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CINEMA DE PERRA GORDA

Richard Boleslawski

CLIVE OF INDIA (1935, Richard Boleslawaski) Clive de la India

CLIVE OF INDIA (1935, Richard Boleslawaski) Clive de la India

Contemplando el caudal de cualidades cinematográficas que adornan la olvidada CLIVE OF INDIA (Clive de la India, 1935), uno lamenta por un lado que su realizador, el polaco Richard Boleslawski, falleciera apenas un par de años y siete títulos después. Es evidente que nos encontramos con un hombre de cine, que centraba sus cualidades en una puesta en escena de raíz pictórica y, fundamentalmente, en una personalísima e intensa dirección de actores, a partir de cuyas claves asentaría una dramaturgia, que estoy convencido que en una andadura más dilatada, hubiera fraguado en un cineasta de primera fila. Sea como fuere, acceder a algunos de sus más de veinte largometrajes, nos permite apreciar a un cineasta digno de revisitación. Y es algo que transmite esta película casi plano a plano, logrando adquirir vida propia, a partir de la directa apuesta de Darryl F. Zanuck, como máximo artífice de la 20th Century Pictures. Todo ello, poco tiempo antes que fraguara con la nomenclatura de Fox. Zanuck en estos años apostaría de manera directa por una serie de títulos de época, intentando buscar un aura de prestigio, al tiempo que una creciente aceptación de público, y hay que reconocer que ambas cosas se lograrían, con la astuta mirada de este admirable tycoon. Está claro que muy pronto intuyó los contrapesos del espectáculo cinematográfico, como un arte destinado al consumo de las masas, al tiempo que vehículo para canalizar expresiones dotadas de una clara ambición, basadas bien en la adaptación de prestigiosos referentes literarios o teatrales, o bien albergando en su estudio una nómina de realizadores y técnicos, de enorme valía.

Pues bien, a partir de la adaptación de la obra teatral de R. J. Minney –que muy pronto encandiló a Zanuck-, a mi modo de ver, y por encima de su ropaje como drama romántico, combinando cine colonial y drama victoriano, CLIVE OF INDIA aparece ante mi mirada, como el triunfo de la intuición. La película, en esencia, nos describirá buena parte de la andadura vital de Robert Clive (una eminente composición de Ronald Colman). Un recorrido que se iniciará en la India de 1748, cuando fuerzas de diversos países europeos, compiten a la hora de intentar alcanzar la hegemonía de la India, sobre todo para albergar con ventaja en sus territorios intercambios comerciales. Muy pronto veremos que Clive es un auténtico rebelde, que contando desde el primer momento con el apoyo sincero de Edmund Maskelyne (Francis Lister), se confiará en él su creencia en la búsqueda de un destino a su vida –intentó suicidarse en dos ocasiones, pero la bala no salió del revolver-. Esa misma ambición existencial, pronto nos lo mostrará como un ser en abierta rebeldía contra la mediocridad de su entorno, y se prolongará con la intuición que albergará al descubrir el medallón que Edmond porta de su hermana –Margaret (espléndida Loretta Young)-, que de manera inesperada calificará como la mujer de su vida. Para ello enviará un escrito hasta Inglaterra, poniendo en práctica de nuevo esa intuición que guiará sus actos, aunque todos ellos vayan en abierta contradicción contra las autoridades allí representadas. De forma paralela, las fuerzas francesas invadirán Arcot, la capital del sur de la India. Será el momento oportuno para que Clive se evada del acoso a que se han sometido las fuerzas británicas, y se brinde para comandar a los escasos soldados de que disponen las autoridades, y logrando con ello y con una audaz estrategia, conquistar dicha población y, de inmediato, la hegemonía de las fuerzas inglesas. Convertido en un héroe, el hecho coincidirá con la llegada de Margaret, iniciándose para ellos una relación revestida de sorprendente sinceridad. Clive prolongará una vida social como tal héroe en Londres, alcanzando incluso un escaño parlamentario. Sin embargo, y al tiempo que en su familia se produce la llegada de un hijo, poco a poco comenzará a caer en desgracia, perdiendo su condición social. Ante tal circunstancia ello, atendiendo un nuevo instinto, retornará con su mujer a la India, donde luchará para combatir al sanguinario Suraj Ud Dowlah (encarnado por el habitual actor cómico Mischa Auer), apoyando por tanto al pretendiente y más responsable Mir Jaffar (Cesar Romero). De nuevo pondrá en práctica un ambicioso plan, tras lograr un acuerdo con este de manera poco ortodoxa, disponiéndose con sus tropas para lograr destronar las huestes de Dowlah. Cuando todo aparece en contra, y desoyendo las órdenes de sus superiores, Clive atacará las fuerzas de Dowlah, recibiendo en principio el rechazo contundente de sus tropas, que inesperadamente oscilará y variará de rumbo, gracias a la ayuda de las fuerzas de Jaffar, que se entronizará como monarca y agradecerá la ayuda del británico. Este retornará de nuevo a Inglaterra, decidiendo hacer caso a su mujer y viviendo en una casa de campo. Sin embargo, el deterioro de la vida en la India en su ausencia, le forzará a un nuevo y breve retorno, en el que no contará con la presencia de su mujer. Desde aquellas lejanas tierras le llegarán noticias sobre la campaña de desprestigio que está sufriendo en su país, por lo que regresará y se intentará defender en la Cámara de los Comunes, de las acusaciones que le formularán sus detractores, y que se basarán en sus acciones poco ortodoxas, aunque siempre revestidas de patriotismo.

