TERESA (1951, Fred Zinnemann) Teresa
El caso de Fred Zinnemann, como en otra vertiente el de George Stevens, o William Wyler -cada uno en su medida-, es extraordinariamente sorprendente. Y lo es, por los enormes vaivenes albergados en la valoración de una obra, en su momento colmada como epítome del cine de ‘calidad’, y progresivamente inclinada hacia determinados ‘grandes temas’, acompañando dicha tendencia, en medio de producciones de alto presupuesto, dominadas por cierta morosidad narrativa y, eso sí, por lo general, reiteradamente galardonadas. Unos reconocimientos que, en buena parte, el paso del tiempo ha ido oscureciendo, pero de forma paralela, ha permitido el redescubrimiento de otros títulos de su obra, generalmente enclavados en sus primeros años como realizador, que se mantienen con enorme vigencia y que, de alguna manera, inducen a pensar el hipotético posterior desarrollo de su cine, si este no se hubiera descendido por las aguas de la producción de ‘qualité’. Me refiero con ello, de manera muy especial, al profundo análisis del florecimiento del nazismo, que proponía THE SEVENTH CROSS (1944), y al denso thriller ACT OF VIOLENCE (1949) -ambas, por cierto, carentes de estreno comercial en nuestro país-.
Pues bien, muy poco tiempo después de este último título, Zinnemann se imbricó en una serie de apreciables relatos que alternaban aciertos y limitaciones, siempre intentando buscar una mirada que alternara el elemento crítico y la visión humanística, de elementos de actualidad en la sociedad americana de aquel tiempo. Fue una corriente que se inició con THE SEARCH (Los ángeles perdidos, 1949), se prolongaría en THE MEN (Hombres, 1950), y tendría una exitosa conclusión con TERESA (Idem, 1951). Fue un drama que cosechó en su momento un gran éxito, pero lo cierto es que el paso del tiempo la ha mantenido oculta durante décadas, hasta el punto de ser citada casi de pasada, casi subrayando el detalle anecdótico de la incorporación de la italiana Pier Angeli a Hollywood -sí, la supuesta novia desdeñosa de James Dean-. Esa intuida tendencia a la supuesta cursilería, proclive con el estudio anfitrión de la película -la Metro Goldwyn Mayer-, y la presencia como coprotagonista del pétreo John Erickson, de efímera andadura artística, hasta fagocitarse en una olvidable andadura televisiva, he de reconocer que las expectativas que me podía brindar la película, eran escasamente halagüeñas. Sin embargo, contra todo pronóstico, me he encontrado con una película que no solo mantiene vigente su interés, imbricando con acierto ciertas subtramas de denuncia de la vida norteamericana de aquel tiempo, con un melodrama de tintes sombríos, hasta el punto de erigirse, bajo mi punto de vista, como uno de los títulos más interesantes de la obra de su director. En pocas palabras, TERESA brinda una curiosa combinación, a mucha menor escala, entre el King Vidor de THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928), la mirada sombrío y crítica del excelente y olvidado Edward Dmytryk de TILL THE END OF TIME (Hasta el fin del tiempo, 1947), con la visión sangrante del universo familiar, que plasmaba la admirable, vilipendiada, e inmediatamente posterior MY SON JOHN (Mi hijo John, 1952), la gran película maldita de Leo McCarey.
Un primer plano de una empleada de la oficina de empleo, pronto dará paso a un plano de grúa, que nos describe tanto la inmensidad de la misma, lo frecuentado de la misma, y la frialdad de su trato. Será la manera en la que se nos presentará al joven Philip Cass (Erickson), un joven atractivo de apariencia perdida, que pronto huirá de dicha oficina, aquejado de algún conflicto emocional. Lo veremos intentando desahogarse con un psiquiatra, encarnado por Rod Steiger, de cuya consulta se marchará sobrepasado. El regreso a su casa, una vieja vivienda de un edificio de apartamentos, no será más que la ratificación de la asfixia emocional que le brinda el desapego con su padre –(Richard Bishop)-, al tiempo que vislumbrar la personalidad absorbente de la madre -Clara (Patricia Collinge)-. Hastiado de ese entorno, se tumbará en su cama, retrocediendo su mente a su pasado en los últimos pormenores de la II Guerra Mundial, en la Italia de 1944, llamando al sargento Dobbs (Ralph Meeker), y trasladándose la acción a dicho contexto en un flashback que se extenderá a buena parte del metraje. El mismo, combinará en su desarrollo la timidez y la inadecuación de este universitario, en el seno de la crueldad de la lucha bélica, con el incipiente e inesperado romance con Teresa (Angeli), una muchacha, procedente de una modesta familia de la Italia rural. Un romance que se iniciará prácticamente en un día, y que se mantendrá tiempo después, mientras Philip resulta ingresado en un hospital por un ataque de ansiedad, debido al horror que le ha producido una emboscada a los nazis. Tras recuperar la normalidad, se enterará de la muerte del sargento, pero no podrá evitar reencontrarse con la muchacha, lo que confluirá en una rápida boda en el pueblo. Pese a la breve felicidad de su modesta luna de miel, con permiso en Roma, pronto se impondrá la realidad del retorno de Philip a Nueva York, dejando a su esposa en Italia, a la espera de que se arreglen los trámites, para que esta pueda viajar hasta USA, y reiniciar su vida con él. Será el primer aviso, pronto conformado por el miedo que el muchacho albergará, al omitir a su familia -sobre todo a su posesiva madre-, la boda contraída. De manera inesperada y traumática, Clara se enterará finalmente de dichas nupcias -descubrirá mientras quita el polvo del armario, la foto de la misma, que su hijo ha ocultado- y, pese a estos negros augurios, Teresa llegará a la gran urbe, siendo recibida junto a otras parejas que esperan reunirse en el puerto de New York.
