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CINEMA DE PERRA GORDA

Erich von Strohein

FOOLISH WIVES (1933, Erich von Strohein) Esposas frívolas

FOOLISH WIVES (1933, Erich von Strohein) Esposas frívolas

A lo largo de la historia de cine, ha habido películas en las que tenía más interés la complejidad y conflictividad de su proceso de producción que el propio resultado. Y hay otras en las que una u otra faceta se complementan de manera admirable, hasta el punto que con el paso del tiempo los choques de su producción han favorecido aún más si cabe su resultado. Pues bien, este último enunciado le queda como un guante a FOOLISH WIVES (Esposas frívolas, 1922) tercero de los largometrajes llevados a cabo por Erich von Stroheim, y el primero en donde se expresaría la megalomanía del cineasta, que confluyó en la primera película que superaba el millón de dólares de presupuesto. Sería este el punto de partida dentro de su condición de cineasta ‘difícil’. Alguien incapaz de circunscribirse a los standards de aquella emergente industria cinematográfica, y que muy pronto se incrementaría con manías del cineasta de filmar objetos, elementos de producción -e incluso comidas- elegidos con autenticidad. Pero es que, al mismo tiempo, en Stroheim se daba de la mano el hecho inapelable, no solo de ser uno de los mayores artistas del cine de su tiempo, sino que esa gradación se hizo extensiva al conjunto del devenir del arte cinematográfico.

Pues bien, toda esta dicotomía de produce en FOOLISH WIVES con oportuna pertinencia, en la medida que nos encontramos ante un rodaje que se extendió en algo más de un año, y donde unido a las malas temperaturas que obligaron a construir de nuevo parte del gigantesco decorado edificado en zonas costeras, se unió el repentino fallecimiento de Rudolph Christians, encargado de interpretar el personaje del agregado americano, lo cual obligó a filmar numerosas secuencias con un doble imposible, aunque encuadrado de espaldas. Sería un marco en el que el propio Stroheim acumuló un metraje de treinta horas, que finalmente aparecía para ser estrenado con siete horas de duración -el cineasta pretendía que se estableciera en dos partes, tal y como sucedería en algunos títulos alemanes de Fritz Lang-. La batalla en torno a la mutilación de una película que fue finalmente estrenada con un metraje de ¡70 minutos!, y la agonía que sufrió con el paso de los años, a partir de unas copias que apenas mantenían la coherencia argumental ideada por su artífice, está perfectamente relatada por el historiador Richard Koszarski. Lo importante, lo que realmente nos ocupa, se señalar que a partir de la década de los setenta se intenta la recuperación máxima de su metraje que, con la ayuda de copias enviadas a exhibición europea, y pese a la escasa calidad de no pocas de las secuencias recuperadas, al menos han logrado un metraje de cercas de dos horas y media de duración, no demasiado lejos del que finalmente autorizaría su artífice.

Con todo ello, y pese a asistir a una reconstrucción en la que se perciben con facilidad sus costuras -y el diferente grado de calidad de sus secuencias, fruto de su dispar procedencia- lo cierto es que casi desde el primer momento, asistimos con FOOLISH WIVES a una obra que ratifica la entraña del cine de Stroheim. Su argumento se sitúa en el Monte Carlo -cuya plaza principal es recreada de manera asombrosa en una escenografía de exteriores- de principios de siglo. Dentro de una fauna humana guiada por la apariencia… y por la tendencia al juego en su casino, se encuentran alternando tres vividores. Estos son el conde Sergius Karamzin (Stroheim), que se encuentra viviendo con dos supuestas primas -Olga (Maude George) y Vera Petchnikoff (Mae Busch)-. Los tres sobreviven, ellas realizando timbas con invitados, en los que distribuirán billetes falsificados que obtienen del humilde Ventucci (Cesare Gravina). Por su parte, Karamzin trapicheará utilizando sus encantos con las mujeres, a las que no duda en hacer gala del fetichismo que emana de la iconografía y uniformidad zarista que utiliza en todo momento. Ese marco de entrada se verá alterado con la llegada del matrimonio formado por el enviado norteamericano Andrew J. Hughes (Christians), que llega acompañado de su joven esposa Helen (Miss DuPont). Esta acomodada pareja, de inmediato supondrá “carne de cañón” para el trío de estafadores. Mientras que las dos primas se acercan al enviado, Sergius lo hará con su esposa, que inicialmente se mostrará reacia a caer en sus redes, aunque poco a poco la insistencia del supuesto aristócrata le hará obtener una nueva y valiosa captura a su carrera romántica. En la celebración de unos carnavales nocturnos se la llevará en una pequeña barca hasta el campo por un río, donde les pillará una enorme tormenta, lo que les obligará a refugiarse en la cabaña de una buena mujer. Allí el protagonista querrá culminar la seducción física, sin poder reprimir su deseo, que sin embargo se verá frustrado ante la inesperada llegada de un fraile que desea refugiarse de la tempestad.