Como antes señalaba, CLIVE OF INDIA es una acertada combinación de drama histórico, film colonial y relato de época, envuelto en su esencia dentro del ámbito del melodrama, y es ahí donde cabe encontrar lo más valioso de esa crónica, que encarna en la química establecida en Colman y Young, buena parte de sus pasajes y episodios más intensos y perdurables. Sin embargo, aún asumiendo esta sensible premisa, no se puede ocultar que Boleslawski sabe expresarse con constantes muestras de inventiva cinematográfica. Ese rotundo picado que describe el acoso que viven las fuerzas inglesas en Arcot. La crueldad del episodio que muestra el sadismo de Dowlah, prolongado con ese otro picado, que plasma el destino que ese monarca cruel va a destinar a los soldados ingleses apresados, condenándolos a la muerte por asfixia. O,. de manera muy especial, la singularidad que describen las formas visuales de esa imponente batalla, con elefantes protegidos con planchas de hierro, descrita en una noche con tormenta, en la que uno no deja de intuir una cierta ascendencia a la escuela soviética, y en la que la fuerza de su montaje, le proporciona una textura y una singularidad personalísima.

Sin embargo, lo mejor, lo más sincero del film de Boleslawski, se centra en su demostrada querencia por lances melodramáticos, revestidos de un aura de intimismo y sinceridad, que aún siguen manteniendo una enorme vigencia. Es algo que transmite el bellísimo episodio del primer encuentro personal entre Clive y Margaret, en el que las miradas, los gestos o la propia duración de sus planos, transmiten esa sensación de amor sincero. En pocas ocasiones como esta, el amor a primera vista ha quedado más justificado ante la pantalla. O en el doloroso episodio en el que Margaret descubre lo incurable de la enfermedad de su hijo, preparándose para transmitir la noticia a su marido, que acaba de perder el escaño parlamentario. La lectura de la carta de Margaret en plena concentración de las fuerzas. Clive, esperando la señal de Jaffar, hasta que una de las líneas del escrito de esta, hagan reflexionar a su esposo y, de nuevo, atender a su instinto, por encima de las ordenes de sus superiores. O, como no podría ser de otra manera, la sucesión de emociones que transmiten sus minutos finales, con su propia defensa en la cámara, expresando un discurso sincero y elegante, la emoción de su esposa cuando escucha el mismo desde el exterior del parlamento, en unos planos dispuestos con una iluminación casi sobrenatural, o el reencuentro de Clive, totalmente superado por los acontecimientos, y aislados en su antigua mansión londinense. Hasta allí volverá su esposa, reanudando su apoyo y cariño, aún a expensas de la reprobación que espera recibir. Ello, y la llegada del primer ministro –encarnado por el recurrente C. Aubrey Smith-, permitirá concluir CLIVE OF INDIA con un aura de verdad en torno a sus personajes, que una vez más nos permite dejar de lado ese componente colonialista que transmite su base argumental. Creo que más vale dejar de lado el argumento caduco de condenar películas de estas cualidades, en función de una premisa más o menos cuestionable y, en su oposición, valorar lo que en este caso, sus imágenes transmiten. Lo hará por medio de una producción irreprochable, que no se avergüenza de estar totalmente en estudio, y que combina con destreza dicha circunstancia, con la sensibilidad de la que hace gala, en líneas generales dejando en off los grandes acontecimientos que relata, para detenerse en la letra pequeña, a partir de esos dos personajes. Elementos que un director como Boleslawski, sabe delinear, tomando como base dos extraordinarios intérpretes, de los que moldea sendos admirables trabajos.

Calificación: 3

THE LAST OF MRS. CHEYNEY (1937, Richard Boleslawski)

THE LAST OF MRS. CHEYNEY (1937, Richard Boleslawski)

Siempre me ha sorprendido que en una obra tan extensa y de obligada referencia, como “50 años de cine norteamericano”, Tavernier y Coursodon olvidaran hacer mención alguna a la filmografía del polaco Richard Boleslawski. Otro más de los numerosos cineastas europeos que emigró hasta Hollywood, en esta ocasión debido a los desordenes de la revolución rusa. En más de una referencia, he llegado a leer que su prematuro fallecimiento impidió el florecimiento de lo que podría haber sido un cineasta de primera fila. En todo caso, creo que lo que podemos contemplar de su obra, revela la confluencia de un cineasta dotado de una singular sensibilidad, en la que el apoyo de las ambientaciones de época, iría unido por una especial cercanía en torno a sus personajes, uniendo a ello una valiosa dirección de actores. THE LAST OF MRS. CHEYNEY (1937) aparece por un lado como una muestra evidente de dicho enunciado, al tiempo que supuso su última obra, hasta el punto de fallecer antes de finalizar un rodaje, que tuvieron que completar George Fitzmaurice, que enfermó antes de culminar el mismo, aspecto que tuvo que dirimir la interesante Dorothy Arzner.

