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CINEMA DE PERRA GORDA

George Archainbaud

MURDER ON THE BLACKBOARD (1934, George Archaimbaud) [El crimen de la pizarra]

MURDER ON THE BLACKBOARD (1934, George Archaimbaud) [El crimen de la pizarra]

Es curioso señalarlo. Si por algo se conoce el quehacer del parisino George Archainbaud en Hollywood, se centra en los dos títulos que dirigió bajo el amparo de la RKO, iniciando las adaptaciones cinematográficas del personaje de Hildegarde Whiters creado por Stuart Palmer, vuelve encarnado por la personalísima actriz Edna May Oliver. Es cierto que muy poco antes, Archainbaud ya había firmado otra comedia de suspense que goza de cierto culto -no la he visionado- con THIRTEEN WOMN (Trece mujeres, 1932). Pero, si más no, MURDER ON THE BLACKBOARD (1934) -editada digitalmente como EL CRIMEN DE LA PIZARRA- supone una simpática producción de bajo presupuesto, con una duración de poco más de 70 minutos, y en la que ante todo se ofrece un pequeño juguete del subgénero, centrado en la investigación de un asesinato y en la química establecida entre la veterana actriz y el no menos magnífico James Gleason, al encarnar al inspector Oscar Piper. En cualquier caso, y dentro de sus moderadas virtudes, lo cierto es que a tenor de los escasos títulos de su dilatada filmografía que he podido contemplar hasta el momento, en la figura de Archainbaud se esconde un más que interesante hombre de cine, capaz sobre todo de describir atmósferas sombrías, y que merecería una labor de recuperación en el conjunto de su dilatada producción.

MURDER ON THE BLACKBORD desarrolla su sucinto metraje en el interior de un tranquilo colegio donde la profesora Whiters da clase, y en el que se producirá el terrible asesinato de la joven profesora Louise Halloran (Barbara Fritchie). Antes de que la protagonista descubra el cadáver de la muchacha, la película describirá las tensiones latentes en el apacible colegio, lo que permitirá conocer el lado oculto de personajes como el poco recomendable y libidinoso director del centro, o esa joven pareja de amantes, de cuya relación poco a poco se verá una extraña vinculación al crimen. En realidad, la entraña de esta pequeña película, se dirime en una mixtura de suspense y comedia centrada en las torpezas de la investigación policial que encabeza Piper y las atropelladas intuiciones que irán emanando de la extravagante Hildegarde, erigida en un inesperado precedente de la Miss Marple creada por Agatha Christie en tierras inglesas. Entre la sucesión de salidas de tono de la protagonista, esta sin embargo conservará en todo momento la intuición -percibir la importancia de las notas musicales escritas en la pizarra por la profesora asesinada-.

Así pues, entre un aura más o caricaturesca, diálogos llenos de ironía, y una cierta sensación de acartonamiento, lo cierto es que el film de Archainbaud funciona a dos niveles. El primero de ellos será la presencia de personajes secundarios en los que se percibe un trazado que oscila entre lo burlesco y lo bizarro. Ejemplo de lo primero sería el torpe agente de policía encarnado por el gran Edgar Kennedy, quien sufrirá una agresión en el sótano del centro educativo, por el que llegará a ser hospitalizado. Y en el segundo ámbito, que duda que cabe que buena parte de lo más perdurable de esta pequeña y discreta película, reside en todos aquellos momentos descritos en la oscuridad del sótano. Instantes todos ellos en donde destacará el juego con las sombras, e incluso la más absoluta oscuridad, terreno abonado para la experimentación del ya experimentado Nicholas Musuraca, y en donde casi de un instante a otro se produce la alternativa entre lo cómico y lo inquietante. Esa misma querencia por lo bizarro aparecerá en elementos como la propia plasmación del cadáver de la asesinada, en un plano poco habitual que no oculta el aspecto sanguinario del crimen, o en la propia descripción en off del lugar donde el mismo se ha escondido finalmente -las calderas del recinto- una vez este se oculte del lugar donde Hildegarde contemplara por vez primera el cadáver. Pero es que esa misma querencia bizarra se expresará a la hora de describir alguno de sus personajes secundarios. Ya lo hemos reseñado al definir la sordidez del director del centro Mr. MacFarland (Tully Marshall), un sátiro al que la película muestra en toda su placidez, y al que su afilado aspecto físico contribuye a acrecentar la vertiente oscura de su personalidad. Esa misma mirada se extenderá a la hora de caracterizar -en trazo grueso- al hosco, borracho y casi primitivo conserje Otto (Fredreik Bogeding), quien llegará a desaparecer, temeroso de ser acusado del crimen.

