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CINEMA DE PERRA GORDA

George Franju

A 3 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXXI) DIRECTED BY... George Franju

A 3 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXXI) DIRECTED BY... George Franju

George Franju, uno de los más personales, al tiempo que menos conocidos cineastas franceses.

GEORGE FRANJU... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(3 títulos comentados)

THOMAS L’IMPOSTEUR (1965, George Franju) [Thomas el impostor]

THOMAS L’IMPOSTEUR (1965, George Franju) [Thomas el impostor]

Disfrutar y paladear las excelencias de THOMAS L’IMPOSTEUR (1965), aparece como una nueva oportunidad, para adentrarse en el estilo personalísimo, de uno de los realizadores más singulares, libres y apasionantes de la cinematografía francesa; George Franju. Fallecido en 1987, y protagonista hace muy pocos años, de una cuidada retrospectiva en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, no deja de ser triste que su obra -menguada en largometrajes-, siga siendo pasto del desconocimiento, puede que con la sola excepción de LES YEUX SANS VISAJE (Ojos sin rostro, 1960), quizá su obra más rotunda, y probablemente la cima del cine fantástico francés. Y es que a la hora de abordar la obra de Franju, creo que llegado es el momento -y no soy el primero en señalarlo-, en situarlo dentro de esa nómina de cineastas europeos de relieve -como podrían ser Bergman, Fellini, Resnais o Tarkovski-, a los que se podría introducir sin duda como cineastas ligado al fantastique, siempre vehiculándolo de una manera ligada a la personalidad de cada uno de ellos. En el caso del protagonista de estas líneas, su cine se caracteriza por una visión sombría y desesperanzada del mundo, tamizada por una corriente romántica, sin olvidar en ella una abierta introducción a universos y atmósferas de pesadilla, trasladando en ello esa querencia por un horror cotidiano, siempre trabajado a través de la utilización de la iluminación, y los recursos proporcionados por el lenguaje cinematográfico.

Dos años después de la magnífica JUDEX (Idem, 1963), Franju parece entonar con THOMAS L’IMPOSTEUR (1965), su canto de cisne con el clasicismo fílmico. Tras la misma, se insertará en el ámbito televisivo, retornando en los primeros setenta con películas -que lamento no haber contemplado-, en líneas generales muy cuestionadas, que casi le obligarán a la realización para la pequeña pantalla, que finalizará a finales de la década de los setenta. La película, será una adaptación -en la que colaborará el propio escritor, junto con Franju y otros guionistas-, de una novela de Jean Cocteau, encontrándonos desde el primer momento con una personalísima impronta visual -impagable la textura casi fantasmagórica, con la iluminación en blanco y negro ofrecida por Marcel Fradetal, recuperado de JUDEX-. Sus primeros pasajes, punteados por una voz en off de Jean Marais, -omnipresente en todo el metraje, en ocasiones irrelevante, en otra -su aporte final-, hondamente ligado a sus imágenes-, nos introduce a la celebración que ha convocado por la valerosa princesa de Bornes -exquisita Emmanuelle Riva, también recuperada por el cineasta, de la previa THÉRÈSE DESQUEYROUX (Relato íntimo, 1962)-. Una celebración que ofrece a la alta sociedad parisina, en el salón del hotel que regenta desde que es viuda, cuando la capital se encuentra a punto de ser invadida por las tropas alemanas, en la I Guerra Mundial. Una mirada punzante en torno a esa burguesía mezquina e hipócrita, entre la que resalta por su honestidad y su capacidad de servicio, ya que se niega a abandonar París, pese a los constantes llamamientos de su fiel amigo y secreto enamorado Pasquel-Duport (Excelente Jean Servais), responsable de un prestigioso rotativo parisino. Por el contrario, la protagonista no cejará en el empeño, de convertir el hotel en un hospital provisional de heridos de guerra, algo que aparecerá casi imposible de conseguir, hasta que, de manera imprevista, surja la figura de un joven de 16 años. Se trata de Guillaume Tomas de Fontenoy (Fabrice Rouleau) que, de manera inesperada, al ser sobrino de un reputado general, logrará ese permiso que la noble casi había dado por perdido. A partir de ese momento, se iniciará su labor altruista, en medio de un contexto lleno de dolor, destrucción y muerte. Un recorrido en el que el joven Thomas le acompañará, aunque ni la protagonista, ni su joven hija Henriette (Sophie Darès), perciban la personalidad extraña y huidiza del muchacho, más preocupado por vivir como espectador algo que de sentido a su vida, que el de luchar en función del uniforme que luce en todo momento. Sin embargo, en lo que si caerán madre e hija, es en la fascinación por este, bastante más comprensible en Henriette, aunque más intensa e interiorizada por su madre, viendo en el joven esa frescura vital que quizá ya se ha escapado en su vida. Lo que ellas no llegarán a descubrir, es que en realidad Thomas no es sobrino de general alguno, siendo sin embargo un inesperado y sorprendente arribista emocional, que desea sublimar una existencia pobre y frustrante, luciendo ese lustroso uniforme allá por donde pueda.

