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CINEMA DE PERRA GORDA

Anatole Litvak

MAYERLING (1936, Anatole Litvak) Sueños de príncipe

MAYERLING (1936, Anatole Litvak) Sueños de príncipe

Hay que reconocer y suscribir lo afirmado por Tavernier y Coursodon en su imprescindible “50 años de cine americano”, al señalar que hay varios capítulos, dentro de la andadura cinematográfica del ucraniano Anatole Litvak. Cierto, la parte más conocida de su filmografía se encuentra en su conocida vinculación con la Warner Bros, donde realiza buena parte de sus títulos más conocidos y perdurables. Pero no es menos cierto que en su obra hay un nada desdeñable aporte de documentales de guerra, y también hay unos primeros pasos como director en países europeos, como lo brindó su breve periodo francés, del que MAYERLING (Sueños de príncipe, 1936) aparece como su último exponente, antes de que Litvak se decida a dar el salto hasta Hollywood. La película es también un compendio de todo aquello que el cineasta pudo ofrecer en su posterior andadura americana. A saber; por un lado, una competente capacidad en el uso de la cámara, al tiempo que una innegable habilidad para insertarse en sus recovecos dramáticos. De otro lado, una cierta tendencia al academicismo, que en algunos momentos impide que su cine alcance cotas más altas. Es algo que aparece en esta producción de carácter historicista y corte romántico, y que de alguna manera era inherente a buena parte del cine francés de su momento.

Por fortuna, dicha característica apenas lastra esta mirada en torno al drama interior vivido por el joven archiduque Rodolfo (un notable Charles Boyer) en la Viena de finales del siglo XIX, exteriorizando su creciente desapego, al entorno opresivo que para él supone vivir en el entorno de la corte de su padre, el emperador austriaco Francisco José (Jean Dax). Para intentar sublevarse de un mundo que desprecia, Rodolfo confraternizará con los estratos opositores del régimen, entregándose a una vida de alcohol y conquistas amorosas –valioso el detalles del realizador, de presentar los actos sociales insertando al inicio el escudo nobiliario de los gobernantes-, con las que edificará una aparente muralla de desafecto, a un ser en el fondo vacío, y que es incluso perseguido por los enviados del primer ministro. Todo ese contexto cambiará casi de la noche a la mañana, a partir del primer encuentro que mantendrá con la jovencísima Marie Vetsera (Danielle Darrieux) en una de sus salidas nocturnas. Será el apercibimiento de una extraña sensibilidad, que dejará noqueado al aristócrata, y que tendrá su prolongación cuando pueda contemplarla de nuevo, ya adivinando su identidad, en un espectáculo de danza. Será la apertura de una extraña y desaforada relación amorosa, en la que la exteriorización de un amor sincero y casi a contracorriente, se verá torpedeado por las cortapisas que marcarán sus propios padres, y por otro lado la madre de la muchacha. Ello no hará que la intensidad de su relación mengue en ningún momento. Lo que sí concluirá es a que esta culmine de un modo trágico para todos aquellos que han visto la misma desde el prisma de las convenciones, sin apreciar que el triunfo auténtico lo sostendrán esa pareja de amantes, que han decidido llegar hasta el fin al preservar la autenticidad de sus sentimientos.

En buena lógica, MAYERLING alcanza un alto octanaje dramático una vez se introduce en la vida de Rodolfo esa joven que romperá sus esquemas, introduciendo una nueva luz en una existencia hasta entonces sin rumbo fijo. Es algo que Litvak sabrá modular creciendo en densidad romántica, incluso apostando con delicadeza, con episodios como el desarrollado en la iglesia, donde la pareja de amantes conversarán en medio de la ceremonia religiosa, intentando tener algo de intimidad. Una delicadeza que se planteará incluso en el breve y furtivo encuentro entre Marie y la emperatriz, en la que la veterana noble pondrá en sus palabras el espíritu de sacrificio propio de alguien encaminado a asumir una responsabilidad de gobierno. Esa creciente aura sombría. Ese desasosiego que cada vez más, rodea y oprime el sincero amor de Rodolfo y la muchacha, se tendrá que dirimir en citas casi anónimas, teniendo este que burlar la vigilancia a la que le somete la autoridad gubernativa. En un momento dado, tendrán que vivir casi escondidos el doloroso episodio de la ofensa que a Marie formulara un miembro de la guardia de Rodolfo, sometiéndose a duelo su ofendido hermano. El escándalo llegará hasta el emperador, poniendo a su hijo el ultimátum de disolver esta relación, y pidiendo este un día antes de cumplir el designio del monarca. Será sin duda la traslación a un contexto en el que la película mostrará sus cartas, en el admirable episodio del baile anual donde Rodolfo, en un arrebato de coherencia, buscará a su amada para iniciar el baile, desafiando no solo a las normas y el protocolo exigible, sino a su propia esposa, quien humillada, prefiera sin embargo cuidar las apariencias, aconsejada por su suegro el monarca, y recibiendo a su paso el desafío de una muchacha noble, que por un momento se tornará arrogante al paso de la archiduquesa.

