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CINEMA DE PERRA GORDA

NOBODY RUNS FOREVER (1968, Ralph Thomas) Nadie huye eternamente

NOBODY RUNS FOREVER (1968, Ralph Thomas) Nadie huye eternamente

El triunfo de las adaptaciones cinematográfica del personaje ideado por Ian Fleming; James Bond, y el del agente Harry Palmer encarnado por Michael Caine a partir de THE IPCRESS FILE (Ipcress, 1965. Sidney J. Furie), unido a las circunstancias sociopolíticas de enfrentamiento entre los dos bloques, posibilitaron en Inglaterra una considerable producción de películas centradas en peripecias de espías. Turbios argumentos de raíz casi folletinesca, que actualizaban al tiempo que conectaban con la tradición que el cine británico mantenía incluso desde los lejanos años treinta, con aportaciones firmadas por el mismísimo Alfred Hitchcock. Sería por tanto la segunda mitad de los años sesenta, el periodo propicio para ese florecimiento, que favoreció títulos que oscilan entre lo perdurable y lo efímero, y al mismo tiempo abordaban registros dramáticos, nihilistas e incluso paródicos, como muestra de esa libertad de criterios que se dio cita en una cinematografía que vivió un periodo convulso a todos los niveles, y en donde lo mejor y lo más cuestionable se daba de la mano, con una facilidad pasmosa.

Dentro de este ámbito, se puede decir que NOBODY RUNS FOREVER (Nadie huye eternamente, 1968. Ralph Thomas) aparece casi como un producto tardío. Un extraño anacronismo, en un contexto en el que el propio Thomas ofrecía exponentes de este subgénero, aunque tamizadas por el prisma del humor. Por el contrario, ya desde sus propios títulos de crédito –con la poderosa impronta que ofrece el fondo sonoro de George Delerue-, percibimos que nos encontramos ante una propuesta de claro matiz dramático, en la que según vayamos introduciéndonos, irá asumiendo una extraña sensación de fatalismo que, a fin de cuentas, aparecerá como su rasgo más atractivo. En realidad, nos encontramos ante una película que formalmente podría emparentarse con la producción aquellos años, de cineastas como Basil Dearden o Bryan Forbes. Apenas podemos percibir escasos y funcionales zooms, eligiéndose por el contrario una puesta en escena bastante clásica. Será esta la base visual y narrativa, de una propuesta que si bien no cabría engrosas entre las antologías de su ámbito argumental, sí que es cierto ha logrado sobrellevar el paso del tiempo con considerable solidez.

NOBODY RUNS FOREVER se centra en el relato del problema de conciencia que se establece en torno a un líder pacifista; el alto comisario Sir James Quentin (un sensible y magnético Christopher Plummer), de orígenes australianos, empeñado en lograr un acuerdo global, para con ellos intentar evitar las desigualdades de alimentación entre los países. Con ser alguien muy respetado y admirado, hay un episodio en su pasado que se ha preocupado en ocultar, pero que sus opositores políticos en el lejano continente desean que regrese al mismo desde la Inglaterra en la que se desarrolla la acción, para con ello responder ante la justicia australiana, y al mismo tiempo descabezar a un líder de creciente prestigio internacional, que podría ocupar parcelas de importancia en la política australiana. Para devolverlo a su país enviarán a un rudo agente –Scobie Malone (Rod Taylor)-, destinado en una zona rural, al cual se hará viajar hasta Londres y con rapidez se introducirá en el entorno del comisario (será este uno de los aspectos menos convincentes del relato, careciendo de la necesaria credibilidad). Será el inicio del contacto con Quentin, al que muy pronto desarmará en su primer encuentro privado, atendiendo sin embargo su petición, al objeto que retorne con él a tierras australianas para responder de dicho asesinato –que asumirá desde el primer momento-, una vez concluya la delicada cumbre de naciones que se está celebrando en dichas fechas.

El acierto del film de Thomas, se centra fundamentalmente el uso de una narrativa clásica y eficaz, capaz de trasladar con contundencia a la imagen, una ficción centrada en la complicidad que se establecerá entre dos mentalidades opuestas, hasta el punto que lo que en un principio se defina como mutua animadversión, muy pronto derivará en una sincera amistad e incluso admiración, especialmente desde el áspero agente hasta el idealista político. Esa destreza en el trazado psicológico, la anuencia de un reparto magnífico, o la incorporación de atractivos episodios de suspense –el que se desarrolla en el estadio donde se juega el torneo de tenis-, serán elementos que permitan disfrutar en su medida, de una película que no deja de incorporar personajes arquetípicos en su villanía –el mayordomo que encarna el impagable Clive Revill, en aquellos años tan en boga; la exótica femme fatal incorporada al entorno de la esposa de Quentin, ese extraño periodista de tez oscura, que se revelará uno de los componentes de la conspiración elaborada en el entorno del comisario.

Todo un cúmulo de elementos ligados al cine de acción, descritos unos con mayor grado de acierto y credibilidad que otros, pero que en su conjunto favorecerán esa mirada revestida de humanismo. Ese descubrimiento en suma de la vocación de servicio alentada por un hombre aún joven, que en su nobleza no duda incluso en proteger a su esposa –Sheila (Lilli Palmer)- de las oscuras circunstancias de la muerte de su primera mujer. Pero más allá de su impronta argumental, el film de Thomas destila una amarga parábola en torno al peso atávico del pasado. Ese sentimiento de culpa que hará, en un momento determinado, arrepentirse de su comportamiento al criado traidor del matrimonio, aunque ello le cueste su muerte. Ese sentimiento de inmolación, es el que finalmente llevará al sacrificio de la propia Sheila, en un episodio de perfecta gradación y alcance trágico, que permitirá la nihilista conclusión de un relato, quizá no merecedor de figurar en las cumbres de su ámbito genérico, pero si lo suficientemente atractivo como para ser citado algo más que de pasada, dentro del cine inglés de su tiempo.

Calificación: 2’5

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