Una vez retornados a la vida de Monte Carlo, las redes de Karamzin se irán acercando hacia una cada vez más seducida Helen, mientras su marido, por benevolencia y también por su ausencia de pasión, se mantendrá al margen de las tribulaciones emocionales de su esposa. Ella llegará a vivir con el conde una velada jugando a la ruleta, donde llegará a ganar una gran fortuna. Por ello, Karamzin la acosará al transmitirle la urgencia que le atenaza devolver una deuda, en cuyo impago le costaría la vida. Quedará con la joven para explicarle la situación, viviendo ambos el encierro y el incendio a que les someterá la sirviente del trío de estafadores -Maruschka (Dale Fuller)-, que en vano ha ido rogando al conde que cumpla su promesa para casarse con ella. Acorralados en una torre de la mansión en donde han llevado a cabo su cita, un ataque de cobardía hará exteriorizar en Sergius tirarse a la lona que han extendido, y dejando en el balcón a Helen a merced de los bomberos. Será el principio de fin, no solo para el falso noble, sino también para las dos delincuentes que han estado estafando a sus víctimas.

Antes lo señalaba, el disfrute de FOOLISH WIVES está trufado de altibajos y huecos narrativos, que al tiempo nos hacen inducir en algunas de las ausencias a las que se vio sometida la película que hoy día podemos contemplar. Desde la presencia de ese fraile en la tormenta, al que muchos minutos después vemos suicidarse sin saber la razón. La propia y rápida resolución del espléndido episodio de la tormenta -en el que se ausenta su resolución-. La sensación abrupta que nos brinda la atracción del conde con la retrasada hija del falsificador. O incluso la falta de lógica del jugueteo del protagonista con esa criada que lo venera; se supone en su angustia que se encuentra embarazada de él, y de la que se le pierde la vista tras el incendio que provoca ¿Ha muerto en el mismo?

Son, sin duda, piedras en el camino de una película, pese a todo ello, magnífica. Como sucedería, a mucha mayor escala, con la extraordinaria y posterior GREED (Avaricia, 1924). Esa capacidad para cincelar la ambivalencia de sus personajes y, sobre todo, establecer una mirada en la que ondula un argumento melodramático, dentro de un contexto en donde lo sombrío y lo bizarro le hace inclinarse siempre por ese lado oscuro del ser humano. No será esta una excepción, y serán numerosos los ejemplos que implicarán esa tendencia del cine de Stroheim por lo perverso. Es algo que expresará el comportamiento del trío sobre el que se pivota la mirada del cineasta, pero que en la película quizá tenga su expresión más acusada en la vertiente lúbrica que expresa el conde en su oscura relación en la sirvienta -esas lágrimas que finge para sacarle los dos mil francos que esta tiene ahorrados- y, sobre todo, con la hija del falsificador. Sin embargo, y pese a ese rasgo oscuro, es cierto que la propia personalidad del protagonista adquiere en la película determinados rasgos de simpatía, en buena medida merced a la fuerza que el propio Stroheim imprime a su personaje.

A partir de estas premisas, la película se articula merced a una planificación en la que se combinan a la perfección grandes planos generales en los que además de dotar de vida propia a esa inmensa escenografía exterior de la gran plaza de Monte Carlo, aciertan a transmitirnos una mirada de conjunto, descriptiva de esa sociedad provista de tanta ceremonia como carencia de autenticidad. Sin embargo, la entraña del relato se centrará en esa mirada tan penetrante como llena de dureza a lo largo de todas sus imágenes. Y para ello Stroheim utilizará una planificación muy dinámica -en la que curiosamente se ausentarán sin embargo y casi por completo movimientos de cámara- que sigue a sus criaturas tanto a nivel individual como en la relación mantenida con los roles que le rodean. Secuencias como los intentos del conde por llamar la atención de Helen -ese jugueteo erótico con sus botas-, o incluso las banalidades que definen la juventud de esta muchacha, casada con alguien que casi le dobla la edad -la caída de un pañuelo en el ascensor, intentando llamar inútilmente la atención de un joven oficial-. También esa creciente fascinación manifestada entre Sergius y la recién llegada, en las exhibiciones de disparo que prodigará en la celebración de sociedad.

A partir de estas premisas, lo cierto es que FOOLISH WIVES alberga constantes muestras de la capacidad de introspección psicológica, siempre tamizadas por el notable rasgo de crueldad, que podrían distinguirse, pese a encontrarnos ante la película incompleta. Destacaremos la fuerza romántica que adquirirá la escenificación del carnaval nocturno en el lago ubicado en Monte Carlo. Un deslumbrante diseño de producción, que pronto dará paso al extraordinario episodio de la tormenta vivida por el conde y Helen, que culminará no menos intensamente con esas secuencias descritas en el interior de la vieja cabaña, con la presencia de esa harapienta que la habita. Allí se mostrará la irrefrenable tendencia sexual del conde, expresada con la utilización de un pequeño espejo -extraordinaria imagen-, que canalizará su deseo apenas reprimido. Esa querencia de Stroheim por lo sórdido quedará reflejada en la insólita mirada por los bajos fondos de Monte Carlo, centrada en las visitas de Sergius al objeto de obtener billetes falsos de Ventucci, y percibamos la enfermiza relación que demuestra con su hija minusválida. Fruto de esa circunstancia llegará su final, en donde su cuerpo sin vida será tirado de manos del falsificador por la alcantarilla, en un episodio que apenas muestra en imágenes el auténtico y atroz final que el cineasta tenía previsto para el censurable personaje.