Sin embargo, tendremos que esperar al episodio de conclusión, impregnado de una atmósfera musical y de desaforado romanticismo, en el que se podrían detectar ecos del muy cercano A DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934. Mitchell Leisen). Esa inserción dentro de un aura romántica y trágica que trascienda cualquier ámbito opresivo, que sobrepase incluso el ámbito existencial, integra esta película casi, casi, en el ámbito del mejor Frank Borzage. Un fragmento de conclusión provisto de una delicada cadencia, en el que Rodolfo matará a su amada con el consentimiento de esta, respetando su deseo de morir antes que él. El suicidio del aristócrata aparecerá en off, con el plano fijo sobre las manos de los dos amantes, en una hermosa y dolorosa conclusión, que eleva el atractivo de MAYERLING, muy superior a la mediocre y cosmética versión que décadas después rodara Terence Young, y apareciendo sin duda uno de los referentes más atractivos en el cine de un realizador aún poco apreciado en el conjunto de su obra.

Calificación: 3

THE SISTERS (1938, Anatole Litvak) Las hermanas

THE SISTERS (1938, Anatole Litvak) Las hermanas

Cuando el ucraniano Anatole Litvak acomete la realización de THE SISTERS (Las hermanas, 1938), alberga una considerable experiencia fílmica en países europeos, e incluso ya consta como un firme valor dentro de la nómica de la Warner Bros. No podía de otra manera habérsele tenido en cuenta, a la hora de responsabilizarse de una producción encabezada por dos de las estrellas más cotizadas en aquel entonces por el estudio, como eran Bette Davis y Errol Flynn. Sobre todo el segundo, al cual se sometió a una arriesgada apuesta de modificación de su personalidad cinematográfica, ya que de héroe aventurero pasó a asumir el rol de un cronista deportivo urbano en el San Francisco de principios del siglo XX. En concreto, la película se inicia en 1904, con la primera de las elecciones vividas por Theodore Rooswelt, en el seno de la pequeña ciudad de Silver Bow, en Montana. Allí muy pronto se nos describirá la vida cotidiana de la familia Elliott, comandada por el veterano Ned (Henry Travers), dueño de la peculiar farmacia local, casado con Rose (Beulah Bondi), y con tres hijas en su seno. Ellas son Louise (Bette Davis), Helen (Anita Louise) y Grace (Jane Bryan). En ellas se representa un colectivo feliz, con una vida cotidiana más o menos establecida, en el que las disputas políticas prácticamente se dirimen entre las breves tertulias establecidas entre el patriarca y el veterano Doc Moore (mi venerado Harry Davenport), pero donde las muchachas en el fondo entienden que su horizonte futuro se encuentra en localizar los mejores partidos posibles como maridos, y en algún caso incluso abandonar aquel contexto de horizonte tan limitado.

Y en este aspecto concreto, el destino querrá que sea Louise la que casualmente -en un baile- conozca –y se produzca entre ellos un casi inmediato flechazo-, a Frank Medlin (Errol Flynn), quien ha acudido acompañado de su fiel amigo Tim Hazelton. En apenas una semana se producirá la consolidación de una relación amorosa en la que ha primado el instinto, casándose casi secretamente, y abandonando ella su hogar familiar para viajar con su esposo hasta San Francisco, donde este ejerce como redactor deportivo. Mientras sus dos hermanas intentan casarse con hombres de acomodada posición –son dos personajes más desdibujados en la acción-, Louise muy pronto irá asumiendo con paciencia las largas jornadas laborales de su esposo, viviendo una existencia revestida de dureza, que no obstante asumirá con espíritu optimista. Sin embargo, las pretensiones como escritor de su esposo no obtendrán el resultado apetecido, y solo el hecho de quedar embarazada de este propiciará un cambio de actitud con un Frank al que prácticamente solo contemplaba en su modesto hogar. Nuestra protagonista perderá el hijo de ambos, produciéndose en su marido una crisis de conciencia al percibir el hecho de que realmente su horizonte laboral es precario y de escaso futuro… aunque aún se plantee peor cuando demande inútilmente un aumento de suelto. Sin embargo, y gracias a la ayuda de una vecina amiga, Luise logrará un empleo como secretaria que servirá para sostener a ambos, aunque ello sea contemplado como una humillación por parte de este. Mientras tanto, sus hermanas lograrán situarse al casarse con hombres de fortuna, aunque en ellas paradójicamente se ausente ese sincero amor que –aunque con dificultades- siempre ha estado presente entre Louise y Frank.

