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CINEMA DE PERRA GORDA

William Wyler

DODSWORTH (1936, William Wyler) Desengaño

DODSWORTH (1936, William Wyler) Desengaño

Si hay un elemento que personalmente me resulta especialmente atractivo en el melodrama norteamericano de los años treinta, es precisamente esa ocasional facultad para plasmar en la pantalla una serie de problemáticas que posteriormente se revelarían como perdurables y universales, y que trasciendan los límites sociales hasta aquel entonces considerados dentro del marco de lo permisible. No importaba que en ocasiones se tratara con una mirada adulta la cuestión de la infidelidad o el fracaso conyugal, que se plasmaran personajes femeninos caracterizados por su iniciativa y personalidad, e incluso que la pasión sexual y erótica tuviera una franqueza posteriormente infrecuente. Lo cierto es que incluso con posterioridad a la aplicación del nefasto Código Hays, el cine estadounidense de aquellos años supo plasmar en la pantalla una serie de relatos valiosos y aún vigentes en su formulación, que firmaron nombres especializados en el género como King Vidor, Leo McCarey, John M. Stahl, Frank Capra, John Cromwell y otros varios que, a pesar de sus divergencias, lograron discurrir por senderos paralelos en este objetivo.

Dentro de esta corriente tan fructífera, no se puede ocultar por un lado la querencia de William Wyler por el género, faceta en la que quizá sea más conocida su inclinación por esos melodramas protagonizados por Bette Davis, que lamentablemente oscurecen otros exponentes del melo, más cotidianos en su plasmación, y que a mi modo de ver muestran quizá lo más valioso de su aportación a esta vertiente. Uno de ellos, pienso que sigue siendo su obra maestra –THE BEST YEARS OF OUR LIVES (Los mejores años de nuestra vida, 1946)-, mientras que otro de dichos exponentes se encuentra en la muy olvidada CARRIE (1952). Junto a ellos, creo que resulta obligado destacar DODSWORTH (Desengaño, 1936), considerada por no pocos especialistas como una de las obras más perdurables del realizador en dicha década. Personalmente me suma a dicha consideración, en la medida de encontrarnos con una película que sabe combinar el registro intimista con el fresco social, y que además logra por un lado superar sus resabios teatrales, alcanzando además una sutileza en su realización poco frecuente en el cine de su artífice.

 

Tras dos décadas al frente de sus empresas, Sam Dodsworth (un magnífico Walter Huston, firme aliado de las intenciones del realizador) abandona el mando de sus empresas automovilísticas. Unos planos generales de este tomando como fondo el escenario exterior –dominado por su geometría- de sus fábricas, nos lo muestra abatido, sintiendo la despedida de sus empleados –que por las actitudes mostradas en su despedida como dirigente vieron en él un hombre respetable-. El ahora jubilado se siente un hombre inútil, aunque por su condición de norteamericano “chapado a la antigua” decide no aceptar nuevas ofertas laborales, optando por realizar un largo viaje vacacional por Europa, acompañado por su esposa –Fran (Ruth Chatterton)-. Esta es una mujer dominante, aún atractiva en su madurez, hastiada de haber permanecido en un entorno opresivo en el que se ha encontrado siempre incomoda. De hecho, las personas cercanas a su marido no dejan de intuir que no ha sido precisamente la compañía más adecuada para este. El viaje quizá no suponga para Sam más que una aparente huída sin sentido, pero para su esposa se revelará como el descubrimiento de un nuevo mundo, definido por aduladores galanes que para ella se expresan como espejismos de aquello que jamás ha encontrado en su marido –entre los que se encuentran personajes representados por un joven David Niven y un algo más maduro Paul Lukas-. Pese a la astucia del esposo en saber desmantelar la falsedad de dichos romances –que en realidad no buscan más que la considerable posición económica de Fran-, la estancia en París revelará la fragilidad de las relaciones que pese a todo han mantenido al matrimonio Dodsworth durante dos décadas. Su amistoso encuentro con el atildado barón Kurt Von Obersdorf (Gregory Gaye), posibilitará en ella la oportunidad de vivir una nueva vida, y solicitar de su esposo que se separe de ella. Vana pretensión. Aunque el paciente Sam acceda a la petición e incluso regrese a Estados Unidos, no será mucho el tiempo transcurrido que determine el fracaso de la pretensión de su esposa, aunque para él suponga –inadvertidamente- la posibilidad de una segunda oportunidad en su vida. En un nuevo viaje hasta Italia, volverá a encontrarse con una mujer aún joven con la entabló cierta relación amistosa en su primer viaje por barco. Se trata de la lúcida Edith Cortrigh (Mary Astor). Será la bondadosa y moderna personalidad de esta quien permita insuflar optimismo al abatido Sam, mientras comparte con ella su apacible mansión alquilada en Nápoles. Con ello, descubrirá un pequeño paraíso existencial que se verá bruscamente interrumpido por la llamada lastimera de su esposa, quien se mostrará arrepentida ante su petición de divorcio. Pese a las indicaciones de Edith, Sam volverá al regazo de su esposa, quien se mostrará con él más dominante y castrante que nunca. Será la catarsis que el antiguo industrial necesitará para reconocer que –al igual que su propia esposa le había comentado anteriormente-, la convivencia entre ambos sería imposible en el futuro.

