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CINEMA DE PERRA GORDA

HELLGATE (1952, Charles Marquis Warren) La puerta del infierno

HELLGATE (1952, Charles Marquis Warren) La puerta del infierno

Nos encontramos en Kansas poco tiempo después de concluir la guerra civil que ha dividido la nación, pese a la instauración del Estado de la Unión. Las secuelas siguen patentes en una población que aún no se encuentra habituada a una convivencia en aquellos tiempos aún artificiosa y carente de auténtica raíz. Ese será el marco de desarrollo de HELLGATE (La puerta del infierno, 1952), una atractiva propuesta de genuina serie B, de la mano del conocido productor Robert L. Lippert –artífice de tantos valiosos exponentes en esta vertiente-, que bajo su ropaje de aparente western, en realidad esconde un nada solapado cuento moral en torno a la búsqueda de la redención, al tiempo que una llamada en torno a la relatividad de cualquier valoración, inclinando la propuesta dentro de una atmósfera más cercana al cine noir y, de manera evidente, al cine carcelario. Habiendo visto ya algunas de las películas que otorgaron cierto predicamento a Warren, se observa en él una cierta querencia por lo sombrío, por parajes, personajes y situaciones en conflicto, con cierto margen para imbuir en su seno una mirada revestida de cierta turbulencia interna.

Es algo que, plano por plano, podemos percibir en esta modesta pero intensa película, en la que de forma injusta un veterinario sudista y poco sociable –Gilman S. Hanley (Sterling Hayden)-, será condenado a prisión por haber ayudado, sin él haberlo supuesto, a un hombre que ha caído de un caballo y que se trata de un peligroso bandido buscado por las autoridades militares. Los primeros instantes del film ya nos adelantan ese tono seco y adusto que presidirá todo su metraje, describiéndonos una galería de seres en los que el matrimonio que forman el veterinario y su esposa, aparecen como una extraña excepción –cuando este es reclamado para curar al herido, se encuentra estoicamente sentado delante de un caballo que se encuentra a la espera de parto-. Sin embargo, el destino –un elemento determinante en el universo del western y que en esta ocasión adquirirá una extraña importancia, incluso en la presencia de una bolsa con cinco mil dólares que se han caído al preso socorrido, o el intercambio de caballos que la banda de este provocan-, es el que marcará el duro futuro de nuestro adusto pero noble protagonista, un hombre de profunda convicciones sudistas, pero que al mismo tiempo intenta asumir la victoria del bando opuesto en la nueva composición de su país- No obstante, su pasado pesará sobre él como una losa, erigiéndose como un elemento que implícitamente utilizarán las nuevas autoridades a la hora de hacer caso omiso de la inocencia que esgrime el sobrepasado veterinario. La maldad intrínseca del delincuente al que ha ayudado en su dolencia, que se ratifica en señalar que era colaborador suyo, será la que propicie que Hanley sea destinado junto a otros presos –condenados incluso por asesinato-, a una inhóspita y abrasadora prisión situada cerca de la frontera con México. Un recinto auténticamente infrahumano, ubicado entre un conjunto de montañas agrestes y rocosas montañas, dominadas por un sol abrasador y una carencia de agua que de manera periódica se solventa con la arribada de carros con bidones del líquido elemento. El recinto penitenciario estará comandado por el embrutecido teniente Tod Voorhees (War Bond), quien desde el primer momento antepondrá la condición de sudista del recién llegado, para hacerle receptor de su abierta hostilidad –incluso por encima de los reconocidos delincuentes e incluso el asesino que llega en dicha remesa-.

La visión que se ofrece de la prisión no puede ser más desoladora. Es más, creo que pocas veces en el cine del Oeste se ha mostrado un recinto penitenciario dominado por mayor crudeza –a su lado, la que protagoniza THERE WAS A CROOKED MAN… (El día de los tramposos, 1970. Joseph L. Mankiewicz) deviene una instalación casi previsible-. En ella, la aridez y la casi imposibilidad de huir de la misma –para ello la presencia del desierto y la custodia que ofrecen los depredadores indios Pima-, se unirá a la infrahumana disposición de los presos mediante una grutas subterráneas en donde se encuentran las diferentes celdas –quizá el hallazgo visual más relevante del film-. En medio de dichas condiciones, Warren sabe incentivar la densidad de un relato que, paradójicamente, se desarrolla con un cierto tono de serenidad. En realidad, todo aquello que acontece en aquel recinto abandonado del mundo obedece a las leyes de una extraña cotidianeidad o, mejor dicho, a la resignación de sus presos, incapaces de intentar fugarse del mismo, debido tanto a la dureza existente en su entorno, como a los peligros exteriores –y superiores- que sufrirían si lograran escapar de él. Sin embargo, Hanley será introducido en una de las celdas subterráneas, compartiendo la misma con una serie de presos allí ya ubicados, con los que poco a poco irá variando su inicial hostilidad, hasta establecerse una cierta sintonía, descubriendo el plan que mantienen –sobre todo por el supuesto líder de todos ellos; George Redfield (James Arness)-, para fugarse de allí, en una intentona de difícil efectividad. La película describe ejemplarmente ese proceso de relación en dicho colectivo, dentro de una atmósfera por completo irrespirable, en la que cada caverna rocosa se encuentra potenciada por una iluminación dominada por los claroscuros, propia del cine noir.

