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CINEMA DE PERRA GORDA

DEVIL’S DOORWAY (1950, Anthony Mann) La puerta del diablo

DEVIL’S DOORWAY (1950, Anthony Mann) La puerta del diablo

Han pasado seis décadas desde que fue realizada, resulta evidente que no se encuentra entre los westerns más reconocidos de su artífice, e incluso el paso del tiempo no le ha reconocido del hecho de ser una de las visiones más nobles que el cine ha mostrado jamás sobre la dignidad y singularidad del indio. Pero aún con todos estos inconvenientes, la realidad de DEVIL’S DOORWAY (La puerta del diablo, 1950) supera, con mucho, estas visiones a mi modo de ver injustas. Injustas en la medida que nos encontramos ante un título espléndido, totalmente integrado en la corriente psicológica que en aquellos años enriqueció el cine del Oeste. También en la incapacidad de reconocer que asistimos ante la primera gran aportación de Mann en un género en el que debutaba, y al que brindaría una de las miradas más personales y reconocidas, ratificada de inmediato con dos títulos notables como THE FURIES (Las furias) y WINCHESTER 73 ambas del mismo 1950-. Es quizá del primero de estos títulos, donde con más facilidad podemos establecer un entronque con la labor de puesta en escena que el realizador de EL CID (1961), ofrece en el título que comentamos, tomando como referencia la experiencia previa adquirida en el cine policíaco –donde ofreció no solo una serie de films magníficos, entre el que me gustaría destacar el poco reconocido y urbano SIDE STREET (1949)-, sino el hecho de proyectar en ellos una estética, en definitiva un estilo, propio.

Por ello DEVIL’S DOORWAY asume esa plástica de raíz expresionista, que se asomará en el aspecto sombrío que en todo momento adquiere la andadura vital de Lance Poole (un notable Robert Taylor, que dota a su personaje de la necesaria dignidad), un indio navajo que retorna a Wyoming después de varios años combatiendo con la caballería, por lo que ha recibido la medalla de oro del congreso. De poco le valdrá el espejismo de una filiación noble a la hora de volver a la realidad de un Oeste cambiante, en el que poco a poco irá percibiendo que no hay lugar para las gentes de su raza. Es algo que irá apreciando desde el mismo momento de su retorno a su lugar de origen. En buena medida, además de esos modos de raíz expresionista, que Mann asumió a partir de la simbiosis mantenida con el director de fotografía John Alton –que le llevó incluso al ámbito de la revolución francesa en la estupenda REIGN OF TERROR (El reinado del terror, 1949)-, lo cierto es que DEVIL’S DOORWAY proporciona una extraña continuidad con otra de las constantes temáticas que el cine del realizador había utilizado en su obra precedente; el respeto hacia las minorías y una mirada comprensiva hacia los marginados. Es así como, aunque estemos ubicados en un ámbito y un tiempo diferente por completo, no nos encontramos muy alejados de títulos como RAW DEAL (1948) o BORDER INCIDENT (1949) –en este último ejemplo, quizá las afinidades sean más manifiestas, trasladando el pasado del contexto indio con el contemporáneo de la inmigración mexicana a Estados Unidos-.

Más allá de sus intrínsecas cualidades como western, DEVIL’S DOORWAY –que de forma sorprendente, fue el único guión que rechazó filmar Jacques Tourneur-, ofrece una soterrada lectura en contra de cualquier tipo de discriminación. Es algo que se expresará entre los habitantes de Wyoming con nuestro protagonista, cuando este se reencuentra con su anciano padre –convirtiendo dicho encuentro en una atracción de curiosos-, pero también se pone de manifiesto en el rechazo que el propio Poole ofrecerá en un primer momento con el abogado que elige –no tiene más opciones- al descubrir que se trata de una mujer –Orrie Masters (Paula Raymond)-. Esa curiosa situación –que revela por otro la lado la riqueza del texto de Guy Trosper-, es espléndidamente utilizada por Mann, quien aprovecha para describir a través de la misma ese conjunto de intereses, luchas, amistades, filiaciones y traiciones, que englobarán el conjunto del relato, y que en realidad quedarán catalizados por la demagogia elegante y punzante del en apariencia caballeroso Verne Coolan (magnífica composición de Louis Calhern). Este se verá por un lado impelido por su aversión hacia los indios –que en un momento determinado podría estar justificada por una extraña fascinación hacia la libertad que emana de sus propias costumbres-, y a lo que se unirá la lucha por la competencia que le puede ofrecer un nuevo abogado, que encima es una mujer.

