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CINEMA DE PERRA GORDA

George W. Hill

TELL IT TO THE MARINES (1926, George W. Hill) El sargento malacara

TELL IT TO THE MARINES (1926, George W. Hill) El sargento malacara

¿Como intentar explicar el atractivo que ofrece una película como TELL IT TO THE MARINES (El sargento malacara, 1926) –editada digitalmente bajo el título ¡VIVA LA MARINA!-. No lo será por parecer casi un precedente de tantos y tantos exponentes obstinados en describirnos las supuestas virtudes del entrenamiento castrense, como método para enderezar la andadura vital de un joven. Ni siquiera para mantener el seguimiento de un realizador interesante como George W. Hill, caracterizado por su dureza fílmica sobre todo en los inicios del sonoro, y que falleció trágica y prematuramente en 1939, en apariencia a consecuencia de un suicidio. En realidad, más allá de sus virtudes cinematográficas –que las tiene-, el principal atractivo del film que centra estas líneas, lo marca el singular triangulo protagonista. Una singularidad que de entrada propone que en los títulos de crédito se destaque la figura de Lon Chaney, aunque en realidad el rol protagónico del film es el del joven William Haines. Actor olvidado en nuestros días –su abierta homosexualidad le costó una exitosa trayectoria que transmutó con su pareja como no menos considerado interiorista-, considerado una de las principales estrellas de la Metro Goldwyn Mayer en aquellos años, Haines aparece ante una mirada contemporánea como un actor de excelente dotación para la comedia, extendiendo su radio de acción incluso hacia la pantomima. En la película encarna al arrogante Skeet Burns, un muchacho que tripula un tren con la falsa intención de enrolarse en la marina. Desde el primer instante, el intérprete de la excelente SHOW PEOPLE (Espejismos, 1928. King Vidor) –quizá su rol más memorable-, describe el especial encanto que emana de su atractivo juvenil y deportivo, su dotación para una divertida e insólita gestualidad y, unido a ello, una desarmante naturalidad que incluso sorprende en nuestros días y, ante todo, nos obliga a reivindicar la figura de un intérprete que sin duda cabría insertar en la galería de los grandes comediantes de su tiempo, dentro de una personalidad en algunos aspectos cercana a Chaplin o Harold Lloyd, pero dentro de un ámbito provisto de una empatía ante la pantalla, que no dudo en señalar como poco frecuente en su tiempo.

Más conocida en la presencia de Lon Chaney en el reparto, en un rol que el propio intérprete destacaba entre todos los que encarnó, quizá por asumir un rudo argento del ejército, en un personaje para el que el excelente actor no solo no tuvo que aplicarse maquillaje alguno, sino incluso por el hecho de demostrar en el mismo un apunte melodramático digno de ser resaltado. En realidad, el nudo argumental del film de Hill, se encuentra en el constante enfrentamiento marcado entre el indolente Burns y su superior, el sargento O’Hara (Chaney), empeñado en todo momento en sacar partido a este joven incapaz de asumir no solo la disciplina militar, sino cualquier otro atisbo de responsabilidad. En medio de todo ello se interpondrá la figura de la joven enfermera Norma Dale (encarnada por la no menos magnífica Eleanor Boardman) -esposa de King Vidor e inolvidable protagonista femenina de THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928), obra cumbre de su marido-, a quien ambos pretenderán, estableciéndose el clásico triángulo amoroso entre ellos. Un marco dramático que servirá por un lado para que O’Hara inserte ciertas cortapisas de cara a imposibilitar que fructifique la relación de los dos jóvenes –consciente de que tiene más que perder en la supuesta contienda romántica a partir de su aspecto físico-, o la irresponsabilidad de Burns le juegue más de una mala pasada –sus efímeros devaneos con una prostituta en tierras tropicales-.

