CASTLE ON THE HUDSON (1940. Anatole Litvak)
Tengo un recuerdo tan lejano como escasamente entusiasta de 20,000 YEARS IN SING-SING (20.000 años en Sing-Sing, 1932. Michael Curtiz). Solo la recuerdo en la medida de la aplicación por parte de Curtiz de ciertos elementos visuales que con posterioridad extendería a lo largo de su obra –el uso de las sombras, verjas, enrejados, etc-, así como un cierto alcance moralista, cosa por otro lado bastante fácil de detectar en un título que en aquellos años ponía de moda un subgénero –iniciado con referentes como THE BIG HOUSE (El presidio, 1930. George W. Hill), de mayor valía, que ya habían abierto sus posibilidades al mercado-, en el que la presencia al frente del reparto de Spencer Tracy, era un elemento de peso para reforzar dicha vertiente. No se me dejará de reconocer, de manera independiente al grado de aprecio que se tenga de la figura del reconocido intérprete, que este representaba un tipo de personaje moralista por derecho propio.
Dicho esto, y sin que con ello pretenda aducir que se atisbe una gran diferencia, ni que nos encontremos ante un título de descollantes virtudes, lo cierto es que CASTLE ON THE HUDSON (1940) me parece un remake del título señalado al inicio que supera en cualidades al mismo, situado además en un periodo de especial febrilidad –y estimo que de brillantez-, en la obra de Anatole Litvak. La película se inicia de forma vibrante, asistiendo el espectador a uno de los golpes que realiza el joven y elegante Tommy Gordon (John Garfield). Se trata de un gangster de arrolladora presencia, proclive a la insolencia, que ha desarrollado una andadura en el mundo del delito, saliendo indemne de cuantas investigaciones y requerimientos le ha aplicado la policía. No sucederá así en esta ocasión –el golpe se ha desarrollado en un sábado, fecha fatídica para nuestro protagonista-, siendo detenido cuando se encontraba cenando con su novia Kay (Ann Sheridan) y en compañía de su abogado Ed Crowley (Jerome Crowan). Ingresado en la prisión de Sing-Sing, Gordon tardará en adaptarse a un ambiente alejado por completo a sus modos de comportamiento y el lujo que desarrollaba en su vida. Pese a esas reticencias –que le harán sufrir castigos correctivos por parte del alcaide de la presión-, este poco a poco irá adaptándose a su nueva vida, estableciendo una cierta corriente de empatía con su responsable penitenciario –encarnado por Pat O’Brian-, partidario de una política comprensiva de cara a los presos. En un momento dado, Gordon participará en los pormenores de un intento de fuga –comandando por el recluso Steve Rockford (Burgess Meredith)-, del que desistirá al comprobar en el momento de realizar la misma, que esta se va a desarrollar en sábado. A partir de esa reticencia a la huída, se incrementará la cercanía entre el alcaide y Gordon, al que dejará en libertad provisional al enterarse que su novia está herida de extrema gravedad, admitiendo la palabra del delincuente de regresar, aunque compruebe en el último momento que este permiso se realiza en otro fatídico sábado.
No puede decirse, a tantos años vista, que CASTLE ON THE HUDSON sea un prodigio de originalidad. Cualquier espectador más o menos conocedor del subgénero carcelario –incluso aquellos que no hayan contemplado su referente cinematográfico-, deberá dejar de lado la posibilidad de contemplar un relato que le ofrezca sorpresa alguna. Sin embargo, el gran mérito de su conjunto, reside en la convicción con la que un argumento tan sencillo es trasplantado a la pantalla. Ayudado por un excelente montaje y la competencia y adecuación de un reparto estupendo, lo cierto es que el film de Litvak tiene un especial aliado en la electricidad que desprende en todo momento la presencia de un joven John Garfield, que ya demostraba ser no solo uno de los mejores actores del momento, sino emerger como auténtica cabeza de su generación de intérpretes. La manera con la que afronta su inicial arrogancia, el ritmo que imprime a sus secuencias, la vulnerabilidad que poco a poco va acompañando a su personaje al asumir la vida en prisión, la humanidad que va apareciendo en su relación con el alcaide y, en última instancia, la dignidad con la que afronta su destino, quedan integradas en un trabajo espléndido del entonces jovencísimo Garfield –veintisiete años-, escoltado por un conjunto de intérpretes magnífico, en el que quizá cabría destacar al poco frecuente Burgess Meredith.
Litvak logra impregnar a la película de un ritmo envidiable, logrando del mismo modo eliminar de su narración buen número de connotaciones moralistas a las que era proclive en periodos precedentes este subgénero. Por el contrario, la figura del delincuente protagonista y su destino final, emerge con un perfil dotado de no poca complejidad. Se trata de algo comprensible, en la medida que el cine de dicho estudio ya había formulado propuestas de mayor calado –THE ROARING TWENTIES (1939, Raoul Walsh), entre otras-, en las que la definición de esos personajes al margen de la ley aparece trazada dentro de unas connotaciones sociológicas que se encuentran presentes en el retrato de Gordon. Señalábamos antes esa sensación trepidante que acoge su metraje –que no llega a alcanzar los ochenta minutos-, en la que se insertarán con acierto sobreimpresiones y otros recursos cinematográficos –la superposición de titulares de prensa; el rostro de Kay superpuesto por encima de la infructuosa lucha que esta esgrime para buscar la inocencia de su amado, en el asesinato de Crowley que ella ha cometido en realidad en una situación límite; la forma en la que se plantean las últimas horas de la vida de nuestro protagonista-. A ello, resulta obligado destacar apuntes interesantes en torno a la despiadada actuación de la prensa ante el incumplimiento de Gordon de la libertad provisional concedida por el alcaide, o episodios como el que relata la infructuosa huída organizada por Rockford –un fragmento provisto de nervio, convicción e incluso angustia, planteada a través de la planificación, el montaje y la intensa labor de sus intérpretes-, o ese largo plano final, que prefigura la angustia existencial mostrada con mayor lirismo una década después por el Nicholas Ray de KNOCK ON ANY DOOR (Llamarás a cualquier puerta, 1949).
Calificación: 2’5
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