Sorprende, y mucho, que en pleno 1965, con un cine mundial dominado por corrientes cinematográficas e incluso modas de tanta implantación, Franjú se decidiera por rodar una historia de tanta sensibilidad y apariencia anacrónica. No existen muchos asideros en ella para el gran público -me sitúo en el momento de su estreno-, pero ello si cabe dotar de más valor a esta magnífica película, dominada por un doloroso romanticismo, que al tiempo que conecta plenamente con la obra precedente del realizador, destaca tanto por su mirada terriblemente cuestionadora del hecho bélico, y se embarca en las aguas de un sorprendente y arriesgado ámbito romántico. Con esos mimbres, y la base literaria de Cocteau, nuestro realizador supo fraguar una obra de enfermiza fuerza dramática, que al tiempo que debería figurar en cualquier antología de propuestas antibélicas, no desaprovecha la ocasión para confluir en sus fascinantes imágenes, una extraña alquimia en la que el amor, la frustración, el deseo y la destrucción, aparece casi como en una dolorosa danza de la muerte.

Franjú se enfanga hasta las cejas en todos aquellos episodios que describen el horror de aquella terrible contienda -como lo han sido todas, por otro lado-, destacando en sus imágenes pasajes tan intensos, como esa recogida de heridos, en la penumbra de la noche, en una granja abandonada, donde se encuentran alemanes heridos casi de muerte, que parecen fruto de la más pavorosa de las pesadillas. O en ese bombardeo que pillará desprevenidos a la princesa y a Thomas, que en su intensidad se adentrará en el terreno del horror más absoluto -¡que hermosa, la metáfora del caballo que huye, con su crin abrasada por el fuego!-. Pero junto a ese contexto de indescriptible horror, hay lugar para el amor. Ese amor que sentirá de manera creciente la hija de la protagonista, pero que vivirá en lo más hondo de su alma -y lo expresará con exquisita sensibilidad la Riva-, su madre, incapaz de hacérselo entender a Henriette, aunque el paciente y siempre servil Duport si se lo haga notar, pese a que en ningún momento se oponga a los deseos de esa mujer a la que ha pedido en matrimonio, y que ella ha rechazado amablemente, reconociendo la amistad que le une a él.

Inquietante y sombría, densa en sus secuencias, en las miradas de sus actores, en la oscuridad que en todo momento se percibe en sus imágenes, en ese poso de decadencia que rezuma su cuidada dirección artística. No cabe duda que George Franju rodó uno de los mejores episodios de su carrera -quizá el más atrevido, terrible, poético y conmovedor de todos ellos-, en los minutos finales de THOMAS L’IMPOSTEUR. Una obra que más de medio siglo después de su realización, no solo se revela de admirable vigencia sino, sobre todo, reveladora de un estilo íntimo, de dolorosa y sombría sensualidad, que por desgracia, tendría ya un escaso recorrido en la trayectoria posterior del cineasta.