Lo cierto es que la impronta de Hill aparece de forma intermitente en ciertos pasajes, sobre todo cuando se inserta un cierto elemento “bizarro” en algunos instantes. La fuerza de los elementos en las estancia en dicha isla, cierto travelling nocturno de retroceso que nos muestra a Burns con la bayoneta calada, el episodio del ataque el territorio chino, comandado por un villano encarnado por el popular Warner Oland –más adelante intérprete de Charlie Chan- en donde Burns y O’Hara mostrarán de forma definitiva su empatía, la fisicidad que presiden no pocos de sus episodios, o el general acierto que permite que la película oscile entre la comedia, el drama o la peripecia de aventuras con notable sentido del ritmo. Sin embargo, no vamos a engañarnos. Si conseguimos dejar de lado el primitivo reaccionarismo de la propuesta, podremos disfrutar el talento mancomunado de tres magníficos intérpretes –en especial me gustaría remarcar la modernidad y frescura del magnífico Haines-, y al mismo tiempo reseñar dos pequeños apuntes. El primero, el desaprovechamiento de ese general con el que inicialmente se encontrará Haines al inicio del metraje en el vagón del tren –que podría haber dado juego en un futuro reencuentro con el insolente joven-. Por último, cabe resaltar la elegancia y cierta melancolía que desprende la secuencia final, con un Haines ya licenciado y vistiendo ropa normal, acudiendo de nuevo a la academia donde inició su formación cuatro años atrás, reencontrándose con O’Hara. El espectador no ha percibido aún la elipsis que el realizador ha insertado, descubriendo muy pronto que este se ha casado con Norma –que permanecerá escondida para no provocar más desaliento en este último-, sugiriéndole ser socio suyo en un rancho que ha comprado. Este declinará y se despedirá cálidamente del que fuera su díscolo discípulo, mientras una furtiva lágrima caiga por uno de sus ojos, que simulará ser una gota de lluvia caída del cielo, y prosiguiendo con los ejercicios militares de formación que, para bien o para mal, son la razón de ser de su vida, quizá por que su propia personalidad no le ha permitido seguir otro asidero vital.

Divertida, simplista y trepidante al mismo tiempo, TELL IT TO THE MARINES ofrece dentro de sus convenciones, una muestra de cine destinado al consumo del público de la época, para el cual sus casi noventa años de antigüedad aparecen dotados de una más que estimable vigencia.

Calificación: 2’5 

THE SECRET SIX (1931, George W. Hill) Los seis misteriosos

THE SECRET SIX (1931, George W. Hill) Los seis misteriosos

La mirada revisionista que proporciona el paso del tiempo –unida a las cualidades que emergieron en algunos de sus títulos más conocidos-, han proporcionado una cierta vitola de culto en la figura del norteamericano George W. Hill (1895 – 1934). Aunque ni de lejos hayan podido ser contemplados buena parte de los títulos que forjaron su periodo silente, sí que es cierto que aquellos que realizó con la llegada del sonoro, demostraron una especial intuición en su cine ante las propiedades del nuevo formato cinematográfico, en absoluto dependientes de la presencia de la palabra o el estatismo teatral. Es curiosa además esta circunstancia, en la medida que su obra de aquel tiempo se desarrollara en el ámbito de la Metro Goldwyn Mayer, quizá el estudio que con mayor pesadez asumió esa transición del cine mudo al sonoro. Por ello propuestas como THE BIG HOUSE (El presidio, 1930) o la presente THE SECRET SIX (Los seis misteriosos, 1931), revelan esa inquietud visual de Hill, y dejan entrever el establecimiento de una trayectoria posterior más que prometedora, truncada trágicamente con el suicidio del cineasta. Pero pese a la abrupta conclusión de una filmografía que empezaba a vislumbrar unos senderos más que prometedores, nadie le puede negar al malogrado cineasta haber sido –contando quizá solo con el precedente de Joseph Von Sternberg-, uno de los precursores del cine de gangsters en el seno de la industria norteamericana. En efecto, poco tiempo antes de que la Warner capitalizara esta nueva corriente tan valiosa, Hill ya había logrado aportar una visión de conjunto que aún, más de tres cuartos de siglo después de ser mostrada por vez primera en las pantallas, sigue conservando un considerable margen de vigencia.

