PARIS BLUES (1961, Martin Ritt) Un día volveré
Aún contando con una espléndida ambientación –obra de Alexander Trauner-, una estupenda y verista fotografía en blanco y negro, responsabilidad de Christian Matras, e incluso reconociendo que la realización de Martin Ritt era menos enfática y efectista de lo habitual en él, hay que reconocer de entrada que PARIS BLUES (Un día volveré, 1961) es un título de una mediocridad apabullante. No vale que se inicie con una atrevida e incluso vibrante panorámica / vista general, combinada con un plano de grúa, para acercarse al estudio en el que conviven dos apasionados músicos norteamericanos, residentes en Paris por diferentes causas. Ellos son Ram Bowen (Paul Newman) y Eddie Cook (Sidney Poitier), y ambos tocan en una de las conocidas caves tan recurrentes en el Paris contracultural de la década de los cincuenta –la denominada Club De Marie-. Ram además es compositor, utilizando a Eddie como arreglista de las mismas. Este último huyó de su Norteamérica natal por problemas racistas, residiendo en Paris como un autoexiliado. Nuestros dos protagonistas vivirán de forma inesperada -coincidiendo con la llegada a la capital francesa de Wild Man Moore (Louis Armstrong)- una breve relación romántica con dos turistas que llegarán hasta la “ciudad del amor” ¡que curioso!, también una blanca y una negra. Ellas son la divorciada Lillian (Joanne Woodward) y Connie (Diahann Carroll) –ambas bastante más creíbles que sus compañeros masculinos- y, como es lógico suponer, de inmediato congeniarán con sus homónimos de raza, viviendo un extraño, fugaz y revelador romance, que de alguna manera servirá para que las dos efímeras parejas tengan un punto de partida para reconducir su futuro existencial.
¿Para ese viaje hacían falta esas alforjas? Y es que PARIS BLUES, no es más que una de las mayores naderías contemplada en el cine USA de los sesenta. Como si quisiera encubrir los peores tópicos de la comedia turística, la película no ofrece otra posibilidad que la de servir de soporte a dos intérpretes de éxito, en especial a un Paul Newman que protagoniza otro de esos tantos vehículos insertos dentro del melodrama, generalmente incorporados junto a su esposa –siempre mejor actriz que él actor-, aunados en esta ocasión por el empujón para la figura del mediocre intérprete que siempre fue Sidney Poitier –un par de años después premiados sus servicios a la industria con uno de los Oscars más olvidados de su historia; el de mejor actor de 1963 por LILIES OF THE FIELD (Los lirios del valle, 1963. Ralph Nelson)-. En su conjunto, los cuatro ¿personajes? no dudan en pasearse por los rincones más chics –y también los más convencionalmente recordados- de la capital parisina. Eso si, con la imagen en blanco y negro y un presunto trasfondo dramático que permita encubrir –por así decirlo-, un recorrido argumental dominado por un cúmulo de convenciones y lugares comunes ¿Para eso hacía falta el concurso de tantos guionistas, incluyendo entre ellos alblackisted” Walter Bernstein? En poco se esmeraron a la hora de elaborar un rosario de frases huecas, situaciones presuntamente dramáticas sin calado alguno, confeccionar un entramado dramático tan endeble, tan archisabido, tan al servicio de sus dos stars masculinas –sin evitar ni siquiera que Newman aparezca con el torso desnudo en plan figura griega, como era habitual en sus películas de estos años-. Pero es que además, PARIS BLUES nos pretende mostrar el mundo dominado por los humos de los cigarros, las noches hasta el amanecer, o esa pretendida pasión que se establecía en esos lugares existentes en Paris, donde desde hace décadas se escuchaba música de jazz.
Lo cierto y verdad es que si algo puede permanecer como modelo en el título que comentamos, es el de servir como referente de lo que no se debe plantear como base dramática para elaborar una película. Cierto es que Ritt no fue precisamente un realizador caracterizado por una especial sutileza, y vuelvo a reiterar que en esta ocasión el efectismo del que hizo gala en otras ocasiones aparece más menguado ¡Pero es tan poco lo que puede hacer teniendo entre manos los endebles mimbres que tuvo en suerte! Todo ello está puesto al servicio de una inocua doble relación amorosa –es curioso observar como las dos parejas actúan por separado, encontrándose en algún momento de manera inverosímil-, que por lo general tiene sus “puntos álgidos” siempre delante de algún lugar emblemático de un París, al que intentarán fotografiar siguiendo el dictado que habían marcado las primeras muestras de la nouvelle vague. Y en medio de dichos fotogénicos enclaves, tendremos que escuchar frases mil veces oídas e insertadas en títulos precedentes. Todo un rosario de tópicos sobre la creación artística –en este caso la musical-, centrados ante todo en el rol encarnado por Newman –no faltará el encuentro con un empresario discográfico-, combinados con filmaciones de actuaciones de este y Poitier en el interior de la “cave” en la que habitualmente forman parte. Y, como no podía ser de otra manera, no faltarán los “numeritos” destinados al lucimiento de Louis Armstrong –tan gran trompetista como horrible presencia cinematográfica-. Permanecerá en pantalla en dos fragmentos que van desde la nada creíble bienvenida que se efectúa a su figura –vemos incluso admiradores con pequeñas pancartas-, como la sorprendente llegada de este con su pléyade de acompañantes, convirtiendo la actuación diaria de aquel recinto en todo un festejo merced a la gracia de su trompeta.
Entre ello, no faltará la pretendiente celosa de Newman al ver que este se relaciona con Woodward, se pondrán de manifiesto los temores latentes en la mentalidad de Eddie –sin duda debidos a algún suceso racista que marcó su personalidad y le hizo huir del país- y, por último, Bowen decidirá quedarse para intentar demostrarse a sí mismo sus posibilidades como compositor. Con franqueza, al lado del resultado de PARIS BLUES, un título también ligado al drama turístico como pudiera ser SUMMERTIME (Locuras de verano, 1955. David Lean), emerge casi como una obra maestra. Es más, con todos los servilismos y limitaciones que podría acarrear, no cabe duda que el posterior título de Martin Ritt –HEMINGWAY ADVENTURE’S OF A YOUNG MAN (Cuanto se tienen veinte años, 1962)- se eleva en sus resultados mucho más que esta mediocre y olvidable propuesta, en la que duele especialmente el hecho de estar filmada al menos con limpieza y un cierto atisbo de convicción.
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