Como se puede deducir, THE SISTERS es un folletín –asumido de la en su momento exitosa novela de Myron Brinig-, en la que se comprendía una serie de azarosas circunstancias, mezcla de aspectos genéricos –comedia, drama, romance-, e incluso la presencia del elemento de catástrofes representado en el espléndido episodio que narra el terremoto de San Francisco. Su metraje es ligero y asume lo más destacado del “look” del estudio, centrado ante todo en un ritmo que no deja margen a altibajos, apuesta por un uso interesante de la grúa, y al mismo tiempo alcanza una suavidad en su trazado melodramático. Ni que decir tiene que la apuesta en la compenetración de sus dos principales estrellas –que volverían a reunirse en dos roles más cercanos a sus características con THE PRIVATE LIVES OF ELIZABETH AND ESSEX (1939, Michael Curtiz)-, se resuelve con solvencia, aunque personalmente creo que Errol Flynn sale victorioso del envite con mayor contundencia y, en conjunto, la película se deja ver con cierto interés. No obstante, uno no deja de echar de menos en ella no solo una mayor capacidad de arrojo cinematográfico -algunos de sus episodios aparecen escasamente matizados- y, sobre todo, la ausencia de cualquier elemento de análisis del periodo social narrado en la película –el que va de las elecciones de 1904 a 1908-. Quizá sea pedir demasiado a un producto dirigido sobre todo al público femenino de la época, que había convertido en un best seller la novela que le sirvió de base, que es mostrada en algunos de sus pasajes como elemento de engarce –y que probablemente posea una escasa entidad literaria-, pero sí que es cierto que cuando en aquellos años, obras no solo de John Ford u Orson Welles, sino incluso de cineastas menos valorados –aunque excelentes- como Clarence Brown o John M. Stahl, sabían aunar acierto fílmico y narrativo con un fondo transgresor de calado, en esta ocasión esta circunstancia se encuentra ausente caso por completo. Y es una pena que ello suceda, máxime cuando en su discurrir se apuntan algunos elementos proclives a dicha vertiente, como el contraste de la vida rural y la urbana, los cambios producidos en el ingreso a una sociedad industrial, la influencia política, o incluso ciertas modificaciones en las costumbres morales de dichas sociedades cerradas. Pero eso sería pedir que nos encontráramos con títulos como THE MAGNIFICENT AMBERSONS (El cuarto mandamiento, 1942. Orson Welles) o LETTER FROM A UNKNOWN WOMAN (Carta de una desconocida, 1948. Max Ophuls), y THE SISTERS solo aspira –y lo logra en ese aspecto concreto-, a convertirse en un modesto pero sólido producto industrial, que ha logrado mantener su relativa vigencia durante ya siete décadas de historia. No es algo que puedan decir títulos incluso mucho más prestigiados que el que nos ocupa.

Calificación: 2’5

AND THIS, AND HEAVEN TOO (1940, Anatole Litvak) El cielo y tú

AND THIS, AND HEAVEN TOO (1940, Anatole Litvak) El cielo y tú

Dentro de la especialización que la Warner Bros puso en práctica en torno al melodrama desde la segunda mitad de la década de los treinta, y durante más de un decenio, habría que situar en un lugar de interés medio AND THIS, AND HEAVEN TOO (El cielo y tú, 1940), realizada por un Anatole Litvak que ya había dirigido a su star –Bette Davis-, un par de años antes en THE SISTERS (Las hermanas, 1938). En esta ocasión la que sería principal estrella del género en aquel estudio coprotagonizó este melodrama, ubicado temporalmente en el París de mediados del siglo XIX, dentro de un periodo convulso previo al advenimiento de la Revolución Francesa. En realidad, la ficción surgida a través de la exitosa novela de Rachel Field, trasladada en forma de guión de la mano del especialista Casey Robinson, se enmarca dentro de un contexto centrado en un colegio universitario estadounidense, donde Henriette Deluzy (Bette Davis) se dedicará a dar clase de francés a jóvenes muchachas, conocedoras de su pasado pretendidamente escandaloso. La explicación por parte de esta de las circunstancias que han motivado las actitudes hostiles de las alumnas, conformarán un flash-back que se extenderá en la casi totalidad de un abultado metraje de casi dos horas y cuarto de duración, trasladándonos a la capital francesa de algún tiempo atrás, donde nuestra protagonista viajará para ponerse al servicio de los duques de Praslin. El matrimonio está formado por Theo, el duque –un magnífico Charles Boyer- y su esposa, la recelosa e incluso esquizofrénica duquesa Fanny –Barbara O’Neil-, advirtiendo desde el primer momento la recién admitida institutriz que el matrimonio acarrea serios problemas en sus relaciones, que la esposa ha llegado a exteriorizar en el demostrado desapego que mantiene en torno a sus cuatro hijos. Será esa ausencia de cariño, la que Henriette ocupará con sus desvelos hacia las tres niñas y el pequeño Reynald, al que llegará a salvar de una grave enfermedad de difteria. De manera paulatina, la institutriz aportará un rayo de cordialidad y cariño a una mansión en la que hasta entonces solo predominaba la frialdad, la hipocresía y, sobre todo, la ausencia de auténtico amor. Un amor que, de manera siempre latente, se establecerá entre el duque y la institutriz, aunque el respeto a la existencia de una esposa castrante y perdida para encontrar en el ella el más mínimo sentimiento amoroso, es el que impida hacer visibles unos sentimientos que jamás tendrán ninguna demostración exterior entre ambos,

Al ver como Henriette se gana de forma sincera el cariño de sus hijos, la duquesa utilizará todas sus argucias y esgrimirá su enorme influencia, para lograr finalmente que  sea despedida como tal institutriz, prometiéndole como desagravio escribir una carta de recomendación llena de halagos hacia su labor. Los meses pasarán, sin que nuestra protagonista reciba el escrito, hasta que en una de las escasas visitas que reciba del noble Theo y sus hijos, la dueña del edifico donde esta reside en una humilde habitación, pondrá en conocimiento del duque la situación, lo que forzará en este la intención de que su esposa le facilite dicho escrito. Fanny se burlará cruelmente de él, negándose a facilitar tal salvoconducto, lo que provocará en su esposo un tremendo ataque de ira que tendrá como consecuencia el asesinato de su esposa. Será el inicio de una dramática andadura para él y, sobre todo, para la Henriette, a la que llegarán a encarcelar.