Dicha combinación es la que proporciona un interés casi sin tregua en un film que apenas supera los ochenta minutos de duración, y en donde se irá describiendo el intento de fuga de todos estos presos –uno de ellos, moribundo, conoce la manera con la que traspasar el desierto hasta llegar a la frontera de México-. Dicho proceso –en el que no faltará la traición de uno de ellos, contando a Voorhees el plan que se está gestando en la cueva-, no provocará una especial alteración en la impavidez de este. Una vez se produzca el intento de huída, esta en el fondo provocará que el conjunto de fracasados fugados sean eliminados por los propios indios Pima, con la excepción de Redfield, que será encerrado en la terrible celda de castigo ubicada en pleno suelo del patio de la prisión, y cubierto por gruesos portones metálicos. Una auténtica tortura que este soportará con estoicismo, y que permitirá que el castigado pueda, inesperadamente, contemplar en su interior los detalles que había dejado dibujados uno de sus compañeros de celda –ya fallecido, y al que había ayudado en su enfermedad-; el trazado para poder huir hasta México.

Sin embargo, se extenderá en el entorno de la infernal prisión la plaga de una epidemia contagiosa, que está provocando estragos entre los presos y los propios oficiales, a lo que contribuirá el hecho que los ciudadanos de la población más cercana se opongan a cederles agua, temerosos de verse contagiados con dicha enfermedad. Vista la situación límite vivida –es estremecedor el plano en que Hanley visita la tienda donde varios enfermos claman por un agua inexistente-, el embrutecido teniente decidirá confiar en él para que efectúe una delicada misión que le llevaría varios días de viaje, en la búsqueda de agua para poder atender a los enfermos. Pese a las reticencias que le producirá tener que recurrir a él –algo que no le ocultará en esos momentos-, el condenado veterinario accederá, aunque decidirá ir hacia la población más cercana, sorteando la parte trasera de la barricada tras la que se atrincheran sus vecinos, intentando explicarles de la necesidad de su comprensión y colaboración para poder evitar la extensión de la plaga hasta todos ellos; cediendo agua para los enfermos de la prisión. Será esta quizá una conclusión demasiado apresurara y complaciente, sobre todo por venir detrás de un relato provisto de una densidad y fisicidad encomiable. Sin embargo, el mismo no dejará de aportar un momento memorable, con la reconsideración por parte del hasta entonces implacable jefe de la prisión, de la grandeza en la acción de Hanley. Llegará incluso a mentir cuando haga como suyo el testimonio de uno de los enfermos que se encontraban allí, uno de los que formaban parte del equipo de aquel bandido al que ayudó tras su caída, pudiera testificar en su favor antes de morir. Este fallecerá tras la marcha de Hanley, pero Voorhees tendrá un gesto de nobleza al hacer de una inexistente declaración, la prueba de agradecimiento a un hombre íntegro.

Áspera y dominada por unas tonalidades rugosas, a las que cabrá añadir esa aspereza y alcance terroso de sus hoscas imágenes en blanco y negro, HELLGATE aporta la extrañeza de la presencia de una serie de personajes que, aunque puedan aparecer como brutales o implacables, se encuentran provistos de cierta humanización. Es algo que aparecerá en el militar que en el proceso judicial mostrará cierta consideración por nuestro protagonista –casi como si viera en él esa dignidad de comportamiento que el resto se empeña en negar-, librándole de la pena de muerte. Pero será incluso el mismo responsable de la prisión, quien pese a los nada ocultos recelos que Hanley le provoca desde el primer momento, al considerarlo un rebelde, nunca dejará de tratarlo con una extraña aura de dignidad.

Elementos de notable complejidad, insertos en una película tan modesta como caracterizada por su intensidad. Cualidades que se extiende tanto en sus secuencias de interiores y exteriores, como en la hondura que describe en la interrelación de sus diferentes personajes. Las mejores virtudes de la serie B se dan cita en esta valiosa y apenas conocida producción, que además de incardinar elementos de varios géneros, se ofrece ante todo como una pequeña reflexión en torno a la necesidad del conocimiento, a la hora de conocer, describir y valorar la verdadera personalidad de aquellos seres que pasan por tu vida.

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