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CINEMA DE PERRA GORDA

THE LOST SQUADRON (1932, George Archainbaud) La escuadrilla desecha

THE LOST SQUADRON (1932, George Archainbaud) La escuadrilla desecha

En ocasiones, el destino también proporciona insólitas perspectivas en la historiografía cinematográfica. Es lo que me han brindado los primeros contactos con el lejanísimo realizador parisino George Archainbaud. Hace muy pocos días tenía mi primer contacto con su cine, a través de la estupenda HUNT THE MAN DOWN (Un hombre inocente, 1949), en la que destacaba la singularidad estructura dramática de una película incluida en el ámbito del noir, que ofrece un extraño y valioso giro argumental en un momento determinado. Pues bien, muchos años antes, otro título firmado por Archainbaud me recuerda mucho esa voluntad de violentar y enriquecer propuestas que se van imbricando a lo largo de su desarrollo, con extraños matices e incluso giros argumentales insospechados. En buena medida, esto es lo que proporciona la magnífica THE LOST SQUADRON (La escuadrilla desecha, 1932), que pese a aparecer como una sencilla producción de la RKO, irá convirtiéndose de manera progresiva en un relato de creciente densidad que por momentos llega a hacerse casi irrespirable. Amistad, fatalismo, muerte… Quizá sean estos tres, los términos que podrían definir está película teñida de negros augurios ya desde sus propios títulos de crédito -el esqueleto que adorna el pequeño avión de combate sobre el que estos se impresionan- iniciando el relato al final de la I Guerra Mundial, en 1918. Tras un vuelo final -en el que se señalan de manera muy curiosa la procedencia de los vehículos de los dos bandos en litigio- se nos presentarán a los supervivientes de un comando aéreo norteamericano. Ellos son el capitán Gibson (Richard Dix), el teniente Woody Kerwood (Robert Armstrong), el joven Red (Joel McCrea) y el fiel mecánico Fritz (Hugh Herbert). Desde la camaradería con la que ambos despiden la contienda retornarán con optimismo a su país donde, en apariencia, las autoridades los esperan para recibirlos con todos los honores y reintegrarlos en la sociedad que abandonaron para alistarse en el combate.

Tras unos planos documentales extraídos de noticiarios, muy pronto veremos como nuestros protagonistas han regresado a un mundo en el que aparecen como unos auténticos extraños. Kerwood comprueba que se ha quedado arruinado en su ausencia, Red abandonará el puesto de trabajo al que iba a reintegrarse indignado por el despido de un buen amigo. Y Gibson comprobará como su prometida lo ha abandonado y se ha casado con un hombre adinerado,para con ello poder medrar en su vida, como ella misma le reconocerá. En pocos minutos, el film de Archainbaud deja al descubierto una de sus diversas cartas, y demuestra al espectador que nos encontramos ante un producto ambicioso, en el que es evidente se aprecia el hecho de encontrarnos con créditos valiosos a sus espaldas.  Se trata de una de las primeras producciones del posteriormente célebre David O. Selznick, con un equipo de guionistas en el que podemos contar con la figura de Herman Z. Mankiewicz en calidad de dialoguista. Sea por esta circunstancia o por alguna que se nos escapa, lo cierto es que ya en estos primeros minutos podremos comprobar la enjundia que va desplegando este relato de desarraigo, distanciándose de otras propuestas, igualmente valiosas, insertas dentro del ámbito de relato de aviadores -pienso en el ejemplo, igualmente magnífico, de la inmediatamente posterior THE EAGLE AND THE HAWK (El águila y el halcón, 1933, firmada por Stuart Walker, aunque dirigida en realidad por Mitchell Leisen)-. Lo cierto es que podemos percibir un interesantísimo paralelismo, puesto que nos encontramos ante un argumento descrito en realidad antes del inicio de los años 20, pero rodado en los momentos más crudos de la gran depresión norteamericana, con lo cual es casi imposible desprenderse de esta analogía, máxime cuando muy poco después los tres amigos se reúnen de nuevo -Kerwood desaparecerá momentáneamente- para brindar y marchar hasta Hollywood en la búsqueda de una oportunidad laboral en aquel mundo, viajando hasta allí como polizontes en un tren. Será este otro nuevo giro, al llevar a nuestros personajes hasta la opulencia de la meca del cine -la película se encuentra enmarcada entonces dentro de un entorno indeterminado de los primeros años 20-, en donde se acercarán a un estreno público -los tres se encuentran con un aspecto zarrapastroso-. Un giro de guion algo rebuscado, aunque de indudable efectividad, les llevará a contemplar como la antigua prometida de Gibson -Follette (una joven Mari Astor)- se ha casado con el director Arthur Von Furst (Erich von Stroheim) conocido por la comercialidad de un cine poco respetado. Pero al mismo tiempo, los recién llegados se encontrarán de manera inesperada con Kerwood, quien acompañado por dos muchachas acude en calidad de estrella al estreno, ya que ha logrado consolidarse profesionalmente al realizar las escenas de aviación de los films de Von Furst.