A la hora de analizar las cualidades existentes en ALL THIS…, una de ellas sería el ritmo que caracteriza el relato, que permite que las dos horas y cuarto de duración de su metraje sean bastante llevaderas. Con ello no voy a ocultar la convicción de que con unos veinte minutos menos, la película hubiera ganado en agilidad. Aún con dicho elemento en contra, lo cierto es que nos encontramos con una suntuosa producción de  Warner, en la que no se escatimó en nada a la hora de mostrar una escenografía convincente –magnífica, por otra parte, la fotografía en blanco y negro, ofrecida por Ernest Haller-. Un diseño de producción del cual Litvak sabe extraer un notable sentido de la composición escénica, centrada en su mayor parte en las secuencias de interiores, en las que incluso introducirá atractivas elecciones visuales –la bajada de escalera de Henriette, desde su sencilla habitación hasta el salón en el que espera al duque y sus hijos, tras haber abandonado sus servicios-. Hay un elemento que otorga un especial interés a la película, como es la feliz idea de guión de trasladar los momentos más dramáticos del crimen cometido por el duque contra Fanny, como un motivo de clara agitación en la población parisina, que desembocaría poco después en la Revolución. De hecho, en unas secuencias previas, la presencia de la figura del Rey en un baile organizado por los Praslin, en el momento en que sus hijas contemplen furtivas al monarca invitado, una de ellas señala ese estado de inquietud existente entre la población, diciendo que se trataba de un rey al que querían cortar la cabeza.

No cabe duda que en ese sentido, el de proporcionar al relato una cierta base histórica en la que pudiera ser insertado, la intención está planteada de forma adecuada. Sin embargo, destacaremos en su extenso metraje la capacidad de intimismo que representa la propia relación mantenida por la institutriz, la estructuración por bloques que mantiene la función, o la capacidad de Litvak por introducir en buena parte de ellos una variada muestra de emociones y sensaciones de todo tipo. En realidad, será esta la cualidad que caracterizará los instantes más brillantes de la película. Con ello me refiero al episodio en el que el pequeño Raynald se encuentra a punto de morir, logrando Henriette y el duque que supere esa difteria, en buena medida provocada por la ausencia de sensibilidad de su madre. Será una intensidad –esta de otro punto-, la vivida por los cuatro hijos del duque, cuando viajen junto a Henriette a la mansión vacacional, en donde vivirán la celebración de la fiesta de Halloween, en medio de una secuencia entre la nieve, ambientada en el bosque que se encuentra en el exterior de la mansión, y en donde tanto la institutriz como los cuatro niños se divertirán al tiempo que mostrarán cierto temor, agudizado por la cercanía de un ser siniestro entre la noche… ¡que resultará ser su padre! Esta situación marcará el inicio de un episodio en el que la cercanía entre el aristócrata y la institutriz alcanzará su máximo grado, y en el que la presencia de una nieve constante ejercerá como telón de fondo para un deseo compartido, que ambos sabrán nunca podrán hacer realidad, sobre todo por la imposibilidad de desmarcarse de los opresivos condicionamientos sociales, que impiden a Theo ser libre y feliz en su vida. Ese aspecto crítico irá adueñándose de la película según nos vayamos acercando a su conclusión, habiéndonos permitido a nivel narrativo contemplar esa magnífica secuencia, situada a través de la mirada de Henriette desde los cristales del patio central, comprobando los enfrentamientos constantes que mantienen los duques.

Antes lo señalaba. Al ágil film de Anatole Litvak le sobran unos veinte minutos, que le hubieran permitido ir más “al grano” en su premisa argumental, dejando de lado secuencias y situaciones secundarias que en poco enriquecen su conjunto. Pero al mismo tiempo, uno hecha de menos una mayor ambivalencia en la caracterización de la duquesa Fanny, que en ningún momento puede sobresalir del esquematismo con el que está definida, algo de lo que se resentirá la narración. Y, finalmente, considero que introducir el relato central a partir de un flash-back, deviene del todo punto innecesario, permitiendo una chorreosa conclusión del film, volviendo a la clase del inicio, en donde todas las alumnas llorarán arrepentidas por la hostilidad con la que la habían recibido. Se trata, sin duda, de una conclusión indigna de un film que, en sus mejores momentos, revela un cuidadoso trabajo de puesta en escena y, sobre todo, una magnífica compenetración de sus principales intérpretes, empezando por Boyer y Davis, y culminando con la aportación de magníficos intérpretes de carácter como Harry Davenport o Henry Daniell. Ese desequilibrio es el que impide que consideremos su conjunto como totalmente logrado, pero sus ocasionales aciertos y el adecuado tono general, sí nos permite acoger esta vieja producción de Warner Bros con un considerable grado de simpatía.