 

Realmente, DODSWORTH acierta en la plasmación en la pantalla de una serie de elementos de índole psicológica y moral, expuestos con una franqueza y sinceridad admirable y, sobre todo, logrando ofrecerlos con una mirada cinematográfica desprovista de efectismos y también de resabios teatrales. Cierto es que la base argumental se prestaba para un resultado óptimo –basado en una novela del premio nobel norteamericano Sinclair Lewis, lúcido analista de la sociedad USA de principios de siglo, algunas de cuyas adaptaciones cinematográficas fueron la base de títulos remarcables como ANN VICKERS (Ana Vickers, 1933. John Cromwell), también en aquellos años, o la posterior ELMER GANTRY (El fuego y la palabra, 1960. Richard Brooks)-. Sin embargo, no conviene olvidar que dicho planteamiento se basa a partir de la obra teatral de Sidney Howard, aspecto este que Wyler logró plantear visualmente con acierto. Lo permite en la medida que no pone en práctica enfatismos y subrayados habituales en otros exponentes de su cine, y prefiere en este caso dejar fluir la película con sobriedad, basando su desarrollo en una espléndida dirección de actores, que tiene en Walter Huston su exponente más valioso. A partir de esta elección dramática, la película resulta muy atractiva en su descripción de esa burguesía norteamericana que se ha desarrollado con una ascendencia rural y provinciana, en su contraste con esos mitos siempre tan valorados por el norteamericano medio, como son esa cultura, nobleza y  tradición procedente de la vieja Europa. En este sentido, hay que reconocer que ambos contextos son sometidos por una mirada cáustica que no deja de valorar los aspectos más opresivos que para el individuo pueden presentar dos modos de entender la vida. Ni la seguridad del progreso demostrativa de los Dodsworth ni, por supuesto, las correctas maneras o la anacrónica representación de la aristocracia que, por otro lado, fascina a Fran, en realidad son más que dos estereotipos sin fundamento, que se han erigido como paradigmas de comportamiento social, pero que en realidad no existen más que para ahogar la libertad del individuo. Todo este fresco social, alcanza a ser plasmado en la pantalla por William Wyler con una lucidez y un pudor emocional infrecuente. Ciertamente, en los últimos minutos del relato, la película adopta un tinte marcadamente misógino, al describir esa altanera baronesa –una mujer arruinada- que pese a todo se niega a que su hijo se case con Fran, y por otro lado mostrando a la mujer de nuestro protagonista en su última conversación juntos, incidiendo en el dominio psicológico que ha mantenido con su marido desde que se casaron. Una circunstancia que Sam, decididamente, no sea seguir reiterando, recuperando la vida estimulante y enriquecedora que descubrió junto a Edith.

 

Como antes señalaba, DODSWORTH propone una reveladora mirada lamentablemente aún vigente sobre la hipocresía de unos modelos morales y de convivencia, mantenidos durante no pocas generaciones dentro del comportamiento burgués, conservados incomprensiblemente por nuestra propia colectividad para soterrar la realización individual del ser humano. Una base completa y atractiva a partir iguales, que Wyler supo incardinar a la hora de trasladar en imágenes este ilustre referente literario en la pantalla. No cabría decir que nos encontramos con un resultado perfecto –por ejemplo, la actitud de Fran cuando ha vuelto con Sam, se me antoja cercana a la caricatura-, pero sí ante un valioso y representativo exponente del melodrama cinematográfico en la década de los años treinta.

