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CINEMA DE PERRA GORDA

George Stevens

THE DIARY OF ANNE FRANK (1959, George Stevens) El diario de Ana Frank

THE DIARY OF ANNE FRANK (1959, George Stevens) El diario de Ana Frank

THE DIARY OF ANNE FRANK (El diario de Ana Frank, 1959. George Stevens) asume desde sus primeros compases las costuras de un film anacrónico. Pese a haberse rodado apenas unos quince años de cuando se produjeron los hechos relatados, y a configurarse su plasmación visual dentro del excelente look que definía la producción dramática en blanco y negro de la 20th Century Fox en aquel tiempo -repleta de títulos de altísimo nivel-, hay algo indefinible, que nos avanza esa aura de solemnidad que va a asumir, y en cierto modo anular, la adaptación de los dos últimos años de vida de la joven Ana Frank, tras esconderse con su familia y otra más desde julio de 1942 y hasta bien entrado 1944, en una buhardilla de Amsterdam, al objeto de evitar la persecución nazi dirigida contra cualquier colectivo judío.

De entrada, la presencia de una obertura sobre fondo de pantalla negro a cargo del prestigioso Alfred Newman, nos adelanta la consideración de ‘gran producción’ que adquiere un metraje a todas luces desmesurado de tres horas que, si bien en ningún momento adquiere baches de ritmo, es innegable que resulta del todo punto desproporcionado. Stevens se encontraba en aquellos momentos -donde espaciaba sus películas y ya solo realizaría dos más hasta su definitiva retirada- inconscientemente desplazado de determinados modos de producción, en la medida que intentó combinar un relato que buscaba la baza del intimismo, pero al mismo tiempo disponerlo en el contexto de una gran producción. Difícil coyuntura. Tras la ya señalada obertura musical THE DIARY OF ANNE FRANK muestra bien a las claras su entraña en el propio episodio inicial, en el que un amargado Otto Frank (Joseph Schildkraut) retorna al ático donde vivió con su familia en aquellas tristes circunstancias, en donde se reencontrará con quienes propiciaron este refugio; Kraler (Douglas Spencer) y la joven Miep (Dodie Heath) -todos ellos, excelentes en la película-. Dicha secuencia de apertura nos permitirá por un lado percibir la autenticidad de su diseño de producción y la enorme importancia que le brindará la densa y contratada iluminación en blanco y negro de William C. Mellor. Pero, por otro lado, ya observaremos esa tendencia de Stevens de dilatar en exceso las situaciones, sin por ello resolver dicha elección con el logro de una necesaria densidad.

Conviene recordar que la película, sin olvidar su origen a partir del guion elaborado por Albert Hackett y Frances Goodrich, tomando como base el propio e involuntario libro generado con los diarios de la protagonista, en realidad retoma su esencia desde la obra teatral previa de la que fueron autores los propios guionistas. En esencia, Stevens busca modificar estos parámetros para insuflar a su historia fuerza cinematográfica, y justo es reconocer que acierta al transmitir el palpitar de un microcosmos que oscilará en todo momento entre lo cotidiano y lo opresivo. Entre el escenario de situaciones al límite a otras en las que, de manera inesperada, se insertan incluso pequeñas ráfagas de felicidad colectiva.

De tal forma, THE DIARY OF ANNE FRANK se dirime en el relato entrecortado de esa extraña cotidianeidad, a través de los componentes de la familia Frank -completada con la madre, Edith (Gusti Huber) y la hermana de la protagonista, Margot (Diane Baker)-. Serán acompañados en este insólito cautiverio con los componentes de la familia Van Daan, formada por Hans (Lou Jacobi) y Petronella (oscarizada Shelley Winters), padres del joven Peter (Richard Beymer). A ellos, en un momento dado se sumará el quisquilloso Albert Dussell (Ed Wynn), delimitando un panorama humano en el que se representará no solo la diferencia generalidad. También la social, conformando ese microcosmos que, al mismo tiempo, se representa igualmente en la complementaria personalidad establecida en todos ellos. Al mismo tiempo, el desglose argumental mostrará una sucesión de episodios contrapuestos, en los que Stevens se basa por un lado en su apuesta por planos largos, al tiempo que insertando ocasionalmente como elementos de estilo el uso de sobreimpresiones -en líneas generales acertadas- así como la presencia a modo de metáfora de planos en donde observaremos aves en vuelo, a mi modo de ver en su mayoría prescindibles. Estos se incorporan como nexo de unión de varios de dichos episodios, intentando apelar a un determinado grado de fluidez que, por otro lado, contradicen la dilatada duración de muchas de ellas. Y aunque en contadas ocasiones, destaca la precisión con la que Stevens dirime en ocasiones una planificación que acierta a potenciar el aura claustrofóbica de la película, a la hora de situar ese ático en el conjunto de una edificación que en sus plantas inferiores alberga una pequeña empresa. Al inicio, un plano imposible de grúa nos mostrará dicha disposición.

Serán estos los mimbres sobre los que se construirá esta producción, que en su estructura casi nunca acierta a resolver la enorme contradicción que encierran sus fotogramas. Es decir, aparentar el formalismo de producciones dramáticas inmersas en dicho periodo -sin salir en la propia Fox podemos destacar, dentro del mismo look de producción, obras tan magníficas como COMPULSION (Impulso criminal, 1959. Richard Fleischer) o la inesperada cima dirigida por Jack Cardiff con SONS AND LOVERS (1960)- utilizando sin embargo unas fórmulas bastantes características del más convencional cine novelesco, tan popular la década precedente. En medio de esa curiosa confrontación de modelos, lo cierto es que Stevens se inclina por uno y otro lado en función de las necesidades argumentales -que no dramáticas-, articulando un relato que bandea entre lo melodramático, el enfrentamiento de personajes -la secuencia en la que Edith, en un arrebato de ira, intenta expulsar a la familia Van Daan, al descubrir a Hans robando comida a escondida-, o la búsqueda de cierto intimismo, bien sea este coral -la celebración de la pascua judía- o centrado en algunos de sus escasos personajes -la soterrada rivalidad amorosa de las hermanas Frank con el joven Peter-. Por lo general, esa inclinación de pequeños apartes y conversaciones, en ocasiones casi a modo se susurros, encierran varios de los mejores momentos de esta película tan irregular, precisamente por su vocación apenas soterrada de aunar una pátina de solemnidad a un relato con un notable eco en la sociedad de su tiempo, pero procesándolo a la pantalla sin profundizar en un material dramático revestido de posibilidades e, incluso en sus momentos más convencionales, atesorando en sus imágenes una nada solapada apología de la más conservadora visión de la familia.