 

Esa sequedad, la intención clara de plantear un relato que discurre casi a trallazos, la importancia que se otorga a la expresividad de los rostros de los actores, la fuerza de una escenografía, o el intento de plantear auténticas crónicas sociales a través de las cuales se insertaban las circunstancias dramáticas de daban fuerza interna a sus relatos, eran los ejes sobre los que giraban el ya mencionado THE BIG HILL, y también lo hacen en esta posterior, menos conocida pero igualmente valiosa THE SECRET SIX. Una apuesta llevada a la pantalla con guión y diálogos de Frances Marion, centrando su mirada en el ascenso y caída de un simple y rudo granjero –Louie Scorpio (un eficaz Wallace Beery)-, aunque abriendo dicha anécdota concreta al contexto más extenso del hampa de Chicago. Será un recorrido que trasladará al espectador a un ámbito que alcanzará matices dialécticos, en torno a las causas que facilitarán el florecimiento de la criminalidad en aquellos tiempos, basándose en la prohibición del alcohol, el funcionamiento de diversos gangs al tomar cada uno de ellos una zona de la ciudad. Pero, sobre todo, se centrará en las argucias utilizadas por todos estos grupos, para poder sortear cualquier inconveniente, integrándose en los diversos elementos que proporcionará la sociedad de su época, sin llegar a cerrar sus puertas a las instituciones representativas de la ley, al objeto de violentar su correcto funcionamiento y con ello evitar que las mismas limitara su radio de acción.

 

Todos estos, son elementos que serían con posteridad tratados –probablemente incluso con mayor hondura y lucidez- en ejemplos posteriores, pero si más no, nadie puede negar a THE SECRET SIX el hecho de resultar uno de los títulos precursores de esta vertiente, al tiempo que resultar aún hoy día un exponente de notable eficacia, en el que el espectador poco a poco se va introduciendo en una maraña de personajes y situaciones que quizá a nuestros ojos puedan resultar arquetípicas, pero que siguen manteniendo su fuerza como relato fílmico. Lo logrará con esa manera de expresar las secuencias, generalmente basadas en planos generales, una escasa presencia de diálogos y una austeridad narrativa que muy pronto deja de lado la morosidad para desplegarse en sobriedad como norma de estilo. A partir de esas premisas narrativas, el film de Hill logra resultar en su conjunto un casi complejo muestrario de situaciones y elementos que muy pronto se harían familiares en el devenir de un género enraizado con rapidez en el espectador de la época. A los rasgos antes citados, cabe unir la importancia de la prensa a la hora de desenmascarar estos comportamientos criminales. Y todo ello describiéndonos el devenir de este rudo personaje sin escrúpulos encarnado por Beery, quien no dudará en unirse a un grupo en principio encabezado por Johnny Franks (un Ralph Bellamy que supo encarnar el lado oscuro de su personalidad cinematográfica), aliándose con un abogado corrupto –Richard Newton (Lewis Stone)- para luchar contra otro colectivo gangsteril, apoyando incluso a un candidato a alcalde que finalmente saldrá elegido –el personaje menos trabajado de la película-. A partir de estas coordenadas, llegarán a sobornar al jurado que en última instancia lo declarará inocente –magnífico el detalle de esa pitillera de oro que aparece en plenas deliberaciones, y que introducirán al espectador la sospecha del soborno, conociendo la afición de Scorpio por ese tipo de regalos-.

 

Dentro de ese gusto por el detalle combinado por la austeridad con la que son mostradas las situaciones más dramáticas de la función, tendrán especial impacto las dos secuencias en las que se expresarán ametrallamientos realizados utilizando la oscuridad de los lugares elegidos. Uno de ellos será una taberna, pero sin duda el instante más rotundo de dicha vertiente lo proporciona el cruel asesinato del aguerrido periodista Hank Rogers (Johnny Mack Brown), ante la mirada aterrada de la joven Anne Courtland (una jovencísima Jean Harlow). Será el detonante para la definitiva caída de Scorpio, a partir de cuyo crimen nada volverá a resultar igual, ni siquiera logrando sobornar a los componentes del jurado, que el juez de la vista llegará a desacreditar en su alegato final. En definitiva, THE SECRET SIX puede definirse por derecho propio como uno de los referentes más interesantes con que contó el cine USA en esos momentos iniciales del sonoro, tratando ese aspecto de delincuencia organizada en bandas mafiosas, que muy pronto se erigiría como una de las bases irrenunciables de un cine policíaco, directo y de alta implicación social que, poco años después, se convertiría en la base para la presencia de la auténtica corriente noir. Solo por ejercer ese papel de más o menos precursor, la película de Hill debería gozar de un cierto reconocimiento. Pero es que además de ese aspecto meramente histórico, lo cierto es que THE SECRET... sigue manteniendo buena parte de su fuerza e inmediatez, aunando la conjunción de un relato bien trabado con la crónica de un momento especialmente tenso en la vida urbana de aquellos primeros años treinta.