Sin embargo, con estar estos y otros pasajes provistos del genio creativo de un gran hombre de cine, no puedo ocultar que es en su capacidad para plantear al mismo tiempo la némesis de la ternura, donde de manera inesperada se encuentra mi secuencia preferida del conjunto de FOOLISH WIVES. Cuando Helen se dispone a abandonar su habitación del hotel y acudir a su cita con el conde, verá que a un soldado se le cae la capa que porta, descubriendo que se trata del mismo joven que se había resistido tiempo atrás a recoger el pañuelo que había tirado. Sin embargo, una mirada atenta le hará comprobar que el soldado ha perdido los dos brazos, lo que le hará modificar por completo su actitud, y acariciarlo tiernamente implorando su perdón. En esas inesperadas genialidades es donde por contraste afloraba la extraordinaria sensibilidad inherente a uno de los creadores cinematográficos más importantes de su tiempo.

Calificación: 3’5

QUEEN KELLY (1932, Erich von Stroheim) La reina Kelly

QUEEN KELLY (1932, Erich von Stroheim) La reina Kelly

Muchas veces me he planteado intentar comprender como un realizador de obra limitada y de forma tan traumática como la del vienés Erich von Stroheim (1885-1957), en el que casi toda su filmografía se vio abocada a rodajes y situaciones de producción tan conflictivas, ha podido mantener el reconocimiento como uno de los cineastas más expresivos del cine silente. El hecho de que casi todos sus títulos hayan conocido amputaciones de considerable calado es el que, a la larga, nos permite considerarle uno de los grandes. Es decir, bastaba un plano de cualquiera de sus películas, por más que se ausentara el siguiente, para reconocer el asombroso sentido de la densidad y la expresividad de su obra. En la línea de Griffith o Browning, Stroheim supo incardinar su estilo indagando en los rasgos más primitivos y animales del ser humano. Pero también acertó al ejercer en ocasiones como un convencido romántico. Esa capacidad para la síntesis que emergía de unas producciones abigarradas. Esa condición de falso aristócrata que asumió a su llegada a Hollywood, y la capacidad para indagar como pocos cineastas de su tiempo en las simas más profundas del comportamiento del hombre, se dan cita en QUEEN KELLY (La reina Kelly, 1932), al mismo tiempo el título que sepultó sus cada vez más limitadas posibilidades, dentro de un marco creativo en el que el director nunca se sintió cómodo, y al cual el público e incluso la crítica valoraron con no poco recelo, quizá por trasladar en sus fotogramas, con una intensidad en ocasiones difícil de asimilar, la psicología que –pese a su distancia aparente- se encontraba en el subconsciente oculto de unos espectadores no acostumbrados a dichas audacias.

Son enunciados que se dan cita en esta producción de la primitiva United Artists, auspiciada por su principal estrella –Gloria Swanson-. De antemano, conviene reconocer que pese a suponer una producción de la actriz, no se aprecia en la película un especial protagonismo en su encarnación de la joven novicia Kitty Kelly. El film se inicia con la descripción del modo de vida de la monarca del reino de Kronberg –Regina V (Seena Owen)-, mostrando de manera inolvidable -como solo su director podía plasmar-, su proceder disoluto. Apenas unos planos de detalle permitirán describírnosla, atendida por una cohorte de sirvientes, definiendo su comportamiento grotesco en la lujosa alcoba en la que se atrinchera, mientras en su mesita se aúnan cruces, puros o un ejemplar de El Decamerón. Era la manera que Stroheim tenía de trabajar el plano. La inspiración para lograr que cada uno de ellos fuera una pequeña gema en sí mismo, como si de manera inconsciente supiera que su arte era carne dispuesta para ser mutilada. Muy pronto advertiremos, de forma paralela, el comportamiento frívolo del príncipe Wolfram (Walter Byron), a quien la reina desea convertir en su consorte, aun sabiendo que este no siente nada por ella. El episodio inicial servirá para expresar –como era consustancial al cine de su autor-, el lujo decadente de una sociedad en donde nada importa lo auténtico, basándose tanto en la hipocresía como el deseo más reprimido. La película nos mostrará al príncipe enfundado en su lujoso uniforme y acompañado por su regimiento que, en un paseo insustancial ordenado por la reina para que se mantenga alejado de su incesante tarea como mujeriego, modificará el ulterior devenir de su vida. Será su encuentro con Kelly, que se producirá además a través de una de las secuencias más eróticas y audaces jamás contempladas en el cine silente; la caída de los pololos de la monja en ese singular ‘pase de revista’ proporcionado de forma indirecta por las novicias.