Y resulta curioso asumir como esa irregularidad, que justo es reconocer que Stevens mitiga con un ocasional trabajo de cámara y de profundidad de campo, en el que se intenta -y en ocasiones se logra- acentuar el lado claustrofóbico del relato, hay momentos o pasajes en donde esa incapacidad para mantener un equilibrio en la progresión del relato, nos lleva a asistir a momentos en los que precisamente esa deliberada voluntad de oscilación dramática, de manera involuntaria nos llevan a contemplar lo mejor y lo peor de la película. Es algo que permite el largo episodio que se inicia con la ya señalada celebración de la fiesta judía. Será precisamente dicha representación, un pasaje a mi juicio dominado por el estereotipo, e incapaz de transmitir esa voluntad de vocación colectiva. De repente, y de manera inesperada, una nueva e inesperada visita de un ladrón romperá esa paz -y, si me permiten, la cursilería- del momento, insertando en los seres ocultos un estado de profunda angustia, que será brillante -y físicamente- ejecutado tras la cámara, mediante una precisa planificación y un percutante montaje. La huida del personaje por el ruido provocado en el oculto ático, la puerta abierta a la calle en plena noches, la llegada de un viejo vigilante, la de un par de soldados, o el registro de estos, hasta el borde mismo de la puerta oculta al escondite, contemplando el pánico apenas contenido de nuestros personajes, compondrá el bloque más valioso de la película -como lo serán en menor medida otros insertos en dicha vertiente; la primera visita nocturna del ladrón, la secuencia del bombardeo, o la pesadilla sufrida por Ana-. Por desgracia, esa enorme tensión generada se romperá con un nada creíble retorno a la celebración judía, con bailes y cánticos por parte de todos ellos.

Llegados a este punto, al valorar esa voluntad de dilatar innecesariamente el metraje, sin por ello proponer una apuesta por la densidad, tendremos un ejemplo perfecto en sus minutos finales, donde poco a poco intuiremos la llegada de las fuerzas nazis, sobre todo cuando se establece una conversación intimista entre Ana y Peter. El sonido de las sirenas nos acerca al indeseado desenlace, y la planificación entrecortada entre los dos adolescentes transmite en esos momentos el impacto de lo ya inevitable. Sin embargo, Stevens optará por dilatar el impacto recurriendo a un plano general sostenido encuadrando a sus personajes y, con ello, diluyendo la fuerza emocional alcanzada instantes antes. En cualquier caso, hay un elemento que personalmente me distancia considerablemente de una película que, pese a todo, atesora buenos momentos. Me refiero al enorme error de casting que supuso la elección de la insoportable Millie Perkins para encarnar un rol que se supone dominado por tanta naturalidad como dramatismo, y que en este caso se traduce en una cansina sucesión de mohines y miradas presuntamente seductoras, como si en ella se quisiera proyectar una sucesora de Audrey Hepburn. Confieso que en no pocos momentos la cargante presencia de esta muchacha que muy pronto quedó -con sabiduría- al margen del protagonismo cinematográfico, uno siente el oculto deseo de que su final se acerque a la pantalla.

Calificación: 2

THE MORE THE MERRIER (1943, George Stevens) El amor llamó dos veces

THE MORE THE MERRIER (1943, George Stevens) El amor llamó dos veces

Junto a la magnífica y olvidada PENNY SERENADE (Serenata nostálgica, 1941), considero que THE MORE THE MERRIER (El amor llamó dos veces, 1943) el punto más elevado de la filmografía de George Stevens durante la década de los cuarenta y, por supuesto, en el conjunto de su obra -unamos a ellos A PLACE IN THE SUN (Un lugar en el sol, 1951)-. Si en el caso de la primera de las comedias citadas, protagonizada por unos magníficos Cary Grant e Irene Dunne, se apostaba de manera decidida -y en no pocas ocasiones de manera casi conmovedora- en los confines del ámbito sentimental, el título que nos ocupa se interna por diversas vertientes del género, y hay que reconocer que esa mixtura de facetas se alberga con una armonía en ocasiones deslumbrante. Desde el sentido de inmediatez que propone su base argumental, la mirada satírica que establece en ese entorno bélico dentro de su influencia en la vida urbana, pasando por la incorporación de elementos y episodios completos ligados al burlesco silente, ecos de la screwball comedy, sin desdeñar, como no podía ser de otra manera esa vertiente de comedia sentimental, que Stevens incorpora además de manera muy singular.