 

Calificación: 3

THE BIG HOUSE (1930, George W. Hill) El presidio

THE BIG HOUSE (1930, George W. Hill) El presidio

No cabe duda que los primeros años treinta fueron terreno propicio en el cine norteamericano, para la realización de títulos destinados a albergar un grado considerable de conciencia social. Todos ellos, en mayor o menor medida, reflejaron la realidad marcada por la gran depresión. Una realidad que tuvo una mayor incidencia en la pantalla en esos primeros años treinta que habían vivido más de cerca sus consecuencias, al tiempo que ejercían como terreno abonado a unos planteamientos cinematográficos que, a partir de 1933, fueron abortados con la implantación del temible Código Hays –cuyas consecuencias en el progreso del cine USA quizá jamás podremos valorar en toda su magnitud-. Es por ello que a inicios de la década de los treinta, las pantallas cinematográficas se poblarán por títulos dominados por una notable franqueza sexual, el planteamiento adulto de problemáticas de pareja representados en personajes femeninos dotados con gran complejidad y madurez, al tiempo que se plasmarán temáticas y problemáticas quizá poco habituales en una producción que buscaba el entretenimiento de las masas.

 

Dentro de dicho contexto, el ejemplo de THE BIG HOUSE (El presidio, 1930. George W. Hill) ocupa un lugar de cierta relevancia, en la medida que ejerce como uno de los precursores de un cine muy practicado en aquellos años por la Warner Brothers, como es el carcelario, protagonizado por estrellas habituales en el estudio, y realizado por directores también en nómina como Michael Curtiz, William Keighley o Lloyd Bacon. Sin embargo es en el seno de la Metro Goldwyn Mayer donde se auspició esta seca, austera y decidida producción, que supone el título más conocido de su realizador, un George W. Hill (1895 – 1934) al que su prematuro fallecimiento quizá privó de una trayectoria cinematográfica previsiblemente destacada. La capacidad visual de Hill, sus sabios reflejos de una experiencia previa en el cine mudo, la sensación de ir “a lo directo” y la ausencia de moralismos del relato, indudablemente son elementos a tener en cuenta, en un auténtico precursor de la temática carcelaria en las pantallas, que se aleja bastante –por fortuna-, de esas limitaciones redentoras que –título tras título- empobrecían las posteriores propuestas de la Warner. En su lugar, asistimos a un relato dominado por la austeridad, que sabe expresar con justeza la dureza tanto de la vida en la prisión, como los elementos, personajes y matices psicológicos que en su seno se internan, que utiliza bastante poco los diálogos, inclinándose en su lugar por una narrativa dominada por planos generales. En la combinación de todos estos elementos insertará oportunos movimientos de cámara, acentuando primordialmente ese carácter de pesada rutina que manifiesta una planificación que –influenciada por el METRÓPOLIS (1927) de Fritz Lang-, no duda en mantener como auténtico leiv motiv esa reiteración de las pisadas de las columnas de presos en el interior de un seco establecimiento, descrito además con una severidad arquitectónica bastante notable.

 