Calificación: 3’5

THÉRÈSE DESQUEYROUX (1962, George Franju) Relato íntimo

THÉRÈSE DESQUEYROUX (1962, George Franju) Relato íntimo

Objeto de una merecida retrospectiva en el último Festival de Cine de San Sebastián, la figura del cineasta francés George Franju sigue siendo, por así decirlo, carente de una necesitada vindicación conjunta aunque algunos de sus títulos hayan adquirido su merecido estatus de culto. Lo cierto y verdad es que no muy extendida obra para la gran pantalla –que se complementa con otra dirigida al medio televisivo, que no puede ser desdeñada en grado alguno-, comporta una visión del mundo perfectamente delineada. Tanto como lo proponen sus modos expresivos, tanto en cuanto sus títulos se integran de manera abierta a una peculiar concepción del fantastique, como si estos se adhieren a una vertiente meramente dramática. Este es el referente que asume, desde sus primeros fotogramas, la magnífica THÉRÈSE DESQUEYROUX (Relato íntimo, 1962), rodada por Franju entre la prácticamente desconocida PLEINS FEUX SUR L’ASSASSIN (1961) y la magnífica JUDEX (1963) –una de sus obras más justamente reconocidas-. En medio de ambas, inserta dentro de un periodo especialmente productivo de su obra, encontramos esta película que de manera voluntaria se desmarca de las corrientes formales imperantes en el cine francés de la época y, en su oposición, asume rasgos más o menos heredados de referentes como HIROSHIMA, MON AMOUR (1959) de Alain Resnais. Sin embargo, y a cualquier que apenas haya contemplado previamente un par de títulos del director, muy pronto encontrará en THÉRÈSE DESQUEYROUX la esencia del cine de su artífice. Al igual en que en LA TÊTE CONTRE LES MURS  (La cabeza contra la pared, 1959), que en LES YEUX SANS VISAGE (Ojos sin rostro, 1960), que en la mencionada JUDEX –por señalar los títulos suyos que he podido contemplar-, y aunque partan de diferentes argumentos y prosigan por senderos divergentes, en todos ellos se encuentra presente esa visión sombría, esa querencia por una mirada que deja al descubierto una sociedad podrida y sin posibilidad de renovación. Los impedimentos de clase, la deshumanización, la maldad congénita e inherente a la condición humana, que apenas dejará paso a débiles destellos de amor, impregnan los fotogramas generalmente oscuros, tenebrosos y ásperos, que se extienden en la obra del cineasta francés.

El título que nos ocupa no es una excepción. Protagonizado por una inmensa Emmanuelle Riva –que logró por este rol el Premio de Interpretación Femenina en el Festival de Venecia-, desde los primeros fotogramas, húmedos y carentes de seres humanos en el exterior, veremos salir del Palacio de Justicia a Thérèse, al parecer gracias a la mediación de su padre, quien no dudará antes de despedirla en el coche,  reprocharle que con su conducta ha deshonrado a su familia. A partir de ese momento, la película combinará el traslado de la protagonista en coche, en donde su voz en off y su mirada irá confesándonos una serie de acontecimientos, que se irán acompañando con el relato por la cámara en diversos episodios. En realidad, Thérèse se casó sin pretenderlo con Bernard Desqueyroux (un excelente Philippe Noiret, de sorprendente parecido con el director Jacques Tourneur) mediante un arreglo entre familias, que le permitiría a ella y sus padres pertenecer a la más distinguida de la zona, y a Bernard poder tener un descendiente. Ya desde el mismo momento de la boda –expresado magníficamente en el sonar de la puerta del pequeño templo con una especial resonancia para nuestra protagonista-, se cernirá sobre ella la opresión de una mujer sensible y amante de una existencia plena. Todo lo contrario que le ofrecerá no solo ese marido pánfilo y carente de sentimientos, de pasión y de inquietud cultural. Atenazado por las noches por su miedo a la muerte, y delimitado por el conformismo que marcan las normas provincianas que por otro lado asfixian a nuestra protagonista –es magnífica a este respecto la secuencia de la procesión del Corpus, en donde los lugareños se esconden dentro de sus casas para no tener que arrodillarse ante el paso, mientras que Bernard se sitúa detrás del Santísimo-. Íntima amiga de Anne de la Trave (Edith Scob), pronto descubrirá en ella el romance que mantendrá con Jean Azevedo (Sami Frey), a quienes los Desqueyroux desprecian –junto a toda su familia- por su condición de judío, aunque dicha familia se instalara en el entorno mucho antes que todos ellos. En un momento dado, Thérèse tendrá un par de encuentros con Azevedo, encontrando en este aquello que en realidad anhela para su vida; la búsqueda del conocimiento, un ansia de libertad que el joven Jean tendrá muy claro al marcharse de aquel entorno rural, gris y provinciano, en búsqueda de ámbitos existenciales que puedan enriquecerle como persona. Sin embargo, nuestra protagonista tendrá que proseguir en un entorno dotado de una belleza tan telúrica como mortecina –esos inmensos bosques propiedad de la familia de su marido-, tendrá el hijo esperado, aunque sea una niña la que de a luz, lo que impedirá que el apellido se prolongue y, en un momento determinado, magníficamente plasmado en el film, tanto dramáticamente como en los diálogos de la protagonista, se le planteará la posibilidad de eliminar a un ser por el que no tiene el más mínimo sentimiento, y ya no solo como persona, sino en lo que representa de mundo opresivo, provinciano y burgués.