Calificación: 2’5

OUT OF THE FOG (1941, Anatole Litvak) [Lejos de la niebla]

OUT OF THE FOG (1941, Anatole Litvak) [Lejos de la niebla]

Antes que valorar las cualidades que emanan de un título tan sólido –y en buena medida transgresor-, como OUT OF THE FOG (1941, Anatole Litvak) –jamás estrenado en nuestro país, aunque emitido en pases televisivos con la traducción literal de LEJOS DE LA NIEBLA-, conviene evocar la confluencia de talentos que se dieron cita en una película de aparentes cortas pretensiones. Sin entrar en su espléndido reparto, destaquemos la aportación del gran james Wong Howe como operador de fotografía –uno de los aspectos por los que su resultado adquiere un mayor grado de personalidad-, de guionistas tan reputados como Robert Rossen –a punto de su debut como director- o Jerry Wald –más conocido como productor-, a los que se unió Richard Macaulay. La referencia de una obra teatral de Irwin Shaw, o la tarea de producción de Hal W. Wallis –entonces en su pleno apogeo en la Warner-, son muestras evidentes de un tipo de cine que podríamos decir que “jugaba sobre seguro”. Ya solo el hecho concreto de la presencia de los mencionados Rossen y Wong Howe, son referencias inexcusables a la hora de configurar la personalidad de una propuesta tan atípica, bien orquestada en la pantalla por parte de su realizador, Anatole Litvak.

La película se desarrolla en el contexto de un viejo muelle de Brooklyn. Dominado de forma permanente por las nieblas, con un desarrollo dramático que parece demostrar que solo hay vida por la noche, se nos describe la vida rutinaria de una serie de personajes que residen y trabajan en aquel contorno. Una áspera cotidianeidad de la que quiere escapar Stella Goodwin (Ida Lupino), hija de Jonah (Thomas Mitchell), un ya casi anciano responsable de un pequeño comercio, casado con una esposa achacosa y cargante. Jonah solo tiene como salida a su vacío existencial la práctica de la pesca –cuatro noches por semana-, con su viejo amigo Olaf (John Qualen). Olaf es cocinero en un viejo bar, donde es acosado de manera infructuosa por su ya madura propietaria para que se case con él. El marco descriptivo se completará con el hastío que a Stella le produce su noviazgo con el joven y bondadoso George Watkings (Eddie Albert), en quien ve un futuro tan lleno de seguridad como la prolongación de esa rutina de la que pretende huir a toda costa. Una noche –como no podía ser de otra manera-, ese soplo de aire fresco llegará de la mano del atractivo y altanero Harold Goff (John Garfield) –será en su acción como extorsionador como se iniciará la película-, un chantajista que no dudará en exteriorizar su poco recomendable profesión sobre el pequeño bote que mantienen Jonah y Olaf. Pero al mismo tiempo se acercará hasta Stella, viendo la muchacha en Goff esa nueva manera de entender la vida, evanescente y llena de riesgo, que ha buscado afanosamente. Así pues, el chantajista sin escrúpulos mantendrá una doble actitud, extorsionando tanto a los veteranos pescadores –junto a muchos otros de la zona-, al tiempo que agasajando a la joven, que se encuentra por completo fascinada ante la personalidad que este le manifiesta. En un momento determinado, el padre de esta se enfrentará a Goff, iniciándose una escalada que culminará con un plan pensado para liquidarlo, en el que tendrá que contar con la colaboración de su eterno y siempre débil amigo Olaf.

Desde sus primeros fotogramas, el espectador advierte que se encuentra ante una adaptación teatral –un elemento que apenas es aireado en algunas secuencias, bastante débiles por cierto, desarrolladas en las salidas de Goff y Stella, o en el breve episodio ante el juez de guardia ¡que trabaja hasta de noche!-. Pero uno de los méritos más visibles de OUT OF THE FOG reside en la capacidad de plasmar ante la pantalla una realidad que adquiere, merced al recurso de una dirección artística resuelta con especial cuidado, la presencia de esas constantes nieblas, y la querencia por unas acciones y una vida que parece solo tener lugar de noche, un aspecto casi fantasmagórico. A partir de ese punto de partida, Litvak logra extraer un atractivo resultado visual, dotando de vida propia un drama en el que se contrapondrán dos tipos de vida; el de los oprimidos y el de los opresores, al tiempo que se intercalará con el contraste entre rutina y un sabor pleno de la existencia. Todos estos elementos son articulados con acierto en su vertiente dramática, acertando al confluir con las virtudes plásticas de una propuesta que en todo momento muestra un cuadro existencial dominado por el pesimismo. En realidad, y aún cuando la resolución de su base dramática ofrezca la oportunidad de la venganza por parte del siempre humillado Jonah, en realidad plantea la resignación por parte de Stella ante ese contexto del que quería huir, y cuya alternativa –la ofrecida por Goff, no era más que un mero espejismo-. En realidad, OUT OF THE FOG alcanza su objetivo de modo más certero cuando se limita a describir, que en el momento en que pretende moralizar, obteniendo una acertada interacción entre sus diferentes personajes. Todos ellos se muestran alterados alterados en su desganada cotidianeidad, a partir de la aparición de la mefistofélica figura del joven extorsionador, al que Garfield proporciona unos espléndidos matices a la hora de plasmar ese lado oscuro de una personalidad por completo ausente de humanidad. Junto a él, la presencia de Ida Lupino ofrece al relato ese contrapunto de angustia existencial –cualquier película con la Lupino dentro, adquiere unas cualidades suplementarias-, complementado con la aportación del conjunto de secundarios, entre los que destaca un Thomas Mitchell en esta ocasión muy comedido, y sabiendo expresar ese lado oculto de maldad que todo ser humano alberga en su interior, por mucho que su acción exterior ofrezca el prototipo de la bonhomía.