Todo ello se aúna, de manera sorprendente y con giros siempre llenos de ingenio, a partir de la base argumental pergreñada al alimón por Robert Russell, Frank Ross -esposo de la protagonista, Jean Arthur-, Richard Flournoy y el también director Lewis R. Foster, a partir de la base emanada, sin acreditar, del experto Garson Kanin. Ambos configurarían un guion casi sin fisuras, en el que cualquier circunstancia que pudiera parecer superficial, no dejará de formar parte del complejo engranaje narrativo que, de manera sorprendente, es expresado ante la cámara con una alternancia de modos y situaciones, sin que en ningún momento atisbemos altibajo o desequilibrio alguno. THE MORE THE MERRIER se inicia con el relato irónico de una voz en off -adelantando modos propios de un Billy Wilder- que nos introduce en la caótica vida diaria de Washington en periodo de guerra. La ciudad carece de plazas de alojamiento -veremos una sucesión de rótulos indicando dicha imposibilidad de obtener habitaciones-, en un contexto en el que se observa la abundancia de mujeres y, por el contrario, carencia de hombres -muchos se encuentran luchando entre los aliados en la II Guerra Mundial-. Todo ello, conformará unos primeros instantes dominados por el divertido contraste marcado en el relato del cronista y lo que muestran las imágenes. De dicho contexto emergerá la figura del veterano y adinerado Benjamín Dingle (un impagable y oscarizado Charles Coburn), quien comprobará en carne propia la problemática de la ciudad al acceder a un hotel en donde se le había reservado habitación… dos días antes de lo previsto. Ante la inesperada situación, se enterará por un anuncio de prensa del alquiler de la habitación de un apartamento por parte de la joven oficinista Connie Milligan (magnífica Jean Arthur). Esta brinda dicho alquiler -sin especial convicción- para mostrar su lado patriótico ante la carencia de hospedaje que atenaza la capital norteamericana. Pese a la cola de clientes que se enraciman en la puerta del edifico de apartamentos, Dingle demostrará ante nosotros su astucia al colarse delante de todos ellos y, lo que es peor, logrará vencer la reticencia de Connie, que pretendía ofrecer el alquiler a una mujer. Una vez ubicado en su habitación, el veterano huésped, por un lado, se someterá el estricto rito diario de incorporación a la jornada, pero muy pronto percibirá la ausencia de asidero sentimental en la muchacha. Por ello utilizará una nueva añagaza -incorporada quizá de manera un tanto arbitraria- al subarrendar la mitad de sus dependencias a un joven oficial que se encuentra en misión puntual en la capital, antes de viajar a África a desarrollar otra de carácter secreto. Se trata de Joe Carter (brillante Joel McCrea), del cual Connie no ha tenido noticia alguna, y del que se entera de su presencia como hospedado -estableciéndose entre ambos un instantáneo flechazo- durante su primera mañana en su habitación. Sin embargo, pese a los deseos del mefistofélico Dingle, la protagonista se encuentra prometida de un destacado y atildado funcionario -Charles J. Pendergast (Richard Gaines)-, que incluso en un momento determinado, apuesta por una rápida boda con ella. No cuenta con las aviesas artes del veterano e inesperado apoyo de la casi imposible pareja, a quien el destino le hará conocer a Pendergast, y que no dudará en horadar las resistencias marcadas en la inesperada relación entre Connie y Joe. Algo que, en el fondo, anida en el sentimiento más profundo de ambos, y que solo las apariencias -y las circunstancias- impide que se consolide como en su interior anhelan.

THE MORE THE MERRIER pronto entra en materia a partir de ese sorprendente e irónico inicio, y lo hace acertando casi desde el primer momento con la espléndida utilización del apartamento clave de su argumento y que en no pocas ocasiones se erige casi como principal protagonista de la función. Lo hará como por contraste, y que la cámara de Stevens acierta a mostrar unos exteriores que bullen incluso de esa desmesura en la población, en esas secuencias nocturnas en las que la pareja protagonista sortea por las calles la presencia de las relaciones de otras tantas de manera inesperada. O la garra que alberga la secuencia en la terraza del edificio de apartamentos, donde numerosos vecinos casi de hacinan para disfrutar y, quizá con ello, aislarse de la rutina cotidiana. Ello sin olvidar este hall del edificio de apartamentos, donde cada noche duerme un considerable número de inesperados inquilinos masculinos.

A partir de estas premisas, y como señalaba con anterioridad, la película acierta plenamente al plantear una armoniosa mixtura de diferentes estilos de comedia, y logrando con esa arriesgada combinación un resultado magnífico. Vayamos con algunos de dichos ejemplos. La herencia slapstick queda representada de manera muy pertinente -y magnífica- en el largo e hilarante episodio que describe la organización de actividades matinales entre Connie y Benjamín, trufados de situaciones incluso absurdas en su comicidad, en las que no cuesta -antes, al contrario- evocar el universo de la inmortal pareja de Laurel & Hardy -en la que Stevens participó de manera muy directa en numerosas ocasiones-. Es más, en no pocos momentos, o incluso ante la presencia de ciertos gags -esos pantalones que aparecen y desaparecen- Charles Coburn no deja de transmitirnos en su actitud, ecos del jamás igualado tándem de cómicos. En contraposición, la presencia de episodios marcado por la screwball comedy nos permite pasajes tan divertidos como el vodevilesco episodio del encuentro entre Connie y Carter, dirimido con una impagable sucesión de salidas y entradas y el vaivén de puertas, hasta que en el primer contacto entre ambos -con una Connie con la cara embadurnada con cremas- se dirima la primera chispa entre ambos. Esa tendencia tendrá su prolongación en la magnífica secuencia en la que se dirime una llamada del prometido de Connie -que ni ella ni Carter desean- en cuya ausencia se posibilitaría que ambos pudieran cenar juntos, hasta que la llegada de un niño inoportuno destroce dicha oportunidad -Connie había descolgado discretamente el auricular-. Y ese tono alocado se extenderá pocos instantes después en la escena de la cena de la muchacha con su prometido, que pronto abortará Dingler al llevar hasta allí a Carter, iniciándose una muy divertida situación en la que no faltará el avasallamiento al joven por parte de numerosas muchachas, ansiosas de encontrar elemento masculino -se manifestará en varias ocasiones la equivalencia de ocho mujeres por hombre en ese Washington, donde una gran cantidad de ellos se encuentran en la contienda-. Pero esa querencia screwball se extiende incluso más adelante cuando unos agentes detengan a Carter y Connie, a partir de la estúpida denuncia de aquel niño antes señalado, permitiendo una no menos hilarante secuencia en el interior de un taxi que culmina con una delirante humillación de Pendergast, persiguiendo a un periodista y resbalando incluso ante la lluvia.