A partir de estas premisas, MURDER ON THE BLACKBOARD aparece como un limitado whodunit, en el que no siempre ese contraste entre misterio y comedia se articula con la suficiente pertinencia, y en el que se tiene la extraña sensación de falta de cierta modulación narrativa, en la que pesara, y no poco, la casi total ausencia de banda sonora, pese a que se anuncie como autor de la misma al posteriormente legendario Max Steiner. Así pues, nos encontramos ante un pequeño relato en el que se agradece su carencia de pretensiones y su asumida condición de complemento de programa doble y que, justo es reconocerlo, más allá de la típica secuencia en la que se reúnen todos los posibles sospechosos, alberga una inesperada y trágica conclusión, a la cual se pasará página en sus instantes finales, con tanta ligereza como la manifestada durante el conjunto de la película.

Calificación: 2

THE LOST SQUADRON (1932, George Archainbaud) La escuadrilla desecha

THE LOST SQUADRON (1932, George Archainbaud) La escuadrilla desecha

En ocasiones, el destino también proporciona insólitas perspectivas en la historiografía cinematográfica. Es lo que me han brindado los primeros contactos con el lejanísimo realizador parisino George Archainbaud. Hace muy pocos días tenía mi primer contacto con su cine, a través de la estupenda HUNT THE MAN DOWN (Un hombre inocente, 1949), en la que destacaba la singularidad estructura dramática de una película incluida en el ámbito del noir, que ofrece un extraño y valioso giro argumental en un momento determinado. Pues bien, muchos años antes, otro título firmado por Archainbaud me recuerda mucho esa voluntad de violentar y enriquecer propuestas que se van imbricando a lo largo de su desarrollo, con extraños matices e incluso giros argumentales insospechados. En buena medida, esto es lo que proporciona la magnífica THE LOST SQUADRON (La escuadrilla desecha, 1932), que pese a aparecer como una sencilla producción de la RKO, irá convirtiéndose de manera progresiva en un relato de creciente densidad que por momentos llega a hacerse casi irrespirable. Amistad, fatalismo, muerte… Quizá sean estos tres, los términos que podrían definir está película teñida de negros augurios ya desde sus propios títulos de crédito -el esqueleto que adorna el pequeño avión de combate sobre el que estos se impresionan- iniciando el relato al final de la I Guerra Mundial, en 1918. Tras un vuelo final -en el que se señalan de manera muy curiosa la procedencia de los vehículos de los dos bandos en litigio- se nos presentarán a los supervivientes de un comando aéreo norteamericano. Ellos son el capitán Gibson (Richard Dix), el teniente Woody Kerwood (Robert Armstrong), el joven Red (Joel McCrea) y el fiel mecánico Fritz (Hugh Herbert). Desde la camaradería con la que ambos despiden la contienda retornarán con optimismo a su país donde, en apariencia, las autoridades los esperan para recibirlos con todos los honores y reintegrarlos en la sociedad que abandonaron para alistarse en el combate.

