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CINEMA DE PERRA GORDA

THÉRÈSE DESQUEYROUX (1962, George Franju) Relato íntimo

THÉRÈSE DESQUEYROUX (1962, George Franju) Relato íntimo

Objeto de una merecida retrospectiva en el último Festival de Cine de San Sebastián, la figura del cineasta francés George Franju sigue siendo, por así decirlo, carente de una necesitada vindicación conjunta aunque algunos de sus títulos hayan adquirido su merecido estatus de culto. Lo cierto y verdad es que no muy extendida obra para la gran pantalla –que se complementa con otra dirigida al medio televisivo, que no puede ser desdeñada en grado alguno-, comporta una visión del mundo perfectamente delineada. Tanto como lo proponen sus modos expresivos, tanto en cuanto sus títulos se integran de manera abierta a una peculiar concepción del fantastique, como si estos se adhieren a una vertiente meramente dramática. Este es el referente que asume, desde sus primeros fotogramas, la magnífica THÉRÈSE DESQUEYROUX (Relato íntimo, 1962), rodada por Franju entre la prácticamente desconocida PLEINS FEUX SUR L’ASSASSIN (1961) y la magnífica JUDEX (1963) –una de sus obras más justamente reconocidas-. En medio de ambas, inserta dentro de un periodo especialmente productivo de su obra, encontramos esta película que de manera voluntaria se desmarca de las corrientes formales imperantes en el cine francés de la época y, en su oposición, asume rasgos más o menos heredados de referentes como HIROSHIMA, MON AMOUR (1959) de Alain Resnais. Sin embargo, y a cualquier que apenas haya contemplado previamente un par de títulos del director, muy pronto encontrará en THÉRÈSE DESQUEYROUX la esencia del cine de su artífice. Al igual en que en LA TÊTE CONTRE LES MURS  (La cabeza contra la pared, 1959), que en LES YEUX SANS VISAGE (Ojos sin rostro, 1960), que en la mencionada JUDEX –por señalar los títulos suyos que he podido contemplar-, y aunque partan de diferentes argumentos y prosigan por senderos divergentes, en todos ellos se encuentra presente esa visión sombría, esa querencia por una mirada que deja al descubierto una sociedad podrida y sin posibilidad de renovación. Los impedimentos de clase, la deshumanización, la maldad congénita e inherente a la condición humana, que apenas dejará paso a débiles destellos de amor, impregnan los fotogramas generalmente oscuros, tenebrosos y ásperos, que se extienden en la obra del cineasta francés.

El título que nos ocupa no es una excepción. Protagonizado por una inmensa Emmanuelle Riva –que logró por este rol el Premio de Interpretación Femenina en el Festival de Venecia-, desde los primeros fotogramas, húmedos y carentes de seres humanos en el exterior, veremos salir del Palacio de Justicia a Thérèse, al parecer gracias a la mediación de su padre, quien no dudará antes de despedirla en el coche,  reprocharle que con su conducta ha deshonrado a su familia. A partir de ese momento, la película combinará el traslado de la protagonista en coche, en donde su voz en off y su mirada irá confesándonos una serie de acontecimientos, que se irán acompañando con el relato por la cámara en diversos episodios. En realidad, Thérèse se casó sin pretenderlo con Bernard Desqueyroux (un excelente Philippe Noiret, de sorprendente parecido con el director Jacques Tourneur) mediante un arreglo entre familias, que le permitiría a ella y sus padres pertenecer a la más distinguida de la zona, y a Bernard poder tener un descendiente. Ya desde el mismo momento de la boda –expresado magníficamente en el sonar de la puerta del pequeño templo con una especial resonancia para nuestra protagonista-, se cernirá sobre ella la opresión de una mujer sensible y amante de una existencia plena. Todo lo contrario que le ofrecerá no solo ese marido pánfilo y carente de sentimientos, de pasión y de inquietud cultural. Atenazado por las noches por su miedo a la muerte, y delimitado por el conformismo que marcan las normas provincianas que por otro lado asfixian a nuestra protagonista –es magnífica a este respecto la secuencia de la procesión del Corpus, en donde los lugareños se esconden dentro de sus casas para no tener que arrodillarse ante el paso, mientras que Bernard se sitúa detrás del Santísimo-. Íntima amiga de Anne de la Trave (Edith Scob), pronto descubrirá en ella el romance que mantendrá con Jean Azevedo (Sami Frey), a quienes los Desqueyroux desprecian –junto a toda su familia- por su condición de judío, aunque dicha familia se instalara en el entorno mucho antes que todos ellos. En un momento dado, Thérèse tendrá un par de encuentros con Azevedo, encontrando en este aquello que en realidad anhela para su vida; la búsqueda del conocimiento, un ansia de libertad que el joven Jean tendrá muy claro al marcharse de aquel entorno rural, gris y provinciano, en búsqueda de ámbitos existenciales que puedan enriquecerle como persona. Sin embargo, nuestra protagonista tendrá que proseguir en un entorno dotado de una belleza tan telúrica como mortecina –esos inmensos bosques propiedad de la familia de su marido-, tendrá el hijo esperado, aunque sea una niña la que de a luz, lo que impedirá que el apellido se prolongue y, en un momento determinado, magníficamente plasmado en el film, tanto dramáticamente como en los diálogos de la protagonista, se le planteará la posibilidad de eliminar a un ser por el que no tiene el más mínimo sentimiento, y ya no solo como persona, sino en lo que representa de mundo opresivo, provinciano y burgués.