Lo cierto es que nos encontramos ante una producción Metro Goldwyn Mayer, que revela pese trascurrir casi ocho décadas desde su realización, una especial viveza, modificando su estructura inicial de comedia sofisticada, hasta un contexto claramente romántico, en el que habrá un lugar destacado para permitir ese alcance transgresor, en su crítica a los convencionalismos e hipocresías de las clases altas británicas. Segunda de las tres versiones que el estudio produjo, de la adaptación de la obra teatral de Frederick Lonsdale, el film de Boleslawski destaca ya desde sus primeros compases, por plantear unos modos de comedia relajados e irónicos, en donde la fuerza que adquirirá la hermosa Fay Cheyney (uno de los mejores roles de su tiempo para Joan Crawford), quien en apariencia por error se introducirá en el camarote del maduro y adinerado Lord Skelton (como siempre divertidisimo Frank Morgan). Muy pronto se acercará al contexto de las amistades de este, entre las que destacará el joven, atractivo y arrogante Arthur Dilling (Robert Montgomery). La personalidad de Fay se impondrá muy pronto en este conjunto de nobles ingleses, una vez se establezca en Londres. Allí, tras su participación en un acto de caridad, será invitada por la anciana pero jovial Duquesa de Ebley (magnífica Jessie Ralph), convencidos todos de que se encuentran con una joven viuda de nobles sentimientos. En realidad, ella no es más que la punta de lanza del plan urdido por Charles (impecable William Powell), un conocido ladrón de guante blanco, que junto a sus ayudantes, ha ideado una estrategia para robar el famoso collar de perlas que custodia la duquesa. Lo que en principio aparece como un plan de facil consecución, pronto conocerá dificultades, sobre todo debido a los constantes galanteos que Fay recibirá tanto de Skelton como, sobre todo, de Dilling. La creciente ligazón que –pese a ocultarlo- le va a cercando a este último, será un elemento determinante, como lo será el apego que sentirá por una serie de personajes disolutos, pese a las debilidades que les adornan. Sin embargo, ella seguirá fiel al cumplimiento del plan, para el cual recibirá la inesperada visita de Charles. No obstante, un elemento de última hora romperá con la inmutabilidad de tal decisión por parte de Fay. Será el punto de inflexión, a partir del cual esta y Robert, exteriorizarán los sentimientos de un modo tan peculiar como incluso humillante, como necesaria catarsis de cara a mostrar lo que en realidad ocultan sus corazones.

Como en otros títulos del realizador que he podido contemplar –no todos los que serían deseables-, Boleslawski intenta desplazar el dramatismo en sus ficciones. En su lugar, apuesta por una mirada revestida de serenidad, que en el ámbito narrativo se traduce en planos largos, apostando por escasos movimientos de cámara y sí, por el contrario, por crear una determinada temperatura emocional, a partir del trabajo con la dirección de actores. Así, pues, THE LAST OF MRS. CHEYNEY destacará por la franqueza con la que se expresará en sus secuencias, un trazado de personajes que nunca abandona una apariencia amable, para a partir de dicho punto de partida lograr tallar un grado de sinceridad dramática, que por momentos lega a sorprender. Un ámbito que tendrá su mayor grado de efectividad, en aquellas secuencias que servirán para poner en solfa la superficialidad y clasismo del conjunto de nobles que se encuentran reunidos en la invitación de esa veterana duquesa que, en un arrebato de sinceridad, descubrirá a Fay sus orígenes plebeyos. Esa mirada transgresora tendrá su primer dardo envenenado en el “juego de la verdad” que introducirá la veterana aristócrata, obligando y al mismo tiempo humillando la mezquindad de todos sus invitados, en una secuencia en la que ese sentido de la ironía, no ocultará una mirada disolvente en torno a una aristocracia que apenas se sostiene en la base de unos aparentes buenos modales, que en realidad esconden un comportamiento hipócrita y reprobable. Será algo que aparecerá con toda su fuerza en ese largo episodio, por momentos casi insoportable por su crudeza, aunque jamás perdiendo la elegancia en sus formas cinematográficas, en el que Fay se enfrentará a todos aquellos que intentan sobornarla con la compra de una carta que le enviara Skelton, en la que se ofrece una visión demoledora de todos ellos. Todo un auténtico juicio en el que se pondrá en solfa la sorprendente integridad de alguien que en teoría aparece como reprobable en su condición de ladrona, pero que en su coherencia y deseo para ser detenida por la policía –y con ella Charles-, no solo dará una lección de coherencia y nobleza, frente a los prejuicios de gentes ociosas y adineradas. Será todo ello el elemento de inflexión, para que a partir de esta situación extrema, tanto Chesney como Dilling vayan desnudándose de sus apariencias y, a partir de sus respectivas tomas de decisión, sepan entender y leer la auténtica razón de dichos comportamientos. Será una singular manera de sincerarse y prepararse para compartir sus vidas futuras. Algo que comprenderá el siempre elegante Charles, quien finalmente decida entregarse al inspector de policía. En este sentido, solo cabe achacar a THE LAST OF MRS. CHEYNEY, haber descuidado el destino último de los colaboradores de este golpe finalmente abortado. Una pequeña laguna de guión, en un título elegante y revelador, capaz de trasladar a la pantalla una apuesta por la autenticidad de los sentimientos, y que al margen de suponer la abrupta y trágica conclusión de un cineasta más que prometedor, solo nos transmite el deseo de poder acercarnos a más títulos de su cine, aún envueltos en la nebulosa del olvido.

