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CINEMA DE PERRA GORDA

Alfred E. Green

FLOWING GOLD (1940, Alfred E. Green)

FLOWING GOLD (1940, Alfred E. Green)

El discurrir de los últimos años, y la recuperación de no pocos títulos olvidados durante décadas, fundamentalmente debido a ediciones digitales, nos permitió a muchos aficionados, recordarnos no solo que existió un artesano como Alfred E. Green (1889-1960), artífice de productos tan inofensivos como COPACABANA (Idem, 1947), westerns tan apreciables como SIERRA (1950), o la previa FOUR FACED WEST (Cuatro caras del Oeste, 1948), que goza de cierto prestigio, pero de la que mantengo un lejanísimo recuerdo. Lo cierto es que, dentro de una dilatadísima andadura, que alberga un centenar de largometrajes, estoy convencido que podría esconderse más de una sorpresa. En cualquier caso, lo que nos ha permitido ratificar, con esa ya señalada recuperación de títulos que formaron el célebre Precode, que en la filmografía de Green puedo constatar, al menos, la presencia de intensos melodramas, como BABY FACE (Carita de ángel, 1933) o la aún superior HOUSEWIFE (Una mujer de su casa, 1934).

FLOWING GOLD (1940), rodada varios años después, y en un ámbito de producción bien dispar, supone un exponente más, de esa mixtura de melodramas triangulares, envueltos en diversas vertientes del cine de aventuras, que pudieron ejemplificar, bastantes años atrás, TIGER SHARK (Pasto de tiburones, 1932. Howard Hawks), o el inmediatamente posterior MANPOWER (1941, Raoul Walsh) que, aunque se rodó en el ámbito de la Warner -al igual que el título que comentamos-, aparece como un curioso remake del título de Hawks que, recordemos, se realizó para la Paramount, modificando el ambiente marino de la primera, por un contexto de trabajadores de alta tensión. En este caso, nos encontramos en el mundo de los trabajadores de pozos petrolíferos -aprovechando la veta, abierta ese mismo año por Metro Goldwyn Mayer, con la algo superior BOWN TOWN (Fruto dorado, 1940. Jack Conway)-, centrando la acción en la proyección de John Garfield como estrella del estudio. Éste encarna a John Alexander, que en los primeros compases del relato, veremos guardando cola para ser contratado en el mundo de los pozos de petróleo, comprobando al tiempo que es un fugitivo de la justicia, ya que se le busca por homicidio -que pronto sabremos fue involuntario-. John acudirá hasta el pozo que dirige Hap O’Connor (Pat O’Brian), bajo la denominación falsa de Johnny Blake, siendo contratado finalmente por este, pese a haber recibido a la policía, y llegarle un pasquín donde se refleja su fotografía. De hecho, Johnny salvará a O’Connor del ataque de uno de los operarios del pozo -al que despide por estar borracho-, por lo que tendrá que huir de aquel ámbito.

Hap viajará a buscar un nuevo trabajo en la explotación de otra prospección, junto a sus compañeros, siendo contratado por su viejo amigo Wilmat Chalmers (el estupendo Raymond Walburn), para dirigir las operaciones de un pozo en el que tiene depositadas todas sus esperanzas, y cuya concesión está amarrando su eterno enemigo, el banquero Charles Hammond (Granville Bates, el inolvidable juez de la magnifica MY FAVORITE WIFE (Mi mujer favorita, 1940. Garson Kanin)). Junto a Chalmers se encuentra su hija, la ya crecida Linda (la personalísima Frances Farmer), que hará de vigía y consejera de su padre, y que pronto se irá acercando a O’Connor, hasta que ambos se consoliden como novios. Las enormes presiones de este último dejarán a Chalmers casi sin efectivo, acordando O’Connor y sus hombres, trabajar en cooperativa en las excavaciones. Seguirán los problemas, con la oposición de los trabajadores de Hammond, a que O’Connor y sus trabajadores, puedan iniciar sus tareas. Se establecerá entre ellos una batalla campal, y encontrándose este a Johnnie entre los operarios del avieso banquero, quien de inmediato se pasará a las órdenes de Chalmers. Muy pronto este ocupará, con su arrolladora personalidad, un lugar de importancia en el grupo de trabajadores, aunque entre Linda y él se manifieste una abierta hostilidad. No será más que la tapadera de la relación que, aunque ellos la intenten evitar, se mantiene latente entre ambos, y que se acrecentará, en la estancia en un hospital de O’Connor, debido a un accidente de pierna en el pozo. Alexander también será detenido en la comisaría debido a una pelea, aunque por fortuna no conozcan su real identidad. Sin embargo, todo se irá complicando. De un lado la desazón de los trabajadores, al comprobar que del pozo no surge petróleo. De otro, la inevitable pasión amorosa establecida entre Johnny y Linda. Y, finalmente, el creciente acercamiento de la policía, para dar con la pista de Johnny, toda vez que sus huellas dactilares han sido analizadas por agentes de policía venidos del exterior.

