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CINEMA DE PERRA GORDA

Guy Hamilton

THE DEVIL’S DISCIPLE (1959, Guy Hamilton) El discípulo del diablo

THE DEVIL’S DISCIPLE (1959, Guy Hamilton) El discípulo del diablo

El paso del tiempo ha concedido a THE DEVIL’S DISCIPLE (El discípulo del diablo, 1959. Guy Hamilton) la condición casi inamovible de resultar un producto maldito y, por encima de ello, un corpúsculo molesto para cuantos participaron en su desarrollo. Kirk Douglas la comenta muy de pasada en sus memorias, destacando los problemas que vivieron en su proceso de gestación. Es más, de todos es conocido que Alexander Mackendrick inició el rodaje de la película, abandonándolo al poco, y haciéndose cargo del mismo el ya experimentado –aunque menos prestigiado- Guy Hamilton. Dichas circunstancias, unido al hecho de que en su momento no lograra una especial repercusión, y que en España no conociera un nuevo acercamiento, desde su estreno en nuestro país en 1960, es la que ha favorecido –como en tantas otras ocasiones- que esa aura de malditismo e incluso de fracaso artístico, se haya prolongado hasta nuestros días.

Y no deja de suponer una tamaña injusticia, ya que THE DEVIL’S DISCIPLE aparece ante mis ojos como una magnífica película, en la que junto a la singularidad de su configuración –una coproducción americana e inglesa, que al mismo tiempo asume un ámbito de reconstrucción inglesa en el originario territorio norteamericano- tiene a mi juicio una serie de aspectos que enaltecen su resultado. De una parte, la esmeradísima reconstrucción histórica de la Guerra de la Independencia en la Nueva Inglaterra, a finales del siglo XVIII. De otra el elemento distanciador que proporciona, con esa narración en off la presencia de pequeñas pinceladas de animación, ofreciendo una mirada crítica, que estimo a mi modo de ver fueron tenidas en cuenta por el Tony Richardson de la posterior e inferior THE CHARGE OF THE LIGHT BRIGADE (La última carga, 1968). Y, finalmente, en el aspecto que personalmente quiero resaltar, creo que lo que a primera instancia podrían aparecer como aspectos que denotan la presencia de varios responsables en su conjunto, considero que en última instancia favorecen el resultado de una propuesta que aúna un notable rigor en su reconstrucción histórica como, sobre todo, un magnífico diseño de personajes. Y es que tomando como base una obra teatral de George Bernard Shaw, no dudo que fue ese elemento de distanciación intelectual y la hondura de su planteamiento dramático, el elemento que llamó la atención de Kirk Douglas y Burt Lancaster, para asumir a través de sus respectivas compañías de producción la puesta en marcha de un proyecto que, indudablemente, entroncaba por la política de ambos de llevar a cabo ambiciosas propuestas dramáticas.

Estamos ubicados en la pequeña localidad de Springtown, en New Hampshire, dentro de la ya citada Guerra de la Independencia, realzada por la extraordinaria iluminación en blanco y negro de Jack Hildyart –que proporciona a sus imágenes una extraordinaria aura de austeridad y fatalismo a su conjunto-. Las tropas del general Burgoyne (Laurence Olivier), representando al rey Jorge III se disponen en una ofensiva, ahorcando a un líder rebelde y provocando con ello la ira del hasta entonces apacible reverendo episcopaliano Anthony Anderson (Burt Lancaster). Las consecuencias de este asesinato por orden militar, propiciará el retorno del hijo del ahorcado. Se trata de Richard Dudgeon (Kirk Douglas). Este retornará a su ámbito familiar, heredando de manera insospechada las propiedades de su padre, a costa del despecho de su anciana madre. Pero al mismo tiempo que asentar en el colectivo la voluntad de rebelarse contra la invasión inglesa, el retorno de Dudgeon insertará una tensión en el ámbito familiar de Anderson, en la medida que años atrás mantuvo una estrecha relación con Judith (Janette Scott), la esposa del presbítero, hasta que finalmente optara por ligar su vida con este. Así pues, el complejo nudo dramático de THE DEVIL’S DISCIPLE se articula por un lado en la descripción de la rebelión del campesinado de la región contra la opresión inglesa, la dureza de las medidas militares esgrimidas por estos, o la creciente lucidez de su mando superior, consciente de que finalmente su dominio será erradicado. Pero por otro se dirimirá un debate en torno a la inutilidad de la inocencia, representada en la figura del religioso que encarna Lancaster, que verá en la valentía demostrada por su hasta entonces rival, a alguien que no precise de referentes religiosos para poner en práctica el sacrifico de su propia vida. Intuyo que ese debate es lo que más pudo interesar a Mackendrick a la hora de implicarse en el proyecto, puesto que dichas características se entroncan con la entraña de su cine. Sin embargo, y dejando de lado las posibilidades que hubiera desplegado el extraordinario realizador de THE LADYKILERS (El quinteto de la muerte, 1955), no dejo de reivindicar la inteligente puesta en escena brindada por un inspirado Guy Hamilton, quien sabe desplegar un extraño equilibrio a la hora de articular las diferentes tonalidades insertas en sus imágenes, hasta el punto de definir un conjunto por momentos sorprendente, y en el que sus diferentes giros no limitan su alcance sino que, en la mayor parte de ellos, loo enriquecen.