Calificación: 3

THE PAINTED VEIL (1934, Richard Boleslawski) El velo pintado

THE PAINTED VEIL (1934, Richard Boleslawski) El velo pintado

A efectos puramente ligados a la mitología de Hollywood, no dudaría en considerar THE PAINTED VEIL (El velo pintado, 1934) como una de las mejores películas de cuantas forjaron la filmografía de Greta Garbo. Pero eso sería, sin duda, simplificar el notable caudal de virtudes que emanan de una producción que, de principio a fin, marca la personalidad de su realizador, ese extraño emigrado ruso llamado Richard Boleslawski, que debería merecer alguna retrospectiva en su obra, en la que sin duda emergería como uno de los más inclasificables estetas surgidos en el seno de la muy conservadora Metro Goldwyn Mayer –otros ejemplos que le podrían acompañar en dicha corriente, podrían ser los del hoy olvidado Sydney Franklin y, años después, el igualmente sorprendente Albert Lewin-. Con ambos compartió la facilidad de adentrarse en relatos que adornaba con constante referencias plásticas que, contra lo que podría intuirse dentro de un estudio tan poco dado a coherencias estilísticas, aparecían incorporadas a los sustratos dramáticos de sus relatos, enriqueciendo y dotando a los mismos de una extraña densidad que, en un momento determinado, le permitió asumir relatos que rozaban el delirio más absoluto –el ejemplo brindado por la espléndida THE GARDEN OF ALLAH (El jardín de Ala. 1936) quizá resulte su exponente más definitorio al respecto-. En cualquier caso, lo que nos ofrece esta adaptación de la obra de William Somerset Maugham –que sirvió como base para un nuevo y discreto remake fílmico en 2006 de la mano de John Curran-, muestra casi de sus minutos iniciales, esa voluntad de Boleslawski de adueñarse de la producción, hasta exponer en ella todo un compendio de personalidad como director que, con el paso de los años, permite que su resultado aparezca lleno de frescura.

El argumento del film es bastante conocido, y relata la historia de una joven perteneciente a una familia que vive en una pequeña población rural austriaca, y que en el fondo no desea pasar el resto de su vida en un contexto provinciano con tan pocas posibilidades. Ella es Katrin (Garbo), de quien en los primeros instantes vemos ha contemplado la boda de su hermana, lo que le permitirá huir de aquel lugar en apariencia amable, aunque en realidad claro destinatario de una existencia gris y sin posibilidades de realización personal. Llegados a este punto, nuestra protagonista aceptará la inesperada proposición de boda que le solicita Walter Fane (Herbert Marshall), un joven doctor oriundo de dicha localidad –a la que ha acudido con motivo de dicha boda- y que desde pequeño estuvo enamorado secretamente de esta. Fane ha viajado desde Honk-Kong, destino al que tendrá que retornar, y que hará una vez la proposición de boda sea aceptada. Muy pronto Katrin comprobará que los quehaceres laborales de su esposo le mantienen separado de ella casi por completo, y en dichas ausencias conocerá a un atractivo joven –Jack Towsend (George Brent)- que, aún estando también casado, no dejará de cortejarla, aprovechando las ausencias laborales y, sobre todo, vocacionales, de su esposo. Ello provocará una tensa situación cuando Walter advierta la situación, retando abandonar a su esposa si Townsend acepta del mismo modo divorciarse de la suya. Como quiera que este no asume el envite, el matrimonio Fane viajará hasta una lejana localidad situada a quinientos kilómetros de Hong-Kong, en donde Walter tendrá que asumir el mando de una epidemia de cólera que está causando estragos entre la población. Katrin se tomará dicho destino como una venganza de su esposo, aunque las circunstancias y la comprensión de este, poco a poco le harán descubrir que en la persona de su marido se encuentra un ser especial, contagiándole de la vocación de servicio que ha convertido en el centro de su existencia. Será el momento en el que el amor que siempre ha manifestado Fane hacia su esposa, se vea por vez primera correspondido.

