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CINEMA DE PERRA GORDA

THE BLACK ORCHID (1958, Martin Ritt) Orquídea negra

THE BLACK ORCHID (1958, Martin Ritt) Orquídea negra

A partir del inesperado éxito de MARTY (1955, Delbert Mann), el cine norteamericano descubrió que una de las armas más seguras y rentables a la hora de combatir con la creciente influencia que la televisión tenía de cara a la reducción de la importancia de su industria, era potenciar el rodaje de pequeños melodramas que permitieran que esas historias que la pequeña pantalla ofrecía de manera aún tosca, pudiesen ser contempladas en las grandes pantallas con acabados mucho más loables. Era precisamente el elemento opuesto de las grandes superproducciones –que quizá tuvieron su mayor exponente en las firmadas por Cecil B. De Mille- que junto a la legada del CinemaScope y otros adelantos técnicos –como el Todd-Ao-, intentaron incidir en el cine como elemento de espectáculo. La historia ya ha cubierto con bastantes décadas atrás dicha etapa, y nos vamos a detener en esos melodramas intimistas que –a partir de los guiones de Paddy Chayeffsky y, posteriormente, de la mano de dramaturgos como Wiliam Inge-, ofrecieron toda una gama de películas caracterizadas por el tratamiento de personajes y ambientes definidos por su cotidianeidad. Obras que en su mayor parte fueron avaladas por la firma de aquellos directores que formaron la –en su momento- denostada “generación de la televisión”-, formada por el ya citado Delbert Mann, Sidney Lumet, Daniel Mann, John Frankenheimer, Robert Mulligan o –más en un segundo plano- Fielder Cook o Joseph Anthony. Alabadas en líneas generales en su tiempo, muy pronto este conjunto de realizaciones fueron relegadas del respeto de la crítica, y no ha sido hasta hace pocas décadas, cuando la importancia de los primeros pasos de dicha generación –con la irregularidades que se le quieran objetar-, han comenzado a ser valorados, en la medida de su relativa valía.

Y es que no podemos hablar en conjunto de grandes aportaciones, pero sí de la presencia de una serie de exponentes de agradable prestancia, que más de medio siglo después, cuando el lenguaje cinematográfico se ha degradado tanto, creo que han superado con algo más que un aprobado la prueba del paso del tiempo. Es por ello, y pese a la mala fama que alberga buena parte de la obra de Martin Ritt –centrada en el carácter enfático de su cine-, no deja de resultar interesante contemplar un melodrama de las características de THE BLACK ORCHID (Orquídea negra, 1958), en el que de entrada se observa el esfuerzo del productor italiano Carlo Ponti por consolidar el estrellato de su esposa Sofia Loren en la industria norteamericana. Lo hizo por medio de esta producción de la Paramount, que ya de entrada cuenta a su favor con un magnífico y creíble diseño de producción, acentuado por la fuerza que le imprime el formato en VistaVision, y la contrastada y al mismo tiempo nebulosa fotografía en blanco y negro de Robert Burks –PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock)-.

Serán todo ello elementos que utilizará de manera encomiable Martin Ritt, a partir de un texto de John Stephano –también guionista de la obra maestra de Hitchcock-, que se inicia logrando de entrada una admirable atmósfera mortuoria al describir el funeral que en el barrio newyorkino italiano, vivirán la que fuera esposa del asesinado Tony. Ella es Rose Bianco (Sofia Loren), acompañada de su pequeño Ralphie (Jimmy Baird). La secuencia está provista de una adecuada temperatura emocional –desarrollada además con el discurrir de los títulos de crédito- y por momentos me recordó aquella inolvidable del entierro de la niña atropellada en la excepcional THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). Al paso del escueto cortejo, la policía va abriendo al tráfico y devolviendo la normalidad ciudadana, plasmando la efímera importancia de ese delincuente que ha sido asesinado supuestamente por los componentes de su gang. Una vez se oficie el funeral, Ritt no resistirá la ocasión de insertar unos breves, molestos e innecesarios flash-backs, reflejando la supuesta felicidad que unía a Rose y Tony, en lo que será sin duda la elección formal más prescindible y chirriante del relato. Sin embargo, este muy pronto cobrará una adecuada tonalidad cotidiana, contemplando como la viuda se ha autorecluido, dedicándose a confeccionar flores artificiales y artesanales para ganarse la vida, mientras su pequeño se encuentra trasladado a una granja de trabajo, hasta donde lo visita todos los domingos, y de donde ha protagonizado algunos intentos de espada que le han llevado a la puerta de un reformatorio. Por su parte nos encontramos con Frank Valente (contenido Anthony Quinn), un viudo que vive con su hija Mary (Ina Balin), joven temperamental que se encuentra a las puertas de un matrimonio con Noble (Peter Mark Richman), obligándoles a desplazarse de ciudad de residencia para poder él mantener su ocupación. En medio de dicha coyuntura, y pese a las iniciales reticencias de Rose, de forma tan rápida como sutil se irá iniciando la relación entre ambos, casi como si de parte de los dos existiera una necesidad de encontrar una nueva oportunidad a sus vidas.