Nada será igual a partir de ahora para esos dos jóvenes opuestos en caracteres y condicionantes. Una vez más, Stroheim se manifiesta como ese audaz e incluso agresivo moralista, introduciendo el elemento de inflexión que permitirá definir en paralelo lo mejor y lo peor de esa fauna humana que ha descrito con tanto acierto. En medio de una atmósfera recargada caracterizada por la hipocresía, el deseo más lascivo y el dominio –de la monarca con respecto al príncipe-, Wolfram no podrá mantenerse al margen de la imagen de inocencia y fragilidad mostrado por esa joven religiosa. de la que incluso desconoce su nombre. Una referencia que crecerá cuando conozca que las intenciones de la reina son las de hacerlo su esposo al día siguiente, adelantando la fecha prevista para los esponsales. La noticia provocará en este, el deseo casi irrefrenable de volver a contemplar a la novicia, y para ello no dudará incluso en escaparse de sus aposentos y, una vez en el convento, incendiarlo –en la ficción aparecerá un delirante sistema anti incendio en las dependencias-. Por su parte, Kelly tampoco podrá olvidar el encuentro con el elegante y al mismo tiempo arrogante príncipe, del que sus compañeras llegan a guardar estampas en sus libros religiosos. Pese al castigo que le inflinge su superiora, no dejará de implorar ante la Virgen –en un plano bellísimo encuadrando su rostro tras las velas-, volver a encontrarse con él. Una vez más, la capacidad del realizador para utilizar la escenografía, incluso la densidad en la iluminación del interior del convento, se verá violentada en el secuestro de Kelly por parte del príncipe, quien la llevará hasta sus aposentos, donde la deslumbrará con los lujos que le proporciona una gran cena. Será el instante a partir del cual el realizador desplegará una de las páginas más hermosas de su cine, describiendo con extrema delicadeza la sincera relación que se establecerá entre los dos jóvenes. Es común hablar –con justicia- del Stroheim cronista de las bajezas del ser humano, pero un episodio como esta bastaría para calificarle como uno de los grandes románticos de la pantalla, en medio de ese jardín en el oscuro de la luna, donde los dos amantes que se acaban de conocer, modificarán la visión de aquello que hasta entonces ha configurado su existencia. Con la fuerza que solo un cineasta de su arrojo podía plasmar a través de la imagen, la reina contemplará estupefacta la situación y expulsará a la ‘intrusa’ a latigazos, en un episodio que aún sigue noqueando al espectador por la fuerza de su trazado –esos travellings que acentúan la indefensión de la novicia-, contrastando además con la relajación y el intenso romanticismo que ha presidido el encuentro previo entre los dos enamorados. Será el momento en que la religiosa decida –de manera infructuosa- poner fin a su vida arrojándose al río que recorre el palacio real.

A partir de ese instante, Stroheim se inserta de nuevo en las alcantarillas de lo más siniestro de nuestra personalidad, y también lo que de su metraje podemos contemplar, resaltará la ausencia de secuencias y episodios que son cubiertos en la reconstrucción realizada en 1985 por medio de fotos fijas. En ellas se constatará sobre todo la importante mutilación del episodio que se desarrolla tras el viaje a África de Kelly, convirtiéndola en una prostituta, dueña de un burdel. Sin embargo, sí nos permitirá asistir al fragmento en el que la protagonista será casi obligada por su anciana y moribunda tía a casarse con un individuo depravado e impedido –Jan (Tully Marshall)-. Una auténtica cima de lo bizarro que, de nuevo, emparenta a nuestro cineasta con los citados Griffith y Browning. Un episodio dotado de la fuerza y lubricidad del que comentamos, permite que el posterior desarrollo argumental –del que no se conservan más que algunas imágenes y la sinopsis argumental-, no impidan percibir un conjunto magnífico. Esa fue la mayor virtud de Erich Von Stroheim, uno de los grandes creadores del cine norteamericano en la década de los años veinte. Capaz de atreverse como pocos a perfilar los recovecos más siniestros del ser, y hacerlo además en marcos decadentes, suntuosos e incluso siniestros. Un sesgo de genialidad presente en un cineasta que supo atomizar sus intenciones en cada plano, en cada brizna de sombra de su cine. He aquí donde se da cita la paradoja de su sempiterna condición como eterno maldito, unida a la eterna vigencia de su obra. Un cine que, en QUEEN KELLY, demostró permanecer lleno de fulgor en la frontera del mudo al sonoro, y que ocho décadas después de su realización, paladea su modernidad en cada plano. Incluso sorteando esas lagunas que no impiden que el diamante en bruto que es su conjunto, pierda el fulgor de su brillo.