Cierto es que en el conjunto del drama, resulta un tanto chirriante la escasa entidad que ofrece el rol encarnado por Eddie Albert –acentuado por la neutralidad que ofrece su labor-, que uno quizá hubiera deseado más densidad dramática en la secuencia con la que culmina la andadura vital de Goff, o que en ocasiones los matices de comedia –como el que plantea la conclusión del relato-, quizá resulten contradictorios ante un retrato tan sombrío. Son imperfecciones que atenúan, aunque en modo alguno oscurecen, las virtudes que emanan esta película tan poco conocida como ampliamente reivindicable. Una producción Warner en la que cualquier espectador puede, aunque se encuentre en contextos y situaciones bien diferentes, verse identificado con cada uno de los personajes que la pueblan. Una tragicomedia, en definitiva, que bajo su precisa y al mismo tiempo oscura y evocadora capacidad descriptiva, plantea buena parte de las claves que –bien en aquel tiempo, o bien en la actualidad-, caracterizan al ser humano.

Calificación: 3

CASTLE ON THE HUDSON (1940. Anatole Litvak)

CASTLE ON THE HUDSON (1940. Anatole Litvak)

Tengo un recuerdo tan lejano como escasamente entusiasta de 20,000 YEARS IN SING-SING (20.000 años en Sing-Sing, 1932. Michael Curtiz). Solo la recuerdo en la medida de la aplicación por parte de Curtiz de ciertos elementos visuales que con posterioridad extendería a lo largo de su obra –el uso de las sombras, verjas, enrejados, etc-, así como un cierto alcance moralista, cosa por otro lado bastante fácil de detectar en un título que en aquellos años ponía de moda un subgénero –iniciado con referentes como THE BIG HOUSE (El presidio, 1930. George W. Hill), de mayor valía, que ya habían abierto sus posibilidades al mercado-, en el que la presencia al frente del reparto de Spencer Tracy, era un elemento de peso para reforzar dicha vertiente. No se me dejará de reconocer, de manera independiente al grado de aprecio que se tenga de la figura del reconocido intérprete, que este representaba un tipo de personaje moralista por derecho propio.

Dicho esto, y sin que con ello pretenda aducir que se atisbe una gran diferencia, ni que nos encontremos ante un título de descollantes virtudes, lo cierto es que CASTLE ON THE HUDSON (1940) me parece un remake del título señalado al inicio que supera en cualidades al mismo, situado además en un periodo de especial febrilidad –y estimo que de brillantez-, en la obra de Anatole Litvak. La película se inicia de forma vibrante, asistiendo el espectador a uno de los golpes que realiza el joven y elegante Tommy Gordon (John Garfield). Se trata de un gangster de arrolladora presencia, proclive a la insolencia, que ha desarrollado una andadura en el mundo del delito, saliendo indemne de cuantas investigaciones y requerimientos le ha aplicado la policía. No sucederá así en esta ocasión –el golpe se ha desarrollado en un sábado, fecha fatídica para nuestro protagonista-, siendo detenido cuando se encontraba cenando con su novia Kay (Ann Sheridan) y en compañía de su abogado Ed Crowley (Jerome Crowan). Ingresado en la prisión de Sing-Sing, Gordon tardará en adaptarse a un ambiente alejado por completo a sus modos de comportamiento y el lujo que desarrollaba en su vida. Pese a esas reticencias –que le harán sufrir castigos correctivos por parte del alcaide de la presión-, este poco a poco irá adaptándose a su nueva vida, estableciendo una cierta corriente de empatía con su responsable penitenciario –encarnado por Pat O’Brian-, partidario de una política comprensiva de cara a los presos. En un momento dado, Gordon participará en los pormenores de un intento de fuga –comandando por el recluso Steve Rockford (Burgess Meredith)-, del que desistirá al comprobar en el momento de realizar la misma, que esta se va a desarrollar en sábado. A partir de esa reticencia a la huída, se incrementará la cercanía entre el alcaide y Gordon, al que dejará en libertad provisional al enterarse que su novia está herida de extrema gravedad, admitiendo la palabra del delincuente de regresar, aunque compruebe en el último momento que este permiso se realiza en otro fatídico sábado.