Y es que nos encontramos ante una película que funciona con presteza en su alcance de drama intimista en torno a ese reiterado drama triangular planteado a partir de la llegada de Dudgeon, al entorno familiar de los Anderson. Pronto se dirimirá la propia oposición establecida entre el primero y la aparente personalidad apacible del presbítero, amparado en unas creencias religiosas, que el rebelde y librepensador Richard pone en práctica con mayor efectividad y convencimiento, sin tener que recurrir a elementos metafísicos. Y entre ellos se establecerá la vigorosa, elegante y al mismo tiempo distanciada personalidad del general Burgoyne, que permite a Laurence Oliver en su mejor momento desplegar una asombrosa performance, en la que no dudo se sientan las bases del que muy poco después, brindaría a través de su inolvidable rol del autoritario Craso en la mayestática SPARTACUS (Espartaco, 1960. Stanley Kubrick). Así pues, THE DEVIL’S DISCIPLE destaca por su acusada sobriedad, ese ya señalado verismo historicista, un imponente cast casi totalmente británico, o el contraste que proporciona esa mirada irónica en forma de curiosas y breves animaciones explicando los métodos de oposición en la lucha. Pero ese mismo contraste de estilos se manifiesta en la entraña dramática de la película, donde encontramos secuencias que aprecian una nada solapada querencia fantastique –la del encuentro de Anderson y Dudgeon en la nocturnidad del cementerio, o aquella en la que este último se reencuentra con Judith, su antigua amante. Se tiene en sus momentos más intensos esa intención de apostar por una densidad ligada al intimismo, que ya aparecería en otras producciones auspiciadas por el propio Lancaster en su productora –pienso en la estupenda y muy cercana SEPARATE TABLES (Mesas separadas, 1958. Delbert Mann)-. Esa sensación de ligarse a una valiosa base dramática procurando al mismo tiempo sus posibilidades en base a su tratamiento estrictamente cinematográfico –realzado por el magnífico score de Richard Rodney Bennett- proporciona al mismo tiempo pasajes sorprendentes que si bien en su momento fue cuestionado por algunos, a mi modo de ver contribuyen a dotar de singularidad a su conjunto. Con ello, me refiero a la secuencia en la que Anderson inicia su revuelta contra los británicos, estructurando la misma con un insólito elemento slapstick al tiempo que rompiendo con el supuesto elemento heroico del mismo. Una heroicidad que con anterioridad ya ha sido puesta en tela de juicio en la actitud marcada por el nada religioso Dudgeon. Un inesperado contraste para una estupenda e insólita producción, que creo que se adelantó a su tiempo en la medida de describir una serie de nuevas complejidades a este tipo de cine. Es cierto, quizá hubieras sido de desear una duración más extensa, permitiendo redondear una conclusión algo apresurada. Sin embargo, ello no impide reconocer que nos encontramos ante una película necesitada de una urgente reivindicación.

Calificación: 3’5

THE RINGER (1952, Guy Hamilton)

THE RINGER (1952, Guy Hamilton)

Sin ser un producto significativamente remarcable, no se puede poner en duda el cierto grado de interés que alberga la totalmente ignorada THE RINGER (1952). Lo es, en primer lugar, por suponer el debut de un realizador de cierta relevancia en el cine inglés, sobre todo dentro del ámbito de la producción escapista del mismo, como fue Guy Hamilton. La película está basada en la obra de Edgar Wallace titulada The Gaunt Stranger, y fue llevada a la pantalla en reiteradas ocasiones -la primera de ellas en las postrimerías del periodo silente-. Lo valioso de esta primera película de Hamilton, reside en su clara voluntad de evadirse del who is who que plantea en primer término la base argumental emanada en la novela de Wallace. Por el contrario, lo que le permite su relativa perdurabilidad, lo supone la clara incardinación de su propia existencia como una comedia de suspense provista de una inusual agilidad, superando con mucho su condición de serie B de ajustada duración -apenas unos 75 minutos-.