Una vez Thérèse se reencuentre con su esposo, al que ha puesto a las puertas de la muerte, y cuyo testimonio –realizado solo para mantener las apariencias- ha salvado a esta de la cárcel, confinará a su esposa a una casa de campo, ideando un plan que sirve para mantenerla totalmente aislada, recluida con apenas un viejo matrimonio de cuidadores, y ajena a simples derechos como leer libros y escuchar música. Sin prácticamente más asidero que no parar de fumar o beber vino, nuestra protagonista dejará de comer, convirtiéndose poco menos que en un espectro. De tal forma, cuando reciba la visita de su esposo y su familia, -un momento estremecedor-, este se llegará a conmover, decidiendo ser más conmiserativo con ella, acompañándola en la casa de campo, e incluso ofreciéndole una libertad pagada –nada de divorcio o separaciones-, que Thérèse asumirá viajando junto a su esposo a Paris, donde se establecerá. Será allí, sentados ambos en un café, donde de nuevo la voz en off de esa mujer a la que ya hemos conocido íntimamente, dará una última oportunidad a Bernard, al pensar en la posibilidad de que este le pidiera que marchara con él –a lo que accedería-. Será una opción baldía, dejándola en ese París que para ella quedará como la oportunidad de un  nuevo mundo, pero no le permita olvidar aquellas masas boscosas rurales en las que desarrollara una parte agridulce de su vida.

Más allá del mayor o menos grado de fidelidad existente en torno a la novela de François Mauriac –partícipe del guión junto a su hermano George y el propio Franju-, lo cierto es que lo que uno aprecia de manera muy especial en THÉRÈSE DESQUEYROUX –que ha sido de nuevo llevada al cine en 2012 de la mano de Claude Miller-, es la capacidad del director galo para transmitir al espectador ese estado constante de desasosiego. De poner en primer término de la pantalla la podredumbre de un sistema de clases, de un contexto cerrado, puritano e hipócrita. De unas convenciones que ahogan la libertad del individuo –tal y como sucedía con LA TÊTE CONTRE LES MURS, partiendo del mundo de las enfermedades mentales-. Ese constante enfrentamiento con la convención, con el peligro malsano que se encierra en lo establecido, es la materia prima de la que se nutre un cineasta especialmente sensible a la hora de mostrar la tristeza, la hipocresía –los comentarios sobre Thérèse de los asistentes al entierro de la tía Clara-. Esa metáfora sobre el ahogo existencial que nos muestran los planos en los que vemos los pájaros aprisionados a morir bajo las redes -¿Un anticipo de JUDEX?. Fría hasta el ahogo merced a su poderosa fotografía en blanco y negro de Raymond Heil y Christian Matras, los sones que en determinados momentos proporcionan a la película un cierto grado de lirismo al metraje, el alcance telúrico de algunos de sus pasajes, o el oasis que puede proporcionar para nuestra protagonista sus dos encuentros con Jean Azevedo, apenas supondrán más que pequeños instantes al margen de la opresión de una mujer que en un momento dado estará dispuesta a suicidarse como única salida, y que solo el anuncio de otra muerte le privara de la suya propia.