Calificación: 4

THE MERRY WIDOW (1925, Erich von Strohein) La viuda alegre

THE MERRY WIDOW (1925, Erich von Strohein) La viuda alegre

Cuando Erich von Stroheim acomete la realización de la adaptación de la opereta de Víctor Léon y Leo Stein –años después retomada en sendas adaptaciones por Ernst Lubitsch y Curtis Bernhardt-, se encontraba tras la traumática –y al mismo tiempo memorable- experiencia, del rodaje de GREED (Avaricia, 1924). Una de las cumbres no solo del cine silente, sino del arte fílmico de todos los tiempos. Una obra que de manera casual se alejaba de la querencia de Stroheim por títulos enmarcados en lujosas ambientaciones, generalmente centradas en entornos centroeuropeos decadentes y caracterizados por un extraño estado de descomposición y casi putrefacción en su caduca formulación. Evidentemente, la oportunidad del rodaje de THE MERRY WIDOW (La viuda alegre, 1925) le vino como anillo al dedo a nuestro director, asumiendo sin embargo un rodaje muy controlado por la Metro Goldwyn Mayer. El estudio, que ya había comprobado en carne propia las enormes dificultades que suponía trabajar con un director tan brillante y personal, como extravagante y megalómano en sus planteamientos, controló en la medida que pudo este nuevo proyecto, siendo dentro de lo que cabe uno de los que se ajustó más a sus intenciones iniciales. Pero al margen de esta circunstancia técnica, si tuviera que definir el rasgo que más me interesa de esta magnífica película, estriba en la capacidad de Stroheim para estructurarla desde un planteamiento inicial de comedia, a otro de trasfondo eminentemente dramático, retornando en su último tramo al terreno de la comedia, aunque variando su fondo a través del poso que ha dejado el elemento más dramático del relato, uniendo a los dos personajes que han sobrellevado su amor, pese a las circunstancias sociales que han impedido que este floreciera por encima de convencionalismos e hipocresías, fruto de unos obsoletos planteamientos clasistas.

Estamos situados en el hipotético reino de Monteblanco. Un país de opereta, en el que el director ya en sus primeros planos nos muestra un escenario de cuento de hadas. Una monumental recreación en la que contemplaremos a los reyes del mismo y, tras ellos, al auténtico artífice financiero de la continuidad del reino, el Barón Sadoja (Tully Marshall) -un viejo tullido de rechazable aspecto, para cuya caracterización el director quizá tomara el modelo de Max Schreck de NOSFERATU, EYNE SIMPHONIE DES GRAUENS (Nosferatu el vampiro, 1922) de Murnau- . Con esa capacidad descriptiva y al mismo tiempo demoledora que el cineasta supo imprimir al conjunto de su obra, en apenas pocos minutos acierta al plasmar y diseccionar un mundo de aparente opulencia –esas escalinatas por las que descienden los monarcas, seguidos del auténtico artífice financiero de todo ese falso mundo-, rodeados de soldados con vistosos uniformes, y vislumbrando ya a los verdaderos antagonistas del relato, en primer lugar por diferencias de personalidad y de ascenso como sucesores en el trono. En primera línea de ascenso al mismo se encuentra el príncipe heredero Mirko (un en ocasiones excesivo Roy D’Arcy) y su primo, el Príncipe Danilo (un excelente John Gilbert). Mirko es respetado por su cercanía al poder, pero se trata de un ser mezquino que no goza del cariño de sus súbditos. Por su parte, Danilo pese a su personalidad mujeriega es un hombre arrollador y carismático, marcando por ello el recelo que recibe de su primo –la reacción de ambos cuando contemplan la presencia de un os cerdos, es paradigmática al respecto-. Un recelo, eso si, siempre encubierto bajo falsos correctos modales.