THE RINGER se inicia con el relato en off de la sofisticada Cora Ann Milton (Greta Gynt), al revelar el contexto con el que se casó con Arthur Milton -apodado ‘The Ringer’, en español ‘El campanero’-. Se trata de un conocido y codiciado delincuente, con quien vivió durante sus primeros días de matrimonio un largo viaje a diversos rincones del mundo, en medio del cual se produjo la muerte de este. Sin embargo, la realidad es que las autoridades inglesas han descubierto que ‘The Ringer’ se encuentra con vida, por lo que intentarán darle captura, con la enorme dificultad existente ya que no se encuentra imagen alguna que pueda identificarle. Lo que si hará el departamento policial encabezado por el veterano inspector Wembury (Charles Victor), es trasladarse a la lujosa vivienda propiedad del poco recomendable abogado criminalista Maurice Meister (Herbert Lom), contra el que apuntan todas las miradas del temido delincuente, ya que este actuó en contra de la hermana del mismo provocando su suicidio. Para proteger a Meister de un posible atentado al tiempo que estar pendiente de la posible llegada del buscado delincuente, se desplazarán agentes que protegerán su entorno. El propio Meister contratará como sirviente al divertido ladrón Sam Hackett (William Hartnell), y junto a Wembury se encontrarán el extraño inspector Bliss (Norman Wooland), y un viejo investigador que toma datos para la elaboración de un nuevo libro -el dr. Lomond (Donald Wolfit)-.

Lo más valioso del film de Hamilton reside de entrada en ese preámbulo irónico descrito por la esposa de Milton, en medio de un dinámico montaje que nos introduce en una curiosa charada donde se alternarán instantes dominados por la intriga, con otros en los que la ironía y una clara inclinación con la comedia se sucederán con una inusual frescura, emergiendo con facilidad de la levedad sobre una base argumental poco distinguida. Y si bien es cierto que se incorporarán pasajes descritos en la comisaría -algunos especialmente relevantes, como aquel en el que el gesto de sorpresa de Cora parece alentar cierta sospecha al espectador, o el divertido instante en el que se descubre el robo que Hackett efectúa en el interior de la vivienda de Meister-, junto a otros en exteriores, lo cierto es que el nudo de  THE RINGER se encierra en las dependencias de la acomodada mansión del poco escrupuloso abogado, al que Herbert Lom proporciona una brillante performance revestida de arrogancia, que acierta a contemplar como casi de un día a otro la amenaza se cierne sobre él, teniendo que asumir hechos como la vigilancia policial en el exterior de la misma, o la instalación de rejas de protección, e incluso la incorporación de una alarma. A partir de esa incardinación, Hamilton acertará al utilizar con acierto un juego de cámara que buscará la interrelación de su reducida galería de personajes, llegando a transmitir al espectador ese jugueteo, e intentando plantear pistas falsas, al objeto de dotar de interés un argumento bastante simple. Junto a ello, destacará la presencia de pequeñas subtramas destinadas a conferir cierta hondura dramática a una propuesta que, en la frescura con la que esgrime lo liviano de su planteamiento encuentra de manera paradójica lo más valioso de su enunciado. Así, aparecerá la relación de domino que el abogado amenazado estrechará hacia su joven secretaria -Lisa (Mai Zetterling)- que se exteriorizará con la inesperada llegada de su novio, el joven John Lemley (Denholm Elliott), surgido en escena de manera inesperada al haber sido liberado de prisión, y a quien Meister le hará caer en una trampa que le llevará de nuevo a presidio -del cual, incomprensiblemente, logrará escaparse-. Así pues, entre instantes dominados por la ironía -centrados fundamentalmente en las inesperadas -e incluso molestas- presencias del veterano Lomond, del que nunca acertaremos a comprender que hace por la película. O entre las divertidas situaciones provocadas por el ese ladrón metido a sirviente -incluida la presencia en un par de ocasiones de su amante-. O el intento de sensatez proporcionado por el inspector Wembury y los modos amenazantes de su subordinado Bliss. Las tensiones que van atenazando a Meister y que harán aflorar su intento de huida hasta América, irán configurando una película todo lo insustancial que se quiera, pero que destaca por un inusual dinamismo, en el que tendrá no poca efectividad lo transgresor de su inesperada conclusión.

