THE MEMBER OF THE WEDDING (1952, Fred Zinnemann) [Frankie y la boda]
Realizada entre dos producciones “de prestigio” –tras HIGH NOON (Solo ante el peligro, 1952), y antes de FROM HERE TO ETERNITY (De aquí a la eternidad, 1953)- en la filmografía de Fred Zinnemann, THE MEMBER OF THE WEDDING (1952) aparece en nuestros días como un film pequeño, semidesconocido y con cierto culto a sus espaldas. Cierto es que dicha característica puede verse favorecida por el hecho de ofrecerse como una crónica intimista del tránsito de la infancia a la madurez de una muchacha –Frankie Addams (Julie Harris)- de apenas doce años de edad, que exterioriza de manera constante el conflictivo estado intermedio existencial vivido por esta joven de extraña sensibilidad y poco cuidado aspecto exterior. Lo hará en un corto espacio de tiempo, el que se inicia con la víspera de la boda de su hermano mayor –Jarvis (Arthur Franz)-, soldado combatiente de la fuerza aliada en la II Guerra Mundial, de permiso unos pocos días. Los suficientes para contraer nupcias con Janice (Nancy Gates), no sin antes provocar una extraña sensación en Frankie, mezcla de celos y fascinación. Esta reside en un ambiente sureño, en una vieja casa junto a su padre viudo, siendo atendida en todo momento por la veterana sirvienta negra Berenice (Ethel Waters), y teniendo casi como fiel acompañante al pequeño y siempre impertinente John Henry (Brandon De Wilde). Con estos sencillos mimbres, Zinnemann acometió esta adaptación de una novela de Carson McCullers que fue trasladada como obra teatral por el propio escritor, y llevada con éxito a los escenarios de Broadway.
En su traslación a la pantalla, se aprecia casi desde el primer momento la marca humanista aplicada por el productor Stanley Kramer, en propuestas que intentaban ofrecer una mirada más o menos cercana a la intrahistoria estadounidense, en títulos que podrían definirse como una prolongación del Americana, aunque en líneas generales caracterizados por un cierto grado de blandura. Es algo que podría extenderse a esta película, por más que tenga sus adeptos, en la que Zinnemann no hace más que plegarse a las convenciones de una obra teatral que, en sí misma, tampoco aporta más que una serie de estereotipos, en una historia que destaca por mostrarnos un ámbito y un contexto que antes y después sería mostrado en la pantalla con mayor presteza, rigor o emotividad. Pese a esa corriente que tiene en tan gran estima sus imágenes, lo cierto es que su discurrir –pese a una duración no muy dilatada-, deviene premioso, en una película que pese a contar con un magnífico y creíble diseño de producción, ayudado por la magnífica fotografía en blanco y negro de Hal Mohr –que casi nos hace respirar aquellos densos parajes rurales sureños- y el aporte del fondo sonoro de Alex North, en realidad son elementos que se sumaron a esta clara apuesta de qualité a la americana. En ella, un director como Zinnemann decidió de manera clara la traslación casi literal del original escénico, hasta el punto de prolongar dicho referente merced a la inclusión de largos planos e incluso angulaciones de cámara que incidieran en el seguimiento el discurrir de los actores, en un drama en el fondo bastante liviano, destinado al lucimiento de los intérpretes, en ocasiones sin encontrar debajo de dicha circunstancia, una justificación dramática.
Hasta cierto punto es comprensible que un relato así prendiera en un determinado público norteamericano. Nos encontramos con un drama que habla de la llegada de la edad adulta, de la fugacidad del tiempo, de temas como el racismo, el inconformismo vital, o la incomprensión de padres a hijos. Sin embargo, es tan predecible lo que se contempla en el film de Zinnemann, que incluso aparece poco creíble dramáticamente la escasa relación entre padre e hija, los estallidos emocionales de Frankie, las siempre impertinentes intervenciones de John Henry –dispuestas en la conclusión de cada secuencia-, o las convenciones de “negra amantísima de buen corazón” que encarna Ethel Waters. Resulta todo tan previsible, tan dirigido a un público medio estadounidense. Aparecen tan inverosímiles los repentinos estallidos emocionales de la Harris –por más que su performance resulte notable y algunos de sus primeros planos aparezcan casi abrasadores-, que en pocos momentos se tiene la sensación de asistir a una película que pueda engrosar la nómina de grandes exponentes de dicho subgénero. Y es que, preciso es reconocerlo, son escasos los instantes en los que THE MEMBER OF THE WEDDING prende como tal producto cinematográfico, despegándose de las convenciones escénicas que asume sin pudor –y que de entrada no debería suponer ninguna rémora para dejar de reconocer sus valores dramáticos-. Es en sus minutos finales, cuando el film de Zinnemann adquiere una temperatura emocional de la que carece el conjunto del metraje. Lo hará a partir de su instante más memorable, esa grúa ascendente que describirá de manera tan clara y triste la inesperada desaparición de John Henry. Será el preludio a esa despedida entre Frankie y Berenice, puesto que la joven se dispone a mudarse de vivienda junto a su padre, en la que contarán con la ayuda de su cuñada. El tiempo pasa, los recuerdos del muchacho que ha desaparecido meses atrás ya se borran en la mente de una niña ya convertida de joven, mientras que la criada asumirá en su semblante un aura de melancolía. Hermosa conclusión para un relato en voz callada que no apura casi nunca sus posibilidades, que está lejos de erigirse a la altura de títulos como el previo STARS IN MY CROWN (1950, Jacques Tourneur) o el posterior TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar un ruiseñor, 1962. Robetr Mulligan) o, incluso, la británica WHISTLE DOWN THE WIND (Cuando el viento silba, 1961. Bryan Forbes)
Calificación: 2
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