 

Calificación: 3

CARRIE (1952, William Wyler) Carrie

CARRIE (1952, William Wyler) Carrie

Es curioso destacar como a la hora de citar los melodramas más famosos y reconocidos firmados por William Wyler –y siempre dejando de lado el lugar que ocupa su obra cumbre: THE BEST YEARS OF OUR LIVES (Los mejores años de nuestra vida, 1946)- la evocación venga dada fundamentalmente en la trilogía protagonizada por Bette Davis –por más que en líneas generales no hayan suscitado jamás en mí grandes entusiasmos-. Se cita en ocasiones la brillante THE HEIRESS (La heredera, 1949), e incluso la más cercana y hoy día algo envejecida THE COLLECTOR (El coleccionista, 1965). Pero en esta serie de referencias nunca se hace mención al que, a la postre, resulta uno de los títulos más solventes de su filmografía, y que al mismo tiempo es muestra evidente de las posibilidades y limitaciones que Wyler podía atesorar en su experiencia profesional. Me estoy refiriendo a CARRIE (1952).

Adaptación de la controvertida y revulsiva novela de Theodore Dreiser Sister Carrie –probablemente producida en el seno de la Paramount debido al inmenso éxito logrado en dicho estudio con la reciente adaptación del mismo escritor A PLACE IN THE SUN (Un lugar en el sol, 1951. George Stevens)-, destaca en todo su desarrollo por el determinismo que ofrecen las diferencias de clase. Sin duda, algo que en su momento –junto con el planteamiento de enamoramiento de un hombre casado- fue objeto de una mirada recelosa. De hecho, la película fue objeto de polémica y quizá ese handicap fuera el que imposibilitara un éxito comercial y crítico de la misma. Afortunadamente, su cercana edición en DVD –donde se incluye una secuencia que fue censurada en su exhibición en las pantallas norteamericanas- servirá de alguna manera para facilitar el reconocimiento de sus cualidades ante las nuevas generaciones de aficionados.

CARRIE nos relata el viaje de Carrie Meeber (Jennifer Jones), joven muchacha que se trasladará hasta la ciudad de Chicago con la esperanza de lograr un futuro próspero. Momentáneamente se hospedará en casa de su hermana y trabajará fugazmente en una fábrica de calzado, donde muy pronto será despedida. Pese a este revés, rapidamente recibirá el apoyo de un viajante –Charles Drouet (Eddie Albert)-, permitiendo incluso compartir su vivienda. Agradecida por ello y pese a no amarlo, Carrie le será fiel, hasta que aparecerá en escena George Hurstwood (Lawrence Olivier), un elegante y distinguido propietario de un restaurante. El amor es inevitable entre ellos ya desde los pocos encuentros que ambos mantienen y sin que ella haya descubierto que este es un hombre casado y con dos hijos. Cuando el problema se plantee con la esposa de Hurstwood, este finalmente decidirá abandonar su entorno familiar y huir hasta Nueva York con Carrie en la búsqueda de una oportunidad para la felicidad –que no ha tenido con su esposa pese a su estabilidad económica y social-. Pese a sus recelos, la sinceridad en el amor que le profesa, llevará a Carrie a aceptar la propuesta e inicialmente ambos llevarán una vida lujosa, sin que ella sepa que George se ha llevado una buena cantidad de dólares de su socio, motivo por el cual un investigador le llevará a devolverlo.

Ello será el inicio de una vida austera y de carácter obrero, y la espiral en la progresiva degradación de la personalidad de Hurstwood, que conserva el estigma del robo del dinero y su imposibilidad de integrarse en los ambientes obreros. Por su parte, Carrie –que llega a perder un hijo del que estaba embarazada-, logrará con su juventud ir ascendiendo en el mundo del teatro ligero, llegándose a separar sus destinos... hasta que tiempo después, las dramáticas circunstancias que vive George le lleven a un fugaz encuentro con la que aún es su esposa.

