trasladada a las costuras de guion cinematográfico de la mano de Rudolph Cartier y la propia protagonista femenina del relato, la sudafricana Edana Romney, en una de sus escasísimas apariciones como actriz -demostrando en este caso una singular presencia y frescura en su performance-. El film de Young se inicia tras unos inquietantes títulos de crédito descritos en ese pasillo de espejos al que alude su título original, y en donde ya destacará la fuerza expresiva que le imprime la partitura sonora de George Auric. De inmediato asistiremos a la extraña cotidianeidad que rodea a Mifanwy (Romney), casada con un explorador -Owen (Hugh Sinclair)- y con tres hijos, con los que comparte una en apariencia plácida existencia. Sin embargo, muy pronto en la puesta en escena de Young se plantearán oscuros detalles. Observaremos la pesadilla que la protagonista sufre, la presencia de los hijos será descrita casi con tintes casi numinosos -esas sabanas que cubren sus rostros-, al tiempo que en breves trazos se vislumbra la rutina de su vida matrimonial. Muy pronto se introducirá el monólogo interior expresando las inquietudes de Mifanwy mientras viaja en tren hacia Londres, para acudir a la insólita llamada del que señala es su amante. Se desplazará hasta el siniestro museo de cera de Madame Tussaud, dedicado a célebres criminales, deteniéndose sobre la elegante figura que representa a Paul Mangin.

Sorprendente planteamiento, a partir del cual se iniciará un largo flashback que se retrotraerá hasta 1937, una década atrás, y que describe la casi inmediata relación establecida entre la entonces mundana Mifanwy y el elegante crítico de arte Mangin (una eminente performance de Eric Portman). Una atracción que se producirá casi de inmediato, cuando ambos se conozcan en un café -poco después se inicia un paseo de ambos en una anticuada pero delicada calesa a caballo-, sirviendo como pórtico a una inusual y apasionada historia romántica en la que en todo momento se opondrán conceptos que van desde el amor el temor, de la realidad a lo sobrenatural. La añoranza de un pasado que se antoja más valioso que el presente. La preservación de un contexto artístico heredado del Renacimiento… Todo ello se plasma en no pocas ocasiones de manera deslumbrante, en una propuesta que denota arrojo en todo momento, una feliz simbiosis de sentimientos y emociones llevadas al paroxismo, y perfectamente asumidas por su pareja protagonista.

A partir de ese momento, todo encuentra su epicentro en la fabulosa mansión de Mangin, donde la que parece detenerse el tiempo del pasado -y en no pocos momentos uno percibe que Young quizá tuviera muy en mente la entonces muy cercana y ya citada THE LOST MOMENT- a la hora de dar vida este auténtico delirio cinematográfico, en el que de manera permanente tenemos la impresión de asistir a un relato fantastique. Al delirio de un esteta dominado por extrañas pasiones o, en definitiva, la añoranza por un tiempo pasado, mucho más estimulante que el que le ha tocado vivir al protagonista masculino y que, por una causa o por otra, se trasladará a Mifanwy, quizá fascinada por esa ruptura de la realidad que le proporciona su apasionado amante. Para ello, su realizador utilizará entregados elementos fílmicos que incidirán en la absoluta convicción que plantea lo que en esencia no supone más que un delirio sensorial y de sentimientos. Terence Young destaca por una enorme pericia y ligereza en el uso de la cámara, sobre todo en todas y cada una de las magníficas secuencias desarrolladas en el interior de la mansión de Paul, que se erige prácticamente en la principal protagonista del relato. En su entorno se dan cita episodios tan magníficos como el descubrimiento por parte de una asustada protagonista de que tras los enormes espejos del pasillo se esconden trajes de época que lucen siniestros maniquís femeninos. O el momento en que Mangin revela ese antiguo óleo que pinta a Venecia, de asombroso parecido con su actual amante. Es más, en algunos pasajes se intercalan de manera deliberada a Mifanwy en primer plano, y en segundo término ese lienzo, mientras que por momentos podemos atisbar que la actitud de la joven imita la crueldad del original retratado ¿O lo hace ella de manera deliberada, para seguirle corriente al juego que su amante dicta convencido?

Toda esa arriesgada amalgama fluye en ocasiones con la cadencia de un extraño musical, utilizando para ello junto a la melodía de Auric el imprescindible apoyo del operador de fotografía André Thomas, capaz de proponer al realizador extraordinarios juegos de luz, sobre todo en las secuencias desarrolladas en el interior de la mansión, capaces de proporcionar una dimensión suplementaria y elevar al límite la capacidad de atmósfera y de sugerencia que alberga esta extraordinaria película. Un relato que incorpora un contrapunto inquietante con la presencia en escena de Verónica (Barbara Mullen) la extraña sirvienta que años atrás fue amante de Paul, o detalles tan turbadores como la presencia de ese gato blanco que aparecerá en puntuales momentos para enriquecer su argumento con oscuros matices.

CORRIDOR OF MIRRORS cobra un extraño y trágico giro a partir de la frustración de Paul al conocer el rechazo de Mifanwy a servir de extraña amante de este y utilizar de manera fetichista sus suntuosos vestidos de época. Fruto de ese desengaño no opondrá ninguna resistencia a ser acusado -falsamente- del estrangulamiento de una de sus pretendientes femeninas, e incluida su figura en la galería de figuras criminales de ese museo de cera al que la protagonista acudirá años después, con tanta curiosidad como apenas contenida fascinación, aún sabiendo que Paul lleva muerto hace varios años. Allí descubrirá la realidad de esas misivas que ha ido recibiendo en su hogar conyugal y, sobre todo, la real culpabilidad de Verónica, que vivirá unos pasajes dominados por la locura en medio de la demoníaca galería de criminales.

Atrevida y osada. Dominada por una sensación de arrojo cinematográfico y conceptual. Capaz de conjugar el relato gótico con la fantasía más desaforada. Lo cierto es que, a mi modo de ver, la magnificencia de CORRIDOR OF MIRRORS -que no dudo en considerar una de las cimas del cine inglés en la década de los cuarenta- alcanza su cuota máxima en el memorable episodio que describe la fastuosa fiesta veneciana convocada por Mangin. Un hito social que este ha convocado para reunirse de nuevo con su amada, y en el que la capacidad cinematográfica de Young -fogueado previamente en diferentes facetas de la profesión- llega a su máximo esplendor. No lo demostrará solo en esos majestuosos planos generales de grúa que mostrarán el asombroso esplendor de la celebración. Lo ratificarán esos deslumbrantes y evocadores planos en los que la pareja protagonista ocupa un lujoso velero veneciano, rodeado de todo tipo de lujos, y proporcionando a estas imágenes una asombrosa pátina de exaltación de los sentidos, ante las cuales uno solo se detiene en pensar en lo que el realizador debutante alcanzó en este concreto episodio, al plasmar una admirable mixtura de romanticismo y fantasía de manera mucho más rotunda y certera que en el conjunto de la obra del francés Jean Cocteau  -estoy convencido que estos pasajes se inspiraron en la muy cercana LA BELLE ET LA BÊTE (La bella y la bestia, 1946. Jean Cocteau)- aunque su alcance sea, por supuesto, infinitamente más evocador.

Calificación: 4