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CINEMA DE PERRA GORDA

OUR VINES HAVE TENDER GRAPES (1945, Roy Rowland) El sol sale mañana

OUR VINES HAVE TENDER GRAPES (1945, Roy Rowland) El sol sale mañana

Lo reconozco. Una de mis mayores debilidades dentro del cine norteamericano, es la admiración que profeso a lo que allí se denomina como Americana, y que por lo general se orilla con facilidad en el resto de países. Son esos relatos de carácter rural que narraban usos y costumbres de Estados Unidos, mostrando tanto facetas dominadas por su entronque dramático, como otras definidas en su aspecto humanista. Sería altamente interesante realizar un estudio global de ese maravilloso subgénero, en el que podríamos incluir clásicos reconocidos como THE GRAPES OF WRATH (Las uvas de la ira, 1940. John Ford) o el muy posterior THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971. Peter Bogdanovich) y en el que se incluyen joyas hoy día por fortuna reivindicadas como el STARS OF MY CROWN (1950) de Tourneur. Sin embargo, por más que cineastas como Ford, Vidor, Renoir –THE SOUTHERNER (1945)-  o incluso Anthony Mann –GOD’S LITTLE ACRE (1958)- nos ofrecieran muestra relevantes de esta vertiente, lo cierto es que quizá los dos cineastas que practicaron con mayor convicción y frecuencia el mismo, fueron por un lado Henry King y por otro el aún subvalorado Clarence Brown. Fue precisamente este último quien lo insertó dentro de su eterna implicación en la Metro Goldwyn Mayer, el mismo estudio de donde procede OUR VINES HAVE TENDER GRAPES (El sol sale mañana, 1945), inesperada e inspirada demostración de dicha corriente, en el que probablemente sea el mayor título de gloria de un realizador por lo general blando y poco inspirado, aunque en su filmografía se destilen algunos títulos de cierto interés –THE 5,000 FINGERS OF DR. T (Los 5.000 dedos del Dr. T, 1953), ROGUE COP (Prisionero de su traición, 1954), la inesperada aportación a la comedia que supone AFFAIR WITH A STRANGER (Entre dos mujeres, 1953)-, al margen de que se encuentra un título que no he contemplado hasta la fecha, que probablemente se encuadre dentro de esta vertiente –THE OUTRIDERS (1950)-. Lo cierto es que nos encontramos con una película que desde sus primeros instantes se percibe por su placidez y, ante todo, en una circunstancia que se da hoy día en muy pocas ocasiones; la de parecer estar realizada con el corazón.

Estamos situados en una pequeña localidad rural de Wisconsin, poblada por un colectivo de inmigrantes noruegos. A la misma nos introducirán dos pequeños muchachos, ambos primos, como son Selma (Margaret O’Brien) y Arnold (“Butch” Henkins). Sin ellos pretenderlo, nos introducirán en un entorno plácido y bucólico, eminentemente rural, en el que destacará el protagonismo que recaerá en el relato Martinius Jacobson (Edward G. Robinson). Hombre juicioso y entregado por completo a sus tareas agrícolas, no dejará en ningún momento de mostrar su humanidad a la hora de llevar adelante su hogar, cuidar a su esposa –Bruna (Agnes Moorehead)- y su hija, e incluso de erigirse como un auténtico referente en la comunidad en la que reside. En la misma se encuentra también Nels (James Craig), encargado de la edición de un pequeño rotativo –el Fuller Junction Spectator-, heredado de sus ancestros, pero que en el fondo es una escasa ambición para él, creciendo en su ánimo su voluntad de alistarse y combatir en la contienda mundial. Nels se acercará hasta Viola (Frances Gifford), una joven que llegará al pueblo para convertirse en la maestra del mismo, pero que poco a poco se verá consumida por determinadas actitudes entre sus vecinos, que mermarán sus iniciales esperanzas.