A la hora de valorar los aciertos de CARRIE, es innegable señalar que desde el primer momento se detecta un esfuerzo en el diseño de producción del film. Desde una excelente fotografía en blanco y negro de Victor Milner –que quizá busca el efecto de parecer retrotraernos a la imaginería del cine de décadas atrás-, hasta una ambientación cuidada, creíble y llena de vida –tanto en la descripción de ambientes opulentos como en los entornos más humildes-, lo cierto es que su resultado en esta vertiente responde a las mejores muestras que este estudio ofreció en aquellos años cincuenta.En cualquier caso, creo que Wyler logró elevar el nivel de las enfáticas películas que iría realizando en aquella época –DETECTIVE STORY (Brigada 21, 1951), THE DESPERATE HOURS   (Horas desesperadas, 1955)-, pero al menos supo jugar sobre seguro al contar con unos materiales de primera categoría. El ya veterano realizador seguiría con su querencia con las escaleras para desarrollar en esta momentos de especial dramatismo; el uso de la profundidad de campo dramática y elevando en pocas ocasiones el nivel de una puesta en escena eficaz y funcional –una brillante excepción sería el complejo plano de grúa que finalizará mostrando el receptáculo del miserable albergue, donde George descansa convertido ya en un mendigo enfermo-. Curiosamente, la ausencia de estilo del film, si bien impide que este pueda alcanzar cotas superiores, si que permite al menos para destacar la conjunción de talentos y referentes literarios, bien utilizados por el director americano.Pero es indudable que los dos grandes aliados con que cuenta CARRIE, son por un lado la fuerza que imprime su banda sonora –a cargo de David Raksin-, que logra transmitir, expresar y completar el retrato psicológico de los sentimientos de sus personajes, como muy pocos compositores han sabido ejecutar. Y el otro puntal de la película es, que duda cabe, la aportación de un supremo Lawrence Olivier encarnando con una entrega total al atormentado y finalmente humillado personaje de Hurstwood. Su sensibilidad, elegancia y porte inicial, las debilidades que se plantean cuando se rinde ante el hechizo de Carrie, la inadecuación ante un entorno que no le corresponde por cultura y educación –sus inútiles maneras en el destartalado restaurante de poca monta del que es despedido-, el derrumbe moral que sabe expresar con su mirada y su expresión corporal, certifican uno de los trabajos más memorables y poco reconocidos del gran actor británico.

A su lado, la esforzada labor de Jennifer Jones queda en un segundo término, mientras que resulta hasta casi paródica la de Eddie Albert. Y es que pese a una conclusión un tanto arquetípica –esa salida repentina de Carrie que permite que su aún esposo la abandone definitivamente se me antoja una argucia de guión demasiado simple-, lo cierto es que CARRIE debe ser reconsiderada y situada como una destacada muestra del melodrama cinematográfico de Hollywood en la primera mitad de los años 50.

Calificación: 3

 

 

HOW TO STEAL A MILLION (1966, William Wyler) Como robar un millón y...

HOW TO STEAL A MILLION (1966, William Wyler) Como robar un millón y...

Vista ahora, casi cuatro décadas después del momento de su realización, sorprende hasta cierto punto que William Wyler –el director “prestigiado” por excelencia de toda una larga época de Hollywood-, aceptara rodar una comedia plenamente integrada en los parámetros de moda en aquellos tiempos –de los que nunca negaré mi especial aprecio-, conducidos por nombres como Stanley Donen, Richard Quine o Blake Edwards entre otros. Mas allá de valorar o no este conjunto de films –se que hay discrepancias en este terreno, mas yo me mantengo fiel en una admiración más o menos matizada- ¿Cómo es posible que Wyler se sometiera a los dictados de la comedia sixtie?

No soy el primero en afirmar que llegada la década de los sesenta y como sucedió con otros directores de los denominados clásicos –otro ejemplo sería el de John Huston-, Wyler quiso situarse en la aparente “modernidad” cinematográfica, adoptando planteamientos temáticos –en ese aspecto fue muy detrás de la admirable audacia cinematográfica del gran Otto Preminger- y replegándose con fórmulas de probado éxito comercial y crítico. Podríamos remontarnos como prueba de ello con títulos como LA CALUMNIA (The Children’s Tour, 1961) –en mi opinión de alcance más bien corto- o la posterior y más interesante –aunque algo envejecida visualmente, pese a ser aclamada en su día- EL COLECCIONISTA (The Collector, 1965).

Pero de forma sorprendente y cuando parecían abrirse nuevos terrenos en el veterano realizador... dirigió esta HOW TO STEAL A MILLION (1966) –COMO ROBAR UN MILLÓN Y... en España-. Típica y tópica comedia romántico policíaca que seguía sin recato la estela de un título como el ejemplar CHARADA (Charade, 1963. Stanley Donen), la moda de la comedia ambientada en París –que ya el tándem Richard Quine & George Axelrod habían dinamitado en la excelente y nunca suficientemente reivindicada ENCUENTRO EN PARÍS (Paris When is Sizzles, 1963) y, en definitiva, todo aquello que rodeaba el mito de la gran Audrey Hepburn –modelos de Givenchy, etc.- , aquí encarnando uno de sus trabajos más estereotipados y alimenticios.