Antes lo señalaba, FLOWING GOLD es una tan ligera, como discreta propuesta de aventuras, dominada por la estructura del melodrama triangular. Alberga a su favor un loable sentido del ritmo, y un diseño de producción fresco, algo habitual en la Warner. Pero, en su oposición, la película carece de densidad, tanto en su trazado argumental, como en la propia configuración de sus personajes, desprovistos de matices, pese a estar interpretados de manera solvente por sus actores. Todo irá discurriendo en función de unas premisas más o menos previsibles. En esta ocasión, por otra parte, se prefiere optar por una conclusión cercana al Happy End, relegando cualquier regusto trágico en el mismo, aunque bien es cierto que la pérdida de O’Connor del cariño de Linda, más allá de ser mostrado con nobleza, nos permitirá ese plano de asumida desolación por parte de Pat O’Brian, quien por otro lado, ha sabido ser generoso en la derrota sentimental, y mostrando asimismo ese rasgo cínico de Johnny, que viajará en tren esposado, para saldar su cuenta con la Justicia, acompañado por la que ya es la mujer de su vida.

No obstante, si hay algo que merece una cierta consideración en una película tan previsible como esta, proviene por un lado de esa extraña autenticidad, que brinda la descripción de la población cercana al pozo, con unas calles dominadas por toneladas de barro, y que sus visitantes cruzarán, a lomos de hombres que ejercen como insólitos transportistas, dentro de una estampa, tan insólita como embrutecedora. Por otro, cierto es que el proceso de excavación del pozo, es descrito mediante un competente montaje, sabiendo trasladar al espectador la creciente desazón de sus operarios, al ver cómo se va acercando la hora en que la concesión se agota, sin que el petróleo aparezca, hasta que en un plano magnífico -en mi opinión, el más interesante de la película-, emerja entre el agua, las señales de que el deseado líquido se encuentra presente entre la misma. Será en cualquier caso un extraño espejismo, hasta que al oportuno regreso de O’Connor del hospital, confíe en su intuición, al ver que, entre esa agua embarrada, se encuentra lo que han buscado con tanto empeño. Todo ello, incluido ese incendio final, en el que se dirimirá la decisión final de Johnny, desistiendo huir con Linda al objeto de salvar a sus compañeros de una explosión de consecuencias incalculables, que permitirá a Byron Haskin -entonces especialista de efectos especiales- adueñarse con facilidad del clímax de una película, que se contempla y degusta, con la misma facilidad que se olvida.