El reencuentro permitirá al trío de amigos una posibilidad de estabilidad, al tiempo que conocer a la joven hermana de este, a la que se denominará cariñosamente ‘la peste’ (Dorothy Jordan). Esa confraternización entre todos ellos, les permitirá por un lado integrarse en el equipo de especialistas en vuelo de los melodramas bélicos rodados por el director teutón y, al mismo tiempo, iniciará un latente triangulo amoroso, dado que tanto Gibson como Red se encuentran atraídos por la hermana de su amigo. La cercanía de Follete -que además es la protagonista de las películas de su esposo- será otro elemento que contribuirá el choque dramático entre los diferentes protagonistas, ya que el propio director observará la creciente cercanía de su esposa hacia Gibson, al recordar ese pasado que ambos mantuvieron juntos.

En ese choque de personalidades y enfrentamientos directos, THE LOST SQUADRON introducirá otro valioso giro, como es la propia encarnación de Stroheim como un cruel y despiadado director de cine, tal y como respondía la realidad de su auténtica personalidad como realizador silente. Ello se describirá en uno de los episodios más brillantes del metraje, cuando Hurst prepare con modos dictatoriales una secuencia de la película que realiza, y en la que incluso carecerá de importancia el accidente sufrido por Gibson -que ha sustituido en el vuelo a Woody al verlo completamente borracho-. Poco a poco, la densidad del film de Archainbaud se tornará irrespirable. Con admirable destreza su director irá cruzando las líneas que unifican este drama de desarraigados. De una serie de hombres que jamás pudieron integrarse en un mundo que ha mutado tras su ausencia bélica, y que irán asumiendo que la nobleza de sus ideales choca plenamente con un entorno dominado por la sordidez, y una clara capacidad para ir adentrándonos en un relato de tintes cada vez más oscuro. La perfecta ambientación registrada en el entorno del emplazamiento del rodaje de Hurst -que aparecerá prácticamente como el epicentro de esta singularísima muestra de ‘cine dentro del cine’-, o la creciente sensación de carencia de salida que albergarán algunos de sus protagonistas, permitirá episodios tan impactantes como la angustia descrita en los instantes previos a la muerte por accidente de Kerwood -que se encontraba sobrio y había decidido sustituir a Gibson en gratitud al gesto que anteriormente tuvo con él, sufriendo el sabotaje que Furst había premeditado con el primero-, o todo el tenso episodio que envolverá al asesinato del director, la ocultación de su cadáver, descrito entre las sombras del interior del hangar, y en donde el antiguo capitán, Red, la hermana de Kerwood -ya decantada sentimentalmente por el joven oficial encarnado por Joel McCrea- y Fritz, harán ver a Gibson que su futuro no tiene más que la autoinmolación y, con ella, salvar el futuro de la pareja.

Pese a esas ya señaladas y leves debilidades de guion, lo cierto es que THE LOST SQUADRON es una película sorprendente. Lo es en la gradación de sus componentes genéricos. En su mirada crítica -inserta de soslayo- sobre la situación de miseria vivida por miles de norteamericanos en el periodo de rodaje de la película. En la impagable recreación de Stroheim de su arquetipo cinematográfico. En los crueles e impactantes que aparecen las escenas aéreas. Y, sobre todo, en esa mezcla de negrura, amistad y esperanza que acierta a describir en todo momento en su ajustado metraje. Fruto de esa simbiosis, el film de Archainbaud presenta dos pasajes extraordinarios. Uno de ellos serán sus planos finales, con Red, su novia y Fred delante de la tumba de los dos amigos muertos, mientras se entona el ‘Auld Lang Syne’ y en el cielo aparece la imagen de los dos pilotos evocados. Una secuencia que podría haber incurrido en la cursilería, pero que en manos de su realizador adquiere una serenidad y emotividad única. Sin embargo, si hubiera que destacar una secuencia concreta en la película, uno no dudaría en elegir ese episodio estremecedor que describe la muerte de Kerwood. Tras el incendio provocado por su terrible accidente se describirá un fundido en negro, apareciendo en la noche la iluminación de un faro, que se dirigirá hasta los restos del accidente, de donde emergerá ese perro tan fiel a su amo. La cámara lo seguirá en su incierto recorrido, hasta que esta se detenga al aparecer la camilla con el cadáver de este, en una secuencia dotada de una incontenible fuerza dramática.

Calificación: 3’5

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