Tras unos planos documentales extraídos de noticiarios, muy pronto veremos como nuestros protagonistas han regresado a un mundo en el que aparecen como unos auténticos extraños. Kerwood comprueba que se ha quedado arruinado en su ausencia, Red abandonará el puesto de trabajo al que iba a reintegrarse indignado por el despido de un buen amigo. Y Gibson comprobará como su prometida lo ha abandonado y se ha casado con un hombre adinerado,para con ello poder medrar en su vida, como ella misma le reconocerá. En pocos minutos, el film de Archainbaud deja al descubierto una de sus diversas cartas, y demuestra al espectador que nos encontramos ante un producto ambicioso, en el que es evidente se aprecia el hecho de encontrarnos con créditos valiosos a sus espaldas.  Se trata de una de las primeras producciones del posteriormente célebre David O. Selznick, con un equipo de guionistas en el que podemos contar con la figura de Herman Z. Mankiewicz en calidad de dialoguista. Sea por esta circunstancia o por alguna que se nos escapa, lo cierto es que ya en estos primeros minutos podremos comprobar la enjundia que va desplegando este relato de desarraigo, distanciándose de otras propuestas, igualmente valiosas, insertas dentro del ámbito de relato de aviadores -pienso en el ejemplo, igualmente magnífico, de la inmediatamente posterior THE EAGLE AND THE HAWK (El águila y el halcón, 1933, firmada por Stuart Walker, aunque dirigida en realidad por Mitchell Leisen)-. Lo cierto es que podemos percibir un interesantísimo paralelismo, puesto que nos encontramos ante un argumento descrito en realidad antes del inicio de los años 20, pero rodado en los momentos más crudos de la gran depresión norteamericana, con lo cual es casi imposible desprenderse de esta analogía, máxime cuando muy poco después los tres amigos se reúnen de nuevo -Kerwood desaparecerá momentáneamente- para brindar y marchar hasta Hollywood en la búsqueda de una oportunidad laboral en aquel mundo, viajando hasta allí como polizontes en un tren. Será este otro nuevo giro, al llevar a nuestros personajes hasta la opulencia de la meca del cine -la película se encuentra enmarcada entonces dentro de un entorno indeterminado de los primeros años 20-, en donde se acercarán a un estreno público -los tres se encuentran con un aspecto zarrapastroso-. Un giro de guion algo rebuscado, aunque de indudable efectividad, les llevará a contemplar como la antigua prometida de Gibson -Follette (una joven Mari Astor)- se ha casado con el director Arthur Von Furst (Erich von Stroheim) conocido por la comercialidad de un cine poco respetado. Pero al mismo tiempo, los recién llegados se encontrarán de manera inesperada con Kerwood, quien acompañado por dos muchachas acude en calidad de estrella al estreno, ya que ha logrado consolidarse profesionalmente al realizar las escenas de aviación de los films de Von Furst.

El reencuentro permitirá al trío de amigos una posibilidad de estabilidad, al tiempo que conocer a la joven hermana de este, a la que se denominará cariñosamente ‘la peste’ (Dorothy Jordan). Esa confraternización entre todos ellos, les permitirá por un lado integrarse en el equipo de especialistas en vuelo de los melodramas bélicos rodados por el director teutón y, al mismo tiempo, iniciará un latente triangulo amoroso, dado que tanto Gibson como Red se encuentran atraídos por la hermana de su amigo. La cercanía de Follete -que además es la protagonista de las películas de su esposo- será otro elemento que contribuirá el choque dramático entre los diferentes protagonistas, ya que el propio director observará la creciente cercanía de su esposa hacia Gibson, al recordar ese pasado que ambos mantuvieron juntos.

En ese choque de personalidades y enfrentamientos directos, THE LOST SQUADRON introducirá otro valioso giro, como es la propia encarnación de Stroheim como un cruel y despiadado director de cine, tal y como respondía la realidad de su auténtica personalidad como realizador silente. Ello se describirá en uno de los episodios más brillantes del metraje, cuando Hurst prepare con modos dictatoriales una secuencia de la película que realiza, y en la que incluso carecerá de importancia el accidente sufrido por Gibson -que ha sustituido en el vuelo a Woody al verlo completamente borracho-. Poco a poco, la densidad del film de Archainbaud se tornará irrespirable. Con admirable destreza su director irá cruzando las líneas que unifican este drama de desarraigados. De una serie de hombres que jamás pudieron integrarse en un mundo que ha mutado tras su ausencia bélica, y que irán asumiendo que la nobleza de sus ideales choca plenamente con un entorno dominado por la sordidez, y una clara capacidad para ir adentrándonos en un relato de tintes cada vez más oscuro. La perfecta ambientación registrada en el entorno del emplazamiento del rodaje de Hurst -que aparecerá prácticamente como el epicentro de esta singularísima muestra de ‘cine dentro del cine’-, o la creciente sensación de carencia de salida que albergarán algunos de sus protagonistas, permitirá episodios tan impactantes como la angustia descrita en los instantes previos a la muerte por accidente de Kerwood -que se encontraba sobrio y había decidido sustituir a Gibson en gratitud al gesto que anteriormente tuvo con él, sufriendo el sabotaje que Furst había premeditado con el primero-, o todo el tenso episodio que envolverá al asesinato del director, la ocultación de su cadáver, descrito entre las sombras del interior del hangar, y en donde el antiguo capitán, Red, la hermana de Kerwood -ya decantada sentimentalmente por el joven oficial encarnado por Joel McCrea- y Fritz, harán ver a Gibson que su futuro no tiene más que la autoinmolación y, con ella, salvar el futuro de la pareja.