Calificación: 2’5

THE COLDITZ STORY (1955, Guy Hamilton)

THE COLDITZ STORY (1955, Guy Hamilton)

Unos cuantos años antes del enorme –y a mi juicio desmesurado- éxito de THE GREAT ESCAPE (La gran evasión, 1963. John Sturges), y también pocos años después de STALAG 17 (Traidor en el infierno, 1953. Billy Wilder), se inserta esta casi ignota delicatessen, nueva muestra de la casi interminable cosecha de buen cine inglés, que ha permanecido oculta –como tantos otros exponentes de la misma- y como no podía ser otra manera, carente de estreno en nuestro país. Cuarta obra en la filmografía del británico Guy Hamilton, no cabe duda que THE COLDITZ STORY (1955) se erige como uno de los exponentes más valiosos de la misma, apostando en su trazado como una muestra más que la cinematografía inglesa demostró en la expresión de los dramas bélicos –evocar KING AND COUNTRY (Rey y patria, 1964. Joseph Losey) o el previo THE BRIDGE ON THE RIVER KWAI (El puente sobre el río Kwai, 1957. David Lean), son ejemplos pertinentes, por más que la valoración de ambos pueda ser cuestionable, como me sucede en el caso del segundo de los citados-. Esa tradición existente a la hora de describir relatos enmarcados en la II Guerra Mundial, constituye a mi modo de ver una veta de considerable riqueza en el seno de una cinematografía que vivió la contienda desde el riesgo de ser ocupada, pero manteniendo su independencia y alcance democrático, desafiando con el ello al gigante nazi.

El film de Hamilton –también coautor de su guión, junto a Ivan Foxwell, partiendo la base de la novela de P. R. Reid, basado en unos hechos reales que en la película tomarán como protagonista al propio Pat Reid-, se inicia con la llegada hasta el imponente castillo de Colditz, ubicado en un promontorio de Alemania, del propio Reid (John Mills) junto con McGuill (Christopher Rhodes). Nos encontramos en 1940, y ambos se trasladan hasta allí en calidad de presos británicos fugados previamente de otras prisiones. Muy pronto comprobarán que el recinto al que han sido trasladados –que alberga presos ingleses, franceses, holandeses y polacos- describe un panorama casi surrealista. Los presos se relacionan solo entre los de su propia nacionalidad, en una situación caótica dentro de una fortaleza surcada por innumerables túneles que albergan constantes y frustrados intentos de fuga –como si supusiera un gigantesco queso de gruyere-. Esa sensación de caos y desorganización será percibida del mismo modo con la llegada del coronel Richmond -un espléndido Eric Portman, que quince años atrás encarnara a un depravado nazi en 49th PARALLEL (Los invasores, 1940. Michael Powell)-. Este es un veterano militar especializado en fugas, quien desde el primer momento observará el caos reinante, reuniendo a todos los presos para explicarles que para intentar cualquier intentona, ha de ser esencial una organización que supere la carencia absoluta de la misma que impera en el recinto.

Aunque las primeras imágenes nos puedan predisponer a contemplar un drama bélico en toda la acepción de la palabra –la planificación de sus primeros instantes, aunado con la magnífica, sombría y verista fotografía en blanco y negro de Gordon Dines-, lo cierto es que la mayor sorpresa que proporciona THE COLDITZ STORY reside en la equilibrada y casi insólita combinación de su componente dramático como un contrapunto irónico y humorístico, muy cercano a los modos de la Ealing. Se trata de una mirada en la que ese equilibrio se encuentra depositado fundamentalmente en la contundente descripción psicológica de sus personajes, y en la que se obvia el maniqueísmo incluso entre el personal nazi responsable del recinto. Es un aspecto este en el que se cuenta además con el contrapunto de la visión realista –y lúdica- que marca el responsable de la prisión –más conocedor de la realidad y las necesidades de los prisioneros- y el delegado nazi, que en cierto modo es ridiculizado tanto por estos, como por su propio correligionario. A partir de dichas premisas, la película va conformando los distintos e infructuosos intentos de los presos, encabezados por Reid, buscando la colaboración de los representantes de las distintas nacionalidades presentes. Una huída será propiciada por el disfraz de Rhodes, simulando ser uno de los veteranos vigilantes alemanes, siendo de nuevo interceptada por estos. Una nueva fuga se saldará con un aparente éxito, pero del mismo modo llevará a sus responsables a ser incomunicados durante un tiempo. Finalmente, se planteará otra, a través de la idea de uno de los oficiales británicos, que por su sencillez y simplicidad parecerá idónea. Ello propiciará el último tercio del film, el más intenso y rico en matices, describiendo la preparación de una idea que requerirá una intensa organización colectiva, y en la que su plasmación llevará al veterano coronel a desaconsejar a su artífice que participe en el mismo, ya que su estatura favorecería el fracaso del plan. Ello proporcionará “de facto” el suicidio de este –camuflado bajo una insensata huída de las verjas que delimitan la frontera del recinto-, y el deseo de los participantes –empezando por el propio Reid- de dejar de lado el plan. Sin embargo, la insistencia de Rhodes animará al desarrollo del mismo, en un fragmento de admirable tensión, dramatismo y al mismo tiempo sentido del humor –las letrillas irónicas de los actuantes-, mientras se desarrolla la fiesta que los presos británicos ofrecen a todos los inquilinos de Colditz –autoridades alemanas inclusive-. Combinando casi a la perfección el entramado de la huída, la colaboración entre bambalinas de todos los reclusos, un montaje y ritmo perfecto, se describe con todo detalle y desde diferentes puntos de vista la huída de esos cuatro recusos que inicialmente se llevará a buen puerto, aunque poco tiempo después dos de ellos retornen a la prisión. Pese a esta circunstancia adversa, la consolidación de la fuga de dos de ellos –que mandarán un escrito simulando sus identidades, que Rhodes leerá ante todos los presos ingleses-, supondrán el triunfo de la unión y la solidaridad.