Calificación: 2

HOUSEWIFE (1934, Alfred E. Green) Una mujer de su casa

HOUSEWIFE (1934, Alfred E. Green) Una mujer de su casa

En los mejores momentos de HOUSEWIFE (Una mujer de su casa, 1934. Alfred E. Green), uno de dejar de tener un eco de THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). Es evidente que la referencia puede parecer un poco extemporánea, al citar una de las cumbres del arte cinematográfico de todos los tiempos. Pero justo es reconocer que el film de Green –sin duda uno de los mejores logros de una carrera en la que aparecen títulos tan atractivos como el casi inmediato BABY FACE (Carita de ángel, 1933)-, aparece como una valiosa comedia dramática que, al través de unas costuras de aparente convencionalismo, describe una mirada nada halagüeña, en torno a las vicisitudes del “gran sueño americano”, en medio de esas clases duramente castigadas por la Gran Depresión. A este respecto, los primeros minutos del film de Green, son realmente espléndidos. Descritos en el hogar formado por William (George Brent) y Nan Reynolds (Ann Dvorak), describe el rito habitual del desayuno, describiendo bajo su aparente cotidianeidad, -la cámara se adentrará en dicho hogar, por medio de la argucia de un vendedor que se acercará al mismo-, describiendo la laboriosa tarea de la esposa, intentando controlar los torpes manejos de la sirvienta extranjera, atendiendo a las quejas de su esposo, recibiendo una sufragista que quiere contar con su inscripción como votante, llamando la atención de su hijo, que se encuentra en el sótano atendiendo a un perro que ha recogido, recibiendo a su cuñada, y quejándose de ese fontanero que por una reparación tan simple como mal ejecutada –cambiar una arandela de un grifo, para que este deje de gotear-, cobrará dos dólares. Serán un cúmulo de pequeñas incidencias, todas ellas de índole cotidiana, que describirán con inusual percepción, la frustración de un matrimonio que no deja de sufrir estrecheces, y comer casi siempre lo mismo, dado que el sueldo que percibe William en la agencia de publicidad en la que trabaja, no les permite más que vivir ajustadamente.

Serán unos minutos admirables, que tendrán su prolongación, a la hora de describir la frustrante sensación de impotencia, que el esposo sufre diariamente en su oficina, donde su entrega a la misma en modo alguno se ve recompensado, siendo utilizado como un mero títere en el engranaje de la firma, impidiéndosele cualquier mínima aportación creativa a la misma. Hasta su cuñado, que se ha permitido el lujo de llegar tarde, se arriesgará en abandonar su puesto en la agencia, por otro más remunerado. Todo ello se verá acrecentado, cuando la empresa asuma la cuenta del acaudalado empresario Paul Dupree (excelente John Halliday), promocionando las cremas de belleza que fabrica. Sin embargo, la llegada del influyente cliente, permitirá a William reencontrarse con la mundana Patricia Berkeley (Bette Davis), que en su época de estudiante y bajo su nombre auténtico, se encontraba perdidamente enamorada de él, cuando era un auténtico líder. Este en una conversación con Nan, asumirá una sugerencia en torno a las famosas cremas, que expondrá a su jefe, siendo literalmente humillado por este, lo que le hará decidirse a abandonar el trabajo, escuchando los consejos de su mujer, que de manera inesperada ha sabido salvaguardar unos ahorros, permitiendo iniciar su propia firma, dominada por no pocas dificultades. Green describirá con enorme pertinencia, los esfuerzos del cabeza de familia por lograr captar su primer cliente, un fabricante de salchichas, que solo alcanzará mediante una argucia ideada –una vez más- por Nan –una falsa llamada de un empresario de la competencia-. No obstante, pasarán los meses y los contratos no crecerán, empujando la protagonista a su marido a que vaya detrás de Dupree, para lograr captarlo como cliente

Ello posibilitará una casi cómica persecución al empresario y, pese a la reiterada negativa del magnate, finalmente lo pilará en un renuncio, y con la ayuda de unas copas de bebida, finalmente logrará su objetivo. En ese momento, HOUSEWIFE describirá una admirable elipsis, que nos trasladará a un Reynolds ya triunfante, contando incluso con los servicios profesionales de su cuñado. Los clientes se agolpan en sus oficinas, y puede decirse que el triunfo ha llegado para él, mientras Nan ejerce no solo como perfecta y acomodada ama de casa, sino que en ningún momento dejará de ser el auténtico motor de la familia. Y una vez han logrado esa ansiada estabilidad y situación acomodada –incluso el pequeño hijo será enviado por William a una escuela militar de educación, que le hará ir con uniforme-, aparecerán otros motivos de conflicto. Llegarán por el acercamiento que se producirá entre Patricia y este, provocando un creciente distanciamiento con su esposa, a la que por cierto ya había avisado su cuñada, en una de sus conversaciones.