Ese proceso está alcanzado con un considerable grado de sensibilidad por parte de Ritt, mediante secuencias en la que la puesta en escena al servicio de los actores, logra episodios revestidos de tanta sensibilidad como aquel que se desarrolla en una taberna italiana, donde Frank se declarará abiertamente ante Rose, el detalle previo de esta de esperar su llegada al autobús, en la primera ocasión en que este la acompañará hasta el lugar donde se encuentra su hijo. Del mismo modo, destacará el episodio del encuentro de Frank con el pequeño Ralphie, llevándolo a solas y pidiéndole su aprobación para casarse con su madre y, con ello, poder sacarlo de donde se encuentra recluido y vivir con ellos en una casa de campo que piensa comprar. Es en esos pasajes donde se destila un cierto aroma de felicidad cotidiana, de complicidad plena con aquel ser en el que se ha depositado el cariño y la esperanza por una nueva oportunidad vital, donde Martin Ritt logra que THE BLACK ORCHID alcance sus mayores cuotas de vigencia. Lo hará igualmente cuando describa a toda esa galería de personajes secundarios que pueblan la zona italiana neoyorkina, o en la ajustada descripción de entornos y lugares en donde se desarrolla la acción.

Sin embargo, en última instancia, la película se erige como una nada solapada metáfora en torno al egoísmo de los sentimientos. Será algo que se encuentre especialmente representado en la figura de Mary, cuyo temperamento le acarreará no pocos enfrentamientos con su futuro esposo, quizá evocando un hecho determinante en la familia,; el hecho de que su madre viviera durante diez largos años una enfermedad mental que finalmente acabó con su vida. Quizá ese elemento dramático se inserte en la película rompiendo el aura de sensibilidad de que goza en sus mejores momentos. No me cabe duda que era necesario para compensar y dotar de espesor y conflicto al conjunto del mismo. Sin embargo, lo que en definitiva se ofrece como un contrapunto que aparece casi como insoslayable, es lo que ha impedido que el film de Ritt alcance un mayor grado de atractivo del que, con todo, le preserva el paso del tiempo. Es más, uno se queda antes con un título del aparente corto alcance del que comentamos, que otros quizá más prestigiados –y también más cuestionables- de aquellos primeros pasos de una filmografía, apreciable y desigual, en donde el gusto por la retórica en ocasiones arruinaba parte de sus propuestas. Por fortuna, y más allá de incidir en ese aspecto egoísta de las relaciones humanas que, en definitiva, caracterizarán a los principales personajes del relato, lo cierto es que este concluirá con acierto retornando a ese grado de sensibilidad del que nunca debió salir, y al mismo tiempo orillando cualquier tentación sensiblera que su conclusión le hubiera permitido. Esa apuesta por la cotidianeidad, esa querencia por oscilar en buena parte del metraje en voz baja, el cuidado por una ambientación que parece “olerse” de los ambientes de los emigrantes italianos newyorkinos son los que, tantos años después, permiten que THE BLACK ORCHID quizá no sea una película memorable, pero sí un título humilde. Un film confeccionado con mimbres si no nobles, sí revestidos de una notable carga de honestidad dramática.

Calificación: 2’5

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