En todo caso, uno no deja de sentirse especialmente cercano a aquellas secuencias en las que THE MORE THE MERRIER se inclina por los meandros de la comedia romántica, siempre centrándose en esa joven pareja, enamorada casi a pesar suyo. Y en una comedia que me recuerda constantemente la maravillosa y previa THE SHOP AROUND THE CORNER (El bazar de las sorpresas, 1940. Ernst Lubitsch), destacan numerosos instantes en los que dicha vertiente predomina. Lo hará siempre utilizando la elipsis, la utilización de las dependencias del apartamento como elemento de articulación de dicha relación, no podemos dejar de destacar esos instantes en los que Dingle lee a Carter los pasajes del diario de Connie que revelan la simpatía que le profesa. O la hermosa escena en la que el primero regala a la muchacha un bonito maletín de despedida, y la fuerza de los primeros planos de ambos revela el sentimiento que se profesan. Ello antes de contemplar a una Connie llorando herida en su intimidad, al haber revelado Dingle los sentimientos reflejados en su diario. Más adelante nos llegará a conmover la declaración de amor de la joven pareja mientras se encuentran en la penumbra dentro de sus respectivas habitaciones, y la cámara se acerca a sus rostros. Por el contrario, como antes señalaba, la elipsis dejará de lado la celebración de esa inesperada boda, que en el fondo ambos anhelan.

Más de dos décadas después, esta espléndida comedia de George Stevens fue objeto de un remake, desarrollado en las Olimpiadas de Tokio, con WALK DON’T RUN (Apartamento para tres, 1966. Charles Walters). A pesar de suponer la despedida cinematográfica de Cary Grant, se trata de una comedia que goza de muy poca fama. Sin llegar a la altura del título que comentamos, no puedo estar más en desacuerdo con dicha valoración.

Calificación: 4

A PLACE IN THE SUN (1951, George Stevens) Un lugar en el sol

A PLACE IN THE SUN (1951, George Stevens) Un lugar en el sol

Hay películas, a las que el paso del tiempo ha ido oscilando en su valoración. En algunas de ellas incluso esa mutabilidad ha tenido diferentes altibajos dentro de la ya larga andadura de la Historia del Cine. Uno de dichos ejemplos sería el que propone A PLACE IN THE SUN (Un lugar en el sol, 1951. George Stevens). Un título que en el momento de su estreno cosechó un enorme éxito de crítica y público -6 Oscars en aquella edición-, y que varias décadas después aparecería como referente a discutir y cuestionar dentro de los que se podría englobar en la qualité del cine norteamericano. Recuerdo, a este respecto, valoraciones en esta línea, ejercidas hace ya varias décadas en las páginas de la revista ‘Dirigido por…’, a cargo de dos de mis referentes de la crítica española, como el llorado José Mª Latorre o el veteranísimo Miguel Marías.

Sin embargo, creo que el discurrir de otros tantos decenios, bajo mi punto de vista ha disipado lo que de enfático podría albergar la que considero obra cumbre de Stevens, junto a la mucho menos recordada y previa PENNY SERENADE (Serenata nostálgica, 1942). Partiendo de la aclamada novela de Thedore Dreiser ‘Una tragedia americana’ -de la que Joseph von Sternberg firmó una atractiva y también cuestionada en su momento- versión en 1931- el tándem de guionistas formado por Michael Wilson y Harry Brown elaboró una actualización argumental, que trasladaba la acción original a un periodo de posguerra, coincidiendo a grandes rasgos con el periodo de rodaje del film.

La película se inicia de manera muy audaz -sobre todo poniéndose en la mirada del cine de su tiempo- con esa secuencia rodada mientras se impresionan los títulos de crédito, donde vemos discurrir al joven George Eastman (Montgomery Clift) en una carretera que le llevará a la ciudad en la que pretende establecerse laboralmente. En realidad estos breves pasajes, además de sorprender por su audacia -esos intensos primeros planos de Clift, que aciertan a describir el turbulento mundo interior de su personaje- describen a la perfección el entorno en que se va a desarrollar la película -el anuncio de la fábrica Eastman, el coche que discurre saludando a George- y muy pronto nos adentraremos en ese entorno urbano e industrial de postguerra, acertando la cámara de Stevens -magnífico el montaje de William Hornbeck- a la hora de describir breves pinceladas que muestran el marco industrial de la firma de ropa femenina que comanda el acaudalado tío del protagonista -que en un ocasional encuentro previo con este, le animó a que se ofreciera para encontrar un trabajo-. Esa capacidad verista de manera paulatina se irá aunando con los dos vectores románticos que canalizarán el futuro del protagonista. De un lado la progresiva cercanía que mantendrá en la fábrica -donde se prohíben relaciones entre empleados- con la joven Alice (Shelley Winters), y de otro las primeras muestras de la fascinación que George mantendrá con la atractiva, adinerada y aún inmadura Angela Vickers (Elizabeth Taylor). Curiosamente, esa latente obsesión en el joven aparecerá marcada de manera metafórica en un rótulo luminoso que zigzageará en el modesto apartamento de este. Fruto de esta última vertiente lo expresará la magnífica secuencia del primer encuentro de George en la mansión de su tío, donde es recibido por la familia de este y se presentará Angela -entonces novia del hijo del magnate-, que en ningún momento advertirá su presencia.

A partir de ese momento, la puesta en escena de Stevens se mostrará dominada por secuencias de más larga duración, en las que inicialmente se plasmará la efímera relación amorosa entre George y Alice, y donde tendrá un punto de inflexión el primer contacto sexual entre ambos, descrito con elegancia en una nocturna elipsis. No obstante, se encontrará presente en este su casi inevitable obsesión por Angela, algo que en todo momento observará la resignada Alice, quizá esperanzada -o ella misma se engañe dada su devoción por el muchacho, en quien involuntariamente proyecta una frustración existencial-. Será una circunstancia que tendrá su definitiva expresión en la fiesta a la que acudirá George, al objeto de poder hablar durante unos minutos con su tío y atender un ascenso profesional. Allí Stevens describirá una brillante coreografía visual que nos permitirá evidenciar la incomodidad que para un protagonista de clase obrera supone adentrarse en un universo de seres ociosos y acomodados. Unos instantes dominados por su precisa caligrafía visual, el espléndido lenguaje corporal esgrimido por Montgomery Clift y su evidente matiz crítico, que tendrán su conclusión con el inesperado -y secretamente deseado encuentro- entre George y Angela, mientras el primero desarrolla unas ociosas jugadas de billar en solitario, a partir de la cual se encenderá la abrasadora química esgrimida en todo momento por la pareja protagonista, y a la cual se servirá Stevens con una entrega total y absoluta, sin olvidar a partir de ese momento el contrapunto que brindará en la creciente soledad y dolor de Alice, quien sufrirá la circunstancia de quedarse embarazada de George.

