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CINEMA DE PERRA GORDA

THOMAS L’IMPOSTEUR (1965, George Franju) [Thomas el impostor]

THOMAS L’IMPOSTEUR (1965, George Franju) [Thomas el impostor]

Disfrutar y paladear las excelencias de THOMAS L’IMPOSTEUR (1965), aparece como una nueva oportunidad, para adentrarse en el estilo personalísimo, de uno de los realizadores más singulares, libres y apasionantes de la cinematografía francesa; George Franju. Fallecido en 1987, y protagonista hace muy pocos años, de una cuidada retrospectiva en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, no deja de ser triste que su obra -menguada en largometrajes-, siga siendo pasto del desconocimiento, puede que con la sola excepción de LES YEUX SANS VISAJE (Ojos sin rostro, 1960), quizá su obra más rotunda, y probablemente la cima del cine fantástico francés. Y es que a la hora de abordar la obra de Franju, creo que llegado es el momento -y no soy el primero en señalarlo-, en situarlo dentro de esa nómina de cineastas europeos de relieve -como podrían ser Bergman, Fellini, Resnais o Tarkovski-, a los que se podría introducir sin duda como cineastas ligado al fantastique, siempre vehiculándolo de una manera ligada a la personalidad de cada uno de ellos. En el caso del protagonista de estas líneas, su cine se caracteriza por una visión sombría y desesperanzada del mundo, tamizada por una corriente romántica, sin olvidar en ella una abierta introducción a universos y atmósferas de pesadilla, trasladando en ello esa querencia por un horror cotidiano, siempre trabajado a través de la utilización de la iluminación, y los recursos proporcionados por el lenguaje cinematográfico.

Dos años después de la magnífica JUDEX (Idem, 1963), Franju parece entonar con THOMAS L’IMPOSTEUR (1965), su canto de cisne con el clasicismo fílmico. Tras la misma, se insertará en el ámbito televisivo, retornando en los primeros setenta con películas -que lamento no haber contemplado-, en líneas generales muy cuestionadas, que casi le obligarán a la realización para la pequeña pantalla, que finalizará a finales de la década de los setenta. La película, será una adaptación -en la que colaborará el propio escritor, junto con Franju y otros guionistas-, de una novela de Jean Cocteau, encontrándonos desde el primer momento con una personalísima impronta visual -impagable la textura casi fantasmagórica, con la iluminación en blanco y negro ofrecida por Marcel Fradetal, recuperado de JUDEX-. Sus primeros pasajes, punteados por una voz en off de Jean Marais, -omnipresente en todo el metraje, en ocasiones irrelevante, en otra -su aporte final-, hondamente ligado a sus imágenes-, nos introduce a la celebración que ha convocado por la valerosa princesa de Bornes -exquisita Emmanuelle Riva, también recuperada por el cineasta, de la previa THÉRÈSE DESQUEYROUX (Relato íntimo, 1962)-. Una celebración que ofrece a la alta sociedad parisina, en el salón del hotel que regenta desde que es viuda, cuando la capital se encuentra a punto de ser invadida por las tropas alemanas, en la I Guerra Mundial. Una mirada punzante en torno a esa burguesía mezquina e hipócrita, entre la que resalta por su honestidad y su capacidad de servicio, ya que se niega a abandonar París, pese a los constantes llamamientos de su fiel amigo y secreto enamorado Pasquel-Duport (Excelente Jean Servais), responsable de un prestigioso rotativo parisino. Por el contrario, la protagonista no cejará en el empeño, de convertir el hotel en un hospital provisional de heridos de guerra, algo que aparecerá casi imposible de conseguir, hasta que, de manera imprevista, surja la figura de un joven de 16 años. Se trata de Guillaume Tomas de Fontenoy (Fabrice Rouleau) que, de manera inesperada, al ser sobrino de un reputado general, logrará ese permiso que la noble casi había dado por perdido. A partir de ese momento, se iniciará su labor altruista, en medio de un contexto lleno de dolor, destrucción y muerte. Un recorrido en el que el joven Thomas le acompañará, aunque ni la protagonista, ni su joven hija Henriette (Sophie Darès), perciban la personalidad extraña y huidiza del muchacho, más preocupado por vivir como espectador algo que de sentido a su vida, que el de luchar en función del uniforme que luce en todo momento. Sin embargo, en lo que si caerán madre e hija, es en la fascinación por este, bastante más comprensible en Henriette, aunque más intensa e interiorizada por su madre, viendo en el joven esa frescura vital que quizá ya se ha escapado en su vida. Lo que ellas no llegarán a descubrir, es que en realidad Thomas no es sobrino de general alguno, siendo sin embargo un inesperado y sorprendente arribista emocional, que desea sublimar una existencia pobre y frustrante, luciendo ese lustroso uniforme allá por donde pueda.