Calificación: 3’5

JUDEX (1963, George Franju) Judex

JUDEX (1963, George Franju) Judex

Es indudable que antes de entrar en el recorrido más o menos pormenorizado de sus peculiaridades, hay que consignar que un título de las características de JUDEX (1963, George Franju) solo podía marcarse en las coordenadas del cine europeo de los primeros años sesenta. Fue un  contexto de enorme riqueza, caracterizado por un lado con la simbiosis de la irrupción de los nuevos cines, la instauración de la denominada modernidad cinematográfica, y al mismo tiempo estableciendo a través de ella una mirada no nostálgica aunque si revestida de ventaja analítica, en torno a lo que hasta entonces se había forjado como clasicismo en la pantalla. Es en medio de dicho contexto donde a mi juicio se ofrecen títulos de la envergadura de THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton), THE BRIDES OF DRACULA (Las novias de Drácula, 1960. Terence Fisher), ROCCO E I SUOI FRATELLI (Rocco y sus hermanos, 1960. Luchino Visconti), REKOPIS ZNALEZIONY W SARAGOSSIE (El manuscrito encontrado en Zaragoza, 1965. Wojciech Has) Parece que en aquellos años tan apasionantes para el desarrollo de la cinematografía, esa ventaja a la hora de volver a plasmar en la pantalla, situaciones, argumentos y planteamientos, fue acompañada de un respeto entremezclado de audacia a la hora de dar vida títulos inolvidables. Pero me gustaría ir un poco más lejos en mi argumentación tomando como base buena parte de este conjunto de títulos –en el que cualquier aficionado puede incluir y excluir aquellos que estime oportuno-, parece que el paso del tiempo ha permitido descubrir ciertas semejanzas en su aspecto. Unas similitudes que, fundamentalmente, se aprecian en el hecho de estar mayoritariamente expresados en algunos de los blancos y negros más admirables que jamás ha generado la pantalla. Se trata de una oscura y penetrante fuerza cinematográfica, que contribuía a forjar unas atmósferas envolventes e inolvidables, casi ejerciendo como factor fundamental para favorecer la garra irresistible de sus propuestas.

 

Es algo que, de manera evidente, se erige como rasgo distintivo de JUDEX, una película que desde el momento de su estreno fue objeto de culto, pero al mismo tiempo ha quedado relegada como tal en su consideración, sin que el paso de los años haya permitido una mirada renovada en torno a uno de los títulos más valiosos del cine francés de la primera mitad de los sesenta. Una propuesta ofrecida casi a contrapelo en el contexto de una cinematografía dominada por el impulso de la nouvelle vague, dejó en segundo término la valiosa aportación de un free lance como Franju, de quien no conviene olvidar su excelente LES YEUX SANS VISAGE (Ojos sin rostro, 1960) –quizá aún más lograda que el título que nos ocupa, y con probabilidad uno de los títulos cumbre del cine fantástico galo-. Y al mismo tiempo, con la libertad formal de la que podía hacer gala y el clasicismo que abrumadoramente asume en sus imágenes, coexisten dos rasgos que finalmente perfilan un título magnífico. Por un lado la mirada respetuosa que realiza del material que le sirve de base; el argumento creado en 1916 por Louis Feuillade y Arthur Bernède para realizar el film del mismo título. Una mirada que al mismo tiempo se hace extensiva en torno al espíritu del denominado “serial”, que Feuillade instauró y potenció en su alcance casi pionero. Pero la gran virtud de Franju al acometer este homenaje, es la de plantear la recuperación de aquel tipo de cine, su ingenuidad, eficacia y atmósfera, y al mismo tiempo saberla trasladar al momento de rodaje sin que se detectara una visión de algún modo marcada por la distanciación –un elemento que anuló las posibilidades de tantas y tantas revisiones de género puestas en marcha en aquellos tiempos-. Por el contrario, Franju cree absolutamente en lo que filma, conservando el espíritu que guió aquellas producciones -extraídas en base a referentes literarios de base eminentemente popular-, demostrando con ello que a partir de dichos materiales no solo se podía reconstruir un modo de cine, sino que se podía insuflar vida propia en sus imágenes.

 