Este galanteo entre ambos, provocará una creciente distanciación de William en su firma, al tiempo que un alejamiento de su esposa, hasta que finalmente le plantee el divorcio, que esta no querrá concederle, viviendo al mismo tiempo –en una emotiva secuencia, tras acostar a su hijo- la sincera devoción que el veterano Dupree siente por ella. Pese a su negativa, un inesperado accidente sufrido por el pequeño mientras su padre se marchaba en coche, permitirá que Nan acceda a concederle el divorcio, viviendo al mismo tiempo el acercamiento por parte del magnate, que llegará a pedirle en matrimonio, sin lograr respuesta definitiva por parte de esta.

Es cierto que se puede reprochar a HOUSEWIFE una conclusión no solo apresurada, sino que incluso rompe con esa temperatura emocional que había alcanzado en sus minutos previos, con especial mención a ese romance latente entre el fabricante de cremas y Nan. Sin embargo, la brillantez de esta magnifica comedia dramática, reside por un lado en su admirable capacidad de observación, describiendo una serie de ritos cotidianos con aparente atonalidad, pero permitiendo que su plasmación sirva al mismo tiempo para la reflexión del espectador. Lo efectuará fundamentalmente, a partir del complejo retrato de la sufrida, responsable e ingeniosa protagonista, que permite a la estupenda Ann Dvorak uno de los mejores trabajos de su andadura cinematográfica. Pero Green no descuida ninguno de sus personajes complementarios. Ni el esposo que encarna George Brent, ni cualquiera de los roles que discurren por la función. Y todo lo hará con una mirada en voz callada, dominada por la sinceridad, encontrando múltiples recovecos en esa frustración latente que vivirá el matrimonio, asumiento constantes estrecheces, que se prolongarán en la insatisfacción del marido en su poco remunerado trabajo. La película acertará al combinar instantes de sordo dramatismo –el momento en que Wiliam es despreciado por su jefe, cuando se atreve a formular la idea que le ha brindado su esposa-, con otros en los que el alcance de comedia aparece casi de manera insólita –la impagable y casi incesante persecución que este mantendrá hacia Dupree, para lograr que le escuche y pueda confiar con él, el episodio previo, en el que Nan pone en practica una argucia que servirá para que este alcance su primer cliente-. En esos detalles íntimos –las conversaciones llenas de malignidad y lucidez de las dos cuñadas-, en la sequedad con la que se enfocan los instantes más dramáticos –el accidente que sufrirá el hijo del matrimonio- o, por que no destacarlo, en la franqueza con la que se expresa esa aventura que el esposo mantendrá con la mundana Patricia, que es descrito sin asomo de moralismo, y estableciéndolo como una consecuencia de las inseguridades de William, a la hora de asumir un estatus social en el que no termina de sentirse totalmente integrado. Utilizando con precisión la escenografía, para definir los diferentes marcos sociales en que se describen sus imágenes –sobre todo, el contraste entre la modesta vivienda en la que se iniciará la película, con la suntuosa que les permitirá su anhelado progreso económico-, HOUSEWIFE culminará de manera irónica, con esa aceptación del papel activo de Nan, simbolizado en la aceptación de la oferta para inscribirse como votante. Será una irónica conclusión, para una inesperada y admirable propuesta, en la que drama, comedia y mirada social, se plantea con tanta pertinencia como sencillez.