No se podía disponer de un sustrato dramático de mayor calado, pero lo cierto es que limitar las excelencias del título que nos ocupa a estas circunstancias, es minimizar su alcance. Y es que nos encontramos ante un título que sabe comprender e incluso apreciar la singularidad del hecho indio. Lo hará de forma mucho más convincente y, quizá por ello, más trágica, que el interesante pero sobrevalorado BROKEN ARROW (Flecha rota, 1950. Delmer Daves) –que en el mismo año logró un enorme éxito, en demérito del film de Mann-. La manera con la que se muestran las conversaciones del padre de nuestro protagonista, ese viejo jefe que parece haber esperado el retorno de su hijo para morir, y explicarle la realidad que asume su pueblo y de la que este se ha mantenido ausente, concluye en la hermosa la secuencia del funeral de este. La densidad de los diálogos que se van intercalando en la interacción de Lance con sus amigos –el viejo sheriff, siempre buscando el imposible equilibrio del respeto a la ley y su amistad con este-. Será la misma situación que irá percibiendo Orrie al intentar establecer desde una ley injusta el reconocimiento de los derechos de ese indio, que en unos años ha logrado una notable riqueza en su trabajo como ganadero –quizá el acicate para que vaya recibiendo la hostilidad latente de los vecinos, alentada por Coolan-. Pero al mismo tiempo, y siempre acentuando fotograma a fotograma ese aire de tragedia griega que desde el primer momento preside la película –una insólita producción de la siempre conservadora Metro Goldwyn Mayer-, esta no nos privará de fragmentos en los que la violencia latente alcanzará una fuerza casi paroxística. Es algo que tendrá su exponente de mayor dureza en la extraordinaria secuencia de la pelea en el saloon, donde con fondo del tronar de una tormenta se desatará todo el odio latente a partir de la provocación de un sujeto alentado por el demagogo abogado, dentro de un fragmento planificado y montado a la perfección, en el que la expresividad, la furia y también los sentimientos ocultos de los lugareños, se muestran con una crudeza casi inusitada.

En ese contexto de violencia la catarsis asomará en los minutos finales, donde ninguna vía resuelve la aplicación de una justicia que no se puede tener con esos indios a los que no se considera como ciudadanos, solo como “protegidos del gobierno”. Una vez muerte el veterano sheriff –una panorámica nos lo mostrará con las botas puestas, como a él nunca le hubiera gustado-, Coolan será nombrado depositario de la autoridad, no dudando en encabezar la batida para acabar con esos seres que detesta, agrupando para ellos a los ovejeros a los que no ha dudado en engañar, evitando que estos asumieran actitudes más dialogantes. Llegados a ese punto, ya no hay razones que valgan para evitar la trágica confrontación, en un episodio de textura casi ritual donde los navajos no dudarán en hacer frente –la venganza de Lance contra Coolan apenas ocupa unos segundos en el metraje-. Sin embargo, más importancia revestirá destacar la inutilidad de la entrega que Lance ofreció al ejército durante varios años. Será un simple gesto final, tras la rendición ante la caballería de las pocas mujeres y niños que no han muerto en el asedio, cuando su saludo final culmine una vida que no tiene sentido en un mundo cambiante, pero sobre todo, lleno de injusticias y ausente de de comprensión ante la diferencia. No se puede hablar más claro, ni hacerlo con tanta fuerza, contundencia y convicción cinematográfica. Es por ello que, pese a que el paso de los años aún no le ha ofrecido el reconocimiento que merece –mucho me temo que no lo hará nunca-, no dejo de apreciar DEVIL’S DOORWAY no solo como una de las grandes obras de Anthony Mann, sino quizá como la aportación más sincera que el cine ofreció a la dignificación de la figura del indio en la gran pantalla.

Calificación: 4

2 comentarios

Mª Cruz -

No he visto más que el trailler, pero la cosa promete...quiero decir, promete ser genial y auténticamente americana. O sea: Honesta y fiel a su drama histórico. A su propia historia.
Cuando vea el final, daré mi veredicto...a Anthony Mann. ¡¡Ji,ji, ji!!

Feaito -

Totalmente de acuerdo con tu excelente análisis y crítica. Este brillante filme me fue enviado por una cinéfila francesa amiga mía junto con "Stars in my Crown" (1950) y "Colorado Territory" (1949), dos fantásticos Westerns de Jacques Tourneur y Raoul Walsh, respectivamente.