ANGELS & DEMONS (2009, Ron Howard) Ángeles y demonios
Que en sus últimos años de andadura, Ron Howard es un ejemplo desconcertante de artesano imbuido en los mecanismos de la industria de nuestros días, capaz de facturar títulos que rozan los apasionante dentro del ámbito del mainstream –FROST / NIXON (El desafío – Frost contra Nixon, 2007) o RUSH (2013), ambas por cierto con Peter Morgan como guionista-, entremezclados con otros exponentes, en donde su competencia técnica y narrativa, se encuentra supeditada a una serie de servilismos que empobrecen sus resultados. No he visto –y, la verdad, no me atrae demasiado, THE DA VINCI CODE (El código Da Vinci, 2006. Ron Howard), de la que ANGELS & DEMONS (Ángeles y demonios, 2009) se erige como una supuesta continuación, prolongando la andadura del profesor Robert Langdon (en ambos títulos encarnado por Tom Hanks). Partiendo de la novela primigenia de Dan Brown, sobre la que se desarrolló el inicio de dicha franquicia, su enorme éxito comercial favoreció esta continuidad, que algunos comentaristas de crédito señalan alberga un interés superior al supuestamente más menguado de la que le sirvió de referencia.
Dicho esto, y como quiera que en el fondo he de confesar que aún albergo ese alma cotilla, que a tantos nos proporciona el seguimiento de esas oscuras y al mismo tiempo trasnochadas leyendas en torno a los secretos vaticanos, me sumergí a la contemplación de los más de dos horas y cuarto de exagerado metraje que contiene esta mezcla de relato de misterio, film apocalíptico, resabios de la mitología de James Bond, y ciertos convincentes apuntes, en torno a la unión entre la ciencia y la religión, en unos tiempos convulsos. El film de Howard se inicia, dentro de dicho ámbito, mostrándonos con rapidez dos mundos en apariencia opuestos. El primero describe la inesperada muerte de un Papa caracterizado por su personalidad abierta y progresista –de cuyo ritual fúnebre la cámara no escatimará detalle-. Por su parte, nos situaremos casi de inmediato en una avanzada instalación científica, en la que se logrará extraer en una cantidad hasta entonces desconocida, la llamada “antimateria”, o definida de manera torpe como la “Partícula de Dios”. Muy pronto se producirá el robo de una pequeña capsula de dicho resultado –con un enorme peligro en su manejo o uso sin conocimiento-, asesinando para ello a un físico de vocación católica, al que se arrancará un ojo para poder burlar las férreas identificaciones a través de las córneas del personal acreditado.
Un tercer punto de acción, se centrará en la búsqueda del experto en simbología Langdon, reclamado por un representante de la policía vaticana. Este informará al investigador –renuente en cualquier contacto con unos trabajos frustrados y denegados por parte de los responsables vaticanos-, de la gravísima situación que se vive en el entrono de Ciudad del Vaticano, donde la celebración del cónclave que ha de elegir al nuevo pontífice, está sujeta a una inminente amenaza de tremendo calado, iniciada con el secuestro de cuatro de los cardenales con más posibilidades de contar con la elección del colegio cardenalicio, para suceder al pontífice fallecido. Pero con ser grave dicha circunstancia –que de entrada devaluaría una ceremonia dotada de tanto peso en la puesta en escena eclesial-, lo peor se marca en los plazos brindados en apenas pocas horas, concluyendo en la muerte de dichos secuestrados y, finalmente, en hacer estallar la antimateria robada, para con ello destruir el Vaticano.
Es cierto. De entrada ese planteamiento limita la adscripción del film de Howard como relato de misterio, inclinándose por el contrario en su lenguaje y modos visuales, con referentes que podrían ir de Roland Emmerich a Michael Bay. Por fortuna, dicha referencia tiene más peso en el primero de los directores señalados, pero no es cierto que nos insertamos en un relato de acción contra reloj, en el que uno echa de menos el Jacques Tourneur de NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957) o incluso el inspirado Sidney Hayers de NIGHT OF THE EAGLE (1962). En escasos momentos, la cámara de Howard abandona la gratuidad de sus ampulosos, superficiales y casi constantes movimientos de grúa y, por el contrario, sabe valorar lo que de inquietante tiene el recorrido de sótanos, capillas, criptas y lugares dominados por una aura tenebrosa. Y dentro de dicho cómputo de referencia o añoranzas, no es menos cierto que en aquellas secuencias interiores desarrolladas en el interior de las estancias vaticanas, no dejo tampoco de añorar o quizá encontrar ecos de la magnificencia que Terence Fisher logró incorporar como elemento de estilo, en la utilización de los recovecos de esos palacios y edificaciones cargadas de siglos e historia, en donde la confrontación con luchas y elementos humanos, ofrecen una dinámica cinematográfica llena de interés. No son todo ello más que añoranzas, en una película que se intercala, ante todo, en el juego de las falsas apariencias, en el de la salvación en el último momento, en el terreno de lo bizarro al mostrar los horribles crímenes cometidos contra los cardenales secuestrados –salvo uno de ellos-, la ambivalencia existente entre el personal que se encuentra en el entorno vaticano, sobre todo en una hora crucial para la continuidad de la Iglesia Católica en esos momentos en los que el inmovilismo aparece como un enorme lastre, a la hora de renovar la vigencia de la misma.