THE BIG HILL se iniciará con la llegada al recinto –que es mostrado en toda su adusta magnificencia en plano general de exteriores-, de Kent Marlowe (un jovencísimo Robert Montgomery). Se trata de un muchacho de buena familia de carácter bastante introvertido, condenado a diez años de prisión  por haber matado accidentalmente a una persona en accidente de tráfico conduciendo borracho. Sin previsión alguna, Marlowe es internado en una celda que comparte con dos peligrosos delincuentes; John Morgan (Chester Morris) y Butch Schmidt (Wallace Beery). La poco meditada decisión del gobernador, sirve en la película para introducirnos a los tres polos de atracción de la película. Caracteres complementarios que permitirán internarnos en un submundo de dureza y supervivencia, en el que el joven recluso tendrá que hacer frente a su debilidad como persona. Ciertamente, el recorrido argumental del film de Hill es contundente, valiente y poco presto a divagaciones moralistas –es a mi juicio el elemento que ha permitido que la película sobreviva bien con el paso del tiempo-. En su defecto, apuesta por una descripción física de la vida de prisión –con especial mención a la terrible existencia de las celdas de castigo, que permitirá un largísimo y casi extenuante plano general donde, en off, Morgan y Schmidt conversarán al estar recluidos en la misma-. Las costumbres cotidianas de los presos, las novatadas a los recién llegados, su código de conducta definido por la lealtad, el siempre latente deseo de fuga, la presencia de un director comprensivo aunque dominado por la precariedad de medios, la catarsis del motín final…-. Todo un catálogo de motivos de comportamiento, son mostrados por el realizador con un notable sentido físico y de la progresión dramática, llegando a insertar ciertos elementos melodramáticos, quizá un poco forzados en su presencia –el encuentro de Morgan con la hermana de Marlowe, una vez huido de la prisión, que le hará comprender la existencia de un mundo nuevo fuera de las rejas y sentir la fuerza del amor-. Sin embargo, la presencia de esta subtrama servirá para reforzar el episodio final, en donde se expresará el motín de los reclusos en la prisión, mostrado con una fuerza expresiva realmente admirable. Unas secuencias que pienso que han quedado como un referente dentro del género, en las que los tres protagonistas decidirán sus destinos; Morgan logrará redimirse tras encauzar la rebelión –cerrará la puerta de la celda en donde se encontraban los oficiales de prisiones dispuestos a ser sacrificados por Schmidt-, este último morirá en la refriega, y Marlowe sacrificará su vida tras asistir aterrorizado a una rebelión que había provocado involuntariamente con su delación, fruto de la debilidad de su carácter.

 

Valiosa película, fruto en sus cualidades del contexto favorable en que fue realizada y también de la intuición cinematográfica de su realizador, fallecido pocos años después, es evidente que además sirvió como referente a tantos y tantos títulos que, con el paso de los años, apostaron por este subgénero. En este sentido, no puedo por menos que destacar las notables similitudes que presenta con la muy lejana en el tiempo –e igualmente magnífica- RIOT IN CELL BLOCK (1954, Don Siegel). Ejemplos valiosos ambos, que pueden hacernos entender las semejanzas en el punto de partida, así como las diferencias que se ofrecían entre el buen cine de inicios del sonoro, y la valiosa serie B de la primera mitad de los cincuenta.

 

Calificación: 3

TELL IT TO THE MARINES (1926, George W. Hill) El sargento malacara

TELL IT TO THE MARINES (1926, George W. Hill) El sargento malacara

Evidentemente, no podremos jamás decir que con TELL IT TO THE MARINES (El sargento malacara, 1926. George W. Hill) nos encontremos ante un exponente especialmente memorable dentro del cine mudo norteamericano. Nadie puede negar que nos encontramos ante un título enclavado dentro de esa producción más o menos comercial, más o menos acomodaticia, que la Metro Goldwyn Mayer planteaba en la segunda mitad de la década de los años veinte. Y lo hacía en este caso además, apelando a un subgénero que ha venido prolongándose de manera intermitente en el seno de la cinematografía USA, con exponentes que se han venido reiterando incluso hasta las últimas décadas. Y es que títulos tan conocidos –y generalmente tan molestos- como TOP GUN (Top Gun. Ídolos del aire, 1986. Tony Scott), AN OFFICER AND A GENTLEMAN (Oficial y caballero, 1982. Taylor Hackfort), o incluso HEARTBREAK RIDGE (El sargento de hierro, 1986. Clint Eastwood) y el más lejano BATTLE CRY (Más allá de las lágrimas, 1955) del mismísimo Raoul Walsh. Es decir, nos situamos ante uno de los precedentes de un tipo de relato en buena medida ensalzador de las virtudes castrenses, apelando todos ellos en sus respectivos argumentos la ya entonces sempiterna oposición entre el militar veterano, furioso e intolerante, y el joven integrado recientemente al seno de la vida castrense. Una oposición que ofrecerá motivos de desaliento para el encantador y atrevido Skeet Burns (William Haines), cuando tenga que enfrentarse y sufrir las iras del adusto sargento O’Hara (Lon Chaney), mientras de forma paralela, nuestro joven protagonista intente lograr el amor de la joven Norma Dale (Eleanor Boardman).