Una vez Thérèse se reencuentre con su esposo, al que ha puesto a las puertas de la muerte, y cuyo testimonio –realizado solo para mantener las apariencias- ha salvado a esta de la cárcel, confinará a su esposa a una casa de campo, ideando un plan que sirve para mantenerla totalmente aislada, recluida con apenas un viejo matrimonio de cuidadores, y ajena a simples derechos como leer libros y escuchar música. Sin prácticamente más asidero que no parar de fumar o beber vino, nuestra protagonista dejará de comer, convirtiéndose poco menos que en un espectro. De tal forma, cuando reciba la visita de su esposo y su familia, -un momento estremecedor-, este se llegará a conmover, decidiendo ser más conmiserativo con ella, acompañándola en la casa de campo, e incluso ofreciéndole una libertad pagada –nada de divorcio o separaciones-, que Thérèse asumirá viajando junto a su esposo a Paris, donde se establecerá. Será allí, sentados ambos en un café, donde de nuevo la voz en off de esa mujer a la que ya hemos conocido íntimamente, dará una última oportunidad a Bernard, al pensar en la posibilidad de que este le pidiera que marchara con él –a lo que accedería-. Será una opción baldía, dejándola en ese París que para ella quedará como la oportunidad de un  nuevo mundo, pero no le permita olvidar aquellas masas boscosas rurales en las que desarrollara una parte agridulce de su vida.

Más allá del mayor o menos grado de fidelidad existente en torno a la novela de François Mauriac –partícipe del guión junto a su hermano George y el propio Franju-, lo cierto es que lo que uno aprecia de manera muy especial en THÉRÈSE DESQUEYROUX –que ha sido de nuevo llevada al cine en 2012 de la mano de Claude Miller-, es la capacidad del director galo para transmitir al espectador ese estado constante de desasosiego. De poner en primer término de la pantalla la podredumbre de un sistema de clases, de un contexto cerrado, puritano e hipócrita. De unas convenciones que ahogan la libertad del individuo –tal y como sucedía con LA TÊTE CONTRE LES MURS, partiendo del mundo de las enfermedades mentales-. Ese constante enfrentamiento con la convención, con el peligro malsano que se encierra en lo establecido, es la materia prima de la que se nutre un cineasta especialmente sensible a la hora de mostrar la tristeza, la hipocresía –los comentarios sobre Thérèse de los asistentes al entierro de la tía Clara-. Esa metáfora sobre el ahogo existencial que nos muestran los planos en los que vemos los pájaros aprisionados a morir bajo las redes -¿Un anticipo de JUDEX?. Fría hasta el ahogo merced a su poderosa fotografía en blanco y negro de Raymond Heil y Christian Matras, los sones que en determinados momentos proporcionan a la película un cierto grado de lirismo al metraje, el alcance telúrico de algunos de sus pasajes, o el oasis que puede proporcionar para nuestra protagonista sus dos encuentros con Jean Azevedo, apenas supondrán más que pequeños instantes al margen de la opresión de una mujer que en un momento dado estará dispuesta a suicidarse como única salida, y que solo el anuncio de otra muerte le privara de la suya propia.

Calificación: 3’5

1 comentario

Sergio -

Una magnífica película, una agradabilísima sorpresa.