Llegados a ese punto, el drama estará servido. Por un lado, la pasión del muchacho hacia Angela, exteriorizado de manera ya abierta, y de manera secundaria, su voluntad de poder ascender socialmente. De otro, el drama personal de Alice, doblemente asumido, de un lado por el creciente desapego de George, y de otro su dolorosa circunstancia de ese embarazo no deseado -la secuencia en la que acudirá a un médico, para de manera implícita practicarse un aborto aparece como una de las más dolorosas de la película-. Y en ese contraste aparecerá el tormento interior de un George, al que Montgomery Clift prestará una entrega absoluta, tan perceptible, que uno por momento llega a dudar si se encuentra ante un intérprete, tal es la sinceridad de su expresión en el drama vivido.

Será precisamente a partir de ese momento cuanto la textura de la película quedará dominada por una cierta oscuridad, quizá solo atenuada en aquellos instantes donde George intenta encerrarse en el espejismo que le proporciona su relación con Angela, para intentar olvidar. La extraordinaria iluminación de William C. Mellor se convierte en un extraordinario aliado a la hora de describir la temperatura emocional de un drama que poco a poco se irá imbricando en una espiral sin salida, y en la que la visita de la joven pareja de enamorados a un lago, proporcionará la primera advertencia seria de George de intentar superar el terrible dilema vivido con un asesinato. Todo sobrellevará a ese destino, agudizado por las crecientes largas brindadas a una cada vez más embarazada Alice, y al progresivo envalentonamiento de esta, que llegará a viajar hasta el lugar donde este se encuentra con Angela y su familia, cuando precisamente sus padres están a punto de otorgarle el visto bueno para autorizar la boda de ambos.

A partir de este momento, todo confluirá en ese extraordinario y angustioso episodio en el que George y Alice discurrirán casi en solitario con una pequeña barca por el lago antes mostrado en imágenes, en donde este finalmente aflorará el drama que atormenta al primero, en el que quizá sea el tour interpretativo más memorable de la carrera de Clift. La punitiva planificación de Stevens, la fuerza que alberga la sombría iluminación de Mellor y la vulnerabilidad de la Winters permitirán unos minutos extremadamente dolorosos, en los que finalmente nada sucederá como estaba planificado, pero en el que el destino de nuestro protagonista quedará ligado a la muerte accidental de Alice. A partir de ese momento, la torpe huida hacia adelante del muchacho no será más que la constatación de un peculiar calvario que asumirá casi sintiéndose derrotado en su interior. De destacar es la presencia de esa hipocresía de clase en el entorno de los padres de Angela, e incluso en el propio tío de George, a la hora de intentar desmarcarse del perjuicio y el escándalo que este les podría brindar. Esa mirada crítica contra la hipocresía de las clases altas, en el fondo supondrá el contraste hacia un muchacho condenado de antemano. Para ello se encargará al virulento fiscal Marlowe (Raymond Burr), que propondrá a la película quizá sus momentos más cuestionables y maniqueos, con especial mención a esa secuencia en la que este utiliza una canoa en plena vista, sin duda la peor del conjunto del relato.

Los detractores de la película -que conoció hace pocos años una inesperada revisitación, a partir de las citas que albergaban la extraordinaria obra de Woody Allen MATCH POINT (Match Point, 2005)- por un lado han argumentado quizá la frialdad con la que Stevens describe el material asumido, la presencia de algunos recursos posteriormente cuestionados -el predominio de sobreimpresiones-, el abierto predominio de la vertiente romántica, muy en la órbita hollywoodiense o, por encima de todas ellas, la adulteración del referente literario emanado por la célebre novela de Dreiser. A ello, me atrevería a señalar que a setenta años largos de su rodaje -la película estuvo más de un año hibernando tras su rodaje, al objeto de intentar aprovechar la Paramount su potencial éxito-, y cuando el lenguaje cinematográfico se ha degradado hasta extremos impensables hace años, es cuando se puede valorar de manera más racional esa querencia por los primeros planos, la propia abundancia de sobreimpresiones, la agudeza de su montaje, o incluso la presencia de breves y entonces sorprendentes ralentis que envuelven algunos de sus instantes románticos más memorables. En cuanto a esa relativa adulteración de su referente literario, soy de los que piensan que ambos medios tienen sus posibilidades, máxime cuando nos encontramos ante una adaptación que busca encontrar su lugar propio.

Finalmente, no cabe duda que si por algo se seguirá recordando A PLACE IN THE SUN, es por la irresistible fuerza que ofrece la intensa química establecida por la pareja formada por Clift y una jovencísima Taylor, en el primero de los tres títulos que protagonizaron juntos, iniciando una amistad entre ambos que se prolongaría hasta la muerte del primero. Desde la ya señalada secuencia de su primer encuentro ante la mesa de billar, y hasta el último y conmovedor descrito en la celda del acusado poco antes de ser condenado a muerte, lo cierto es los pasajes descritos entre ambos revisten una asombrosa fuerza romántica, que quizá alcance su cénit en el momento en que abandonan la fiesta que comparten para salir al jardín, y junto a la música de Frank Waxman y la entrega de los cerrados primeros planos de la pareja abrazada, no dudo surgen uno de los instantes más deslumbrantes del romanticismo emanado en el Hollywood clásico.