Hipocresía de una época y un modo de sociedad ya casi periclitado –esos planos en los que contemplamos vehículos de cierta modernidad, que contrastan con el anacronismo de las edificaciones y el propio vestuario de los habitantes del reino-, a los que se sumará uno de los grandes temas del cine de Stroheim –sino el más revelador-; la importancia de la sexualidad –y en un segundo término el amor- como motor del comportamiento humano. Al contrario que otros cineastas –como Frank Borzage-, Stroheim no duda en su cine mostrar lo más crudo e incluso sórdido de la presencia del sexo a la hora de desatar las más bajas pasiones de sus personajes, aunque finalmente de dicha catarsis surja la redención y la presencia de un amor puro, cuando se manifieste por encima de los corsés establecidos por una sociedad opresiva y anticuada en sus formas y contenidos. En THE MERRY WIDOW, el elemento de enfrentamiento entre los dos príncipes, se establecerá a partir de la llegada de Sally (Mae Murray), como cabecera de un espectáculo musical, con la intención de desarrollar allí sus funciones de gira. Danilo, en un gesto de galantería, logrará para las féminas del grupo alojamiento durante la noche. Será el primer contacto con una mujer que, sin él pretenderlo, marcará el devenir de su vida, transformando su condición de impenitente mujeriego, y estableciéndose en su interior la posibilidad de vivir la autenticidad del amor. Será del mismo modo un sentimiento que, de manera más tardía, se irá implantando en Sally, más acostumbrada a una vida mundana en su continuo transitar por diferentes ciudades en su espectáculo musical, donde provocará la atracción de todos los espectadores. Ya desde su primera aparición a su llegada a la ciudad, Stroheim nos mostrará el pie de esta, en donde se descubre una carrera en su media. Más adelante, en la cena a la que es invitada, Sally se sentará entre Mirko y Danilo, desarrollándose debajo de la mesa una divertida escena en la que las botas de ambos hombres –un símbolo de poder sexual-, rozarán la pierna de esta, hasta que involuntariamente se rocen entre ellos. Como antes señalaba, el primer tramo de la película se desarrolla dentro del ámbito de la comedia sexual –en aquellos años Cecil B. De Mille ya había puesto en práctica tal modalidad, si bien en entornos contemporáneos-, centrando todo ello en la pugna dispuesta por los supuestos contrincantes –en realidad Sally nunca demostrará el menor aprecio por Mirko, mientras que se encuentre recelosa de Danilo, aunque evidentemente le atraiga desde el primer momento-. De manera gradual, nuestra bailarina irá acentuando el desagrado que le produce el heredero -a quien rechazará violentamente de un intento por seducirla-. Sin embargo, en un momento dado se producirá la declaración del amor que siente por Danilo, en una cena en la que no faltará en segundo término el sonido de los violines de una pareja desnuda y con los ojos vendados –un detalle genial en su atrevimiento erótico-. Entre ellos se vivirá una cena –cuyo planteamiento quizá fuera retomado por Tony Richardson en la célebre secuencia protagonizada por Albert Finney y Joyce Reedman en TOM JONES (1963)-, en una velada en la que los sentimientos de ambos quedarán revelados de forma sincera, y con el ánimo de sellarlos con el matrimonio. Sin embargo, podrán los prejuicios e intereses de clase, forzando el rey a Danilo a renunciar a su boda cuando esta estaba a punto de celebrarse. Su huída de la ceremonia, será aprovechada por el Barón Sadoja, quien casi de forma lastimera ofrecerá a Sally dinero y poder si se casa con ella, accediendo esta al matrimonio, que no se podría consumar con la repentina muerte de este en la noche de boda –quizá debido a su turbación sexual, que quedara manifestada en una secuencia previa en la que manifestara su fijación fetichista por los pies femeninos-. La inesperada y acaudalada viuda viajará hasta Paris, llegando hasta allí Mirko, con la intención de postularse como esposo, y también un Danilo desengañado al ver a su amor convertida en una mujer frívola dentro de su acaudalada posición. Mientras Mirko solo ve en ella un objeto de poder –atención a los insertos subjetivos de Stroheim; mostrando su atención sobre las joyas que esta porta-, Danilo se acercará a ella, aunque el orgullo de ambos haga imposible un acercamiento. Solo el baile de un vals servirá para aventurar sus reproches mutuos. Al día siguiente, y en una comitiva en la que viajan Sally, Mirko y su escolta, contemplarán a Danilo tendido en el suelo tras una borrachera, demostrando su estado de ánimo hundido. Sally se compadecerá, pero no podrá evitar un duelo entre ambos cuando estos se enfrenten –por cierto, la secuencia del mismo, se encuentra amputada, como algunas otras, en la copia editada en DVD-. Danilo quedará herido en el mismo, pero antes de estar a punto de morir revelará a Sally su amor.  El rey morirá, y con ello llegará la coronación de Mirko, pero un anónimo ciudadano lo asesinará, cayendo este a un sucio charco –una de las metáforas visuales características de la inclinación de Stroheim a lo bizarro, a la hora de describir determinados personajes-. Ello convertirá automáticamente a Danilo en el heredero, estando aún convaleciente.

Más allá del hecho del cierto grado de convencionalismo de la conclusión del film, su desarrollo plantea todo un catálogo de elementos que forjaron el estilo visual y narrativo de su director. Desde esa capacidad para articular el aspecto prohibitivo del sexo –la manera dispar con la que contemplan a nuestra protagonista femenina sus tres pretendientes en su actuación en el teatro-, los mecanismos del poder que anulan la libertad en el comportamiento, o incluso la recurrente presencia de una imaginería cristiana a lo largo de no pocos de los planos y composiciones visuales del film. De ellas, me quedo sin duda con el bellísimo plano general exterior que muestra a Sally dispuesta a casarse con Sadoja, en el que destaca la presencia de un Cristo de grandes proporciones, todo ello mostrado tras una incesante lluvia que se fundirá en el plano hasta convertirse en témpanos de hielo. Otra bellísima metáfora en la que el sentido cristiano del sacrificio, irá acompañada por la ausencia de verdadero amor en su elección final.