No puede decirse, a tantos años vista, que CASTLE ON THE HUDSON sea un prodigio de originalidad. Cualquier espectador más o menos conocedor del subgénero carcelario –incluso aquellos que no hayan contemplado su referente cinematográfico-, deberá dejar de lado la posibilidad de contemplar un relato que le ofrezca sorpresa alguna. Sin embargo, el gran mérito de su conjunto, reside en la convicción con la que un argumento tan sencillo es trasplantado a la pantalla. Ayudado por un excelente montaje y la competencia y adecuación de un reparto estupendo, lo cierto es que el film de Litvak tiene un especial aliado en la electricidad que desprende en todo momento la presencia de un joven John Garfield, que ya demostraba ser no solo uno de los mejores actores del momento, sino emerger como auténtica cabeza de su generación de intérpretes. La manera con la que afronta su inicial arrogancia, el ritmo que imprime a sus secuencias, la vulnerabilidad que poco a poco va acompañando a su personaje al asumir la vida en prisión, la humanidad que va apareciendo en su relación con el alcaide y, en última instancia, la dignidad con la que afronta su destino, quedan integradas en un trabajo espléndido del entonces jovencísimo Garfield –veintisiete años-, escoltado por un conjunto de intérpretes magnífico, en el que quizá cabría destacar al poco frecuente Burgess Meredith.

Litvak logra impregnar a la película de un ritmo envidiable, logrando del mismo modo eliminar de su narración buen número de connotaciones moralistas a las que era proclive en periodos precedentes este subgénero. Por el contrario, la figura del delincuente protagonista y su destino final, emerge con un perfil dotado de no poca complejidad. Se trata de algo comprensible, en la medida que el cine de dicho estudio ya había formulado propuestas de mayor calado –THE ROARING TWENTIES (1939, Raoul Walsh), entre otras-, en las que la definición de esos personajes al margen de la ley aparece trazada dentro de unas connotaciones sociológicas que se encuentran presentes en el retrato de Gordon. Señalábamos antes esa sensación trepidante que acoge su metraje –que no llega a alcanzar los ochenta minutos-, en la que se insertarán con acierto sobreimpresiones y otros recursos cinematográficos –la superposición de titulares de prensa; el rostro de Kay superpuesto por encima de la infructuosa lucha que esta esgrime para buscar la inocencia de su amado, en el asesinato de Crowley que ella ha cometido en realidad en una situación límite; la forma en la que se plantean las últimas horas de la vida de nuestro protagonista-. A ello, resulta obligado destacar apuntes interesantes en torno a la despiadada actuación de la prensa ante el incumplimiento de Gordon de la libertad provisional concedida por el alcaide, o episodios como el que relata la infructuosa huída organizada por Rockford –un fragmento provisto de nervio, convicción e incluso angustia, planteada a través de la planificación, el montaje y la intensa labor de sus intérpretes-, o ese largo plano final, que prefigura la angustia existencial mostrada con mayor lirismo una década después por el Nicholas Ray de KNOCK ON ANY DOOR (Llamarás a cualquier puerta, 1949).

Calificación: 2’5

THIS ABOVE ALL (1942, Anatole Litvak) Se fiel a ti mismo

THIS ABOVE ALL (1942, Anatole Litvak) Se fiel a ti mismo

Hábil, apreciable, y hasta en ocasiones inspirado, THIS ABOVE ALL (Se fiel a ti mismo, 1942. Anatole Litvak) es una más de las numerosas aportaciones del cine norteamericano, destinada a apoyar y exaltar el ideario patriótico, de cara a la integración de voluntarios en la II Guerra Mundial. Su año de producción y las propias características del conjunto –centrado, eso sí, en ámbito británico-, no albergan lugar a dudas en cuanto a estas intenciones, en las que la 20th Century Fox aportó la presencia de una Joan Fontaine en todo su apogeo y, sobre todo, el protagonismo de la máxima estrella de estudio de Zanuck en aquel periodo; Tyrone Power. A partir de esta pareja estelar –que ciertamente manifestó buena química en pantalla-, se urde la mezcla de melodrama, alegato patriótico, disquisición psicológica y apunte de lucha de clases. Todo ello, tomando como base la novela de Eric Knight –el autor del personaje de la perra Lassie-, que transformó en guión cinematográfico R. C. Sheriff. Ni que decir tiene, llegados a este punto, que el film de Litvak recorre buena parte de los estereotipos inherentes a este tipo de producciones, en los que su aura romántica va aparejada por fuertes dosis de alegato y aliento a la implicación voluntaria en la contienda bélica –una proclama, si se permite la disquisición, definida en su pertinencia-. Sin embargo, justo es reconocer que entremezclado dentro de estas convenciones, se esconden no pocas reflexiones y matices ciertamente no tan habituales en el contexto propagandístico antes mencionado. Se trata, si se quiere, de elementos, subtramas y apuntes quizá no demasiado bien definidos o quizá carentes de una profundización cinematográfica de mayor contundencia. En cualquier caso, esa mezcolanza de tópicos made in Hollywood y elementos de interés, conforman un conjunto, si más no, al menos relativamente atractivo y, sobre todo, llevado con buen pulso por este desigual pero en ocasiones notable realizador que en aquellos años fue Litvak.