 

Creo que a grandes rasgos, podremos forjarnos una idea de las posibilidades y limitaciones que ofrece esta sencilla e incluso apreciable película, que nadie puede negar basa la máxima de su eficacia, en la insólita y atractiva combinación de su trío protagonista. En este sentido, TELL IT… es un producto confeccionado a la medida de su estrella protagonista, el arrollador William Haines. Y es que pese a que en los títulos de crédito figure como tal el veterano Lon Chaney, es indudable que la M. G. M. auspició esta producción para aprovechar el filón de uno de sus intérpretes más populares en aquellos años, hasta que pocos años después, el conservadurismo del estudio no permitiera la vida abiertamente gay del atractivo, fresco y brillante intérprete, lo que llevó a la retirada de su contrato y su casi inmediato abandono de la profesión, en beneficio de una lucrativa trayectoria como decorador de interiores. Puede que tal variación en su andadura profesional le posibilitara un modo de vida más relajado y coherente, pero no me cabe duda que contemplándole en la pantalla, me lleva a pensar que nos encontramos ante un actor dotado de una simpatía y frescura innegable, y al que su progresivo envejecimiento ante la pantalla le hubiera permitido crecer como actor de carácter –personalmente su aspecto le semeja a un Fredric March juvenil-. Creo que Haines pudo ser realmente el primer actor que tuvo la comedia norteamericana, tendiendo un puente entre las figuras cómicas del cine mudo –con uno de cuyos exponentes, Harold Lloyd, tenía no poca afinidad-, y la cercanamente posterior instauración del periodo de la screewall comedy.

 

Pero es que además en esta ocasión, Haines tuvo como insólito oponente a un Lon Chaney que por una vez abandonaba las caracterizaciones torturadas que fueron su marca de fábrica, mostrándose en esta ocasión como un férreo y al mismo tiempo sobrio militar, que se mantendrá en permanente enfrentamiento con el arrogante y al mismo tiempo vitalista Burns. Es por ello esta película una buena prueba de la versatilidad e intensidad dramática de este magnífico intérprete, logrando en la interacción con Haines no pocos momentos de auténtico duelo interpretativo. Junto a ellos, no conviene omitir la presencia y el talento ofrecido por la entonces esposa de King Vidor –Eleanor Boardman-, muy pocos años antes de ser seleccionada por su propio marido para coprotagonizar la inolvidable THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928). Creo de verdad que la interacción de estos tres personajes, permiten que los tópicos que destila su planteamiento dramático y de comedia queden en un segundo lado, y su desarrollo se centre en la por otro lado arquetípica oposición de personajes. Por lógica, es una regla no escrita que en esta ocasión se pone de nuevo en práctica, logrando de sus tres protagonistas una labor de interpretación lo suficientemente sólida, como para dotar de la suficiente entidad el conjunto de la película.

 

Afortunadamente, mas allá de la ocasional eficacia que el star system de la época podía ofrecer, y más allá también de la molesta pero al mismo tiempo ingenua defensa de las virtudes de la vocación militar que vehicula la película, en ella concurre una circunstancia que tiene finalmente más importancia de la previsible. Me estoy refiriendo al dinamismo que proporciona la realización de George W. Hill, un hombre al que su prematura desaparición mediante el suicidio en 1934, impidió una andadura posterior previsiblemente interesante. En este caso, la dotación de Hill se centra especialmente en la inserción de ciertas secuencias y dinamismos en el rodaje de momentos caracterizados por el movimiento en su discurrir. Es indudable, a este respecto, que esos destellos de modernidad cinematográfica, los giros que brinda su argumento y la brillantez en la química del terceto protagonista, son los ejes que permiten que la película se contemple con agrado, y hasta cierto punto nos permita observar sin demasiado recelo, un entorno como el de la academia de formación militar. Ya es bastante, y en buena medida me permite intuir que todas estas estereotipadas propuestas en este periodo estaban revestidas de ingenuidad, y no sería hasta décadas posteriores, cuando su reiterada plasmación en buen número de títulos fueran acompañadas por un matiz reaccionario claramente reconocible.

 

En cualquier caso, TELL IT TO THE MARINES queda como un pequeño título de consumo, interesante por ser uno de los papeles más valiosos y versátiles que desarrolló en su carrera Haines, y al mismo tiempo muestra la vertiente más o menos humana del gran Chaney. Una comedia dramática que finaliza como era previsible y que, pese a todo, permite un visionado grato.

 

Calificación: 2’5