Calificación: 3’5

THE WEDDING MARCH (1928. Erich Von Strohëim) La marcha triunfal

THE WEDDING MARCH (1928. Erich Von Strohëim) La marcha triunfal

De todos los creadores que forjaron los mejores años del cine mudo, sin duda alguna el vienés Erich Von Strohëim fue uno de los que pagaron de forma más cruel el eterno choque entre la labor del artista y el peso de las productoras –un referente posterior podría ejemplificarlo la figura de Orson Welles-. Tal es así que el grueso de su trayectoria como realizador se encuentra amputada, remontada y troceada, pese a lo cual ha quedado como una de las cimas de un estilo muy personal posteriormente imitado por otros prestigiosos nombres.

De entre las obras suyas que he podido visionar –algo no muy fácil, por otra parte-, me quedo sin duda con la magistral AVARICIA (Greeds, 1924) una de las cumbres del cine mudo. Pero tras ella elegiría LA MARCHA TRIUNFAL (The Wedding March, 1928) que ahora comentamos y que en su momento no solo se saldó con un enorme enfrentamiento con los directivos de la Paramount, sino con un notable fracaso comercial y crítico en aquellos años finales del periodo silente. Sin embargo, cerca de ochenta años después la película emerge con plena fuerza erigiéndose como un título realmente excelente.

Pienso que una de las mayores singularidades de Strohëim como realizador siempre estuvo en su particular capacidad para trasladar a la pantalla los más bajos instintos del ser humano, y contraponerlos por otros representativos de sinceridad y pureza. En este aspecto, LA MARCHA TRIUNFAL es realmente admirable. Tras unos breves planos que nos remiten a la Viena de 1914 y recuerdan los dos polos opuestos que simbolizan el amor y la frialdad de sentimientos, se pone de manifiesto el satírico y cruel sentido del humor consustancial en el cine del realizador, guionista y también intérprete –en los propios títulos de crédito deja bien clara su autoría-. En una tendencia que estimo posteriormente supo heredar el también austriaco Billy Wilder, se nos presentan a los príncipes Ottokar (George Fawcett) y María (Maude George); dos ociosos que se repelen entre ellos y que no dejan de formularse reproches. El hijo de ambos es el príncipe Nicky (Erich Von Strohëim) como no podía ser menos un arrogante joven familiarizado con juergas nocturnas y conquistas amorosas.

Nicky está sin recursos económicos y pide dinero a sus padres, prometiéndole a la madre que se casará con quien ella quiera, ya que se le plantea la ocasión de una posible boda de intereses. Espoleado por ello decide acompañar a sus padres en la misa de la celebración del Corpus Christie. En las afueras del templo, ataviado con sus mejores galas y en su montura conoce casualmente a la joven Mitzi (bellísima, encantadora Fay Wray, unos años antes de sus célebres gritos en KING-KONG). Ambos se insinúan pese a que el príncipe está de servicio y Mitzi se encuentra junto a su pretendiente, el grosero Schani (Matthew Betz).

Dentro del templo los veteranos príncipes insinúan que su hijo se case con Cecilia (Zasu Pîtts), la ingenua hija de un acaudalado que podría solucionar los problemas económicos de la noble familia. Una vez celebrada la procesión religiosa un accidente provoca que Mitzi sea llevada al hospital, mientras que su novio es encarcelado. A partir de esa circunstancia Nicki galanteará con la joven iniciando una sincera relación amorosa sin que evite sus ocasionales fiestas y aventuras nocturnas.

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Pese a ello sus padres le recuerdan la promesa que hizo delimitando su boda con Cecilia. La noticia llega a los oídos de Mitzi al anunciárselo Schani -que ha salido de la carcel-, pero ella jura fidelidad al joven noble provocando que su novio jure matarlo el día de su boda. En una jornada caracterizada por la tristeza Nicki contrae matrimonio. A la salida de la ceremonia ambos amantes se ven furtivamente, decidiendo finalmente Mitzi casarse con Schani para evitar que mate al príncipe. En el carruaje nupcial, su ya esposa le pregunta de que conocía a la joven que acaban de contemplar y este le responde que jamás la había visto. Tras su impertubable actitud, Nicki se quita el monóculo del ojo y una lágrima furtiva se le escapa, mostrándose finalmente bajo la lluvia el símbolo de la frialdad de los sentimientos; el hombre de hierro.