THE COLDITZ STORY es una muestra muy poco conocida pero bastante valiosa de la capacidad que el cine inglés demostraba en el manejo de unas temáticas que les eran familiares, basándose –al igual que en el cine italiano de su época- en la competencia de una formidable conjunción de talentos, aunando un mecanismo de relojería que tiene en esta -una de las mejores películas de Hamilton- un perfecto exponente. Es difícil resaltar algún elemento concreto dentro de un conjunto tan compacto –cierto es que su tercio final deviene magnífico-, pero sí me gustaría destacar la intensidad y el suspense de los instantes en los que Reid se encuentra tras una puerta sin cerradura (inmenso John Mills) a la que se acercarán los vigilantes alemanes, o el dramatismo que describe el ya señalado suicidio del desengañado preso que asume que no puede protagonizar la huída que él mismo ha proyectado. Pero junto a ello, se contrarrestan momentos hilarantes, como esa interminable y ridícula revista improvisada en pleno patio por los ingleses para favorecer la huída de Jimmy (el posterior director Bryan Forbes, de nuevo participando como actor en una película de Hamilton), camuflado dentro de la funda de un colchón. Es precisamente en esa contrastada habilidad para realizar una mirada directa y al mismo tiempo distanciada de la historia narrada, donde el film del inglés se adelanta, de manera más sencilla, a propuestas que en el cine americano comenzaron a cuestionar las rígidas normas militares –como sucediera con OPERATION MAD BALL (1957, Richard Quine)-

Calificación: 3

AN INSPECTOR CALLS (1954, Guy Hamilton)

AN INSPECTOR CALLS (1954, Guy Hamilton)

AN INSPECTOR CALLS (1954) –como tantos títulos de la cinematografía inglesa de su tiempo, ausente de estreno comercial en nuestro país-, supone el tercero de los poco más de veinte títulos que componen la filmografía de Guy Hamilton. Y al margen de sus cualidades y deficiencias, supone de entrada un exponente, en la medida que plantea un tipo de cine –una adaptación de una obra teatral del popular J. B. Priestley –THE OLD DARK HOUSE (El caserón de las sombras, 1932. James Whale)-, ubicado en 1912. Es decir, una adaptación de época, muy alejada del común denominador de la filmografía posterior de un realizador –salvo excepciones- caracterizado por su adscripción a temáticas y ámbitos contemporáneos, el cine de acción –su aportación al ciclo James Bond, la estupenda FUNERAL IN BERLÍN (Funeral en Berlín, 1966)-. En su oposición, la película se inserta plenamente en un modelo cinematográfico caracterizado por la reconstrucción de época y un origen escénico, tan habitual en la producción de su tiempo, y que con tanta furia fue denostada tanto por las nuevas generaciones de críticos franceses, como la de sus propios correligionarios. No es la primera vez que cuestionamos esta perniciosa circunstancia, que impidió que títulos de gran nivel recibieran su reconocimiento merecido. Lo que importa a estas alturas es ir recuperando estos exponentes, y extraer de los mismos aquellos que realmente debieron recibir desde el momento de su estreno la atención merecida –créanme, muchos más de los que se suele reconocer- y en el resto al menos consignar la profesionalidad y ocasional dosis de talento expresado en las mismas. Este es, en mi opinión, el ejemplo que brinda esta curiosa, irregular, apreciable y en última instancia inquietante AN INSPECTOR CALLS, de la que cabría destacar en primer lugar –como sucede con tantos films ingleses-, la brillantez de su equipo técnico. Unos créditos en los que sorprende la presencia del posterior montador y director cinematográfico Desmond Davis en calidad de guionista, la magnífica prestación como operador de fotografía de Ted Scaife, la singularidad de contemplar al posterior director Bryan Forbes como joven hijo de la familia protagonista –Eric Birling-, o incluso descubrir –encarnando con brillantez al personaje femenino causante del drama que centra la función-, a Jane Wenham, la que fuera primera esposa del gran Albert Finney.

