TOM, DICK AND HARRY (1941, Garson Kanin)
Cualquier aficionado que evoque la figura del norteamericano Garson Kanin –me temo que serán muy pocos los que lo tengan en mente-, seguro que retendrán su nombre como comediógrafo y guionista cinematográfico, faceta en la que colaboró estrechamente con la conocida Ruth Gordon –también actriz, recordémosla ya adulta en ROSEMARY’S BABY (La semilla del diablo, 1968. Roman Polanski)-. Sin embargo, resulta hasta insólito tener que admitir que los primeros pasos de Kanin dentro de Hollywood se produjeron dentro del terreno de la realización de largometrajes, unos escorados a la comedia, y otros en vertientes bien diferentes, en algún ejemplo bastante arriesgados –como el que brinda THE GREAT MAN VOTES (1939)-. No se puede decir que se tratara de una producción amplia en aquellos años treinta y primeros cuarenta ni, mucho me temo, especialmente distinguida. Y es que, a tenor de lo que he podido contemplar de su obra como realizador, tan sólo podría consignar el logro casi absoluto que produce la excelente MY FAVORITE WIFE (Mi mujer favorita, 1940), en la que presumo mucho tuvo que ver la égida del inmenso Leo McCarey –quien preparó y supervisó el proyecto, y al que un inoportuno accidente de tráfico le privó de ser su firmante-.
Más allá del comentario de TOM, DICK AND HARRY (1941) que centra estas líneas –séptimo de sus largometrajes-, sería interesante destacar el empeñó demostrado por la RKO en la segunda mitad de la década de los treinta y primeros cuarenta, por convertir a la actriz Ginger Rogers en una especie de heroína proletaria de la comedia de raíces sociales. Interpretando títulos firmados –de manera muy especial- por Gregory La Cava o el propio Garson Kanin, lo cierto es que hay que reconocer que por encima de sus tan míticas como hoy olvidadas apariciones como partenaire de Fred Astaire, estas aportaciones como representante de clase obrera –por otra parte paradójicas, en una intérprete que años después se caracterizó por su arraigado reaccionarismo-, quedan a mi modo de ver como el punto más sincero, creíble y perdurable de su andadura como actriz. La Rogers encarna en la película a Janie, una muchacha empleada como operadora telefónica, representante de una familia de clase humilde y trabajadora, que mantiene una relación dominada por la grisura con Tom (George Murphy). Este es un joven al que conoce desde pequeño, que cuenta con el plácet de la familia para que sea su esposo, tenaz en su empeño de progresar dentro de su trabajo en una firma de venta de automóviles… pero al que en modo alguno llena de temor a nuestra protagonista al imaginarlo como alternativa de futuro. Un extraño cruce en una llamada telefónica, le hará incurrir en un error al confundir a Harry (Burguess Meredith) como el próspero propietario de un automóvil –en realidad se limita a remolcarlo-, iniciando con él una relación tan fugaz como, en apariencia, revestida de cierto feeling. La situación se complicará para ella, ya que a ambos ha concedido el compromiso de su matrimonio pero, para agravar aún más la compleja disyuntiva, nuestra protagonista conocerá al apuesto y acaudalado Dick (Alan Marshall) –con quien se confundió a la hora de conocer a Harry-, entablando con él una relación que, de manera incomprensible, se revelará más sólida de lo que pudiera parecer en el contraste de personalidades y estratos sociales que estos representan.
En realidad, el film de Kanin bascula en su propuesta en una mirada a tres bandas, reflejando a través de la misma el retrato de una sociedad desorientada en ese marco social que se encuentra delimitado entre los últimos ecos del New Deal y la cercanía de la implicación norteamericana en la II Guerra Mundial. Sus imágenes aciertan al mostrarnos un contexto típicamente norteamericano, en medio del cual sus roles protagonistas representan a la perfección una tipología creíble y al propio tiempo desazonador, en la que podemos establecer el hombre medio representado en Tom, el eterno bohemio encarnado por Meredith –un rol en el que pareció especializarse- y el galán de clase acomodada que representa Dick. El gran problema de TOM, DICK AND HARRY, reside en que su realizador no goza ni de la capacidad crítica de un Preston Sturges, ni el ritmo de Howard Hawks, ni del conocimiento del alma humana que simboliza el cine de Leo McCarey. Dentro de su lugar secundario dentro del género, justo es reconocer que en algunos momentos –sobre todo, las secuencias “a dos” desarrolladas entre Janie y Dick; que se revela un personaje más interesante que lo que su estereotipada definición podría proporcionar a primera instancia-, se puede atisbar esa capacidad de observación características del mejor cine de Cukor, e incluso en algunos momentos se acerca al mencionado McCarey. Sin embargo, una vez contemplado su metraje, uno tiene la sensación de que Kanin no supo saber a que carta atenerse, oscilando entre una no demasiado afortunada adscripción a la Screewall Comedy, a rasgos cercanos al Cartoon o, por el contrario, a momentos en donde sí se observa una sinceridad en la interrelación de sus personajes. Es algo que se manifiesta en sus primeras vertientes, en la divertida y caótica disposición de sus títulos de crédito, en esos sueños que la protagonista vive, imaginando su futuro –nunca halagüeño-, con cada uno de sus tres supuestos pretendientes –en un terreno que Frank Tashlin manejaría con mucha mayor destreza algo más de una década después, que se revelan heredados del cine de Laurel & Hardy, aunque Mitchell Leisen también los pusiera en práctica con cierta mayor fortuna en la inmediatamente posterior NO TIME FOR LOVE (No hay tiempo para amar, 1943)-, o en la –esta vez sí- divertida secuencia, en la que Janie ejerce como demiurga para romper la conversación que Dick mantiene con su presumiblemente acaudalada novia, utilizando para ello un ingenioso uso de la pantalla dividida.
Son, sin embargo, elementos que pueden funcionar –sobre todo en el último de los citados, pero que en modo alguno contribuyen a elevar la discreción o, mejor dicho, la incapacidad de Kanin de saber extraer todas las posibilidades de ese marco de rutina que, entre líneas, establece la propuesta de Paul Jerrico –artífice de su historia de base y el propio guión cinematográfico-. Quizá no cabría en este caso pedir más peras al olmo, y conformarnos con seguir un relato discreto, en ocasiones estimulante, que al menos en sus compases finales apuesta por la huída de la mediocridad y la elección por una vida revestida de cierto grado de aventura. Ya es bastante, aunque dentro del contexto de la comedia americana de aquel tiempo, nos encontremos con un producto que en modo alguno ha de ser situado entre sus cimas, aunque sí en el nivel medio de la misma, permitiéndonos comprobar la estridente e irresistible presencia de un Phil Silvers –encarnando a un inoportuno y molesto heladero-, convertido ya desde entonces en uno de los cascarrabias más entrañables propuestos por el género en toda su historia.
Calificación: 2