Una vez más, Strohëim plasma con agudeza la decadencia de todo un status social basado en la nobleza que se tiene que unir a la riqueza de los nuevos ricos, mientras que los segundos han de aclimatarse a estas anacrónicas castas si quieren ver prestigiar su ascensión social. Pero sería empobrecedor observar este único rasgo en esta magnífica película. Desde el carácter opresivo del poder militar y religioso o los fastos que unifican ambos al tiempo que el austriaco no deja de aplicar la fuerza expresiva de sus primeros planos y al excelente retrato de personajes con apenas pocos detalles o analogías –es excelente a este respecto la afinidad que se realiza en diversas ocasiones de Schani con un cerdo-. Pero al mismo tiempo esa forma narrativa permite aflorar la belleza del rostro de Mitzi en su inocente amor por Nicki, en unas secuencias llenas de lirismo rodeados los dos amantes de naturaleza junto al Danubio y entre ramas de manzano cuyas flores les envuelven en todo momento, ocupando una carroza abandonada. Con una cadencia musical –que supo entender muy bien Carl Davis a la hora de componer la banda sonora en la reconstrucción del film, ribeteada de conocidos valses y piezas de música clásica-.

Hay otro elemento que singulariza especialmente la personalidad artística del creador vienés. Me estoy refiriendo a su maestría para introducir nada veladas alusiones sexuales que van mucho más allá de lo habitual en la época y que incluso inciden en el terreno de la perversión. Desde la mirada de deseo que Mitzi dedica a Nicki cuando lo conoce ataviado con su uniforme –una panorámica ascendente que se reitera en dos ocasiones-, el detalle de este de meterse en su reluciente bota una flor que esta le ha entregado –instantes antes su novio le ha dado un ramo de flores de entre las que surge esta-, constantes son las referencias de este tipo, por otro lado habituales en el estilo de su artífice.

Al mismo tiempo, LA MARCHA TRIUNFAL es una muestra más de la capacidad de Strohëim para lograr momentos dignos de la mayor superproducción –lo que encolerizaba por su minuciosidad a sus respectivos productores-. Las secuencias de masas del interior del templo son majestuosas y en ellas se combina a la perfección la suntuosidad con los detalles de descripción de personajes –la conversación de los príncipes en la misa del Corpus Christie viendo la candidata ideal para esposa de su hijo-. De igual modo, los rótulos de los diálogos son punzantes y llenos de mordacidad –un ejemplo: cuando Nicki y Mitzi se conocen este le pregunta si conoce su apellido, a lo que la joven le responde ingenuamente: “Tu apellido debe de medir un kilómetro” en referencia a su origen noble-. Por otra parte hay un detalle que me ha sorprendido en la copia restaurada del film, y es la presencia de una secuencia en color –la de la procesión-, caracterizada por unos tonos rojos y verdes, que presumiblemente fue un experimento del realizador.

Con especial capacidad Strohëim sabe aplicar humanidad con algunos de sus personajes pese a casi ridiculizarlos en otros pasajes. Es el caso de Cecilia, la joven y acaudalada joven que finalmente se convertirá es esposa. Una mujer inocente acentuada por la sensible interpretación que realiza la gran Zazu Pitts, a la que no se priva de mostrar en algunos picados acentuando su cojera pero con la que se tiene una cierta compasión que se muestra en el sincero abrazo que su padre le brinda poco antes de la boda. Pese al interés, al deseo de establecer una dignificación social integrándose en la caduca nobleza, aún queda un momento para el amor entre padre e hija.

Pero con ser brillante toda la película, no es menos cierto que en el aire de tragedia que adquieren sus secuencias finales se encuentra, a mi juicio, lo más acertado surgido de la personalidad creadora de su artífice –al menos entre lo que he tenido oportunidad de contemplar-. Habría que llegar hasta la obra de Mx Ophuls –CARTA DE UNA DESCONOCIDA (Letter from an Unknown Woman,1948) MADAME DE... (1953)- para encontrar unos momentos tan melancólicos y hondamente teñidos de tristezas como las de la boda del joven príncipe y Cecile –el detalle casi fantastique de esas manos de esqueleto que tocan el órgano-, la presencia de la lluvia y la sensación de un amor perdido que la ya casada intuye bajo el aparente estoicismo de un Nicki que, pese a todo, no puede dejar escapar una casi imperceptible lágrima, impropia de su habitual frialdad.

1928 fue un año excepcional para el cine mudo. En aquella ocasión se rodaron la sublime ...Y EL MUNDO MARCHA (The Crowd. King Vidor) –mi obra preferida de aquel periodoy una de mis películas de cabecera- y títulos tan excelentes como EL CAMERAMAN (The Cameraman. Edgar Sedgwich & Buster Keaton), EL CIRCO (The Circus. Charles Chaplin), ESPEJISMOS (Show People. King Vidor) o LA PASIÓN DE JUANA DE ARCO (La passion de Jeanne d’Arc. Carl Theodore Dreyer) –entre los que yo he podido ver-. Solo puedo decir que LA MARCHA NUPCIAL no solo no desmerece a su altura, sino que proporciona otra mirada a una cinematografía mundial a la que la llegada del sonoro cogió de forma demasiado temprana, impidiendo una más extensa proyección visual que obras como esta vaticinaban.

Calificación: 4