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CINEMA DE PERRA GORDA

TORTILLA FLAT (1942, Victor Fleming) La vida es así

TORTILLA FLAT (1942, Victor Fleming) La vida es así

Referente recurrente en el cine norteamericano, eje centrífugo de títulos tan justamente legendarios como THE GRAPES OF WRATH (Las uvas de la ira, 1940. John Ford), sobrevalorados en su momento como OF MICE AND MEN (De ratones y hombres, 1939. Lewis Milestone), o incluso recientes en su plasmación, como el remake que de esta misma novela filmó el actor Gary Sinise en 1992, lo cierto es que la narrativa de John Steinbeck ha estado presente en numerosas producciones y ficciones tanto cinematográficas como televisivas. Una de ellas, y además de las primeras, lo supuso la adaptación de TORTILLA FLAT (La vida es así), filmada por Víctor Fleming en 1942, contando para ello con un equipo técnico y artístico de primerísima fila. A las excelencias de su cast, cabe unir la presencia de Karl Freund como operador de fotografía, John Lee Mahin como coguionista, Cedric Gibbons en las tareas de dirección artística, o Edwin B. Willis como decorador. En definitiva, un equipo de excepción para un producto de la Metro Goldwyn Mayer, que se planteaba al mismo tiempo jovial y desprejuiciado, dentro de su clara intención de ofrecerse como una producción de “prestigio” dentro del estudio.

Sería esa la primera singularidad de una película, en la que ante todo sorprende la deliberada intención de sus artífices, de salirse por completo de los estándares de producción marcados en el estudio. Es evidente que, en última instancia, TORTILLA FLAT pierde parte de su previsible potencialidad por esa cierta blandura que, por otra parte, era norma habitual en el cine de Fleming. Sin embargo, no por ello se ha de dejar de apreciar ese tono bucólico y jovial, esa mirada casi iconoclasta que la película brinda, a través de la singladura de un pequeño colectivo de personajes, a cual más estrafalario, al límite con la marginalidad propia de la Gran Depresión. Todos ellos se encuentran en Tortilla Flat, una pequeña localidad costera de California, donde sobreviven en el límite de la indigencia, siendo comandados por Pilon (Spencer Tracy). Este es un ser tan astuto y marrullero como entrañable, que sabe en todo momento alternar el sentimiento de la más pura amistad, con el pillaje para lograr sus modestos objetivos. Estos se establecerán en no trabajar, vivir al margen del sistema, divertirse todo lo que pueda, y aglutinar en sus deseos a sus amigos. Entre ellos se encuentra Daniel Alvarez (John Garfield), un joven pendenciero que se encuentra en el calabozo, donde recibirá la inesperada herencia de su abuelo; dos casas situadas en los suburbios de la ciudad. Muy pronto Pilon se hará dueño de la situación, aglutinando en torno a las desvencijadas viviendas toda una pléyade de amigos. Seres marginales que contemplan sin embargo con optimismo el destino que les ha otorgado su existencia. Sin embargo, un impedimento obstaculizará el contexto lúdico y vitalista implantado por el veterano líder; el progresivo acercamiento mostrado entre Alvarez y la bella y agresiva Dolores Ramírez (Hedy Lamarr). La extraña relación que se mantiene entre ambos, será una circunstancia que llevará a Daniel a plantearse la posibilidad incluso de trabajar, para con ello comprar un pequeño barco que le permitiera mantener un negocio propio. De forma paralela, el grupo de Pilon intentará lograr una importante cantidad de dinero, timando para ello al viejo “Pirata” (Frank Morgan), al que acogerán en ese hogar que parece un albergue de vagabundos, con la aviesa intención de apoderarse de los ahorros que este tiene escondidos. Pese a dichas intenciones, el relato que este les realizará del destino que tenía de dicha pequeña fortuna –un candelabro de ofrenda a la figura de San Francisco, una de las secuencias más hermosas de la película-, detendrá la intención de todos ellos. Sin embargo, una dura prueba se pondrá de manifiesto con el grave accidente sufrido por Daniel en una pelea, que estará a punto de costarle la vida, y que hará reflexionar a Pilon sobre la inutilidad de sus procedimientos, rogando al mismo San Francisco la promesa de otro candelabro si su joven amigo se recupera. Lo hará, aunque en el último momento el dinero recaudado con su trabajo –oculto- cortando calamares, servirá para otro cometido más adecuado al futuro de su joven amigo, cuando este se case con Dolores. Pese al ambiente jovial y amistoso de esta boda, nuestro protagonista y sus amigos más allegados despreciarán la vivienda que Alvarez les ha dejado –no se molestarán en sofocar el incendio de la misma-, decidiendo proseguir el vitalismo del día a día que ha presidido hasta hace poco el devenir de sus vidas.

De esta forma, con ese alcance bucólico que esconde por un lado el sentido de unas vidas sin rumbo –una faceta dramática que la película obvia sin complejos-, TORTILLA FLAT se erige en una crónica amable, entrañable, en ocasiones blanda, en otras conmovedora, de un conjunto de seres encuadrado dentro de la inmensidad de la Gran Depresión norteamericana. Nadie como Steinbeck supo retratar esta dramática circunstancia, y fue algo de lo que en su momento el cine USA supo servirse, en esta ocasión destacando en la película un diseño de producción magnífico, que permite incluso que pese a partir de un rodaje generalizado en estudio, sus imágenes, el contexto, las viviendas y todos los lugares donde se desarrolla la acción, estén provistas de una rara sensación de autenticidad. Tenemos que reconocerlo, no era ese el fuerte de Víctor Fleming, un artesano tan eficaz como pesado, que en esta ocasión logra llevar a buen puerto un relato que sabe oscilar de lo costumbrista a lo decididamente cómico, y de ahí al contexto dramático con bastante equilibrio. Un equilibrio que le permitirá un especial brillo al que, bajo mi punto de vista, se erige como el personaje más atractivo de la función. Me estoy refiriendo a ese veterano “Pirata” encarnado con conmovedora humanidad por el gran Frank Morgan –es imprescindible escucharlo con su voz original-, al cual comprenderemos en su inicialmente caprichosa decisión de proseguir en su miseria para cumplir una promesa –logrará con su enternecedor relato convencer a la pandilla de Pilon en desistir de sus intenciones-. Será un episodio que se prolongará en la manera con la que “Pirata” será vestido de forma adecuada para asistir a la misa en la que se ofrendará su candelabro –es vestido con cariño por sus amigos, e incluso en la ceremonia sus animales le seguirán hasta introducirse dentro del templo-. Esa maravillosa descripción del personaje, tendrá un momento grandioso en la escenificación que hará de la supuesta aparición que vivió de San Francisco en pleno campo, siendo contemplado con arrobo por sus fieles perros. Podría, por otra parte, haberse convertido todo ello en un episodio estomacante, pero por fortuna el mismo adquiere una sensación de ligereza y sinceridad, que en definitiva se erige como la mayor cualidad de una película que, llegada su conclusión, evita toda conclusión moralizante, lo cual era ya de agradecer siendo una producción Metro de aquel tiempo. Cierto es que a la misma le falta ese “gramo de locura” que podría caracterizar un título coetáneo como THE TUTTLES OF TAHITÍ (Se acabó la gasolina, 1942. Charles Vidor), pero justo es admitir que, dentro de su moderado alcance, TORTILLA FLAT supone no solo un grato divertimento, sino ante todo la sensación de contemplar una película que prácticamente no podía fallar, partiendo como lo hacía, de unos materiales de primera fila.

Calificación: 2’5

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