ANGELS & DEMONS parte de una serie de deducciones poco convincentes por parte de Langdon. Sin embargo, si queremos sumergirnos en el marasmo de paroxismo que ofrece su conjunto, hay que dejar de lado cualquier orejera previa, e imbuirse en una lucha contra reloj, para evitar una catástrofe que, de manera subsidiaria, dinamitaría uno de los centros de espiritualidad del mundo occidental. Una sucesión de crímenes que serán ocultados inicialmente ante la opinión pública, pero que poco a poco trascenderán ante unas masas que, sin embargo, no dejarán de exteriorizar esa alienación colectiva que aparece en este caso, como un agudo apunte crítico. Ni siquiera la decisión de acordonar la plaza de San Pedro de Roma, las miles de personas presentes persistirán en su deseo de erigirse como testigos del cercano momento de elección del nuevo pontífice. Mientras tanto, Langdon y la joven física Vittoria Vetra (Ayelet Zurer), proseguirán veloces sus investigaciones para intentar evitar el sacrifico de estos cardenales, saliendo a colación la leyenda de los “Iluminati” –grupo de personas cristianas ligadas al avance de la ciencia, que siglos atrás fueron eliminados por las autoridades vaticanas-. Asistiremos a unas incansables andanzas, en las que lo mejor y lo peor vendrá dado de la mano casi de una secuencias a otra –en lo primero, lo siniestro de las muertes cometidas, siempre en situaciones límite; en lo segundo, la ausencia de unos modos fílmicos más solventes y sosegados.
Sin embargo, y pese a la debilidad que supone su sumisión a unos códigos narrativos y visuales, en los que chirría el empleo de la digitalización, o una excesiva movilidad de la cámara, lo cierto es que cuando sus pasajes se introducen en el interior de las estancias vaticanas, la película eleva su interés. Interés mostrado en la disparidad de criterios esgrimidos a la hora de resolver esta crisis, en las pistas falsas que se van sucediendo, o en cierta aura malsana que va dominando las mismas, en contraposición con la descripción de la magnificencia y modernización que adquieren los archivos vaticanos que, por otras razones, deseaba consultar Robert Langson, y en su momento se le negara, dado sobre todo su condición agnóstica.
Sin embargo, en ese ya señalado servilismo a un tipo de espectacularidad cinematográfica que a mi juicio liga esta película con Emmerich o Bay, se produce un episodio que por lo arriesgado y grandilocuente, llega a noquear al espectador al poner en tela de juicio su verosimilitud, asombrar por su plasmación visual, e incluso introducir elementos que hablen sobre la catarsis y capacidad de alienación de una masa, que prácticamente prefiere creer, e incluso buscar la santificación de alguien que en realidad era un perturbado e integrista representante de la curia vaticana.
Esa querencia que bordea el límite de lo admisible, no impide que ese misterio “de biblioteca”, centrado en las estancias vaticanas, que incluso nos muestra el devenir de un insólito cónclave que tendrá que interrumpirse –y con ello, revelando la excepcionalidad de la situación vivida-. En torno al mismo, aparecerán las dudas en torno al denominado “Gran Elector”, formulándose una serie de vacilaciones entre los avejentados –pero finalmente sabios- representantes del colegio cardenalicio. Es de lamentar que Howard en esta ocasión se inclinara por el dictado del seguimiento de un éxito previo, antes que el tratamiento psicológico de una galería humana que podría haber llegado a ser apasionante. Un ámbito en el que se dirime la creencia o no de los designios divinos en determinados momentos o, finalmente, esa emotiva gratitud que el nuevo Camarlengo, el Cardenal Strauss (magnífico Armin Mueller-Stahl), al ofrecer finalmente al agnóstico Langdon esa deseada y antiquísima publicación, con la que concluiría sus investigaciones, decidido por el nuevo pontífice, que accederá como tal, curiosamente gracias a la decisiva labor del norteamericano.
Calificación: 2
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