Calificación: 4

SOMETHING TO LIVE FOR (1952, George Stevens) Una razón para vivir

SOMETHING TO LIVE FOR (1952, George Stevens) Una razón para vivir

Entre dos títulos que se cuentan entre los más míticos del cine norteamericano de su tiempo –como son A PLACE IN THE SUN (Un lugar en el sol, 1951) y SHANE (Raíces profundas, 1953), cuyas cualidades prefiero obviar, entre otras cosas por tener muy lejano en el recuerdo el segundo de ellos-, la filmografía de George Stevens alberga una producción cotidiana y poco comentada. En realidad no se trata de una obra de especial significación, pero ese evidente carácter “menor”, es el que al mismo tiempo le proporciona, bajo mi punto de vista, una cierta valía en torno a su intimismo, que en ocasiones el mismo cineasta se niega a ratificar debido a la querencia por el énfasis. Así pues, SOMETHING TO LIVE FOR (Una razón para vivir, 1952) aparece casi como una curiosa mistura entre el sobrevalorado BRIEF ENCOUNTER (Breve encuentro, 1945) de David Lean, entremezclara con los ecos de una anterior producción de la misma Paramount, como fue THE LOST WEEKEND (Días sin huella, 1945. Billy Wilder) –la presencia en ambos repartos de Ray Milland no aparece en modo alguno casual-, una de las más conocidas aproximaciones que Hollywood brindó al tema del alcoholismo.

George Stevens opta por narrar una pequeña historia, bañada en el ámbito de la inmensidad urbana, narrada en un largo flashback, que combina la descripción de la larvada crisis que se cierne sobre un aparentemente feliz matrimonio de clase media norteamericana. La pareja está formada por el creativo publicitario Allan Miller (un sobrio Ray Milland), casado con la entregada Edna (maravillosa Teresa Wright, lo mejor de la película), siendo ambos padres de dos niños. Lo hará, contraponiéndolo con el inesperado encuentro que vivirá Jenny Carey (Joan Fontaine). Esta es una aún joven actriz, que no ha logrado consolidarse en la profesión, y se encuentra dominada por el alcoholismo, consecuencia de su crisis personal. El destino ha querido unir a ambos personajes, a través de una llamada realizada a Alcohólicos Anónimos, organización a la que perteneció el publicista, tiempo atrás también alcohólico. El encuentro, será el detonando para una especie de espejismo entre ambos. Para Allan, intentar emerger de un estadio de rutina, que se extiende incluso en una crisis de creatividad. Para Jenny, se dirime su posibilidad de emerger a ese latente dominio que ha sufrido con su protector, el arrogante promotor teatral Tony Collins, refugiándose en la bebida como única salida. SOMETHING TO LIVE FOR alberga lo mejor y lo peor, casi de una secuencia a otra. Lo más perdurable de la misma, viene a mi juicio planteado por esa mirada cotidiana que se brinda de una sociedad urbana, imbuida en el presunto gran sueño americano. El entorno bullicioso, la importancia de la evasión –el elemento teatral-, el peso de la publicidad, el discurrir de la multitud casi alienada por las calles. Es un elemento descriptivo, aunado con la fotografía en blanco y negro de George Barnes, que alberga episodios tan magníficos, como el de la fiesta convocada por Baker (Richard Dick), el joven y arribista compañero de Allan, en donde se proyectarán con una mirada revestida de malicia, las tensiones marcadas entre los principales personajes del relato, con especial mención en su incidencia sobre Miller y también esa mujer de la que se ha enamorado casi inesperadamente, invitada a la celebración sin que él lo sepa. Un entorno de mezquindades e hipocresías, al que habrá que añadir el episodio que describe el encuentro de los inesperados amantes en el interior de un museo egipcio, abruptamente interrumpido con la presencia de uno de los hijos del publicista, en una visita escolar. Sin embargo, lo más hondo, lo más doloroso incluso de esta película, se encuentra siempre a través de las miradas de la bondadosa, observadora y complaciente Edna. Bien sea en conversaciones apenas trascendentes en la cotidianeidad del contacto con su esposo, con la molesta presencia de sus hijos jugando batallitas del Oeste o, sobre todo, en la capacidad de atisbar, en la espléndida secuencia final desarrollada en el teatro -que nos devolverá al marco inicial del film-, y en donde la reiteración del diálogo que tiempo atrás leyó en el escrito teatral que descubrió casualmente, le hará descubrir con sutileza ese desliz que su esposo ha vivido al intentar buscar otra relación amorosa. Quizá una simple como simple exteriorización de una parada en el camino, en medio del trasunto de una andadura vital ahogada en la propia comodidad de esa falsa sociedad feliz.

Sin duda, atisbamos un ámbito en el que el film de Stevens podía haber discurrido con mayor grado de hondura, permitiéndole el logro de una mirada crítica acerada en torno al gran sueño americano. ¿Qué es lo que le impide alcanzar esa necesaria hondura? Sin duda el servilismo al star system –especialmente en el caso de la Fontaine, por otro lado impecable en su trabajo-. Pero sobre todo, aparece representado en la chirriante representación visual del mundo del alcoholismo, que queda casi como un rasgo de artificio en su conjunto. Buena parte de sus elementos más caducos, se centran en composiciones visuales e insertos, destinados a forzar la dramatización de la incidencia de la bebida en la pareja protagonista. Unamos a ello una excesiva dependencia de las sobreimpresiones. Serán elementos ambos que impidan que el alma de esta ficción crítica, respire por los poros de esa autenticidad que pide a gritos su propuesta.

