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CINEMA DE PERRA GORDA

THE DIARY OF ANNE FRANK (1959, George Stevens) El diario de Ana Frank

THE DIARY OF ANNE FRANK (1959, George Stevens) El diario de Ana Frank

THE DIARY OF ANNE FRANK (El diario de Ana Frank, 1959. George Stevens) asume desde sus primeros compases las costuras de un film anacrónico. Pese a haberse rodado apenas unos quince años de cuando se produjeron los hechos relatados, y a configurarse su plasmación visual dentro del excelente look que definía la producción dramática en blanco y negro de la 20th Century Fox en aquel tiempo -repleta de títulos de altísimo nivel-, hay algo indefinible, que nos avanza esa aura de solemnidad que va a asumir, y en cierto modo anular, la adaptación de los dos últimos años de vida de la joven Ana Frank, tras esconderse con su familia y otra más desde julio de 1942 y hasta bien entrado 1944, en una buhardilla de Amsterdam, al objeto de evitar la persecución nazi dirigida contra cualquier colectivo judío.

De entrada, la presencia de una obertura sobre fondo de pantalla negro a cargo del prestigioso Alfred Newman, nos adelanta la consideración de ‘gran producción’ que adquiere un metraje a todas luces desmesurado de tres horas que, si bien en ningún momento adquiere baches de ritmo, es innegable que resulta del todo punto desproporcionado. Stevens se encontraba en aquellos momentos -donde espaciaba sus películas y ya solo realizaría dos más hasta su definitiva retirada- inconscientemente desplazado de determinados modos de producción, en la medida que intentó combinar un relato que buscaba la baza del intimismo, pero al mismo tiempo disponerlo en el contexto de una gran producción. Difícil coyuntura. Tras la ya señalada obertura musical THE DIARY OF ANNE FRANK muestra bien a las claras su entraña en el propio episodio inicial, en el que un amargado Otto Frank (Joseph Schildkraut) retorna al ático donde vivió con su familia en aquellas tristes circunstancias, en donde se reencontrará con quienes propiciaron este refugio; Kraler (Douglas Spencer) y la joven Miep (Dodie Heath) -todos ellos, excelentes en la película-. Dicha secuencia de apertura nos permitirá por un lado percibir la autenticidad de su diseño de producción y la enorme importancia que le brindará la densa y contratada iluminación en blanco y negro de William C. Mellor. Pero, por otro lado, ya observaremos esa tendencia de Stevens de dilatar en exceso las situaciones, sin por ello resolver dicha elección con el logro de una necesaria densidad.

Conviene recordar que la película, sin olvidar su origen a partir del guion elaborado por Albert Hackett y Frances Goodrich, tomando como base el propio e involuntario libro generado con los diarios de la protagonista, en realidad retoma su esencia desde la obra teatral previa de la que fueron autores los propios guionistas. En esencia, Stevens busca modificar estos parámetros para insuflar a su historia fuerza cinematográfica, y justo es reconocer que acierta al transmitir el palpitar de un microcosmos que oscilará en todo momento entre lo cotidiano y lo opresivo. Entre el escenario de situaciones al límite a otras en las que, de manera inesperada, se insertan incluso pequeñas ráfagas de felicidad colectiva.

De tal forma, THE DIARY OF ANNE FRANK se dirime en el relato entrecortado de esa extraña cotidianeidad, a través de los componentes de la familia Frank -completada con la madre, Edith (Gusti Huber) y la hermana de la protagonista, Margot (Diane Baker)-. Serán acompañados en este insólito cautiverio con los componentes de la familia Van Daan, formada por Hans (Lou Jacobi) y Petronella (oscarizada Shelley Winters), padres del joven Peter (Richard Beymer). A ellos, en un momento dado se sumará el quisquilloso Albert Dussell (Ed Wynn), delimitando un panorama humano en el que se representará no solo la diferencia generalidad. También la social, conformando ese microcosmos que, al mismo tiempo, se representa igualmente en la complementaria personalidad establecida en todos ellos. Al mismo tiempo, el desglose argumental mostrará una sucesión de episodios contrapuestos, en los que Stevens se basa por un lado en su apuesta por planos largos, al tiempo que insertando ocasionalmente como elementos de estilo el uso de sobreimpresiones -en líneas generales acertadas- así como la presencia a modo de metáfora de planos en donde observaremos aves en vuelo, a mi modo de ver en su mayoría prescindibles. Estos se incorporan como nexo de unión de varios de dichos episodios, intentando apelar a un determinado grado de fluidez que, por otro lado, contradicen la dilatada duración de muchas de ellas. Y aunque en contadas ocasiones, destaca la precisión con la que Stevens dirime en ocasiones una planificación que acierta a potenciar el aura claustrofóbica de la película, a la hora de situar ese ático en el conjunto de una edificación que en sus plantas inferiores alberga una pequeña empresa. Al inicio, un plano imposible de grúa nos mostrará dicha disposición.