Es probable que el paso del tiempo haya permitido variar la consideración de la obra literaria de Somerset Maugham, de la que presumo sería muy fácil extraer conclusiones ilusorias a la hora de ser definidas como relatos acomodaticios e incluso reaccionarios, pero que quizá el paso del tiempo ha permitido encontrar en ellas una serie de matices de complejidad, encerrados en su obsesión por narrar historias en escenarios más o menos exóticos, que ejercieran como detonante para la transformación de sus principales personajes, en cuyos marcos inhabituales se estableciera una especie de catarsis metafísica que transformara una serie de conceptos hasta entonces mediatizados por una simplista visión occidentalizada. El cine se hizo eco de dicha circunstancia en adaptaciones fílmicas tan magníficas como THE RAZOR’S EDGE (El filo de la navaja, 1946. Edmund Goulding), a la que habría que añadir –entre otras- esta notable película, que se beneficia de la sintonía que se establece entre lo que propone el dramaturgo, y la capacidad del realizador de origen ruso para extraer del mismo el máximo de posibilidades al aplicarle su personalísima concepción de la puesta en escena. Ello se manifestará en primer lugar en la agilidad con la que se plantea la narración, algo desacostumbrado en el cine de aquel tiempo –y máxime dentro de la productora de la que parte su proyecto-. Lo mostrará también en la brillantísima dirección de actores, que no solo permite a la Garbo ofrecer uno de sus mejores roles, sino que incluso logra que el por lo general grisáceo George Brent aparezca provisto incluso de cierta sensualidad a la hora de aparecer como inesperado amante de la protagonista. Huelga mencionar la brillante aportación de Herbert Marshall, puesto que se trata de un intérprete que en cualquier momento de su carrera demostró enormes cualidades como intérprete. Pero casi desde sus primeros minutos, Boleslawski dará muestras de su inventiva como hombre de cine. Será algo que quedará manifiesto ya en la brillante secuencia en la que Fane se declare a la que poco después se convierta en su esposa. Lo hará tras desarrollarse entre ambos una conversación en la que predominará el uso de unos primeros planos caracterizados por la sinceridad de sus protagonistas – poco antes hemos percibido en ciertas actitudes, el latente hastío que se manifiesta en Katrin ante un previsible futuro en aquel perdido rincón austriaco-, y en donde el realizador aplicará uno de los elementos de estilo más frecuentados –y eficaces- de la película; el uso de percutantes encadenados de secuencias, en las que la presencia de un objeto en el último plano o en el primero del encadenamiento, sirva para ofrecer al espectador detalles sobre la percepción interna de sus personajes. En este caso lo ofrecerá la presencia de esa tetera que, en el momento en el que el doctor propone a la protagonista las nupcias, suena como elemento de tensión, cerrando la secuencia un comentario irónico del futuro esposo, señalando que prefiere un whisky antes que el té ya en su punto. La acción pasará sin solución de continuidad al viaje que –tras disfrutar de una luna de miel en distintas ciudades- llevará a ambos hasta Hong-Kong. Será una breve secuencia en la que el excesivo predominio de las transparencias, quizá aparente un cierto desnivel en el relato. Por fortuna, será una impresión pasajera. Muy pronto en su desarrollo aparecerá el personaje de Townsend, instalando en la progresión del relato un elemento que oscilará entre la tensión y una casi irresistible sensación de fascinación. Será en dicho fragmento, donde de nuevo Boleslawski recurrirá a esa utilización de los encadenados de secuencias con elementos que adelanten al espectador la tensión subyacente –uno de ellos mostrará el sonar de una pequeña campana de aviso tras un encuentro entre los dos amantes, otro nos trasladará de Katrin cenando sola a esta tomando una taza de te en un restaurante donde se proyecta su imagen en un espejo y espera a su amante. No será, sin embargo, más que el preludio a un fragmento admirable, que por derecho propio debería incluirse entre lo mejor jamás rodado por su artífice. Me refiero, por supuesto, al disfrute de los dos amantes de una celebración china. Una secuencia en la que el director se dejará seducir por la fascinación existente en ese tipo de fastuosos festejos, pero que al mismo tiempo serán filmados desde cierta distancia, con una mirada impresionista y adoptando planos de corta duración insertados de manera casi improvisada, sin duda para con ello trasladar al espectador las sensaciones que tan lujosa celebración provoca en los dos occidentales que al mismo tiempo se muestran dichosos en su relación de infidelidad mutua. Será el oportuno contraste con una secuencia aún más hermosa –quizá la más memorable del film, en la que detectaremos ecos del mejor Sternberg-, que nos mostrará la visita de Katrin y Townsend a un templo en el que, de manera armónica, convivirán diversas imágenes de deidades orientales. Un breve matiz relajado, provisto de un sentimiento casi místico, en el que la planificación relacionará los sentimientos de ambos en torno a la mirada que les ofrecen las figuras de los dioses allí presentes, e incluso Katrin escuchará la predicción de su futuro que le proporcionará un viejo sacerdote. Será, pese a la placidez que vivirán ambos, el principio del fin de su relación, que Fane logrará interrumpir al plantear entre los dos amantes la posibilidad de un divorcio paralelo, que Townsend rechazará, demostrando la oculta mezquindad de su personalidad.

De tal forma, el matrimonio Fane viajará hasta esa vieja y lejana población esquilmada por el cólera, donde Katrina se mostrará tan sumisa como incapaz de reaccionar. Boleslawski logrará plasmar de manera ejemplar dicha situación en la secuencia en la que los recién llegados acudan a la modesta vivienda que ocupaba el doctor que previamente murió allí del cólera. El traslado de la cama del fallecido delante de la estremecida Sra. Fane, la visión de la bandeja en la que se mostraba su foto familiar junto a sus guantes de operaciones, o la decisión de su esposo de hacer quemar todo reducto de las pertenencias de este, proporcionarán a dicha llegada un matíz tan denso como inquietante. Pero llegará el momento de la catarsis. Será en esa parte final, donde nuestra protagonista adevertirá en su asumida soledad, que en su esposo no se encuentra alguien vengativo ante su actitud, sino un hombre que ha hecho del trabajo y la entrega hacia sus pacientes el elemento central de su existencia. La rebelión de sus habitantes ante la decisión de Fane de quemar unas viviendas que propagaban el cólera en su subsuelo y la virulenta respuesta de estos, serán la señal del casi forzado sacrificio de este, poco después de comprobar que tras una sincera conversación mantenida con su mujer, pensaba que ella había decidido abandonarlo, comprobado muy pocos después que Katrin por el contrario no solo deseaba acompañarlo, sino incluso ayudarle en su labor de entrega a los demás. Será la base sobre la que emergerá la semilla de un amor quizá siempre presente, pero que hasta ese momento no había podido germinar con la fuerza suficiente. No importará que en esos momentos casi trágicos Townsend acuda, bien sea por ayudar, o bien por recuperar a su amante. Cuando contemple la situación, tan solo se limitará a ofrecer su colaboración, ya que ha advertido la decisión última de Katrin, mostrada por Bolelaswski con una intensidad y sencillez digna de un Frank Borzage o Leo McCarey.