Calificación: 2’5

QUALITY STREET (1937, George Stevens) Olivia

QUALITY STREET (1937, George Stevens) Olivia

Aquellos que puedan sentirse sorprendidos por El agradable tono de comedia que preside la muy simpática QUALITY STREET (Olivia, 1937), emergiendo sobre su condición de film de época, estoy convencido que no tendrán muy en mente el auténtico origen cinematográfico de su realizador; George Stevens. Mucho antes de irse configurando como un ilustre representante de la qualité de Hollywood, antes incluso de brindar en su obra una comedia melodramática tan espléndida como PENNY SERENADE (Serenata nostálgica, 1941) –que sigo considerando de lejos su mejor obra, al menos entre las que he contemplado de su filmografía-, los primeros pasos del realizador de GIANT (Gigante, 1956) se encuentran insertos dentro del engranaje del slapstick mudo, rodeando la prolija producción silente de la pareja Laurel & Hardy –es fácil comprobar su presencia en los títulos de crédito de diversos de sus films-.

Partiendo de dicha premisa, no es difícil apreciar detectar la afinidad en aquel Stevens provisto de ligereza y sentido del humor en los años treinta –testigo de ello lo fue incluso su aportación al film colonial como GUNGA DIN (1939)-, trasladando ese carácter a un relato que se traslada a los primeros compases del siglo XIX dentro de una pequeña localidad inglesa. La calle de la virtud que da título al film, es una arteria en la que parecen aunarse como una auténtica confabulación, todas las solteronas y puritanas de la localidad, que no dudan en dedicar sus existencias en asomarse a las ventanas,  contemplando tras las cortinillas de sus ventanas el paso del cualquier viandante masculino. Serán unos primeros minutos realmente divertidos, destacando la capacidad ofrecida por Stevens para describir con una enorme comicidad el hogar de las Throssel formado por Susan (Fay Banter) y Phoebe (Katharine Hepburn), dos hermanas solteras, siempre influenciadas por un trío de hermanas y dominantes puritanas comandando por Mary Willoughby (inconmensurable Estelle Winwood, dominando la película cada vez que aparece en escena). En medio de ese contexto tan divertido en su apariencia como represivo en el fondo, Phoebe espera la presencia del atractivo doctor Brown (Franchot Tone), con el que mantiene una sincera amistad, de quien está convencido se va a convertir en una petición de mano, que relegaría de forma definitiva su condición de soltera. Para su desdicha, y pese a los buenos modos que Brown le muestra –llega a escenificar un encuentro en el jardín que posee todos los componentes románticos-, este solo lo llevará a cabo para comunicarle que se ha alistado en la guerra contra las fuerzas napoleónicas.

Tras la estupefacción inicial, Phoebe y su hermana sobrellevarán diez años de su vida –que se solapan con una adecuada elipsis-, comandando una pequeña escuela que supone toda una tortura para la inexperta protagonista, hasta que de forma inesperada regresarán las tropas inglesas –un momento atractivo que muestra la fugacidad de la felicidad de los lugareños, que muy pronto volverá a la rutina cotidiana tras el desfile de las tropas-, llegando posteriormente Brown, convertido en un capitán de dichas fuerzas, y buscando afanosamente a Phoebe. El encuentro estará provisto de cierto alcance melancólico e incluso equívoco –la ausencia de expresiones del ya prestigiado militar-, e inducirá a pensar en Phoebe que ya no muestra interés en ella, al haber envejecido de manera lógica. Por ello, se inventará la personalidad de una supuesta sobrina suya –no será más que esta rejuvenecida de aspecto y vestuario- provocando con ello una inesperada y rápida pasión de este –que también en un momento determinado observará los indicios de su envejecimiento; esas inoportunas canas escondidas bajo la gallardía del uniforme militar-.

A partir de dichas premisas, QUALITY STREET esgrime las bases de un juego de carácter vodevilesco, que hay que reconocer funciona en un determinado nivel, provocando lo que denominaríamos un producto ligero y divertido, sobre todo cuando hacen escena las terribles hermanas Willoughby –ese impagable detalle de los velos a modo de cortinillas sobre los que se esconden los rostros de algunas de las solteronas-, con sus indagaciones que van mucho más allá de lo permisible –su estancia en la fiesta para lograr contemplar a esa ficticia Libby que lleva de calle a Brown-. En buena medida, la propia génesis de la película –articulada además por una estupenda recreación de época, obedece sobre todo a la astuta visión de la R.K.O., para extraer de Katharine Hepburn todo su potencial andrógino y de simulación. Una vertiente que muy poco tiempo después, llegaría incluso a proponer en la pantalla otro vodevil en el que modificaría incluso de sexo SYLVIA SCARLETT (La gran aventura de Silvia, 1935. George Cukor), o se pondría en la piel de conocidos personajes históricos como MARY OF SCOTLAND (María Estuardo, 1936), de la mano de un eficaz aunque un tanto envarado John Ford.

A QUALITY STREET cabe reprocharle –si con ello pretendemos establecer los límites de una comedia que se degusta con agrado y no pocas carcajadas, el hecho de que el equívoco que sustenta su nudo central está demasiado dilatado en el metraje. No aparece demasiado creíble esa ficción recreada por Phoebe, máxime cuando con un simple embellecimiento de su aspecto –algo que en realidad ejecutará al crear a su ficticia sobrina-, lograría el objetivo de atraer de nuevo la atención –y el amor- de esa persona a la que ha estado esperando largamente. Que se establezca como una prueba de orgullo ante el mismo, no justifica ese juguete cómico, que como tal hay que reconocer funciona en ocasiones con no poca efectividad, pero que en varios de sus momentos se nos antoja como una mera justificación para plantear un discurso sobre la verdadera esencia del amor... aunque para ello haya que ejecutar a un personaje que nunca existió, y de refilón este sentimiento favorezca una inesperada relación amorosa entre el pesado reclutador y la fiel criada de las Throssel. Y es curioso observar –es probable que sea una simple casualidad-, como esa conclusión no deje de tener su semejanza con la que trés décadas después plantearía Richard Quine en HOW TO MURDER YOUR WIFE (Como matar a la propia esposa, 1965). Y es que, ya que hablamos de Quine, el divertido inicio señalado al inicio de estas líneas, no dejó de recordarme el de la magnífica THE NORORIUS LANDLADY (La misteriosa dama de negro, 1962) ¡Que contaba también con Estelle Winwood! Demasiadas casualidades… o es que Quine, además de ser un gran director, sabía donde asumir sus referencias.