Pero al margen de estos elementos más o menos anecdóticos o funcionales, lo cierto es que la película de Hamilton se erige, en primer lugar, como una adaptación de la obra de Priestley, que plantea en su argumento el clasismo consustancial de la sociedad inglesa de principios del siglo XX, en un argumento puesto al servicio del veterano actor Alastair Sim –quien llega a resultar molesto con sus expresiones de condescendencia-. Este encarna al inspector Poole, que interrumpirá de forma pacífica la frugal cena que se ha celebrado en la lujosa vivienda de la familia Birling, y donde Sybil (Olga Lindo), la hija del matrimonio, se ha prometido con Gerald Craft (Brian Worth). La ficción –que apenas sobrepasa los setenta y cinco minutos de duración-, se inicia con un plano de la propia cena mientras se proyectan los títulos de crédito, describiendo sus minutos iniciales el modo de pensar de una familia burguesa, en donde plantearán –con escaso tino-, la imposibilidad de que lo que poco después sería la I Guerra Mundial llegue a producirse. Ya en este preámbulo se puede percibir ese clasismo procedente de un colectivo acaudalado, incapaz de conectar con el conjunto de la sociedad en la que viven. Y para que quede clara esta circunstancia, la llegada de Poole les anunciará la muerte por suicidio de la joven Eva Smith (Wenham). Una joven con la que en principio ninguno de los presentes tenía relación, pero que poco a poco se verá como todos los componentes de los Birling han sido los que, a partir de la aplicación de sus supuestos privilegios de clase, han provocado la muerte de ese ser corriente y que ninguno de ellos pretendía conocer. La persistente y al mismo tiempo amable capacidad de Poole para lograr indagar tras la fachada que propone la familia, nos permitirá descubrir –mediante oportunos flash-backs-, que la totalidad de los presentes tuvieron contacto con esa mujer anónima y bondadosa a la que, de una u otra manera, contribuyeron a humillar y forzar su deseo de eliminar su existencia. Será un ciclo que iniciará el patriarca, quien despedirá a Eva cuando esta era empleada, al ver en ella una supuesta contestataria –en realidad solo pretendía reclamar con sensatez un aumento de sueldo-, que prolongará Craft, quien la mantendrá como amante, dejando que resida en su apartamento, hasta que ella descubra que se encuentra con otra mujer –Sybil-, la madre de esta, presidenta de un comité de caridad, quien junto a su corífeo de acaudaladas damas, negará la ayuda solicitada por la protagonista –ya embarazada-, argumentando razones de índole reaccionario y centradas en una falsa moral. Será por último el joven Eric, el que confiese el drama interior vivido, al reconocer que mantuvo una relación con la muchacha, a la que dejó embarazada, sin tener el valor que asumir dicha responsabilidad, más que el hecho de entregarle cincuenta libras recogidas de manera ilegal de los cobros de la empresa de su padre.

AN INSPECTOR CALLS obedece, en función de esa ya señalada estructura de flash-backs, a una determinada fórmula más o menos recurrente en el cine inglés, en la que la aportación de diferentes personajes, permitían una visión de grupo de una situación que se presenta inicialmente sin resolución. Es lo que ejemplificaría un título previo aunque no muy lejano como THE WOMAN IN QUESTION (1950, Anthony Asquith), y que en buena medida no supondrían más que una variación de planteamientos de la novela o la literatura policiaca, aunque implicando en ellas un mayor componente de reflexión de índole social, e integrando en ellos una mirada que marcara los injustos contrastes de una sociedad eternamente marcada por ese sentimiento de clase tan propio de épocas pretéritas y, mucho me temo, permanente pese al paso del tiempo. Es en la manera de resultar revulsivo para una familia que aparente tenerlo todo, donde se encuentra lo más valioso de una película rodada con precisión, atendiendo a su condición de adaptación teatral sin ningún tipo de complejo, pero al mismo tiempo ofreciendo una puerta abierta a la erradicación de esos comportamientos de manos de la pareja de hijos de la familia Birling –Sybil y Eric-, para quienes el descubrimiento y la exorcización del drama que indirectamente han provocado, supondrá un nuevo punto de partida para su futuro. Sin embargo, la película aún propondrá un ingenioso giro, en el que se pondrá en tela de juicio la autenticidad de la figura de Poole como tal inspector. Ello volverá al matrimonio Birling a actuar con su despótico comportamiento inicial, del que se despegarán sus hijos. Yendo aún más lejos, el film de Guy Hamilton –en esta ocasión discurriendo por un terreno ideal para un Anthony Asquith-, culminará de una manera que nos podría hacer recordar la posterior serie televisiva estadounidense The Twlight Zone, y que prefiero no relatar por respeto al posible espectador interesado. Una conclusión extraña y en cierto modo inane, que sin levantar el nivel medio de su metraje previo, sí al menos brinda un cierto carácter misterioso, a una película tan estimable en su desarrollo como quizá un tanto esquemática en su alegato crítico, pero que bien merece al menos un pequeño acercamiento.