Sorprende, y mucho, que en pleno 1965, con un cine mundial dominado por corrientes cinematográficas e incluso modas de tanta implantación, Franjú se decidiera por rodar una historia de tanta sensibilidad y apariencia anacrónica. No existen muchos asideros en ella para el gran público -me sitúo en el momento de su estreno-, pero ello si cabe dotar de más valor a esta magnífica película, dominada por un doloroso romanticismo, que al tiempo que conecta plenamente con la obra precedente del realizador, destaca tanto por su mirada terriblemente cuestionadora del hecho bélico, y se embarca en las aguas de un sorprendente y arriesgado ámbito romántico. Con esos mimbres, y la base literaria de Cocteau, nuestro realizador supo fraguar una obra de enfermiza fuerza dramática, que al tiempo que debería figurar en cualquier antología de propuestas antibélicas, no desaprovecha la ocasión para confluir en sus fascinantes imágenes, una extraña alquimia en la que el amor, la frustración, el deseo y la destrucción, aparece casi como en una dolorosa danza de la muerte.

Franjú se enfanga hasta las cejas en todos aquellos episodios que describen el horror de aquella terrible contienda -como lo han sido todas, por otro lado-, destacando en sus imágenes pasajes tan intensos, como esa recogida de heridos, en la penumbra de la noche, en una granja abandonada, donde se encuentran alemanes heridos casi de muerte, que parecen fruto de la más pavorosa de las pesadillas. O en ese bombardeo que pillará desprevenidos a la princesa y a Thomas, que en su intensidad se adentrará en el terreno del horror más absoluto -¡que hermosa, la metáfora del caballo que huye, con su crin abrasada por el fuego!-. Pero junto a ese contexto de indescriptible horror, hay lugar para el amor. Ese amor que sentirá de manera creciente la hija de la protagonista, pero que vivirá en lo más hondo de su alma -y lo expresará con exquisita sensibilidad la Riva-, su madre, incapaz de hacérselo entender a Henriette, aunque el paciente y siempre servil Duport si se lo haga notar, pese a que en ningún momento se oponga a los deseos de esa mujer a la que ha pedido en matrimonio, y que ella ha rechazado amablemente, reconociendo la amistad que le une a él.

Inquietante y sombría, densa en sus secuencias, en las miradas de sus actores, en la oscuridad que en todo momento se percibe en sus imágenes, en ese poso de decadencia que rezuma su cuidada dirección artística. No cabe duda que George Franju rodó uno de los mejores episodios de su carrera -quizá el más atrevido, terrible, poético y conmovedor de todos ellos-, en los minutos finales de THOMAS L’IMPOSTEUR. Una obra que más de medio siglo después de su realización, no solo se revela de admirable vigencia sino, sobre todo, reveladora de un estilo íntimo, de dolorosa y sombría sensualidad, que por desgracia, tendría ya un escaso recorrido en la trayectoria posterior del cineasta.

Calificación: 3’5

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