 

Nos encontramos en el Londres de la II Guerra Mundial. Las autoridades francesas han capitulado ante la invasión alemana, por lo que el siguiente objetivo de Hitler se encuentra en Inglaterra. En un contexto de contienda, la familia Cathaway se muestra abstraída de la realidad que les rodea, aspecto que reprochará su joven componente Prudence (Joan Fontaine). Esta, pese a la oposición familiar –que ve en ello una negación de sus orígenes aristocráticos-, decide alistarse en el ejército femenino de cooperación –aspecto en el que solo contará con el respaldo de su tímido y honesto padre-. Al poco de iniciar su labor voluntaria, y gracias a una cita fortuita en la que acompañaba a una amiga, conocerá al joven Clive Briggs (Tyrone Power). Será un contacto un tanto inusual –se conocerán prácticamente en la penumbra-, aunque pronto se establecerá entre ellos una sincera atracción. Briggs es un hombre de ideales bastante sinceros, pero que esconde un elemento en su personalidad que oscurece su pasado. Pese a esta sombra que se proyecta en su rostro, e igualmente al rechazo que este siente por esa Inglaterra dominada por el prejuicio de clase, los dos iniciarán un romance que no quedará enturbiado incluso cuando Prudence se encuentre inesperadamente con su altiva tía en el hall de un hotel. Ambos amantes se verán entrelazados en una espiral de pasión, que tendrá un punto de inflexión con el reencuentro de Clive con Monty (Thomas Mitchell), un compañero que revelará a la joven la experiencia militar de su amado. Pese a no desear Briggs que llegara esta circunstancia, y en pleno fragor de los bombardeos, la propia integridad de su personalidad le llevará a separarse temporalmente de Prudence, intentado reflexionar ante la posibilidad de su retorno a la lucha bélica –ha desparecido de la misma, estando a punto de ser declarado desertor-. En su periplo de reflexión, vivirá diversas andanzas que llegarán a hacerlo parecer un espía, aunque finalmente será detenido cuando estaba a punto de formalizar su boda con su amada –a la que había logrado localizar por vía telefónica-. Es detenido poco antes y llevado a disposición militar, solicitando a su superior la confianza para brindarle un permiso de pocas horas, bajo palabra de retornar a sus funciones militares y asumir las responsabilidades que se derivaran de su comportamiento. Sin embargo, el destino le tendrá reservado una dura prueba.

 

No cabe duda, que THIS ABOVE ALL reserva buenos momentos y, en líneas generales, el conjunto está dispuesto con profesionalidad. Su ritmo es impecable, los elementos de producción son de la solvencia habitual en la Fox, e incluso en el relato se plantean detalles y elementos que destacan por su relativo atrevimiento –y con ello me refiero a ese rasgo de lucha de clases, francamente poco habitual en aquellos tiempos-. En el terreno específicamente cinematográfico, Litvak sabe utilizar y valorizar el espacio fílmico –algo que se manifestará en la secuencia inicial del mismo, desarrollada en la mansión de los Cathaway-, lograr hacer progresar el relato con eficacia, y se sirve de sobreimpresiones y detalles con la cámara que resultan muy valiosos. Es más, resulta muy atractiva la manera que tiene de plasmar el encuentro entre los dos protagonistas, entre la oscuridad de la noche –además de servir para destacar la presentación en la película del personaje encarnado por Power-, que concluirá con una inesperada sobreimpresión que avanzará al espectador el sentimiento que se ha impregnado en los recién conocidos. Sin embargo, y pese a todos estos detalles que hacen de su conjunto un producto apreciable, el paso del tiempo permite ver con claridad las debilidades de una historia a la que le falta fuerza romántica, que depende en exceso de inesperados giros en la narración –a los que por lo general falta metraje para poder ser insertados con mayor suavidad-, y en donde quizá se encuentran introducidos forzadamente tantos rasgos y apuestas temáticas, que casi en ninguna de ellas se alcanza un resultado más o menos trascendente. Es algo que sucederá en el encuentro de Briggs con un presbítero y sus reflexiones en la sala parroquial, o incluso en esas secuencias finales, previsiblemente establecidas como máximo rasgo dramático, y que pese a resolverse con corrección y una cierta emotividad, lo cierto es que se sitúan muy por debajo de las capacidades que, por citar dos ejemplos bien rotundos, podrían proporcionar a dicho argumento, directores tan valorados por el romanticismo de su cine, como son Frank Borzage o Leo McCarey. En su defecto, la profesionalidad de Litvak en ningún momento es capáz de hacer trascender la propuesta argumental, más allá de un sendero de profesionalidad y ocasional inspiración, aunque jamás apelando a la máxima expresión de romanticismo expresado en la pantalla.

 

Es por ello, que finalmente me queda una cierta insatisfacción al terminar de contemplar el film, en la medida del reconocimiento a una película solvente, pero que en todo momento no se implica emocionalmente y visualmente más en torno a sus personajes, cuando la historia casi, casi, lo pedía a gritos. Al menos, eso sí, reconocer las capacidades del siempre menospreciado Power, que además de galanura, demuestra una vez más, saber representar a la perfección el prototipo de héroe torturado y con fuerte vida interior. Un aspecto de su personalidad como intérprete y estrella cinematográfica, que según pasaron los años se fue intensificando en su filmografía, forjando poco a poco una superior complejidad de estos perfiles psicológicos.

 

Calificación: 2’5