Pese a esas ya señaladas y leves debilidades de guion, lo cierto es que THE LOST SQUADRON es una película sorprendente. Lo es en la gradación de sus componentes genéricos. En su mirada crítica -inserta de soslayo- sobre la situación de miseria vivida por miles de norteamericanos en el periodo de rodaje de la película. En la impagable recreación de Stroheim de su arquetipo cinematográfico. En los crueles e impactantes que aparecen las escenas aéreas. Y, sobre todo, en esa mezcla de negrura, amistad y esperanza que acierta a describir en todo momento en su ajustado metraje. Fruto de esa simbiosis, el film de Archainbaud presenta dos pasajes extraordinarios. Uno de ellos serán sus planos finales, con Red, su novia y Fred delante de la tumba de los dos amigos muertos, mientras se entona el ‘Auld Lang Syne’ y en el cielo aparece la imagen de los dos pilotos evocados. Una secuencia que podría haber incurrido en la cursilería, pero que en manos de su realizador adquiere una serenidad y emotividad única. Sin embargo, si hubiera que destacar una secuencia concreta en la película, uno no dudaría en elegir ese episodio estremecedor que describe la muerte de Kerwood. Tras el incendio provocado por su terrible accidente se describirá un fundido en negro, apareciendo en la noche la iluminación de un faro, que se dirigirá hasta los restos del accidente, de donde emergerá ese perro tan fiel a su amo. La cámara lo seguirá en su incierto recorrido, hasta que esta se detenga al aparecer la camilla con el cadáver de este, en una secuencia dotada de una incontenible fuerza dramática.

Calificación: 3’5

HUNT THE MAN DOWN (1950, George Archainbaud) Un asesino inocente

HUNT THE MAN DOWN (1950, George Archainbaud) Un asesino inocente

Supongo que no pocos aficionados recordarán la estupenda CALL NORTHSIDE 777 (Yo creo en ti, 1948) en la que Henry Hathaway narraba la historia de un periodista que luchaba para demostrar la inocencia de un sujeto injustamente condenado a muerte. Estoy convencido que se la tendría en mente cuando surge la humilde pero muy estimulante HUNT THE MAN DOWN (Un asesino inocente, 1950), rodada por ese extraño realizador francés que fue George Archainbaud, del que apenas he podido contemplar exponentes de su dilatada filmografía. He de reconocer que, a tenor del atractivo observado en esta película, voy a intentar seguirle la pista, ya que no faltan referencias que avalan su talento. De entrada, nos encontramos ante un relato de ritmo impecable dentro de su aparente modestia; claro formato de serie b que apenas alcanza los 70 minutos de duración, un reparto de actores nada conocidos, aunque eficacísimos -tan solo reconoceremos a un joven Gig Young-, y unos modos que avalan, dentro de su eficacia narrativa, la máxima de una idea por plano. Es por ello que, en una primera instancia, nos podríamos encontrar con un clásico exponente de whodunit movie, ámbito este en el que el mismo director se expresó con la muy previa -y al parecer estimulante- THIRTEEN WOMEN (Trece mujeres, 1932).

HUNT THE MAN DOWN se inicia bajo los meandros de un melodrama noir. En el interior nocturno de un café donde se está recogiendo y haciendo caja, solo se encuentran sus encargados. Ellos son el joven e introvertido Bill (James Anderson) y Sally Clark (Lynne Roberts). La segunda -también joven- demuestra desde el primer momento su cariño hacia este, quien deja entrever un mundo interior que no desea compartir. El destino forzará el futuro de Bill al introducirse en el café un buscado ladrón que intentará atacar y robar a Alice, eliminando este al asaltante, lo que le convertirá en un indeseado héroe público. Esta inesperada circunstancia y su perfil público facilitará que sea reconocido por las autoridades, ya que se trata de Richard Kincaid, quien 12 años atrás fue acusado de un crimen que en realidad no cometió, teniendo la ocasión de huir de la prisión en la que se encontraba confinado, tras lo cual modificó su identidad y sobrellevó una vida discreta. Al ser detenido será sometido a un nuevo juicio, por lo que se le otorgará un abogado defensor de oficio, que el acusado asumirá con desapego. Este será el joven y emprendedor Paul Bennett (un joven Gig Young), quien inicialmente asumirá el encargo sin grandes entusiasmos, aunque poco a poco se vaya sorprendiendo por la extraña integridad del acusado -a lo que contribuirá el apoyo inquebrantable de Sally- quien rechazará la posibilidad de ver menguada su pena si acepta la culpabilidad de ese lejano asesinato que él sabe no ha cometido. Será este un importante punto de inflexión, puesto que a partir de ese momento Bennett escuchará el relato en flashback del acusado, y a partir del cual la película cobrará un inesperado giro. Y es que si desde el primer momento el film de Archainbaud destacará por su precisión, sentido del ritmo y vibrante montaje, será a partir del instante en que se introduzca esta mirada retrospectiva, cuando su fondo varíe por completo. Lo cierto es que casi de una secuencia a otra, HUNT THE MAN DOWN queda revestida como una dolorosa mirada en torno a las consecuencias que la II Guerra Mundial albergará en la sociedad norteamericana. Dicho flashback describirá el encuentro casual y nocturno de Kincaid con tres parejas. Nos encontramos en la vitalidad de finales de la década de los treinta, en medio de la cual se vivirá el asesinato de uno de sus componentes.