Calificación: 2’5

WOMAN OF THE YEAR (1942, George Stevens) [La mujer del año]

WOMAN OF THE YEAR (1942, George Stevens) [La mujer del año]

Parece casi increíble que un realizador como George Stevens –tan solvente artesano como prototipo del director hipervalorado entre la crítica estadounidense-, que prácticamente acababa de filmar la que  -a mi juicio-, constituye su obra maestra, y en la que revelaba un sentido de la observación y el melodrama directamente heredado del mejor Leo McCarey –me estoy refiriendo a PENNY SERENADE (Serenata nostálgica, 1941)-, fuera capaz de dar vida una comedia tan fracasada como la que ocupan estas líneas.

Nunca he sido un especial admirador de la serie de comedias que filmaron conjuntamente la pareja formada por Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Favorecedores de una química que considero limitaba el temperamento para el género de la Hepburn, quizá la presencia de Tracy –en mi opinión, uno de los mayores falsos prestigios dentro del Hollywood clásico-, lastraban unos títulos que se inclinaban peligrosamente a la bobaliconería y un aire discursivo y conformista. Pese a esas objeciones, creo que precisamente la peor de las colaboraciones entre ambos –al margen de la lamentable cita póstuma de los dos en uno de los peores títulos de Stanley Kramer- es la que posibilitó la formación de la pareja. Estamos hablando, por supuesto, de WOMAN OF THE YEAR (1942, George Stevens) –que probablemente no se estrenó en España por sus levísimas alusiones a la guerra civil y el entorno antinazi que rodea al personaje encarnado por la protagonista-.

El film de Stevens es una vuelta más al universo de la “guerra de los sexos”. En este caso se plasma inicialmente el universo contrapuesto de Sam Craig (Tracy) y Tess Harding (Hepburn). Ella es una prestigiosa e influyente columnista de sociedad y política –me resulta en todo momento cargante y mal plasmada esa vertiente incluso política de la misma- y él un popular periodista de deportes. Ambos trabajan en el mismo rotativo y tras un choque editorial los dos se conocerán personalmente y se producirá el flechazo. Un romance que se trasladará incluso en una repentina boda, pero que no evitará que la pareja muy pronto deje traslucir en sus diferencias de carácter y ambiente, hasta tal punto que se ponga en práctica en ellos una separación... que como es previsible no será definitiva.

WOMAN... es una película que goza de un inmerecido prestigio en Norteamérica –como tantos y tantos títulos de la época, algunos de los cuales están firmados por el propio Stevens-, y que por encima de todo encuentro una comedia fracasada. Lo hace en su intento de describir dos ambientes contrapuestos –algo que sí logró ejemplarmente Vincente Minnelli en DESIGNING WOMAN (Mi desconfiada esposa, 1957)-, que se deja inclinar demasiado hacia el paternalismo –una vez más, creo que la tendencia la marca la presencia de Tracy- y, fundamentalmente, se encuentra equivocada en su timming –su conjunto es extremadamente aburrido y sus poco más de 100 minutos de duración resultan eternos-. Sinceramente –y creo que mi apreciación no es muy descabellada, ya que Stevens trabajó en el equipo de la célebre pareja cómica-, creo que la principal razón de lo plúmbea que pude resultar esta película, estriba en el intento del realizador de trasladar a una comedia de los años 40, el singular ritmo que poseían los largometrajes protagonizados por Stan Laurel y Oliver Hardy. Esa exasperante lentitud que producía la hilaridad en las disputas entre los dos cómicos, se intenta trasladar dentro de un tipo de comedia muy diferente y, sobre todo, tratando de imitar unos modos que quizá eran imposibles que plasmar en otros intérpretes que no fueran el que sin duda ha sido el mejor tándem cómico de la historia del cine.

Es así como la secuencia final –que resulta casi insufrible en su duración de casi diez minutos-, no es más que la actualización de un mundo cómico inequívocamente sellado con el de la célebre pareja cómica surgida en el cine mudo. Pero además de ese casi interminable e infructuoso intento de Tess por elaborar el almuerzo a su esposo una vez regresa furtivamente a su casa, dispuesta a recuperar su amor, hay otras secuencias que llevan ese sello del gag de efecto retardado –el denominado show burn- tan difícil de manejar si no se encuentran los intérpretes adecuados y el rimo preciso, igualmente con resultados poco estimulante –es un ejemplo de ello la secuencia que se desarrolla en la noche de bodas-. Pero es que además de ello, y de que los protagonistas en muy pocos momentos alcanzan los suficientes niveles de simpatía en el espectador, los personajes secundarios no resultan menos antipáticos, empezando por ese amanerado secretario de Tess –Gerald (Dan Tobin)- y la estólida ama de casa de esta –Alma (Edith Evanson)-.

Al margen de ese fracaso en conjunto, es innegable señalar que WOMAN OF THE YEAR tiene algunos buenos momentos. Efectividad en alguna secuencia cómica –la que se produce cuando Sam se adentra de forma involuntaria en una conferencia de Tess repleta totalmente por mujeres-, ciertos gags divertidos –Sam simulando leer un periódico escrito en chino delante del secretario de Tess- y, sobre todo, alberga en algunos momentos una notable capacidad para la comedia sentimental –indudable huella de la cercana y ya mencionada PENNY SERENADE-; la penúltima secuencia de la película, en la que se casan el padre y la tía de Tess, alcanza una notable temperatura emocional, o la manera con la que se trata con enorme sobriedad el episodio del pequeño refugiado griego adoptado. Esos ocasiones logros, no obstante, suponen bastante poco para levantar el nivel de este falso prestigio para los adoradores de la pareja Tracy-Hepburn, y que personalmente considero quizá la comedia menos estimulante de un realizador que en bastantes ocasiones supo hacerlo con un grado de acierto bastante superior.

Calificación: 1’5