En realidad, la base argumental de OUR VINES HAVE TENDER GRAPES puede resumirse en estas líneas, puesto que nos encontramos ante un relato –adaptado por el prestigioso Dalton Trumbo, a partir de una novela de George Victor Martin-, en el que importa mucho más el elemento de observación de caracteres, que la propia dramatización de los hechos que se nos muestran –por más que algunos de ellos se caractericen por su gravedad-. En sus imágenes, narradas por Rowland con una insospechada sensibilidad e incluso aliento poético, podremos introducirnos en la mente de unos niños especialmente observadores, en ocasiones egoístas –el incidente de los patinetes que se produce entre ambos-, en otras ligados al entorno natural en que viven –el regalo de Martinius a su hija de un pequeño ternero para que lo cuide en su nacimiento-. Poco a poco, con una notable serenidad, se irá describiendo un marco coral –en el que la familia Jacobson tendrá una especial significación-, caracterizado por una mirada revestida de bonhomía de dicho colectivo rural –la emotividad que se desprende en la celebración navideña con el recitado de Selma ante toda la comunidad, especialmente por el encuadre frontal brindado por el realizador-. Sin embargo, no faltarán apuntes que destilan la soterrada mezquindad que incluso en ámbitos tan aparentemente nobles como el que nos ocupa, pueden marcar un punto de inflexión a la hora de provocar el desafecto de Viola, que en un momento dado, y cuando contempla que la decisión de Nels –su único asidero real en una comunidad en la que ella se muestra lejana por su condición y pasado más urbano- va a hacerse realidad, decidirá abandonar su profesión de maestra y dejar la población. En ello influirán elementos como el desprecio que en la misma se ha ido gestando hacia la joven y limitada Ingeborg (Dorothy Morris)-, hija de un hosco granjero de la zona, que finalmente se suicidará, contando entonces con la conmiseración de los vecinos a la hora de acudir a su entierro. Una despedida que Velma y Nels contemplarán dolidos desde la distancia, comprobando la falsedad de unos vecinos que en vida de la muchacha jamás tuvieron la suficiente sensibilidad para intentar que, al menos, tuviera ese pequeño aporte de felicidad que su padre nunca le proporcionó.

No obstante la película no dejará de mostrarse desde la mentalidad de esos dos pequeños, traviesos y curiosos, casi como si fueran un precedente de los niños de TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan), describiendo bajo su mirada inquieta un colectivo revestido de familiaridad, insertando episodios cotidianos, otros rituales –la entrega de regalos navideños- y otros en los que la inquietud mostrará a una comunidad alterada, en la que la indignación se dará de la mano a la expresión máxima de los sentimientos; el peligro vivido por los dos muchachos al meterse en una bañera y ser llevados por la corriente de un río en pleno deshielo, provocando la lógica alteración de sus respectivos padres, quienes en primera instancia se mostrarán agresivos ante la irresponsabilidad de los pequeños, aunque de inmediato puedan con ellos su sentimiento de cariño –inolvidable el abrazo de Martinius a su hija, mostrando la cámara en plano fijo como ambos abandonan el puente sin hablar, siendo contemplados por el resto de vecinos-.

Es en su tramo final, cuando el film de Rowland adquiere una especial severidad, poniendo en tela de juicio la supuesta ejemplaridad de sus vecinos. A partir del incidente de los niños en el caudaloso río, se producirá la desafección de Velma, consciente de que en dicha población su vida se apagaría irremisiblemente –en un momento dado, la imagen de sus espitas de huelo a punto de derretirse, aparecerán como metáfora de una relación sentimental imposible en su continuidad. En medio de todo este conflicto personal, se producirá el incendio del nuevo granero de Faraaseen (Louis Jean Heydt), que había exhibido con orgullo fruto de su esfuerzo personal, y cuyo referente tomaba Martinius de cara a hacer lo propio con sus ahorros. El episodio será dantesco, teniendo que sacrificar el ganado con el uso de armas, para impedir que el ganado sufra en el mismo, consumiéndose bajo unas llamas que crecerán cuando la lluvia al mismo tiempo deje de hacer acto de presencia, y ante la desolación de todos los presentes, especialmente del bondadoso granjero y su inconsolable esposa. Para intentar paliar la ruina a la que se verán abocados, Nils reunirá a toda la comunidad, leyendo el extracto del primer editorial del periódico que ha seguido editando, apelando a la solidaridad de los presentes. La colecta aparecerá casi irrisoria, quedando dolorosamente sorprendidos de la escasa implicación de los vecinos ante la tragedia vivida. Y será Selma, la que incitará a todos ellos a apelar a la más íntima colaboración, anunciando que entrega su pequeño ternero al granjero, iniciándose una sucesión de donaciones en unos instantes conmovedores, que volverán a los jóvenes enamorados a tener fe en esa pequeña localidad de emigrantes noruegos, capaces en algún momento de exteriorizar ese egoísmo consustancial al ser humano, pero también brindarse en sus tintes de nobleza.

Con voz callada, una sinceridad en la planificación, en el ritmo pausado, alternando una serie de episodios que van conformando un marco de comportamientos lo suficientemente agudos en el retrato de una comunidad cerrada y afable, magníficamente interpretada e impecablemente ambientada, y sabiendo dosificar al máximo esa vertiente sensiblera en la que podría haber recaído, caso de no haber sido tratada con tanta cotidianeidad a través de la limpia puesta en escena propuesta por Roy Rowland, lo cierto es que la contemplación de OUR VINES HAVE TENDER GRAPES deja un regusto de emotividad en el espectador. La esperanza cada vez más menguada de creer que en el ser humano, aún existe un lugar para cobijar la nobleza.

Calificación: 3’5

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