Sin ser un logro absoluto, THE PAINTED VEIL es un estupendo melodrama, que sobrepasa con mucho los perfiles marcados en buena parte de la filmografía de la actriz sueca. En esta ocasión, su propia presencia –con ser magnífica-, no aparece como el epicentro de un relato sincero, intenso e incluso místico en sus momentos más brillantes.

Calificación: 3

OPERATOR 13 (1934, Richard Boleslawski) La espía nº 13

OPERATOR 13 (1934, Richard Boleslawski) La espía nº 13

El destino o la casualidad me ha hecho acercarme a dos títulos, rodados con una distancia no excesiva de tiempo entre ellos –apenas seis años-, que abordaban una temática bastante similar. Me estoy refiriendo con ello a VIRGINIA CITY (Oro, amor y sangre, 1940. Michael Curtiz) y también a OPERATOR 13 (La espía nº 13, 1934), con la que el ruso Richard Boleslawski dio buena prueba de su talento visual, aunque se tuviera que plegar al look  de un estudio como la Metro Goldwyn Mayer. En esa dicotomía, nos encontramos ante una curiosa y por momentos atractiva mezcla de relato histórico, drama romántico y comedia, que brinda al realizador una oportunidad para demostrar su singular capacidad para la mixtura de géneros, que le permitió el logro de títulos quizá nunca redondos, pero que puede que en su conjunto permitiera una aportación que aún a los espectadores de nuestros días queda bastante incompleta.

 

Espoleada por una antigua amiga suya -Eleanor (Jean Parker)- que ejerce hace tiempo como espía para el ejército de la Unión, la actriz Gail Loveless (Marion Davies) decide unirse a las fuerza que comanda un acosado Lincoln –aspecto en el que influirá haber perdido a un hermano a dicha lucha-. En el desempeño de dichas funciones, Gail se trasladará hasta Virginia, donde se camuflará como una joven de color, lo que le permitirá ejercer sus labores en pleno campamento sudista. Lo que no podrá evitar es que entre sus componentes conozca al joven, apuesto y carismático capitán Jack Gailliard (Gary Cooper), de reconocido prestigio ejerciendo las mismas funciones de espía que nuestra protagonista, aunque con diferentes métodos. Poco a poco, y junto a la contundencia y efectividad de su labor, Gail irá atisbando las consecuencias de llevar a cabo la misma –facilitará el estallido de una cruel batalla que destrozará la felicidad de una boda e incluso la propia culminación de dicha pareja-. Será el punto de partida de una visión más desencantada de la crueldad de la guerra, que no evitará que tenga que retornar a territorio de la Unión, no sin antes tener que salvar a Eleanor de una condena a muerte al haber sido detectada en su labor como espía. Una vez regresados a sus territorios y pese a su reticencia, Gail será forzada a ejercer nuevamente como espía al ser sustituida como la supuesta hija de un destacado seguidor de la causa sudista. Para ello olvidará su caracterización mestiza, adquiriendo su imagen habitual y volviendo a encontrarse con Gailliard, con quien de manera ya abierta iniciará un romance compartido por este. Será una inflexión en la que la ofensiva de la Unión forzará a descubrir en el sudista la verdadera faz de la mujer a la que ha amado. Llegado ese momento, el desconcierto se adueñará de él, viendo en Gail –hasta entonces bajo un nombre supuesto- a una traidora en sus sentimientos, aunque muy pronto la actuación de esta le haga comprender la sinceridad de estos.

 