Calificación: 2’5

MAN IN THE MIDDLE (1963, Guy Hamilton) Entre dos fuegos

MAN IN THE MIDDLE (1963, Guy Hamilton) Entre dos fuegos

Partiendo de la base de la existencia de un corpus de títulos magníficos, muchos de ellos basados en los nobles tintes de la artesanía y la conjunción de talentos, el cine británico sigue siendo un auténtico territorio para el encuentro de pequeños exponentes fílmicos, que en muchas ocasiones desafían la cahierista teoría de los autores. Pero al mismo tiempo, esa misma adscripción que nos puede permitir apreciar títulos más o menos apreciables, también detecta el echar de menos la confluencia de un realizador que supiera extraer de sus planteamientos argumentales y equipos técnicos y artísticos el máximo de sus posibilidades. Esto es lo que bajo mi punto de vista se aprecia en MAN IN THE MIDDLE (Entre dos fuegos, 1963), un apreciable drama bélico en el que no resulta suficiente el oficio demostrado por el británico –aunque nacido en Paris- Guy Hamilton, para lograr convertir la adaptación que Keith Waterhouse –BILLY LIAR (Billy el mentiroso, 1962. John Schlesinger) y Willis Hall, ofrecieron de la novela de Howard Fast The Winston Affair. La misma se puede ligar a una tendencia marcada en aquellos años –de la que un magnífico exponente podría ser el casi desconocido KING RAT (1965, Bryan Forbes)- en la que se expresaban contextos de contienda, a partir de los cuales se recreaban una serie de situaciones encaminadas a cuestionar determinados escenarios bélicos. En esta ocasión la acción se detiene en las postrimerías de la II Guerra Mundial, cuando un hecho criminal conmocionará la forzada convivencia de ingleses y británicos en la lucha aliada contra los nazis. La secuencia progenérico nos transmitirá la ruptura de esa rutina de la espera bélica, rota cuando el norteamericano teniente Winston (Keenan Wynn) dispara a bocajarro contra un teniente británico, provocándole la muerte y retirándose con asumida tranquilidad a su barracón, sin esconderse de su acción.

En realidad, el film de Hamilton describe en su ajustado metraje, una auténtica parábola sobre la importancia de la Ley, incluso en aquellos momentos y situaciones en donde la misma pueda ser puesta en entredicho. El crimen, además de la pérdida del oficial inglés, ejercerá como detonante para acrecentar el recelo existente entre dos ejércitos que en su apariencia combaten para un mismo fin. Por ello, las autoridades militares desean la celebración de un rápido consejo de guerra, en el que las previsibles garantías jurídicas en realidad escondan una pantomima que sirva para llevar a la horca al asesino confeso. Para ello, el general Kempton (Barry Sullivan) requerirá los servicios del teniente coronel Barney Adams (Robert Mitchum), quien llegará hasta la India para cumplir el cometido, herido en una pierna, sin saber en realidad que su destino como abogado defensor en realidad se planteaba como un elemento de puesta en escena. Será el inicio del auténtico drama, en el que de manera paulatina Adams irá percibiendo como una oculta maraña de oscurantismo se establece en torno a la actuación de Winston, a quienes todos desean sacrificar con el deseo de que dicha condena elimine las fricciones existentes, y que el propio abogado –también norteamericano- ya apreciará a su llegada al entorno urbano hindú –una pelea entre componentes de los dos ejércitos ante un puesto de antigüedades, servirán como augurio para el panorama que poco a poco irá percibiendo, y que del mismo modo comprenderá tienen en la figura del extraño Winston –que en modo alguno propone facilidades a su defensor para ejercer su ejercicio-, una especie de chivo expiatorio. Sin embargo, el escéptico y ocasional letrado, irá adquiriendo conciencia del juego al que han querido someter como auténtico peón de un juego dirigido de antemano, y contra el que se revelará, poniendo en juego sus conocimientos de las leyes y, sobre todo, la importancia de la administración y utilización de los mecanismos de la Justicia. Para ello tendrá a su servicio como ayudantes a los tenientes Bender y Morse, más voluntariosos que otra cosa y, sobre todo, a la enfermera del hospital militar Kate Davray (France Nuyen), conocedora de la manipulación del historial médico con el que fue reconocido el encausado. La realidad irá despejándose para un defensor que estará a punto de abandonar su misión, cuando vaya sintiendo el oscuro boicot a su labor por parte precisamente de quienes lo han reclutado. Y es que sus indagaciones y su propia percepción personal –la visión de Winston cuando este sale al patio de la prisión tras uno de sus encuentros-, le harán concluir que el condenado es en realidad un psicópata y, por ello, una persona que no podría ser declarado culpable del un crimen cometido en un estado de absoluta enajenación mental.

