A CANTERBURY TALE (1944, Michael Powell & Emeric Pressburger) [Un cuento de Canterbury]
Puede que sea A CANTERBURY TALE (1944), un perfecto ejemplo de las virtudes y defectos que definió el cine del tandem formado por Michael Powell y Emeric Pressburger. Una pareja de directores que durante la década de los cuarenta -al menos a tenor de los títulos suyos a que voy teniendo acceso-, legaron los productos más valiosos de su trayectoria al conjunto de la cinematografía inglesa. Sería con posterioridad cuando ambos se inclinarían hacia ámbitos sin duda más dominados por el exotismo y una peculiar y esteticista expresión visual -que incluso llevó a Powell a rodar una película en España-, hasta realizar durante los años 60 títulos tan irregulares como extraños en su concepción, al que acompañan el mítico PEEPING TOM (El fotógrafo del pánico, 1960). En cualquier caso, ni siquiera aquellos que no nos sentimos especialmente fascinados ante las películas de este tandem, podemos dejar de apreciar en ellas una marcada singularidad y el acierto a expresarse en inquietos y atrevidos términos cinematográficos.
Cuando antes señalaba que se trata de un film finalmente interesante, aunque representativo de cualidades y limitaciones del conjunto de su cine, me quiero referir al hecho de constatar una sensación final tras contemplar la película realmente grata, dando la sensación de lograr llevar a buen puerto su propuesta dramática final. No obstante, hay dos elementos que a mi juicio impiden que la película alcance el resultado que sus mejores momentos deja entrever. Estos serían fundamentalmente la escasa garra de su planteamiento dramático –este es francamente poco atractivo- y, fundamentalmente, la excesiva duración de su metraje en función de lo liviano de su anécdota argumental. Cierto es que los responsables de la película no se basan en una narración convencional, buscando hacer llegar al espectador una serie de sensaciones basadas fundamentalmente en una mirada telúrica y casi contemplativa. Pero no es menos cierto que la desmesura entre las intenciones y los resultados no siempre están plenamente logradas, haciéndose notar determinados puntos muertos en la película que, eso sí, son sublimados y dejados atrás por la fuerza y sensibilidad de una media hora final que, es innegable, se encuentra entre los fragmentos más logrados de cuantos rodaran jamás The Archers.
El film de Powell y Pressburger se inicia de una forma muy ingeniosa. Una elipsis que retrocede 600 años de edad, y curiosamente de alguna manera prefigura –a mi juicio con mayor acierto - el tan celebrado del primate con los huesos en 2001 A SPACE ODYSSEY (2001, una odisea del espacio, 1968. Stanley Kubrick). En esta ocasión el prólogo nos lleva hasta las campiñas de Kent, haciendo evocación de la importancia del camino de Canterbury, fundiendo con un plano en el que se contempla un cazador y su halcón, con la imagen de un avión y el mismo personaje ataviado de soldado en la II Guerra Mundial. De esta forma tan efectiva se nos traslada a un rincón inglés dominado por el peso de una tradición, una cultura, un estado de ánimo, y una forma de pensar en la que importa más el vivir que el ansia de poder o la ambición. Se trata de un aforismo que sería de nuevo tratado por el tandem de realizadores en su inmediatamente posterior –y a mi juicio algo más lograda- I KNOW WERE I’M GOING! (1945), y que de nuevo contrapone un entorno rural con su bagaje antropológico, ante la invasión por unos personajes extraños al mismo, y cuya intrusión en el mismo les llevará a un cambio y una rápida evolución en su andadura vital.
En este caso se trata de un soldado americano, otro británico que trabajaba hasta la llegada de la guerra como organista cinematográfico, y una enviada del ministerio de agricultura. Ambos se relacionarán en una anécdota bastante simple; la búsqueda del denominado “hombre del pegamento” que se dedica a rociar el pelo de jóvenes durante las noches en la pequeña localidad. Será un leve argumento –una de las ya señaladas debilidades de la película-, el que servirá para que cada uno de ellos encuentre un punto d einflexión en sus vidas, especialmente delimitado por la presencia del magistrado de la localidad Thomas Colpeper (un maravilloso Eric Portman). Será este el valedor de ese mensaje casi existencial, a través de sus sabios consejos, su lucidez y plácidas formas, en medio de un contexto en el prácticamente sucede nada de interés, y las sensaciones que puede proporcionar aspectos tan simples como un simulacro de batalla pirata por parte de unos niños, serán complementarios a la investigación de estos tres jóvenes para lograr detectar quien es realmente el culpables de tan inofensivos como molestos “atentados” contra jóvenes muchachas.
A CANTERBURY TALE no es, por tanto, un título narrativo, sino ante todo contemplativo. Esa en ocasiones molesta sensación de que no sucede nada, se ve compensada en todo momento por el refinamiento y la sensualidad visual puesto en practica por sus realizadores, por el tono de cotidianeidad –tan consustancial a cierto cine inglés de la época- y la desdramatización del mismo, o la fuerza que adquieren la presencia y los parlamentos en las apariciones de Coldpeper. Sin embargo, es en la media hora final de la función, donde realmente podemos encontrar los momentos más memorables de la misma, y con ello olvidarnos en buena medida de las ciertas insuficiencias de su metraje precedente. Todo ello se observará desde el instante en que la muchacha –Alison (Sheila Smith)-, se vea impregnada por el aire telúrico que por momentos parece trasladarla al pasado en pleno campo –un momento realmente magnífico-, y aparezca junto a ella Coldpeper, y posteriormente los dos soldados, que no advierten la presencia de ellos dos. La fuerza de la película se incentivará con el traslado de los cuatro personajes a Canterbury –en un trayecto en tren dominado por las palabras de Coldpeper y la iluminación que se proporciona a determinados momentos en los personajes-. Será sin embargo, el fragmento que se desarrolla en el entorno y el propio interior de la catedral, el que pueda describirse como uno de los más hermosos del cine inglés de la década de los cuarenta. Combinando un deslumbrante esteticismo con una planificación que sublima el entorno del edificio, su alcance místico y espiritual y el peso como epicentro de una cultura y un modo de entender la vida, desplegará en su entorno la evolución que vivirán sus tres personajes. Para el soldado norteamericano le servirá para entender otro modo de entender la vida, al soldado británico le permitirá acceder a un nuevo estado vital –lo que le llevará a olvidar su intención inicial de denunciar al “hombre del pegamento”, y a Alison le permitirá albergar sus esperanzas de volver a encontrarse con su prometido. Ambos serán contemplados con mirada cómplice por Coldpeper, consciente de haber llevado a los tres a un nuevo rumbo en sus vidas.
Calificación: 3
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