En todo momento, OPERATOR 13 muestra bien a las claras el contraste entre las intenciones plásticas de su realizador y el marco de producción de la Metro, que en algunos momentos parece preludiar que nos encontremos ante un precedente de GONE WITH THE WIND (Lo que el viento se llevó, 1939. Victor Fleming). Está claro que Boleslawski era un realizador con notables inquietudes plásticas, y es algo que se manifiesta de manera muy clara en las composiciones visuales que muestran los primeros instantes de la película. Unos planos de escasa duración y contundente articulación, que logran transmitir de manera expresiva y casi pictórica el dramatismo del enfrentamiento en la guerra civil norteamericana. Será un prólogo que culminará con la sombra de una gigantesca bandera norteamericana ubicada sobre el rostro de Lincoln, ante una multitud que cuestiona su liderazgo. A partir de ese inicio, la película sortea con habilidad esa mixtura de género, e incluso la presencia de la Davies ya en su periodo de decadencia. Poco a poco, su discurrir oscilará entre las concesiones a esa ampulosidad propia del estudio –que delimitan los elementos más prescindibles e incluso kitsch de la función, y que tendrían su exponente más claro en los instantes previos a esa boda frustrada, caracterizada por la exhibición de figuración y vestuario-, y los intentos del realizador por formalizar composiciones visuales llenas de atractivo. Es algo que se manifestará en numerosos instantes y, en definitiva, lograrán articular ese discurso que, en última instancia, trasladará la película, en torno al horror de la guerra, y la voluntad de superación de la tremenda situación que hasta ese momento desgarraba la vida norteamericana. Boleslawski se esfuerza en utilizar todos sus recursos –incluyendo en ellos curiosas cortinillas- articulando su inclinación para mostrar composiciones visuales dominadas por el artificio, que en algún momento podrían tener ecos del cine de Sternberg. Es en ese terreno, el de una relativa irrealidad elaborada dentro de un contexto histórico, en donde podemos encontrar el caudal de plasticidad y atractivo que ofrece este OPERATOR 13 que, de manera sorprendente, culmina de forma abrupta, contradiciendo de alguna manera el espíritu que ha seguido su discurrir hasta entonces, y que bien pudiera proceder de alguna anomalía en el rodaje de sus últimos minutos.

 

En cualquier caso, y aún reconociendo la medianía de su alcance, justo es reconocer los valores parciales que ofrece la película comentada, en la medida de resultar un exponente más de la extraña personalidad de un realizador digno de un análisis más cercano.

 

Calificación: 2’5

LES MISÈRABLES (1935, Richard Boleslawski)

LES MISÈRABLES (1935, Richard Boleslawski)

Durante el discurrir de la década de los años treinta, uno de los principales elementos de prestigio en los grandes estudios de Hollywood, fue la adaptación de célebres y conocidas adaptaciones literarias. Productos especialmente cuidados con los que se competía entre las propias majors para obtener tanto un considerable éxito popular como, paralelamente, lograr prestigiar la labor de sus diferentes equipos de producción. Era, por así decirlo, una tarea que de alguna manera les “redimía” en su condición de fabricantes de títulos englobados en los géneros tradicionales, por lo general calificados implícitamente como “innobles”.

 

Es bastante probable que fuera la Metro Goldwyn Mayer quien, en mayor medida, incidiera en esta vertiente. Era lógico, por otra parte, cuando en la propia idiosincrasia del mencionado estudio se definía su pretencioso empeño de hacerse valer como el estudio más importante de todos. Fue una circunstancia esta que pese a que buena parte de sus empeños en este sentido se sucedieran, también le permitiría alcanzar títulos que perduran como modélicos ejemplos de esta tendencia. Sin hacer mucha memoria, podría citar las estupendas A TALE OF TWO CITIES (Historia de dos ciudades, 1935. Jack Conway) o THE GOOD EARTH (La buena tierra, 1937. Sidney Franklin). Ni que decir tiene que el resto de estudios también se incorporaron a esta tendencia, aportando títulos que siempre se expresaban como competentes productos “de equipo”, y en los que mas allá de la labor de sus correspondientes realizadores, se podía manifestar el empeño de sus respectivos departamentos para rodar películas de la mayor magnitud y brillantez posible. Por lo general, estos eran los exponentes que representaban de partida las posibilidades de cada uno de ellos de cara a aquellos lejanos Oscars, sin tanta trascendencia mediática como en nuestros días, pero con similar influencia en el mercado norteamericano.

 

Pues bien, uno de dichos ejemplos lo brinda, LES MISÈRABLES (1935, Richard Boleslawski) –por cierto, en esta línea de competición para los Oscars, logró cuatro nominaciones-, auspiciada por la entonces aún no en todo su esplendor 20th Century Fox, y que suponía una ya entonces no inicial adaptación de la inmortal novela de Victor Hugo. Indudablemente, con ella se mostraba una auténtica superproducción que en líneas generales sintetizaba el argumento de tan ilustre referente literario, erigiéndose como un producto hábil, en ocasiones inspirado, y del que inicialmente cabe agradecer no dejarse llevar en demasía por la exhibición de medios de producción. Antes al contrario, se distinguía en su oposición en la apuesta por la veta intimista del relato,  mostrando por encima de todo la confrontación de la justicia con la ley, la primera identificada con una raíz divina, y la segunda en rango de inferioridad con la primera, en la medida que ha sido ideada por el hombre, y por ello revela su imperfección y frío determinismo. Se trata de una pugna que en la película tendrá su personificación en los personajes de Jean Valjean (Fredrich March) y el frío e implacable inspector Javert (Charles Laughton). El primero de ellos es un hombre que desde el primer momento ha estado marcado por tener que sufrir la injusticia de diez años de condena de galeras por haber robado un pan para sus hijos. A partir de esa dura experiencia su vida tendrá que verse marcada por sucesivos cambios de identidad y, sobre todo, una constante lucha de superación que le llevará en dos ocasiones a convertirse en un hombre respetable y acaudalado, aunque ello no le evite padecer el sufrimiento consustancial de haber variado su identidad y, con ello, contravenido lo que marcan las leyes. Por su parte, Javert se trata de un hombre reprimido en sus sentimientos, y que basa la previsible eficacia de su andadura en la vida –de la que se desprende una frustrada infancia marcada por una familia conflictiva-, en el estricto cumplimiento de la ley. Sin incorporar a la misma ningún ápice de sentimiento, solo se expresará en una personalidad alienada en esta vertiente, que tendrá en el progresivo descubrimiento de la personalidad oculta del piadoso Valjean –al que reconoce cuando ocupa la identidad del respetado industrial convertido en alcalde-, un competidor no tanto en elementos personales, sino por el hecho de representar aquello que se opone a cuadriculada su manera de entender la vida.