Como su propio título revela, HOW TO STEAL A MILLION nos traslada al entorno del acomodado Bonnet, un acaudalado falsificador de grandes obras pictóricas (encarnado por el siempre eficiente Hugo Griffith, de quien por otra parte se conocen mejores prestaciones). Este decide prestar para una exposición pública una escultura que posee de Cellini –evidentemente se trata de una falsificación-. Su hija Nicole (Audrey Hepburn) se muestra recelosa de la actitud hedonista de su padre, hasta que una noche descubre a un ladrón en su casa. Se trata de Simon Dermott (Peter O’Toole), un atractivo joven que está a punto de robar una de las falsificaciones de Van Gogh que la familia de Bonneth posee en su casa. Pese a la particularidad del encuentro ambos se enamoran.

Mientras tanto por la trama surge la presencia del multimillonario Davis Leland (Eli Wallach), obsesionado en adquirir la escultura y posteriormente poseer la mano de Nicole; el marchante de arte De Solnay (Charles Boyer) y una serie de personajes secundarios entrelazados con las armas clásicas del vodevil por la mano experta de Harry Kurnitz a partir de una historia –presumo que poco distinguida-, de George Bradshaw. Una serie de circunstancias que inducen al análisis de la escultura por parte de los responsables del museo, obligarán a Nicole a proponer a Dermott el robo de la misma de forma urgente.

Evidentemente, la película se ofrece con los mejores ropajes con los que entonces un estudio como la Fox sabía envolver productos de estas características: formato panorámico, escenarios fotogénicos, diseño de producción indudablemente brillante (Alexander Trauner; -EL APARTAMENTO (The Apartment, 1960. Billy Wilder)-, excelente fotografía en tonos pastel de Charles Lang (experto en el género; una vez más CHARADE) e incluso música burbujeante a cargo de un Johnny Williams tratando de abrirse camino en la estela del incomparable Henry Mancini, como pasos iniciales de una trayectoria hoy día triunfal en la banda sonora.

Sin embargo y pese a todos estos ingredientes he de reconocer que HOW TO STEAL A MILLION no me parece más que un film discreto, simpático en algunos momentos, divertido en otros, pero carente de ritmo y en modo alguno finalmente distinguible dentro del conjunto de una producción amplia y relevante como la que el género ofreció en aquellos años. Antes al contrario resulta hasta cierto punto triste que un director de su experiencia de tuviera que arrastrarse a los dictados de otros nombres posteriores –a los que personalmente admiro más que al sobrevalorado Wyler, pese a contar este con una filmografía con algunos títulos destacables-. Y es que además estimo que uno de los géneros en los que menos destreza demostró fue precisamente en el de la comedia. Recuerdo el escaso partido que extrajo del guión de Preston Sturges en UNA CHICA ANGELICAL (The Good Fairy, 1935), e incluso me atrevo a cuestionar el que supone –a mi juicio- uno de los mayores “falsos mitos” de su filmografía, la simpática pero finalmente insustancial VACACIONES EN ROMA (Roman Holiday, 1953).

Y esa falta de destreza en la comedia se nota –y mucho- en el título que nos ocupa. No hay “química” entre sus protagonistas –aquí cabría añadir la desafortunada elección de Peter O’Toole como oponente de la Hepburn-. La película es muy irregular en el manejo del timming, por más que logre algunos detalles realmente divertidos: las reverencias de autoridades militares y eclesiásticas ante el paso escoltado de la escultura de Cellini, toda la andadura del episodio de las falsas alarmas y las incidencias con los vigilantes y gendarmes –especial mención a la impagable presencia del casi obligado Jacques Marín (también presente en CHARADE)-, o el momento a mi juicio más hilarante del film; la afectación con la que Bonnet pone un lazo negro en el lugar en el que previamente se ubicaba dentro de su palacete la falsa escultura de Cellini –ante la mirada conmovida de Grammont, el director del museo (Fernand Gravey).


Esa ausencia de feeling en la relación de ambos protagonistas; algo que sí consiguieron directores de generaciones posteriores que apostaron en el género –Warren Beatty y Susannah York de la mano de Jack Smight en MAGNÍFICO BRIBÓN (Kaleidoscope, 1966)-, habría que compensarla de algún modo con el uso de una narrativa más clásica –aunque en sus pasajes iniciales Wyler no se prive del uso de zooms-, y el recurso visual a la presencia de escaleras en buena parte de sus secuencias en el interior de la mansión de los Bonnet. Son elementos y detalles que realmente poco aportan al conjunto de una comedia que se ve con la misma facilidad con la que se olvida, pese a no poder ser considerada como un producto realmente desechable.

Calificación: 2