Ello es lo que sucede en esta casi mágica JUDEX, de inclasificable configuración genérica –aborda elementos de cine fantástico, de misterio, policiaco, melodrama y comedia-, ante cuya contemplación podemos por momentos asistir ante a una proyección que escapa a cualquier clasificación temporal. Es algo que el realizador francés logra aplicando una impronta poética bastante personal, basada en la admirable atmósfera lograda por la iluminación en blanco y negro de Marcel Fradetal, de extrema fisicidad y capacidad evocadora, que sirve de igual modo para describir la aparente placidez de la campiña que rodea la mansión del malvado Favraux (Michel Vitold), como posteriormente resultará indispensable para destacar la sordidez de los rincones rurales o tímidamente urbanos que describirán la acción en su segunda mitad. Con este valiosísimo elemento de partida y con la aportación del fondo sonoro compuesto por un inspirado Maurice Jarre –antes de plegarse con tanta facilidad a la reiteración de los tics románticos de su estilo-, lo cierto es que George Franju sabe articular una adaptación sentida y asumida, en la que la elegancia de sus movimientos de cámara nunca deviene en estecismo, y en donde toda su belleza convulsa en modo alguno evita que los tintes de tragedia dejen la impronta final del relato. Una propuesta en la que, cierto es reconocerlo, tenemos que asumir unos ciertos planteamientos revestidos de ingenuidad ante nuestra mirada, pero que en esta ocasión no dejan de ofrecerse más que como elementos definitorios del respeto que para su realizador merecen los originales cinematográficos y literarios que le sirvieron de base. Es algo que tendremos que asumir, en la medida que JUDEX se plantea con la estructura de una serie de pequeños episodios unidos entre sí a modo de serial, algunos de los cuales se resuelven con la inserción de rótulos, pero en otros dejan entrever la aparente gratuidad de episodios como el que muestra el rescate de la atormentada Jacqueline tras ser lanzada al río –fascinante la imagen de su rostro discurrir por las aguas fluviales-, o la aparición casi inverosímil de una compañía de circo entre la noche, que inesperadamente ejercerá como asidero para poder rescatar al héroe protagonistas.

 

Indudablemente, todas estas ingenuidades forman parte del espíritu del serial instaurado por Feuillade, que con el paso del tiempo serviría como referente en tantos y tantos seriales rodados especialmente en el cine norteamericano como complemento a su programación cinematográfica. El título que nos ocupa logra al mismo tiempo mantener aquel arquetipo de episodios de breve duración, culminados con una situación de peligro inminente como elemento de intriga destinado a captar el interés del capítulo que le seguía a continuación. Lo único que varía en esta ocasión, es el hecho de estructurar la película en torno a una serie de breves capítulos, manteniendo el espíritu, perfeccionando y dotando de complejidad a su atmósfera, y al mismo tiempo definiendo a sus personajes con una psicología perturbadora. De todos modos, hablar en estos términos, puede inducir al hipotético lector a pensar que nos enfrentamos a un título intelectualizado o despojado de humanidad. Nada más lejos al respecto. JUDEX es un espectáculo lleno de hechizo, fascinante, del que el espectador muy pronto logra contagiarse, introduciéndose en una ambientación y una atmósfera del principio de siglo XX perfectamente recreada, y en la que una sensación de cierta sordidez, ejercerán como marco de acción del misterioso Judex (un estólido Channing Pollock) en contra del poderoso Favraux, al cual reclama reponga los daños que ha ejercido contra tantas y tantas personas. Muy pronto sabremos el verdadero y oscuro pasado del dueño de la mansión, pero en la fiesta que este organizará con numerosos invitados –un fragmento absolutamente mágico e irresistible-, supondrá la aparente muerte de este. En realidad será la venganza de Judex, quien no llegará a matar a Favraux, aunque lo mantendrá retenido en una extraña celda. A partir de esa situación, la hija del dueño –Jacqueline (Edith Scob)- adquirirá su fortuna, pero declinará ejercer como propietaria de la misma. Será el inicio de una serie de aventuras centradas en la búsqueda de Favraux por parte de la joven pareja de hermanos que se encontraba en la mansión del aparentemente muerto, así como en la intención de matar a su hija, que se encuentra protegida por Judex y cuya relación con esta finalmente revelará la presencia del amor.

 

La sucesión de hechos y situaciones destinadas a sorprender al espectador, la presencia de la guarida de Judex y sus hombres, la extraña relación mantenida entre los dos jóvenes hermanos que finalmente lograrán reducir a nuestro héroe, el alcance trágico que definirá los últimos momentos en la vida de la pareja –él apuñalado por ella al creer que se trata de Judex, que poco antes había rechazado una insinuación de esta, ella caída desde el tejado de una vivienda de considerable altura- y también de Favraux, quien se suicida con la puerta cerrada, consciente de que su presencia en el mundo de los vivos es una posibilidad de tintes inquietantes. Una conclusión revestida de tragedia, enmarcable en el sentir cinematográfico de un Franju que en sus títulos precedentes apostaba igualmente por una cierta poesía malsana, y que en el que nos ocupa culmina una de las películas más arriesgadas formuladas en el cine francés de aquel tiempo. También, justo es reconocerlo, una de las más valiosas.

 

Calificación: 4