Pese a la apariencia de un cordial recibimiento, muy pronto surgirán las reticencias de la madre, a perder el dominio posesivo de su hijo, e incapaz de asumir que este ha decidido su futuro, a lo que contribuirá la personalidad inmadura y taciturna del muchacho, o la incapacidad de una sociedad como la norteamericana de aquel tiempo, para proporcionar una especial comprensión a estos voluntarios, que retornaron traumatizados de la experiencia bélica, y no han logrado acomodo en esa colectividad, para la que, de manera indirecta, ejercen como molestos corpúsculos. Ello irá ennegreciéndose en un espiral destructiva, en la que se insertará el embarazo de esta joven cada vez más desdichada que, harta de no encontrar la receptividad en su marido, decidirá abandonarlo.
Lo señalaba anteriormente, TERESA aparece como fruto de diferentes corrientes y ámbitos insertos ya en el cine de su tiempo. Sin embargo, ello nos permite reconocer en la plasmación fílmica de la historia de Alfred Hayes y Stuart Stern, una sinceridad, incluso en sus mejores momentos una dureza y, al mismo tiempo, un notable grado de acierto, al insertar este elemento de crítica, en diferentes aspectos, con las pinceladas románticas que envuelven los momentos más vitalistas e íntimos del relato. Nos encontramos, por tanto, con una película, de precisa estructuración dramática, carente de baches de ritmo. Carente al mismo tiempo de cualquier tendencia el convencionalismo, provista de una magnífica dirección de actores -Pier Angeli aparece revestida de manera etérea, y Erickson está muy bien utilizado por Zinnemann, que logra revertir sus carencias dramáticas, para con ello completar los perfiles de ese joven desorientado e incluso inmaduro-.
Nos encontramos, por tanto con una película que sabe discurrir sin subrayados -tan solo, objetar, en ocasiones, el molesto fondo sonoro de Louis Applebaum- y, sobre todo, que alcanza un conjunto equilibrado, al compaginar esa mirada en torno al horror a la guerra -no solo es magnífico el pánico que, con enorme sencillez, asume el joven soldado, antes del contrataque a los nazis, o el previo diálogo entre Philip cuando, caminando, le dice a Dobbs “tengo frío”, mientras el sargento se sincera a él, respondiéndole “tengo miedo”, o la frialdad con la que el joven soldado escucha cuando acaba de recuperarse en el hospital, que Dobbs ha muerto en la cama-. Pero ello irá acompañado con la sobriedad y la delicadeza con la que se describirá el rápido enamoramiento de la pareja en el viejo pueblo -el primer en rato que conversan, subido encima de un tanque abandonado, y ante la presencia del hermano más pequeño de la muchacha; la manera con la que se describe la evolución en el trato hacia el americano, del hermano manco de Teresa, la fuerza que revela el retorno de Philip entre la nocturnidad de la lluvia o, por supuesto, el conmovedor y, al mismo tiempo, austero episodio, de la boda de ambos, en una iglesia totalmente en ruinas y sin techos, tal vez, describiendo los mejores pasajes del conjunto-.
Zinnemann acierta al ir al grano. A despojar del relato los elementos que incidan en el subrayado, dejando el mismo, por tanto, provisto de una notable efectividad, y en donde en muchas ocasiones parece que nada falta ni sobra. El traslado en barco de Philip será consumido por la elipsis, mientras que un alcance más progresivo, irá adueñándose del mundo del ex soldado, agobiado por su absorbente madre, al tiempo que rompiendo la distancia que sigue manteniendo con su padre. Dicho desasosiego albergará un intermedio con la llegada de Teresa -la antes señalada secuencia de la llegada de las esposas italianas, pese a sus convenciones, no deja de mostrar un elemento que sucedió en realidad, y que por lo general apenas ha tenido presencia en la pantalla-. Esa creciente infelicidad de su esposa, y la progresiva frustración de Philip, incapaz de encontrar un empleo, o incluso de ejercer como vendedor de ollas, irá creando una espesa tela de araña, que estallará con la separación de la pareja, en medio de la inmensidad de la noche urbana.
La asfixiante atmósfera, casi obligará a la película a volver al momento en que empezó, decidiéndose el protagonista a abandonar la casa de su familia, al obtener un trabajo. Será el momento en el que el padre imponga su punto de vista, defendiendo la decisión del muchacho. Pronto estará el reencuentro de la pareja. Un pequeño espacio de luz, en el que, al menos, y pese a las penurias que describe este frio apartamento que han alquilado, y del que se alejará una grúa en un plano general que cerrará la función, aportará cierto grado de esperanza en el futuro.
Austera, capaz de ir a lo esencial, eliminando convenciones frecuentes en este tipo de cine, realzada por la admirable fotografía en blanco y negro de William J. Miller -especialmente desatacada en los nocturnos y secuencias urbanas-, lo cierto es que, desde su nivel, TERESA me parece una pequeña gran película. Una inesperada gema, a la que el hecho de encontrarse olvidada y casi invisible, durante tantos años, hace que mi entusiasmo, sea más activo.
Calificación: 3