Calificación: 3’5

BABY FACE (1933, Alfred E. Green) Carita de ángel

BABY FACE (1933, Alfred E. Green) Carita de ángel

Cualquier análisis más o menos sucinto en torno a BABY FACE (Carita de ángel, 1933. Alfred E. Green), supone de entrada una auténtica bofetada a la denominada “política de los autores” cahierista, ya que va avalada por la firma de un prolijo pero poco distinguido artesano, como fue Alfred E. Green, de quien se recuerdan algunos westerns de programa doble, y haber servido como firmante de aquella COPABACANA (1947), que emparejó a Groucho Marx con Carmen Miranda. Sin embargo, sin contar con un realizador de clara personalidad, su contundente resultado se erige como uno de los títulos canónicos de la producción precode protagonizada por mujeres de gran personalidad, faceta este en la que quizá cabría destacar por su contundencia, la aportación brindada por un William A. Wellman delimitado en un contexto de febril inspiración y facilidad de rodajes. Pese a contar con un hombre de cine tan anónimo como Green tras la cámara, es evidente que este se encontraba con una especial inspiración a la hora de trasladar a la pantalla la andadura vital de Lily -una Barbara Stanwyck ya diestra en la encarnación de roles delimitados en dichas características, combinando en ellos belleza, sensualidad e intención-. Nuestra protagonista se ha criado en el sórdido entorno industrial en Pittsburgh, y sorprende por su contundencia la capacidad que tiene el realizador para describir un contexto en el que casi se puede palpar la mugre, la miseria y la carencia del más mínimo orden moral de aquel ámbito. Calles rodeados por la decadencia, el humo de las chimeneas de las industrias, y el hacinamiento de unos habitantes embrutecidos. Entre dichas viviendas se encuentra el bar clandestino que dirige su padre, y en el que la protagonista solo ha encontrado una directriz; ejercer como elemento para el disfrute de sus clientes. Pocas películas de su tiempo pueden caracterizarse por una premisa de tal dureza, percibiendo el espectador de manera muy clara y sin la necesidad de subrayado alguno, como ese contexto dominado por la falta de educación y carencia de la más mínima base moral, solo puede dar como fruto un contexto tan degradante. Ayudada en todo momento por su compañera negra, Lily demostrará sin embargo una especial agudeza, y se dejará aconsejar por uno de los pocos clientes del mugriento bar que parece desprender ciertos principios.

Este le transmitirá –detalle genial- a Lily, el consejo de acercarse a ciertos maestros de la filosofía, invocando la figura de Friedrch Nietzsche, que será asumido por esta como lectura de cabecera en su posterior devenir personal, acogiendo asimismo del veterano cliente y lector el consejo de que utilice su condición de mujer para someter a los hombres que conozca. El destino ofrecerá a la protagonista un elemento de inflexión, al producirse junto a su domicilio una explosión que acabará con la vida de su padre. No será un acontecimiento que esta lamente –un intenso primer plano nos transmitirá la liberación que la joven hija vivirá en el futuro-, decidiendo abandonar junto a su amiga la localidad y dirigirse a Nueva York. Como quiera que no dispone de recursos, ambas viajarán de polizones en un vagón de tren, siendo interceptadas por un vigilante, que de manera insospechada servirá como “conejillo de indias” para que Lily ponga en práctica los consejos recibidos. Un impecable sentido de la elipsis, describirá con enorme fuerza la manera con la que esta probará su manera de utilizar su sexualidad para dominar a los hombres.

Muy pronto la pondrá en práctica al buscar un puesto de trabajo en la ciudad neoyorkina –dentro de la Trust Gompany Gotham-, utilizando sus encantos para ascender en ese nuevo trabajo como oficinista. Será un rápido recorrido que será mostrado utilizando como metáfora la base de ese rascacielos de oficinas por el que escalará en muy poco tiempo, utilizando para ello a incautos hombres, entre los que se encontrará un joven John Wayne. Con su ascenso, se centrará en acercarse a hombres de creciente posición social, siendo el joven Stevens (Donald Cook) una de sus primeras víctimas. Se trata de un prometedor joven de la empresa, a punto de casarse con la hija del vicepresidente del banco, J. P. Carter (Henry Kolker). Pese a que la prometida contemple al propio Stevens coqueteando junto a Lily, Carter no dejará de empujarle a que rompa dicha relación y de case con su hija –obviando cualquier resabio de dignidad, ya que entiende que dicho matrimonio sería muy provechoso para la firma-. Sin embargo, el veterano banquero visitará a Lily, y no tardará en sucumbir como el siguiente amante en la lista.