A partir de ese momento la película virará en sus intenciones, y el guion de DeVallon Scott se incardinará en apariencia hacia una búsqueda contrarreloj por parte del joven abogado -al que ayudará su padre, Wallace Bennett (Harry Shannon), un hombre ya veterano al que le falta un brazo-, de aquellas parejas que vivieron la celebración nocturna con el acusado, y fueron testigos en la vista interrumpida hace más de una década. La tarea será compleja, dado que el paso de los años ha ido diluyendo las pistas en torno a ellos -incluso uno de los testigos ha fallecido-, proceso que tanto el defensor como su padre intentará revertir siguiendo pistas y rastros. Y será en ese proceso, cuando lo que parecía un relato lleno de brío, en la casi improbable búsqueda de la confirmación de la inocencia de alguien que, tantos años después, se ha convertido en un efímero héroe ciudadano, se convierta en una casi desoladora mirada en torno al trauma vivido por toda una generación de norteamericanos tras la implicación en la  contienda mundial -circunstancia esta que aparecerá siempre en segundo término-, que son plasmados en toda su crudeza a partir del desencanto generalizado de esas tres parejas que un día convivieron de manera alegre. Es cierto que una de ellas vivirá en la abundancia -dentro de un contexto cercano a turbios manejos- pero la galería de esos testigos que irá encontrando Bennett y su padre, no solo les irán adentrando en un contexto dominado por una creciente tensión -el ya anciano Wallace sufrirá un intento de asesinato durante pleno trayecto en coche, que costará la vida a uno de los testigos- en la que el espectador irá contemplando como algo oculto se oculta tras el deseo del defensor de esclarecer un crimen que parecía ya olvidado. En realidad, lo realmente magnífico de HUNT THE MAN DOWN reside en esa visión global llena de dolor, fracaso y frustración, como lo patentizará la presencia de uno de los testigos, excombatiente, que quedó ciego en la contienda -evidenciado en una de las secuencias más dolorosas del relato-. O lo hará en esa divorciada que aún sigue añorando al marido que la maltrató en el pasado, aunque tuviera que alejarse de él por su propia seguridad -magnífico el momento en que habla por teléfono con el abogado, y en off percibimos que ha sido agredida por un anónimo asaltante, que a punto estará de acabar con su vida-. O incluso esa mujer ya casi adentrada en la madurez, completamente catatónica en su inestabilidad psicológica, aislada en una granja y custodiada por sus dos hoscos familiares, de la que se tirará por parte de la defensa para provocar la confesión del verdadero autor del olvidado crimen. Algo que se desarrollará en la demasiado apresurada secuencia final de la vista, donde esa búsqueda de un determinado grado de impacto queda diluida por una ausencia de densidad que, por el contrario, sí percibimos a lo largo de su casi apasionante metraje previo.

Ayudada por la fuerza y los claroscuros de la iluminación en blanco y negro del gran Nicholas Musuraca, una planificación siempre ajustada, ese ya señalado sentido del ritmo alentado por un brillante montaje y un notable sentido de la síntesis, y finalmente la presencia de un eficaz reparto, lo cierto es que el film de Arcahinbaud sorprende en ese inesperado giro. Una prueba más de esa inquietud presente incluso en producciones modestas de Hollywood, a la hora de plasmar en la pantalla ese desgarro de toda una generación, en una película que aparece casi como un precedente de títulos posteriores tan opuestos en apariencia como podría plantear la extraordinaria -y amarga- comedia musical IT’S ALWAYS FAIR WEATHER (Siempre hace buen tiempo, 1955), tercera -y a mi juicio más admirable- realización al unísono, del inolvidable tándem formado por Stanley Donen y Gene Kelly.

Calificación: 3