Lo mejor de MAN IN THE MIDDLE, reside en la atmósfera física que se logra transmitir desde los primeros instantes del film. Esa sensación de autenticidad que adquieren las secuencias rodadas en ese estado de espera bélica, con unos barracones en donde se desarrolla la vida cotidiana, o la propia visión de la caótica vida urbana en la India que el protagonista –y, por ende, el espectador- percibe. La fuerza que imprime el blanco y negro fotográfico de Wilkie Cooper, unido a la utilización del CinemaScope, permite que se aprecie una cierta espesura narrativa que, por desgracia, no adquiere en la manos de un Guy Hamilton correcto, en ocasiones inspirado, pero en líneas generales incapaz de proporcionar a la propuesta mayores aciertos narrativos que los que ofrece su argumento. En muchos más momentos de los deseables, se tiene la sensación de que Hamilton parece acometer la realización del film como una propuesta revestida de cierta superficialidad. Es cuando el aficionado echa de menos de antemano una mayor duración para que su base dramática adquiera una superior densidad –su tramo final, el que describe la vista contra Winston, resulta demasiado liviano- y, en conjunto, añore que su mismo planteamiento dramático no hubiera caído en las manos de realizadores como un Otto Preminger o el Losey de aquellos años. Sin duda alguna, su resultado se hubiera elevado en muchos enteros, y no hubieran caído en errores tan primitivos como la mayor parte de los compases musicales propuestos por el equivocado fondo sonoro del por lo general estupendo John Barry, alejado casi por completo de ese carácter interiorizado que pedía a gritos su partitura, o la poco desarrollada y bastante improbable relación y efímera relación sentimental establecida entre Adams y Kate –nadie se puede creer que en los cuatro días que el primero tiene para desarrollar el caso, pueda establecer el más mínimo acercamiento-.

Pero su logramos hacer abstracción de estas evidentes limitaciones, no nos resultará complicado destacar aquellos elementos que permiten definir MAN IN THE MIDDLE como una propuesta todo lo irregular o insuficiente que se quiera, pero que en su conjunto manifiesta un cómputo de cualidades cinematográficas nada desdeñables. Además de los elementos de base ya señalados, obvio resulta destacar la impecable labor de todo su cast –Barry Sullivan, Alexnader Knox-, en el que me gustaría la hondura del trabajo de Keenan Wynn, la sinceridad que manifiesta Sam Wanamaker en su encarnación del mayor Kauffman –por momentos parece una precedente físico del joven Robert De Niro-, o la secuencia confesional que se establece en el primer encuentro entre Adams y el mayor Kensington, en la que el veterano Trevor Howard se muestra absolutamente magnífico. Serán quizá estas escenas –la que este confiesa con pasmosa seguridad la psicopatía que define la psique del encausado-, y la del último encuentro entre el defensor y Kauffman –que ha sido expulsado a otra zona alejada del conflicto, para evitar poder ser utilizado como testigo en la causa-, los momentos más densos del relato, dando la medida del nivel a que podría haber llegado en su conjunto, si todo su metraje hubiera adquirido similar coherencia. Pero junto a estos dos fragmentos, hay uno específicamente narrativo, que considero el más valioso del film. Me refiero a ese detalle premonitorio que registrará el jeep que conduce Adams en su búsqueda del lugar donde ha sido confinado Kauffman, para lograr el testimonio de este, al sortear un socavón que se ha convertido en un charco. Será el lugar donde poco después, y mediante el uso de la elipsis, perderá la vida el mayor, en un presunto accidente que Adams recibirá estremecido mediante una nota en plena vista, fundiendo la imagen a la del coche accidentado y boca abajo, siendo retirado el cuerpo sin vida en una camilla. Muy poco después, Guy Hamilton abandonaría –como el abogado militar norteamericano- el escenario de esta no suficientemente sombría pero apreciable MAN IN THE MIDDLE- para sumergirse en el rodaje de uno de las célebres capítulos de la serie de James Bond; GOLDFINGER (James Bond contra Goldfinger, 1964).

Calificación: 2’5