El discurrir de este relato preciso y percutante en sus poco más de setenta minutos de duración, no dudará en plasmar la patética obsesión de Carter por Lily, a la que de inmediato ofrecerá un nuevo y suntuoso domicilio, intentando rememorar tiempos pasados, a la hora de sentirse en apariencia amado por una joven, que no duda en seguirle el juego con el solo objetivo de sacarle todo aquello que pueda. Un contexto turbio y mezquino, en el que Lily discurrirá con total placidez, demostrando sin embargo más lucidez e incluso honestidad en sus planteamientos, ya que en el fondo sigue un sendero que nunca ha ocultado en llevar a cabo,  mientras navega por las aguas de la doble moral de una sociedad basada en la hipocresía. Todo ello en un denso relato que discurrirá con un sentido del ritmo admirable, ayudado por un sugerente uso de la elipsis, que tendrá su punto de inflexión en el momento en el que Stevens descubra el nuevo domicilio de Lily, y la contemple mientras esta se encuentra con Carter. Allí mismo, en un momento de furia, lo matará y posteriormente se suicidará.

Será este el momento más álgido de una película  que con posterioridad descenderá sus cuotas de interés, a partir de la presencia de Courtland Trenholm (George Brent), como nuevo presidente in extremix de un banco que se ha visto ensombrecido por la aureola del escándalo. El nuevo mandatario planteará en una junta entregar a Lily quince mil dólares para que se sitúe en un segundo plano, enviándola hasta Paris. Ella rehará allí su vida, viendo como la misma se ligará con la de Trenholm, llegando hasta ellos un momento en el que tendrá que tirar por la borda cualquier premisa mantenida en su personalidad combativa y en buena medida resentida, contra una sociedad que en el pasado la explotó. Será todo ello ese fragmento final, en el que Lily salvará finalmente a este de un suicidio seguro, al entregarle ese medio millón de dólares que albergaba como “ganancia” en su vida disipada, para que Courtland pueda abonar esa fianza que se le demanda por irregularidades que en realidad no ha cometido.

Pese a este desenlace un tanto complaciente, no cabe duda que BABY FACE aparece no solo como un relato rotundo y lleno de interés, sino que atesora el detalle histórico de ser el referente que facilitó la implantación del nefasto “Código Hays”. Señalar como detalle que su narración se basó en una historia de un joven Darryl F. Zanuck, sin figurar como tal en los créditos, entablando un pleito con el estudio que finalizó con la formación  por su parte de la 20th Century Fox. Así pues, una cosa por la otra.

Calificación: 3

SIERRA (1950, Alfred E. Green)

SIERRA (1950, Alfred E. Green)

SIERRA (1950, Alfred E. Green) es uno de los primeros de entre los numerosos exponentes que la Universal produjo al servicio del entonces jovencísimo Audie Murphy, al objeto de convertirlo en estrella del cine del Oeste. Todos conocemos que Murphy fue condecorado como el soldado aliado más valeroso de la II Guerra Mundial, y desde bien joven se convirtió en figura del “western”, protagonizando no pocos títulos de escasa duración, destinados a complementos de programas dobles. Cierto es que, por lo general, la mayor parte de los que protagonizó se caracterizaron por su eficacia, destacando entre ellos sus colaboraciones con directores como John Huston, Budd Boetticher o, sobre todo, el Don Siegel de DUEL AT SILVER CREEK (1952). En su conjunto, forjaron una página, menor si se quiere, pero nunca desdeñable, oculta entre las obras importantes del género.

En medio de dicho conjunto, lo cierto es que la presencia como realizador del grisáceo y olvidable Alfred E. Green, podía inducir a la concurrencia de un título carente de interés. Y no es el caso. Es cierto que los atractivos de SIERRA, pueden deberse más a la concurrencia como operador de fotografía del gran Russell Metty, o al planteamiento de ese guión de una historia de aprendizaje y redención, protagonizada por el joven Ring Hassard (Murphy), que curiosamente nos recuerda bastante a la planteada en SWAMP WATER (Aguas pantanosas, 1941. Jean Renoir) y su remake en Technicolor, dirigida por Jean Negulesco, LURE OF THE WILDERNESS (Un grito en el pantano, 1952), curiosamente puesta en marcha apenas dos años después en el seno de la Fox ¿Quizá imitando las características del título que comentamos?