Serán estos los mimbres sobre los que se construirá esta producción, que en su estructura casi nunca acierta a resolver la enorme contradicción que encierran sus fotogramas. Es decir, aparentar el formalismo de producciones dramáticas inmersas en dicho periodo -sin salir en la propia Fox podemos destacar, dentro del mismo look de producción, obras tan magníficas como COMPULSION (Impulso criminal, 1959. Richard Fleischer) o la inesperada cima dirigida por Jack Cardiff con SONS AND LOVERS (1960)- utilizando sin embargo unas fórmulas bastantes características del más convencional cine novelesco, tan popular la década precedente. En medio de esa curiosa confrontación de modelos, lo cierto es que Stevens se inclina por uno y otro lado en función de las necesidades argumentales -que no dramáticas-, articulando un relato que bandea entre lo melodramático, el enfrentamiento de personajes -la secuencia en la que Edith, en un arrebato de ira, intenta expulsar a la familia Van Daan, al descubrir a Hans robando comida a escondida-, o la búsqueda de cierto intimismo, bien sea este coral -la celebración de la pascua judía- o centrado en algunos de sus escasos personajes -la soterrada rivalidad amorosa de las hermanas Frank con el joven Peter-. Por lo general, esa inclinación de pequeños apartes y conversaciones, en ocasiones casi a modo se susurros, encierran varios de los mejores momentos de esta película tan irregular, precisamente por su vocación apenas soterrada de aunar una pátina de solemnidad a un relato con un notable eco en la sociedad de su tiempo, pero procesándolo a la pantalla sin profundizar en un material dramático revestido de posibilidades e, incluso en sus momentos más convencionales, atesorando en sus imágenes una nada solapada apología de la más conservadora visión de la familia.

Y resulta curioso asumir como esa irregularidad, que justo es reconocer que Stevens mitiga con un ocasional trabajo de cámara y de profundidad de campo, en el que se intenta -y en ocasiones se logra- acentuar el lado claustrofóbico del relato, hay momentos o pasajes en donde esa incapacidad para mantener un equilibrio en la progresión del relato, nos lleva a asistir a momentos en los que precisamente esa deliberada voluntad de oscilación dramática, de manera involuntaria nos llevan a contemplar lo mejor y lo peor de la película. Es algo que permite el largo episodio que se inicia con la ya señalada celebración de la fiesta judía. Será precisamente dicha representación, un pasaje a mi juicio dominado por el estereotipo, e incapaz de transmitir esa voluntad de vocación colectiva. De repente, y de manera inesperada, una nueva e inesperada visita de un ladrón romperá esa paz -y, si me permiten, la cursilería- del momento, insertando en los seres ocultos un estado de profunda angustia, que será brillante -y físicamente- ejecutado tras la cámara, mediante una precisa planificación y un percutante montaje. La huida del personaje por el ruido provocado en el oculto ático, la puerta abierta a la calle en plena noches, la llegada de un viejo vigilante, la de un par de soldados, o el registro de estos, hasta el borde mismo de la puerta oculta al escondite, contemplando el pánico apenas contenido de nuestros personajes, compondrá el bloque más valioso de la película -como lo serán en menor medida otros insertos en dicha vertiente; la primera visita nocturna del ladrón, la secuencia del bombardeo, o la pesadilla sufrida por Ana-. Por desgracia, esa enorme tensión generada se romperá con un nada creíble retorno a la celebración judía, con bailes y cánticos por parte de todos ellos.

Llegados a este punto, al valorar esa voluntad de dilatar innecesariamente el metraje, sin por ello proponer una apuesta por la densidad, tendremos un ejemplo perfecto en sus minutos finales, donde poco a poco intuiremos la llegada de las fuerzas nazis, sobre todo cuando se establece una conversación intimista entre Ana y Peter. El sonido de las sirenas nos acerca al indeseado desenlace, y la planificación entrecortada entre los dos adolescentes transmite en esos momentos el impacto de lo ya inevitable. Sin embargo, Stevens optará por dilatar el impacto recurriendo a un plano general sostenido encuadrando a sus personajes y, con ello, diluyendo la fuerza emocional alcanzada instantes antes. En cualquier caso, hay un elemento que personalmente me distancia considerablemente de una película que, pese a todo, atesora buenos momentos. Me refiero al enorme error de casting que supuso la elección de la insoportable Millie Perkins para encarnar un rol que se supone dominado por tanta naturalidad como dramatismo, y que en este caso se traduce en una cansina sucesión de mohines y miradas presuntamente seductoras, como si en ella se quisiera proyectar una sucesora de Audrey Hepburn. Confieso que en no pocos momentos la cargante presencia de esta muchacha que muy pronto quedó -con sabiduría- al margen del protagonismo cinematográfico, uno siente el oculto deseo de que su final se acerque a la pantalla.

Calificación: 2

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