 

Es a partir de esta oposición donde se desarrolla el devenir cuasi folletinesco de LES MISÈRABLES –dividido en tres partes que se corresponden con las identidades que Valjean tiene que asumir a lo largo de su vida-. Y cuando señalo deliberadamente lo de “cuasi”, lo hago en la medida que el film de Boleslawski huye en buena medida de dicha tendencia, erigiéndose como un título de notable sobriedad en su expresión cinematográfica. Y ello es algo que quizá procediera de la elección de ese extraño realizador ruso, al que su prematuro fallecimiento puede  que impidiera una andadura más perdurable en el cine norteamericano. Sin embargo, y a tenor de lo que de ella he tenido oportunidad de contemplar –especialmente en su sorprendente THE GARDEN OF ALLAH (El jardín de Alá, 1936)-, en él se expresaba un singular hombre de cine, que lograba mostrar una mirada revestida de personalidad dentro del terreno en que describía sus proyectos. Y es que a partir de su experta mano en el melodrama, ofrecía sorprendentes variaciones, en una tendencia que se ofrece igualmente en el título que nos ocupa. Caracterizado por una excelente fotografía de Gregg Toland, quizá destacaría en esta película la fuerza que tiene la utilización de determinados objetos, que se erigen como auténticos catalizadores de la acción. Es probable que ello fuera un referente de alguien que había logrado un prestigio previo notable como director escénico, pero desde el primer plano del film esta inclinación queda manifiesta. La estatua que representa la justicia da paso a una panorámica que nos inserta en el juicio que condena injustamente a Valjean. Muy pronto tendremos otros constantes exponentes de esta tendencia, que  a mi modo de ver ejercen como auténticos hilos conductores de los conflictos generados en el film. Desde la manera de mostrar a Javert a través de sus botas, la importancia que a nivel de transmisión de ideas ejercen esos dos candelabros que prácticamente se erigen como símbolo de la conciencia de Valjean, pasando por la imaginería religiosa ubicada en el campo que condicionará la andadura vital del protagonista –especialmente ese encuentro con una talla de la Virgen que le hará reafirmarse en los sentimientos justos que le ha transmitido su estancia en la vivienda del obispo Bienevnu (Cedric Hardwicke)-. Todo en el film de Boleslawski se rige por esa inclinación que valoriza objetos y decorados, ayudados por una oportuna dramatización de su iluminación.

 

Ni que decir tiene que todo ello deviene en un rasgo de originalidad, y en buena medida proporciona los mayores atractivos de un film que abiertamente renuncia a introducirse por senderos llenos de facilidad o inclinados a los excesos de producción, inclinándose por el contrario en una vertiente intimista indudablemente no muy habitual en títulos de estas características. Ello, bajo mi modo de ver, no nos ha de llevar a concluir que nos encontramos ante un film totalmente logrado. Es indudable que LES MISÉRABLES mantiene bastante interés, pero encuentro que la película -en ese afán de huir de su natural inclinación con el melodrama folletinesco-, no logra articular plenamente ese camino divergente emprendido basándose en secuencias expresadas a modo de pinceladas –quizá en ello tendría bastante que ver el prestigio escénico de Boleslawski-, unidas por un considerable uso de elipsis, que en buena medida sirven igualmente para extractar la densidad de su referente literario. Pero, con todo ello, echo de menos una mayor intensidad, un mayor arrojo. Nadie puede dudar que hay una implicación personal a la hora de hacer progresar sus imágenes, pero no tengo tan claro si el camino emprendido sea siempre el más adecuado, puesto que en no pocos momentos personalmente me siento ajeno al sufrimiento de sus personajes. Unido a ello, y en el terreno de la dirección de actores, no se puede objetar el enorme esfuerzo puesto en práctica por Fredric March –desarrolla cuatro personalidades a lo largo de la película; no olvidemos jamás su breve pero admirable encarnación del alelado que por su parecido con este, está a punto de ser condenado al ser confundido con Valjean-. Sin embargo, no puedo decir lo mismo del trabajo realizado por Laughton. Pese a su esfuerzo de “histrionismo contenido”, el retrato que se realiza del frío Javert no me convence. Incluso en un personaje de determinismo tan acusado se tendría que haber manifestado un mínimo vestigio de humanidad en su evolución –que, preciso es reconocerlo, se manifiesta en sus imágenes finales-. Estoy convencido, que conociendo el puntillismo de Laughton y adivinando que Boleslawski estuvo muy cerca en esta vertiente –en la que basa bastante de sus intenciones dramáticas-, el rodaje debió ser bastante conflictivo para ambos.

 

Calificación: 2’5