Quien sabe. Lo cierto es que, casi desde sus primeros fotogramas, resalta en SIERRA el empeño buscado a la hora de mostrar una inquietud más o menos esteticista, destinada a resaltar esos parajes naturales, en los que se entremezclan exteriores dominados por lo agreste y el predominio de rocas, con otros definitivos en su frondosidad. Será el marco elegido para definir el contraste que se ofrece entre la pureza en la que reside, al margen de cualquier relación humana, Hassard. En las primeras secuencias, filmadas en la inmensidad de un extraño valle delimitado por rocas, contemplaremos al joven intentando dirigir una manada. Será ese precisamente su modo de sobrevivir, el adiestramiento de caballos salvajes. Algo que finalmente no podrá llevar a cabo, debido a la inesperada ingerencia de Riley Martin (Wanda Hendrix), una joven que se encontraba buscando al viejo Lonesome. Pese a su inoportunidad y al recelo que le produce, Ring llevará a la muchacha a su escondite –ubicado junto a un impresionante acantilado- con los ojos vendados. Allí ella conocerá a su padre –Jeff Hassard (Dean Jagger)-, un buen hombre huido de la justicia por haber sido acusado injustamente de un crimen que este no cometió, pero del que los indicios se erigieron e su contra. Muy pronto la acción se inclinará hacia la plasmación de ese necesaria madurez –que en realidad se anuda como el conflicto central del relato- de Ring, pudiéndose percibir en la mirada cómplice de su padre ese necesario inicio de la madurez de su hijo. Sin embargo, un hecho inesperado –el accidente sufrido al intentar domar a un caballo salvaje en su corral-, llevaran a Jeff a estar confinado en la cama, en peligro de muerte, y ante la necesidad de ser visitado por un médico. Será el punto de partida para que su hijo se decida a bajar al pueblo más cercano, intentando con ello conseguir la ayuda de un doctor que pueda diagnosticar y curar las graves heridas de su progenitor. Será el momento de enfrentarse con su pasado y, al mismo tiempo, tener que sufrir la incomprensión de sus moradores, así como las consecuencias de las torpezas provocadas por Riley. Torpezas estas siempre provocadas de manera involuntaria y, en todo momento, guiadas por la creciente admiración que sentirá por el muchacho.

Lo cierto es que SIERRA se engloba dentro de ese tipo de producciones centradas en la descripción del coming of age protagonizado por Audie Murphy, en las que se combinaba su respeto a los formulismos del género, su condición de serie B, y su clara adscripción a los públicos más jóvenes de la época. Exponentes sin grandes pretensiones, en las que se buscaba potenciar el lado aniñado del intérprete –en esta ocasión es aún muy evidente su escasez de registros-, pero que hay reconocer como en esta caso, están resueltos con eficacia. En la película justo es reconocer que su base argumental no puede decirse que peque de originalidad. No obstante, en ella destaca esa apuesta por la desdramatización, e incluso la inclusión de aspectos humorísticos, centrados de manera esencial con la presencia del extraño personaje de Lonesome, del cual Burl Ives ofrece una divertida performance, siempre acompañado de su guitarra. Es precisamente en torno suyo, donde se articulará una de las secuencias más singulares y atractivas de la película. Me refiero a la que se desarrolla en el interior de la oficina del sheriff, en la que Ring se encuentra encerrado por orden del juez y tras un juicio en el que este prácticamente lo ha condenado de facto por un robo de ganado no cometido. Como quiera que Lonesome quiere liberarlo de la cárcel, este logrará dormir al garante de la Ley –en una secuencia tan divertida como casi inverosímil-, cansándole con la interpretación de sus canciones.

Junto a esa apuesta por la desdramatización, lo cierto es que, en definitiva, si algo caracteriza desde el primer momento a SIERRA, y en última instancia le proporciona su auténtica personalidad, es la implicación del ya señalado Russell Metty, proporcionando una poderosa impronta visual en el cromatismo de sus secuencias, en el ya señalado contraste observado, o la magnífica utilización de escenarios exteriores rocosos, que adquieren una fuerza pictórica, a unas imágenes en la que lo formulario de su contenido, no impide que nos encontremos ante secuencias no por previsibles menos atractivas, como la de la estampida casi final de caballos salvajes, que será dominada gracias a la astucias del joven protagonista.

Calificación: 2’5